22
Cuando Ulises habló de un bote, imaginé que sería una pequeña embarcación para ir de pesca. En cambio, me vi subiendo a un impresionante yate de más de 20 metros de largo, con varios camarotes, cocina y hasta una pequeña sala de estar. Ni siquiera Ángel pudo disimular su admiración por el imponente barco.
-Wow. ¿Esto es tuyo? Podrías vivir aquí -dije, impresionada.
-Créeme que me lo he planteado. El barco es de mi padre. A duras penas consigo que me lo deje de vez en cuando. Sospecho que lo quiere más que a mi madre.
-¿Elena es tu madre? -pregunté, pues había notado el nombre grabado en la proa del barco-, ¿o es otra alusión a la mitología?
-Es una afortunada coincidencia -me dijo, sonriendo-. Mi madre es tan hermosa como Helena de Troya, pero no tan dócil. Se la pasa riñéndole a mi padre por sus escapadas de pesca. Él creyó que el detalle de ponerle su nombre al barco la calmaría, pero...
-No funcionó -adiviné.
-Para nada. Siguieron discutiendo como el perro y el gato, aunque con los años, mi madre se ha conformado con la idea de compartir a mi padre con el mar y él también sale menos de pesca. Dice que sus huesos ya no toleran la humedad como antes.
-¿Llevan muchos años juntos?
-Cuarenta. Toda una vida -contestó con cierta melancolía en la mirada.
-Qué bonito -exclamé.
-Sí, antes aspiraba encontrar un amor así. Eterno.
-¿Antes? -pregunté, arqueando una ceja.
El torbellino de Sara lo libró de responder. Los niños habían estado recorriendo la cubierta, maravillados, pero la inquieta niña se había aburrido pronto y exigía cambiar de actividad.
Zarpamos para regocijo de los pequeños.
Ángel, tal y como esperaba, fue muy útil. Para mi sorpresa, tenía bastantes conocimientos de marinería y no vaciló en hacerse cargo del bote, mientras Ulises preparaba las cañas.
Yo me limité a disfrutar del sol, de la brisa del mar y de la basta alegría que me embargaba.
Pescar siempre me había resultado aburrido. No tenía la paciencia ni la constancia para esperar por el pez, ni la habilidad para atraparlo una vez que picara. Quizás ese mismo problema me afectara en la vida. Nunca había sido muy hábil para atrapar el amor. Incluso entonces, cuando el sentimiento inundaba mi pecho, no podía librarme del todo de la incertidumbre. El miedo a no ser capaz de retenerlo no me abandonaba. Solo me quedaba entregarme a él, gozarlo mientras durara, arriesgarme, aun a riesgos de quedarme con un anzuelo vacío.
Adoraba ver a Claudio con Ulises. Parecían congeniar de maravilla, y Sara había resultado otro tremendo regalo para mi hermano. Nunca lo había visto tan feliz.
Sentada en la cubierta, los veía reír y luchar con las cañas, atentos a las instrucciones de Ulises que, una vez más, me recordó a un padre, preocupado, capaz, cariñoso, una persona a la que acudir.
Era un cuadro que me hubiera gustado capturar. Tomé el móvil y les hice una foto. Ninguno pareció notarlo, ensimismados como estaban en su aventura de pescadores.
Ángel se sentó a mi lado.
Habíamos anclado el bote, que se mecía suavemente, en medio de un océano tranquilo, que parecía alegrarse de recibirnos.
-¿No te gusta pescar? -preguntó.
-No mucho, pero estoy encantada de mirar. Los niños la están pasando muy bien. ¿Y tú? ¿No pescas?
-Sí, pero prefiero hacerte compañía un rato.
Pude percibir que lo que realmente le incomodaba era la presencia de Ulises.
Que compartieran como amigos era pedir demasiado.
-Discúlpame por no avisarte que él vendría. -La disculpa sonó forzada y temí que empeorara las cosas más aún.
-No tienes por qué -me dijo-. Es tu novio, si alguien sobra soy yo. -La amargura en su voz me dio un poco de pena-. Me alegro de que lo hayan arreglado -dijo tratando de no parecer afectado-. La Valeria de hoy no se parece en nada a la chica triste y malhumorada de hace unos días. Hoy eres luz.
-Estar con mi hermano me hace muy feliz -le dije para que no creyera que mi toda mi alegría se debía solo a Ulises-. Pero tú lograste hacer reír a la Valeria antipática, así que tienes doble mérito. -Él se limitó a sonreírme con desgano.
-Cuando comience el semestre me iré a los Estados Unidos -me soltó a boca jarro-. Un caza talentos se ha fijado en mí. Financiará mi entrenamiento para las olimpiadas.
-Ángel, eso es fantástico. Me alegro mucho de verdad.
-Si, es una gran oportunidad. Pero tendré que dejar atrás a mi familia, a mis amigos, todo. No será fácil.
-Si fuera fácil cualquiera lo haría. -Le recordé la frase que él mismo me había dicho-. Siempre lo tuviste claro. Sabías que lo lograrías, sin importar cuanto costara. ¿Sabes algo? Tu forma de ver la vida es muy inspiradora. Pienso que alguien como tu obtiene todo lo que se propone.
-No todo. -Me miró directamente, atravesándome con sus ojos verdes. Yo enmudecí-. Supongo que, de todas formas, hay cosas que no están destinadas a pasar. -Cambió la mirada, posando la vista en el mar.
-Alguien muy sabio me dijo una vez que no le gustaba esperar por el destino, que era mejor hacer que las oportunidades ocurriesen -le dije aquello sin saber por qué lo hacía.
Él se sorprendió tanto como yo de mis palabras y me miró de tal manera que creí que iba a besarme.
-¡Valeria! -La voz de Ulises rompió el silencio, como un cuchillo que se clava en el cristal.
Tragué saliva, incómoda, aliviada, confusa. No tenía claro que era lo que sentía en ese momento.
Forzando mi mejor cara indiferente, me levanté y fui a su encuentro.
-¿Me ayudas a preparar algo de comer? Los niños están hambrientos. Ángel, ¿puedes vigilarlos un rato? -Lo miró, ceñudo, abandonando todo el carácter jovial del comienzo.
-Claro -dijo él, sin mirarnos y, tomando una caña, se alejó de nosotros.
-¿Interrumpí algo? -preguntó Ulises, celoso.
-Claro que no, amor -dije, nerviosa-. Solo charlábamos. Ángel me contaba que se irá pronto a los Estados Unidos. -El comentario pareció calmarlo como era mi intención.
Bajamos por una escalera de caoba que conducía al interior del barco. Estaba totalmente equipado, la cocina relucía y la nevera estaba abundantemente surtida.
Ulises entró tras de mí y cerró la puerta con seguro.
Yo lo miré, extrañada.
En su semblante no quedaban rastros de la tranquilidad que creí percibir minutos antes. Sus pupilas estaban dilatadas y furiosas. Su mirada era lujuria, enojo, deseo, rabia, celos, pasión, todo junto.
Se abalanzó sobre mí y me besó con violencia, sujetando mi cabello, desgarrando mis labios con sus dientes y apretujando mis pechos con sus manos.
-¿Qué haces? -grité, zafándome de sus garras como pude.
-Eres mía -susurró, con una voz que no reconocí, sin dejar de tocarme por todas partes, frenético.
-¡Ulises, estás loco! Los niños están arriba.
-Los niños están de lo más entretenidos, no nos echarán de menos unos minutos.
Besaba mi cuello, mordisqueándolo, mientras respiraba agitado cual animal furioso.
-No, aquí no, no podemos. Cualquiera puede venir.
Él no me obedecía. Seguía besándome descontrolado, apretaba mi trasero con obscenidad, amasaba mis pechos, arañaba mi piel. Nunca lo había visto de aquella manera. Lo peor era que a pesar de lo extraño que era, de lo violento e imprudente del acto, me estaba poniendo a mil. Todo mi cuerpo ardía y la posibilidad de que pudieran descubrirnos me excitaba aún más.
Protestando, comencé a corresponder a sus besos. Él me levantó y me tendió sobre la mesa. Con una mano corrió mi bañador a un lado y sin más preámbulo me introdujo un dedo. Yo gemí de dolor y de placer. Bajó la parte de arriba de mi biquini y comenzó a succionar y morder mis pezones. Me hacía daño, pero al mismo tiempo me enloquecía. Mis fluidos habían empapado sus dedos que se abrían paso en mi sexo, sin gota de ternura. Yo gemía como una posesa. Tapó mi boca con una mano y con la otra desabrochó su pantalón. Cambió los dedos por su polla hinchada y dura, haciéndome respingar.
La sensación de sometimiento era nueva, pero eran alucinantes los nuevos niveles de placer que estaba alcanzando.
Me penetró sin piedad, una y otra vez, con saña, gruñendo a cada embestida.
-¿Quién te hace sentir así? Dime. ¿Quién te hace correrte como yo? -me preguntaba, entre gemidos sordos cada vez que se adentraba en mis entrañas.
-Nadie -suspiraba ya sin fuerzas, entre sus manos.
-Dime que eres mía. Dí mi nombre -me ordenó.
Yo lo exhalé con el último aliento de un tremendo orgasmo. Él se descargó en mi interior, olvidando toda precaución, gimiendo mi nombre, mientras nos corríamos juntos en el clímax más surrealista y glorioso de mi vida.
Luego se dejó caer sobre mí, sudado y sin aire, apretándome entre sus brazos y besándome con más dulzura esa vez.
-Ningún rubito cachas va a apartarte de mí. Eres mía, desde antes y para siempre -dijo en mi oído y entonces lo entendí todo.
Todo el desenfreno, el sexo salvaje, la rabia, todo había sido por los celos. Había estado conteniendo sus celos de Ángel, y como todo lo que se guarda y se reprime, había explotado de la única forma en que sabía. Como un animal, me había marcado como su propiedad.
A la chica empoderada, feminista y orgullosa que era, la idea le parecía horrible. Pero a la enamorada perdida, que acababa de ser follada como una diosa, le resultaba hasta tierna, su desesperación por no perderme.
Ya tendría tiempo de reñirle por sus injustificados celos y darle una lección sobre lo reprobable de su tendencia a poseerme.
Pero en ese momento, me limité a abrazarlo, mientras me recuperaba del orgasmo y le decía que lo amaba.
Él me lo dijo también y eso bastó para mí.
Saber que nos amábamos y que nos teníamos, que nos pertenecíamos, por cuestionable que sonara.
Arreglé mis maltrechas ropas, alisé mi cabello y me apresuré a preparar los bocatas, esperando que los chicos y Ángel no se hubieran percatado de nuestra demora.
En nuestra ausencia, los chicos habían atrapado un pez, uno pequeño, pero el regocijo colectivo era enorme. Mi hermano lo sostenía mientras Sara le hacía unas fotos con el móvil. Ángel los secundaba en sus risas, pero al vernos su semblante cambió.
No sabría decir la causa, pero sentí pena por él y por mí. Mi yo razonable, tal vez hubiera preferido corresponder a los sentimientos de ese buen chico. Quizás, él se merecía más mi amor que el hombre intenso y complicado, al que mi corazón tercamente había escogido. Pero ya no había nada que hacer al respecto.
Luego del almuerzo, decidimos darnos un baño de mar. Lo atemorizante del océano contrastaba con lo fascinante que resultaba para todos. Estar rodeados de azul, sin nada más que agua en derredor, nos hacía conscientes de lo pequeños que éramos. De lo minúsculos que eran nuestros problemas en comparación a la inmensidad del mundo. La vida surgía en todas partes, y aquella vida que existía debajo de nuestros pies, aquella misteriosa y fantástica, que no alcanzábamos a comprender, ni tan siquiera a imaginar, era una lección de humildad.
Los humanos, acostumbrados a sentirnos el ombligo del mundo, necesitamos, a veces, mirar más allá, dar un vistazo al mundo, para comprender que no estamos solos, ni somos, en absoluto, los únicos que importamos. Respetar la vida nos hace mejores, admirarla y amarla nos hace felices.
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