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21


16 de julio.

En toda la historia de sus doce años, aquel día fue la primera vez que mi hermano madrugó.

Aun no amanecía, cuando un remolino castaño de ansiedad y alegría me despertó con gritos.

Ya llevaba puesto el traje que le había comprado, las aletas de rana y la careta que hacía parecer más grandes sus ojos cafés.

-¿Qué hora es? -Bostecé-. Es de noche aún, Clau. ¿Qué haces vestido así? -pregunté, entreabriendo un ojo, pues el otro se negaba a despertar.

-Date prisa, Val -me ordenó, tirando de mis mantas-. Debemos salir muy temprano para estar mucho tiempo en el mar. -Su sonrisa iluminó el cuarto que permanecía en penumbras.

-Tenemos tiempo de sobra, cariño. ¿Ya has despertado a papá?

-He venido a despertarte primero para que lo despiertes tú -dijo, avergonzado de su temor al cascarrabias de nuestro padre. Yo sonreí, encantada por su inocencia.

-Está bien -concedí, sentándome en la cama de mala gana-. Lo despertaré, pero ve tú preparando el desayuno, si tienes tanta prisa. ¡Y quítate las aletas! ¡Te caerás! -le grité, al verlo salir, corriendo como pingüino.

Llegamos a la costa sobre las ocho de la mañana. Papá nos dejó armados de provisiones y con un arsenal, aun mayor, de indicaciones y consejos paternos.

Ángel y su hermana ya estaban allí, pues vivían muy cerca de la playa.

Sara era una niña adorable de cabello dorado y centellantes ojos verdes, al parecer tan entusiasta del mar como mi hermano, pues vestía un bonito traje de baño, cubierto por un fino pañuelo naranja que le servía de pareo.

Claudio se puso muy nervioso al verla. Le había contado que nos acompañarían unos amigos, pero había dejado que la pequeña Sara fuera una sorpresa. Mi hermano padecía de la misma ineptitud social que yo y, sobre todo con las niñas, era sumamente tímido.

Ella, por el contrario, nos regaló una sonrisa radiante y sin esperar a que Ángel hablara se presentó.

-Hola. Mi nombre es Sara. -Se acercó y me tendió la mano como toda una mujercita-. Tú debes ser Valeria. Mi hermano me ha hablado mucho de ti. Eres muy bonita. -Yo le sonreí a la adorable muñeca rubia que se desenvolvía mucho mejor que yo, que le doblaba la edad.

-¡Tú sí que eres linda, Sara! También he escuchado mucho sobre ti. -Le estreché su manita al tiempo que miraba a Ángel con complicidad.

-Te lo dije, es tremenda -dijo él.

-Hola, Claudio -continuó Sara, quien no se dio por enterada del comentario de su hermano-. ¿No me saludas? -le dijo a mi hermano que estaba prácticamente escondido detrás de mí.

El asomó sus rizos castaños y la espabilada chica lo cogió del brazo y le dio dos besos en las mejillas. Él se sonrojó hasta la punta de la nariz.

-Me gusta tu careta -dijo Sara.

-Y deja que veas mis aletas -contestó mi hermano, perdiendo su timidez y dejándose arrastrar por el encanto de Sara.

Los dos niños caminaban delante, mientras Ángel y yo llevábamos una marcha más lenta, charlando y disfrutando de la brisa del mar. El día estaba especialmente hermoso. No quedaban rastros de las nubes de la víspera. El sol refulgía y el mar estaba en calma, de un tono azul impactante.

Ángel había ido con un amigo suyo, instructor de buceo, que nos acompañaría en la inmersión. Pero primero debíamos de recibir una clase con todas las indicaciones técnicas, sobre todo mi hermano, que era primerizo, necesitaba conocer todos los tecnicismos para bucear con seguridad.

Los chicos estaban muy atentos a las palabras del instructor, quien les mostraba lo que debían hacer para evitar que la presión se acumulara en los oídos. Sara hacía preguntas sin parar, aunque ya había buceado un par de veces, y Claudio absorbía la información, asegurándose de que no se le escapara nada. Ángel estaba ocupado preparando los equipos y los tanques. Yo, sin embargo, no hacia otra cosa que mirar el celular.

Le había dejado varios mensajes a Ulises, sin recibir respuesta. A pesar de la ilusión que me hacía pasar el día con mi hermano, la ausencia de Ulises ensombrecía mi espíritu. Sospechaba que no iba a dejar de pensar en él en todo el día, atormentándome por las razones que lo retenían lejos y arruinando toda la diversión.

Me prohibí tal cosa.

No podía permitir que influyera en mí de esa manera.

Ángel y el instructor ya estaban en el agua con los niños, enseñándoles, en la orilla, a respirar a través de la boquilla de oxígeno y mostrándoles el lenguaje de los buzos, una serie de señas con las manos, que permitían comunicase bajo el agua.

Mi hermano me gritó para que fuera a acompañarlos. Ángel me miró preocupado, intuyendo que algo no estaba bien.

Decidida a pasarla bien, dejé el móvil en la bolsa y me puse mi traje. Si algo me haría olvidarme del plantón de Ulises, sería el mar.

El inmenso mar que ahogaba todas las penas.

Llevaba aproximadamente 3 años sin realizar una inmersión. La última vez lo había hecho en Valencia, en un cumpleaños de Robert, mi mejor amigo. Regresar a las profundidades, después de tanto tiempo, me sobrecogió. Fue surrealista, mágico.

Por precaución, al estar con los niños, no nos adentramos demasiado. Pero aun a escasa profundidad, el paisaje subacuático era fabuloso. Los colores, la variedad, las formas inverosímiles. Me hicieron recordar mis fantasías infantiles, cuando pretendía ser una sirena, princesa del océano. Mamá siempre alimentaba esas historias y las adornaba con su fértil imaginación, asegurándome que sí, que en efecto, existía un mundo en las profundidades del mar, donde criaturas increíbles coexistían, y por qué no, también las sirenas y tritones. Pensar en ella me emocionó. Pero mis lágrimas se fundieron con el mar que me rodeaba, igual de salado y purificador.

Olvidé las tristezas al ver el rostro de mi hermano. Estaba maravillado, absorto con la vida fascinante que aparecía ante él. El instructor nos había dado pan para atraer a los peces y Claudio era la personificación de la alegría, rodeado de peces multicolores que comían de sus manos. Fui enormemente feliz por él y también por mí. Por tener el privilegio de tenerlo en mi vida.

Ángel nadaba en derredor, haciendo derroche de su talento, y su pequeña hermana no se quedaba atrás, era muy buena nadadora y no mostraba ni una sombra de temor por la vida marina. Avanzamos un poco hasta alcanzar los corales. La vegetación oceánica simulaba la de un planeta extraterrestre. Las formas eran intrincadas, sorprendentes y hermosas, y más vida se ocultaba en los entresijos coralinos.

Un pez gris, del tamaño de mi brazo, de una especie que no pude identificar, sorprendió a Claudio quien dio un respingo y derramó todo el pan, que fue devorado al instante por una bandada de pececitos. Para mi sorpresa, él no se asustó, sino que se acercó al fondo para verlo mejor. Estaba tan orgullosa de él. No había dudas de que era una miniatura de la intrépida y aventurera de mi madre. Quise tanto que ella estuviera allí para verlo.

Tras media hora de inmersión, Sara comenzó a hacer señales confusas que nos asustaron a todos. Sin vacilar, Ángel la tomo del brazo y la subió a la superficie, seguido del resto de nosotros. La pequeña se había olvidado de descompresionar, por lo que sus oídos comenzaban a dolerle.

Ángel la reprendió, aunque no demasiado. La tierna niña impedía que cualquiera se molestara con ella, por las caras que ponía. -Será todo una manipuladora de mayor - pensé sonriendo.

El instructor aconsejó salir para evitar un accidente y de paso merendar.

Salimos del mar, risueños y cansados, comentando las maravillas que habíamos visto.

Mi hermano me abrazó, agradecido, asegurándome que era el mejor cumpleaños de su vida. Sara y él habían hecho muy buenas migas y charlaban animados, como dos viejos amigos. La pequeña había olvidado por completo el dolor.

Nos sentamos a merendar, entre anécdotas y risas. Ángel nos contaba de una atemorizante experiencia con una morena, que lo había sorprendido mientras buceaba en los arrecifes. Yo les narré la ocasión en que me había mordido una medusa, paralizándome del dolor. Sara también nos contaba historias, aunque por lo extraordinariamente heroicas y exageradas que eran, y por las caras que ponía su hermano, sospeché que la mayoría eran inventadas. Aun así, me asombré de la desbordante imaginación que poseía la niña, a la que mi hermano observaba con una admiración encantadora.

Nos la pasábamos tan bien que me olvidé completamente del teléfono y de Ulises. Pero en medio de la animada conversación, una sombra se interpuso entre nosotros y el Sol.

Yo estaba de espaldas, así que tuve que voltearme para descubrir quién nos privaba de la luz.

El hombre pálido, con gafas y escasamente atractivo, que había conocido dos meses atrás, no tenía absolutamente nada que ver con el que ahora aparecía frente a mí.

Vestía totalmente de negro, pero en lugar de las camisas que solía usar, llevaba una camiseta ajustada que marcaba los músculos de sus brazos. Sospeché que había estado levantando pesas antes de salir. Su piel también se veía levemente bronceada, cosa insólita en él, que destacaba por la palidez de su tez. En lugar de las acostumbradas gafas, llevaba seductores lentes de sol y había peinado su cabello de manera diferente. Parecía 10 años más joven y mucho más guapo.

Sonreí, divertida, por lo infantil de su comportamiento. Era evidente que, intimidado por el aspecto de Ángel, había cambiado el suyo para entablar una absurda lucha de poder.

El que se hubiera tomado tantas molestias por mí me enterneció. Me puse de pie de un salto y lo abracé, olvidándome de que teníamos público.

-Disculpa la tardanza, cariño. Tuve complicaciones en el trabajo.

-Me alegro de que estés aquí -dije, besándolo en los labios- y además tan guapo -agregué, sonriendo con una pizca de burla.

-¿Quién es él? -preguntó la vocecita de Sara y yo recordé que no estábamos solos.

Vi a mi hermano mirándome con la boca abierta y a Ángel visiblemente incómodo. Me sonrojé por la escena y los presenté.

Ulises se mostró sorprendentemente simpático con Ángel. Charló largamente con Sara y con Claudio, a quien pareció agradarle mucho. Los niños le contaron sobre la inmersión y él lamentó habérsela perdido.

Yo los observaba encantada, aunque me preocupaba un poco la seriedad de Ángel. Me sabía mal que se sintiera incómodo, pero mi alegría por ver relacionarse a Claudio con Ulises era mayor que el embarazo.

-He dejado el bote en el muelle -nos dijo-. ¿Les gustaría dar un paseo? -Los niños exclamaron alegres su conformidad.

-Sara y yo debemos irnos ya -terció Ángel-. Tenemos cosas que hacer, pero gracias -le dijo a Ulises con sequedad.

-No es cierto -intervino la niña que no quería perderse el paseo-. No tenemos que hacer nada. Yo quiero ir -le suplicó a su hermano.

-¿Podemos pescar? -preguntó mi hermano.

-Claro, tengo las cañas en el bote y también podemos nadar mar adentro.

-Genial -dijo mi hermanito, emocionado.

Ulises se dirigió directamente a Ángel.

-Necesitaré tu ayuda para llevar el bote, mientras Valeria les echa un ojo a los chicos. Vengan aunque sea un rato. Será divertido.

Su humildad me dejó gratamente sorprendida. Se estaba tragando su orgullo, para demostrarme que podía comportarse y eso valía oro.

-Por favor, por favor, por favor -rogaba Sara.

-Está bien -concedió el-. Podemos ir un rato.

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