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20

15 de julio.

Hay lugares que duelen. Ciertos recuerdos desgarran silenciosos, abriendo viejas heridas al regresar al sitio donde se fue verdaderamente feliz. No es la evocación de esa felicidad lo que causa el sufrimiento, sino la certeza punzante de que esa sensación jamás se repetirá. Por más que intentes replicarla, es imposible. La vida después de una pérdida es como un cristal roto en pedazos diminutos. Puedes intentar recomponerlo, unir todas las partes, pero siempre habrán piezas que se te escapen, que no podrás encontrar y serás incapaz de remplazar. Al aferrarte a ellas solo conseguirás cortarte, sangrar, y aunque el dolor es aliviado con el tiempo, jamás desaparece del todo. Porque el cristal nunca volverá a ser el mismo, conservará las cicatrices como un recordatorio constante de que le falta algo irremplazable.

El cumpleaños de Claudio es siempre agridulce. Hasta los más efusivos intentos de celebración se tornan tristes, porque el día de su nacimiento fue también el día de la muerte de mi madre.

Nuestra familia sigue un lúgubre ritual en esa fecha que hace unos años dejé de compartir.

Primero está la visita al cementerio. Siempre he odiado los cementerios. Los encuentro absurdamente macabros. Pocas cosas me parecen tan horribles como el ser puesta bajo tierra, para volverme pasto de gusanos, que se pudra mi cuerpo y se diluya mi ser, mientras los vivos obsequian la piedra que cubre el espantoso sepulcro con flores que se marchitarán más velozmente de lo que lo hizo mi carne, dando una visión en exceso deprimente.

Cuando muera, dejaré instrucciones claras para ser incinerada. Quiero que arrojen mis cenizas al mar, para que el lugar donde acudan a homenajearme sea hermoso, inmenso, abrumador. Quiero que mis restos sean libres como seguramente lo será mi alma, y si he de descansar a algún lugar, que sea en ese donde me sentí tan viva.

La tradición de acudir al cementerio en fechas señaladas también me parece ridícula. No necesito llorar frente a una piedra o hablarle a un esqueleto para recordar a alguien que amé y sigo amando.

Mi madre vive en mí, pienso en ella cada día y la extraño con cada fibra de mi ser, y ese amor no va a disminuir por dejar de visitar el campo santo. Desde que pude decidir por mí misma, no he vuelto a pisar el panteón.

No obstante, casi siempre participo en la segunda parte del ritual.

Después del cementerio, vamos al parque donde solíamos ir con mamá, a dónde fuimos la última vez. Cuando Claudio era aún un inquieto feto sin nombre, cuando el verano era sinónimo de alegría y la vida era simple y maravillosa.

El parque es un templo mucho más bonito donde recordar a mamá, y como Claudio no tuvo la suerte de conocerla, le gusta escuchar historias sobre ella. Desde muy pequeño, mi hermano accedió, gustoso, a ceder su día para las memorias, y acordamos trasladar el cumpleaños y las celebraciones al día siguiente.

Caminé por el familiar sendero de árboles, pero esa vez, mi espíritu no se sentía luminoso y tampoco el día. Unas nubes grises ocultaban el sol y no se escuchaba trinar alguno.

Alcancé el claro, con la emoción que me dominaba cada año. A pesar de mi edad, aún conservaba una ilusión fantasiosa que esperaba encontrar, sentada sobre la hierba, a la bella mujer morena del vestido blanco y la pamela rosa. Los ojos se me empañaron, cuando el sendero acabó y la visión que había fabricado en mi mente no apareció frente a mí.

Sin embargo, otra emoción más fuerte me obligó a sonreír.

Ella no estaba, pero estaba él.

Con el mismo cabello castaño, con los mismos ojos inmensos y dulces y aquella sonrisa única, con el poder de mejorar mi día.

Nada más advertir mi presencia, mi hermano se abalanzó corriendo a mis brazos. El abrazo se prolongó una eternidad. Era nuestra forma de consolarnos, de reconfortarnos mutuamente, a la vez que confirmábamos sin palabras que siempre nos tendríamos el uno al otro.

-¡Feliz cumpleaños, sabandija! Te he echado tanto de menos. -Le revolví el pelo cariñosamente.

-Y yo a ti -dijo, agarrando mi mano para guiarme al lugar donde se encontraba papá-. Creí que ya no vendrías.

-¿Cómo no voy a venir? Lo prometí, ¿recuerdas? Te tengo una sorpresa.

-¿Qué es? ¿Qué es? -gritó, dando saltitos de emoción.

-Toma. -Le tendí la bolsa que llevaba, disfrutando de su entusiasmo.

Los ojos de mi hermano se abrieron, resplandecientes, al encontrar las aletas de rana, la careta y el traje de buzo que había comprado para él.

-Eso significa... -balbuceó-. ¿Iremos a bucear? ¿Me llevarás? -exclamó, anhelante.

-¡Iremos! -le aseguré-. Lo tengo todo dispuesto para mañana -dije, antes de caer derribada por su entusiasmo arrollador.

No me importó mancharme la ropa de hierba, ni las miradas que provocábamos en las personas que pasaban a nuestro lado. Había pocas cosas que disfrutara tanto como hacer feliz a mi hermano.

-¿No me invitáis a la fiesta? -dijo mi padre que aparecía en aquel momento.

Las cosas estaban algo frías entre nosotros, desde la discusión que tuvimos en casa. Solo habíamos hablado brevemente por teléfono un par de veces, pero creí que la ocasión requería que hiciéramos las paces, o como mínimo, una tregua.

-¿Cómo estás papá?

Me incorporé y dudosa le tendí los brazos al cuello. Él correspondió a mi abrazo sin vacilar.

-Te he extrañado mucho, pequeña -dijo, acariciando mis cabellos.

-¡Papá! ¡Papá! -Claudio acabó con los restos de tensión que quedaba entre nosotros-. Valeria me llevará a bucear. Me llevará al sitio donde iban con mamá.

Cuando mis padres se conocieron, mamá era una joven aventurera, un espíritu libre que viajaba como mochilera, hacia excursiones de senderismo por las montañas, buceaba en los arrecifes y practicaba todo tipo de deportes extremos. Mi padre, un hombre cuadrado que lo más emociónate que había hecho era apostar en la bolsa, quedó prendado al instante. Ella era toda pasión, luz y fuerza. Creía que la vida era una aventura emocionante y que era un pecado desperdiciarla dejándose arrastrar por la rutina. Mi padre se dejó llevar, perdidamente enamorado como estaba, por toda esa energía, y la acompañaba en todas las locuras que ideaba su mente salvaje.

Cuando nací, la responsabilidad de ser padres los obligó a llevar una vida más calmada, pero las excursiones, meriendas campestres y viajes al mar continuaron. Aprendí a nadar cuando era casi un bebé, y cuando fui lo suficientemente mayor, me llevó a bucear. Quedé absolutamente fascinada por el mundo extraordinario que existía en el océano. Los peces, los colores, la calma que se siente al estar rodeado de tanta belleza me conquistaron para siempre.

Pero después de su muerte, era demasiado doloroso hacerlo sin ella. Mi padre se encerró en sí mismo durante mucho tiempo y se convirtió en un hombre serio y adusto; yo también tardé mucho en recuperarme de la tristeza, y ambos, sin darnos cuenta, fuimos abandonando poco a poco ese estilo de vida que nos había inculcado ella.

A mi hermanito le tocó lo peor. Él solo tenía las historias, y su madre era para él como una heroína, un ser mítico y sobrenatural capaz de las cosas más increíbles.

Lo era.

Pero él no tuvo la oportunidad de conocerla y esa ausencia me parecía horrible. Al menos yo la llevaba en la memoria, pero el no haberla tenido nunca me parecía infinitamente peor. Tal vez una de las razones por las que era tan cariñosa con Claudio era porque, en cierta forma, quería suplir esa carencia. Aunque estaba segura que no existía nadie en el mundo capaz de ocupar su lugar, intentaba ser la mejor hermana que podía.

-¿Quieres venir? -le pregunté a mi padre-. Será divertido. Hace mucho que no vamos y creo que ya es tiempo de que Claudio conozca ese lugar.

-¿No crees que es demasiado pequeño? -dijo mi padre con escepticismo.

-No lo soy -protestó mi hermano, temiendo que no lo dejaran ir.

-Yo era más pequeña cuando buceé por primera vez -argumenté-. Lo hará muy bien, estoy segura. Te encantará -dije, dirigiéndome a mi hermano que me respondió con una sonrisa de oreja a oreja-. ¿Qué dices? -le insistí a mi padre.

-Tengo mucho trabajo, cariño. Me gustaría pero...

-Sí, ya se. El trabajo es más importante que tus hijos -le solté, poniéndome a la defensiva.

-No digas eso, Val. No es verdad.

-Podrías hacer una excepción por el cumpleaños de Claudio. Hace mucho que no hacemos nada los tres juntos.

-Estoy haciendo una excepción. El cumpleaños de Claudio es hoy y aquí estamos, los tres juntos -se excusó, sombrío.

Quise protestar pero me contuve al notar la pesadumbre en la voz de mi padre. Era evidente su desanimo ante la fecha, los recuerdos le impedían compartir la alegría de mi hermano. Los años habían pasado, pero el dolor estaba aún fresco en su corazón.

-La próxima vez iré, lo prometo -dijo al fin.

-Como quieras -dije de mala manera, aunque me esforcé por calmar los ánimos para no echar a perder el día-. ¿No hay tarta? -pregunté con voz conciliadora.

-¡Sii! -gritó mi hermano al tiempo que corría hacia el mantel de picnic que albergaba nuestras provisiones.

Comimos tarta de chocolate como era tradición, bebimos zumo de manzana y pasamos una tarde agradable, entre juegos y anécdotas.

Papá no volvió a hacer ningún comentario insidioso acerca de mi trabajo en la librería ni de mis erráticas decisiones.

Yo lo agradecí.

Le conté que el evento había sido un éxito y que todos habían alabado mi actuación.

-Tal vez podamos ir a verte la próxima vez.

-Claro que sí, les avisaré -contesté, agradablemente sorprendida.

Sin embargo, no le conté que estaba escribiendo una novela, y por supuesto, tampoco le conté sobre Ulises. Sabía que él jamás estaría de acuerdo, y no quería agregar otro motivo de reproche a la larga lista que enarbolaba mi padre contra mí.

Al caer la tarde nos marchamos. Yo me quedé con ellos en casa, y papá se comprometió a llevarnos a la costa a la mañana siguiente, antes de irse a trabajar.

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