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27 de junio.
La mayoría de las veces quedábamos en mi apartamento, y aunque llevábamos varias semanas saliendo, aún no había visto donde vivía. En cierto modo lo prefería así. Mi casa era mi territorio, un lugar seguro en el que no había más reglas que las mías. Podía aceptarlo como parte de mi rutina por el tiempo que quisiera, sin permitir que su presencia se volviera abrumadora, sin que nada alterara mi bien construido templo, solo mientras no perturbara mi paz.
Sin embargo, me daba curiosidad verlo en su elemento, verlo rodeado de sus cosas, dueño de todo, desbordando más seguridad de la que ya derrochaba. Pero esa curiosidad venia acompañada del miedo, el miedo de sentirme una extraña, una usurpadora en su casa; sentir que estaba ocupando el espacio que le correspondía a otra por derecho.
Tampoco estaba segura de sentirme cómoda viendo las fotografías de ella por todas partes, ver su ropa, sus pertenencias. Hasta ese momento, ella solo existía como un ente abstracto. Nunca la había visto, ni siquiera en fotos. Él no la mencionaba jamás y yo elegí creer que si no hablábamos de ella dejaría de existir, dejaría de importunarme.
Por supuesto, aquello era una soberana tontería.
Ella existía.
Existía y estaba más presente en mi mente de lo que hubiera deseado. De vez en cuando, su imagen sin rostro aparecía en las noches, atormentando mi paz. Pero mientras fuera solo una idea, un espejismo intangible, podría manejarlo, al menos creía que podría. El problema llegaría cuando esa idea se hiciera corpórea y mi hermoso castillo de naipes se derrumbara para siempre.
La invitación me sorprendió un día que ni siquiera esperaba verlo. Había planeado pasarme la tarde de compras con Andy, cuando Ulises me llamó para pedirme que tocara en una pequeña fiesta que daría en su casa.
No era algo demasiado formal -me aseguró. La editorial cumplía tres años de fundada y con el éxito de los últimos tiempos, sentía que tenía doble motivo para celebrar.
-Será solo una cena, con los fundadores, los editores y algunos autores amigos. Pero quiero que estés. Tu música animará la velada y tú me animaras a mí.
Evidentemente acepté.
Primero, porque existían pocas cosas que podía negarle, sobre todo cuando me lo pedía de forma tan dulce, y en segundo lugar, porque me agradaba la idea de conocer a profesionales del mundo editorial.
En lugar de la cita de compras que había quedado tronchada, secuestré a mi amiga para que fuera mi estilista personal. Por muy informal que Ulises me asegurara que era aquella fiesta, yo quería lucir impecable.
Andy fue de gran ayuda, como siempre. Me hizo un recogido digno de una boda y adornó mi cabello con florecitas azules, que eran demasiado cursis en mi opinión, pero que ella no consintió que me quitara. Mi habitual crisis de armario me llevó al borde de los nervios, por lo que mi amiga tuvo que acudir a mi rescate nuevamente. Me prestó uno de sus divinos vestidos negros.
A los dos metros de Andrea, aquel vestido le quedaba apenas por debajo de la rodilla, en cambio, a mí me llegaba al tobillo. La tela aterciopelada se abrazaba a mis curvas, que llenaban más el bonito envoltorio que el cuerpo delgado y fibroso de Andy. El frente era alto pero la espalda quedaba totalmente al descubierto, haciéndome lucir un trasero de escándalo. Como toque final, el vestido tenía una abertura en uno de los lados, que mostraba, sugerente, el costado de mi pierna.
-Ulises se va a caer de espaldas cuando te vea -me aseguró, orgullosa de su obra.
-¿No te parece demasiado? -pregunté con miedo a hacer el ridículo.
-Para nada. Estás perfecta -dijo Andy, sonriente-. La belleza nunca sobra. Además, eres la artista. Puedes vestir como quieras.
Yo la abracé agradecida.
***
En el tiempo que llevaba conociendo a Ulises, había descubierto que era un hombre a la antigua, amante de lo clásico y un tanto vintage. Por eso, me sorprendí al encontrarme en el apartamento más moderno y minimalista en que había estado.
Prácticamente todo era de un blanco cegador. Los únicos toques de color provenían del negro o del gris, que diestramente salpicaban los escasos adornos.
Me alegré al comprobar que no había fotos.
Ninguna.
Todo estaba relucientemente limpio y ordenado, pero aquella casa no resultaba acogedora. La decoración desprendía frialdad. No había nada familiar u hospitalario en ella. Parecía más bien un inmueble impersonal, perfectamente dispuesto para la venta, pero donde nadie había vivido jamás.
Al llegar, ya estaban allí algunos invitados. Ulises, quien se encontraba charlando con dos señores muy serios, se quedó de piedra cuando me vio aparecer. Literalmente dejó caer su mandíbula en un gesto de asombro y admiración.
Yo le mandé todo mi agradecimiento mental a Andrea por haberme ayudado a merecer esa mirada.
Los ojos de los pocos presentes en el salón se posaron en mí, al unísono, siguiendo al anfitrión quien había cesado de hablar para dedicarse a admirarme. Me sonrojé hasta la punta de los cabellos y sentí cierto embarazo al comprobar que era la persona más elegante en aquel lugar. El resto, aunque vestía bien, lo hacía de forma mucho más sencilla.
Rápidamente, Ulises fue a mi encuentro, besó mi mejilla con parsimonia y tras elogiar profusamente mi aspecto, me presentó a todos como la talentosa chelista que los deleitaría aquella noche.
El temor y el nerviosismo inicial se fueron dispersando poco a poco. Un par de copas de champán me relajaron lo suficiente para charlar y desenvolverme con naturalidad. Cuando la cantidad de invitados aumentó, me dispuse a tocar.
Había elegido para esa noche una música más contemporánea. Mi decisión fue acertada. La mayoría de los presentes identificó las canciones y todos alabaron mi actuación.
La cena estuvo maravillosa. Ulises había contratado al catering del evento de Pedro, que nos obsequiaron con un menú delicioso. La conversación era también muy amena. Charlé efusivamente con varios editores y hasta entablé cierta amistad con una chica muy simpática, fundadora de la editorial, a la que me atreví a contarle de mi novela incipiente. Ella se ofreció a echarle un vistazo y a darme los consejos y la asistencia que necesitara.
La velada transcurrió espléndidamente. Aunque Ulises no me trató como su pareja, naturalmente, se mostró cercano y cariñoso. No perdía oportunidad de decirme lo guapa que estaba. Y ante sus amigos y compañeros de trabajo me daba un trato de amiga, que pese a no ser lo ideal para mí, no me resultaba desagradable.
Sobre la media noche se fueron marchando los invitados. Yo hice ademán de irme también, pero él me detuvo y me susurró que me quedara.
Para disimular mi permanencia, me puse a tocar una última pieza para los 3 o 4 rezagados que aún permanecían en la fiesta. Finalmente, el último invitado se marchó y nos quedamos solos.
-Gracias -me dijo simplemente.
-¿Por qué? -pregunté, genuinamente confundida. El me regaló su media sonrisa.
-¿Por dónde empezar? -Sin dejar de sonreírme, se acercó a mí y me besó.
Solo entonces fui consciente de lo mucho que extrañaba sus labios. Los anhelaba.
-¿Lo has pasado bien? -preguntó.
-Mucho -dije con sinceridad-. Tienes una casa muy bonita y tus amigos son geniales.
-¿De veras te gustó la casa? -preguntó sorprendido.
-Es algo fría, pero sin dudas es hermosa.
-Ven, te enseñaré algo. -Me cogió de la mano, luego de lanzarme una mirada perversa y me arrastró por el pasillo.
La habitación a la que me llevó era un espacio anacrónico dentro del témpano minimalista que era su apartamento. La carpintería de roble desprendía el olor a madera. Las paredes eran de ladrillo rojo. Lámparas y adornos increíbles decoraban el cuarto. Y lo más sorprendente, en la esquina de la habitación había una chimenea de verdad, con todo y sus leños.
Encima de la repisa de la chimenea, había tres portarretratos.
En uno aparecía un niño de unos 8 años con el cabello muy negro y unos gruesos lentes, al lado de quienes parecían ser sus padres.
-¿Eres tú? -pregunté, tomando la fotografía-. ¡Que mono! -dije, adorándolo-. Tu madre es muy guapa.
La sonriente mujer rubia no se parecía en nada a Ulises, al contrario de su padre, que era su viva imagen con excepción de los lentes.
En la segunda fotografía estaba él, un poco más crecido, vistiendo toga y birrete, el día de su graduación. Los ojos profundos y negros no se parecían a los que tenía delante. Desbordaban inocencia, dulzura y orgullo por la meta alcanzada.
Me pregunté qué hubiera pasado si lo hubiera conocido entonces. Si hubiéramos coincidido en la universidad, los dos como iguales, siendo jóvenes, llenos de sueños, con metas similares y un futuro que tal vez habríamos podido construir juntos. Sin embargo, volví a mirar los dulces ojos que centellaban a través del cristal y estuve segura que el Ulises de entonces no me habría cautivado como lo había hecho el hombre que tenía a mi lado. Lo que me había impresionado de él, era, justamente, todo el mundo que había en su mirada, la profundidad, la madurez, la inteligencia matizada de experiencia que aquel joven de la foto aún no poseía. Quizás si me hubiera cruzado con ese joven, ni siquiera habría volteado a mirarlo.
La tercera foto era del día de su boda. La temida imagen que se me aparecía en sueños al fin tomaba forma.
Ella era insoportablemente hermosa.
Parecía una pintura renacentista, delicada, sutil, perfecta. Tenía un cabello color oro viejo que le caía en espesos bucles sobre los hombros, unos ojos grises electrizantes, una piel impoluta, una figura que perfectamente hubiera podido conquistar las pasarelas.
Su belleza me noqueó.
De pronto, me sentí aturdida, derrotada. Sentí que no tenía nada que hacer contra una mujer de ese calibre. No me cabía en la cabeza que él estuviera conmigo teniéndola a ella.
Casi dejé caer el cuadro, incapaz de disimular mi turbación. Él se acercó por detrás, besó mi hombro suavemente y me quitó la foto de las manos. Sin hablar, ni intentar darme un consuelo imposible, guardó el cuadro en una gaveta, también dejó en ella su anillo de bodas. Tomó mis manos y las besó.
-Esta noche soy solo tuyo -me dijo.
Yo demoré aún un poco en ser capaz de hablar. Tragué saliva y forzando una sonrisa, me obligué a cambiar de tema.
-Este cuarto es diferente. Ni siquiera parece parte de la casa -dije, observando los cuadros en las paredes. Eran muy buenos.
-¿De quién son? -pregunté.
-De un artista amigo mío -me contestó-. Este es mi cuarto. Es mi rincón. No tuve casi participación en la decoración del apartamento. Yo no tenía idea de estética o decoración, pero no me sentía a gusto rodeado de tanto blanco, de tanta pulcritud sin vida.
-Es cierto. A la casa le falta vida, un toque hogareño -coincidí.
-Por eso insistí en crear este espacio para mí.
-¿Es la habitación principal? -pregunté, a pesar de notar que la cama que ocupaba, no el centro, sino una esquina del cuarto, era personal.
-No, este cuarto es una especie de estudio. Donde trabajo, donde paso la mayor parte del tiempo en casa. También duermo aquí cuando estoy solo. Pero la habitación principal tiene, desafortunadamente, el mismo toque frío que el resto de la casa. Pensé que tal vez te gustaría más estar aquí.
-Me gusta mucho -dije, agradeciendo que no me hubiera llevado al cuarto donde dormía con ella-. ¿Usas la chimenea? -pregunté.
-No mucho en estos días de calor. Pero en el invierno sí la enciendo. Me gusta leer al lado del fuego, en las noches frías.
Me llamó la atención otro objeto que reposaba sobre la mesita de noche. Era algo parecido a un candelabro, pero de cristal y con un pequeño tubo que terminaba en una boquilla.
-¿Qué es esto? -pregunté, fascinada por lo que creí, era alguna antigüedad.
Él abrió mucho los ojos con un asombro que yo no conseguía entender. Al percatarse de que la pregunta había sido en serio, se echó a reír.
-¿En serio no sabes lo que es?
-¿Debería? -contesté, fastidiada por sus risas.
-A veces olvido lo inocente que eres -dijo con su molesta condescendencia-. Es una chicha, cariño. Se utiliza para fumar.
-Ah -dije, sintiéndome ridícula-. No sabía que fumaras.
-No lo hago. Al menos no tabaco. -Me miró con intención y yo me escandalicé como una colegiala.
-¿Te drogas? -exclamé, enormemente sorprendida. Él se rio aun con más fuerza.
-Tranquila -dijo, deteniendo su hilaridad ante mi mirada fulminante-. No es lo que piensas. El intelectual de las gafas no esconde a un yonqui reprimido, puedes estar tranquila. Pero si, ocasionalmente fumo marihuana. Me relaja.
Mis ojos querían salirse de sus órbitas. No quería hacer ningún comentario pueril, pero no podía disimular mi asombro ante aquella revelación.
Aunque no era ninguna mojigata, la crianza estricta que me había dado mi padre y mi propio desinterés por las cosas que usualmente interesan a los adolescentes, me había mantenido alejada de todo tipo de vicios o rebeldes diversiones. Bebía sólo en ocasiones especiales, no fumaba y nunca había probado la marihuana. Esas cosas realmente no me habían interesado nunca. Nunca sentí la necesidad de rebelarme o de explorar lo prohibido como parte de un rito que muchos creen necesario para dejar atrás la juventud.
Yo era una chica sana, tranquila. Mis maneras de divertirme eran pasar el rato con mis amigos, leer, nadar, tocar. Las drogas o el alcohol nunca habían sido ingredientes necesarios para pasarla bien.
Por supuesto, para un hombre de mundo como lo era él, aquella inocencia e ingenuidad tal vez resultara un tanto ridícula.
-Solo lo hago aquí en casa, en mi tiempo libre y muy esporádicamente. —Ulises me sacó de mis mudas reflexiones—. No pienses que me enciendo un porro cada tarde, al regresar de trabajar.
-¿Y no es adictivo? -pregunté.
-Puede llegar a serlo, pero ya te digo que para mí es algo puramente recreacional, como tomar una copa de vez en cuando. Jamás he desarrollado un vicio porque la verdad es que estoy muy ocupado como para eso. Necesito el máximo de concentración y mis objetivos y metas pesan más que cualquier placer momentáneo. La chicha me la regalaron hace un año, pero aún no la he utilizado. Así que puedes hacerte una idea de lo poco enganchado que estoy.
De pronto la Valeria traviesa e intrépida que no sabía que llevaba dentro se atrevió a decir algo que minutos antes me habría horrorizado.
-¿Puedo probar? -Si antes se había sorprendido, esa vez lo hizo aún más. Me miró como si acabara de conocerme y pude ver un leve centello en la oscuridad de sus ojos.
-No paras de sorprenderme, nena.
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