3. Colgados
Capítulo I
—Tan descortés como siempre —murmuró Nathaniel, y reprimió una maldición.
Qué otra cosa se podría esperar de un individuo como Leonardo Saunters. Aún jadeaba por la agitada carrera hasta el elevador, sólo para contemplar cómo se cerraba a un metro de su elegante mocasín. Saunters se había quedado literalmente de brazos cruzados, le había dedicado una mueca levantando las cejas por sobre sus lentes oscuros y no había hecho siquiera un ademán para sostener la puerta.
Las oficinas de Recursos Humanos se asentaban en el vigésimo quinto piso, tomar las escaleras no era una opción y Nathaniel ya iba con retraso.
—No le hubiera costado nada haber sostenido la puerta por un segundo —rumiaba esperando el siguiente elevador—. Presumido, egoísta, altanero, petulante...
Alguien se aclaró la garganta a su lado, y cortó su verborrea. Adam F. Goldsmith, el CEO de Comfy Hooks, se paró muy tieso a su lado, enfundado en su traje Armani de un blanco impoluto, un pequeño pañuelo borgoña en su bolsillo exhalaba notas de cedro y lavanda.
—Aidanwen —lo increpó—. ¿No deberías estar trabajando?
—Buenos días, Adam —saludó Nathaniel, y se arrepintió al instante; Adam odiaba que se dirigiese a él por su nombre de pila—. Estaba de camino a mi oficina justo ahora.
El elevador se abrió y Adam subió, dejando a Nathaniel en el pasillo.
—No te vendría mal usar las escaleras, Aidanwen —dijo antes de que se cerrara la puerta—. Así bajarás la barriga.
Nathaniel estaba acostumbrado a comentarios por el estilo de parte de sus superiores, inconscientemente llevó sus manos a su estómago cubierto por su chaleco de lana color canela. Sus mejillas estaban arreboladas cuando llegó a la oficina con el rótulo Coordinador de Beneficios en la puerta; se sentó y secó con su pañuelo la fina capa de sudor que cubría su frente. Una alta pila de solicitudes se alzaba en su escritorio a la espera de ser rechazadas, a su pesar. Atesoraba las raras ocasiones en que se veía aceptando una solicitud de licencia u otorgando a algún empleado los beneficios que le correspondían. Resignado, se dispuso a ponerse al día con su trabajo.
El recuerdo de Saunters lo asaltó, y la mueca de disgusto se acentuó en su rostro. Era un tipo tan desorganizado y beligerante, disoluto e irresponsable, actuaba como si el mundo le perteneciera. Con sus ajustados pantalones de cuero negro y extravagante cabello teñido de un subido color rojo, se llevaba a todos por delante, ocupado sólo en su propio bienestar. Nathaniel sabía que entraba y salía como le daba la gana, sin respetar los horarios; y ni sus mismos compañeros querían estar cerca de él. Lo había visto en una ocasión fumando junto a su antiguo automóvil de colección, enseñándolo como a un juguete; una muchacha había salido del edificio y le había pedido una vuelta con actitud seductora. Saunters la rechazó sin más, y subió a su auto con la misma cara de pondría él de haber encontrado excremento de pájaro en su traje favorito. Como puede existir un ser tan negligente, inmaduro, fanfarrón, enervante.
En el piso 27, Leonardo N. Saunters se repantigaba en su silla, un teléfono entre su hombro y su oreja y una pluma en su mano izquierda. Como representante de ventas de Last Hang O'ver, su tareas se limitaban a convencer a la mayor cantidad de personas para que ordenaran pilas y pilas de perchas. Su personalidad seductora hacía a su trabajo sencillo, sin embargo no le satisfacía para nada. A su lado, Donovan y Pritchett parloteaban en sus respectivos teléfonos, convirtiendo a potenciales clientes en esclavos de su marca. Saunters los ignoró, como hacía siempre. Desde que Comfy Hooks (CH™) se mudara a su edificio, sus jefes se habían vuelto más exigentes y menos tolerables frente a los errores. Por ello, cada reporte que Saunters entregara a Mía era una alabanza a su arduo e impecable trabajo; si la Gerente de Ventas no corroboraba la información no era problema suyo.
A la hora del receso de almuerzo, Saunters se dispuso a bajar para fumar un cigarrillo. Junto a las puertas de entrada se topó con Aidanwen, de nuevo. Nathaniel T. Aidanwen tenía una oficina en CH™; Saunters conocía poco del sujeto. Le daba la impresión de un carácter pomposo y soberbio, con sus trajes de tres piezas y reloj de bolsillo, modales refinados y pañuelos de seda. Sus caminos tenían la mala costumbre de cruzarse, pareciera que no podían dar dos pasos sin tropezar el uno con el otro.
Fumó su cigarrillo dando largas caladas y, al terminar, encendió otro. No era la nicotina lo que su sistema nervioso le exigía sino el alejarse el mayor tiempo posible de su oficina. Odiaba su trabajo, al igual que el resto de los empleados de ese lugar, estaba seguro. Observó cómo Nathaniel entraba por las puertas de madera tratada, con pasos cortos y un libro bajo el brazo, tarareando suavemente.
Al llegar a su oficina, aún maldecía entre dientes.
—Pretencioso, narcisista, arrogante, elitista —murmuraba Saunters—. Por supuesto que almuerza solo, nadie es lo suficientemente bueno como para merecer su compañía, ¿verdad? —siguió en tono ausente, sentándose frente a su escritorio y echándose otro dulce de anís a la boca.
Aidanwen excitaba sus nervios, lo tenía trepando por las paredes. Siempre tan educado, tan pulcro, tan propio, tan correcto. Era perfecto, dentro y fuera de su oficina. No lo verías en un bar o en una discoteca; nunca hablaba de borracheras ni de conquistas nocturnas. Todo lo que Saunters había escuchado sobre el sujeto eran conciertos de música clásica y pesados libros de más de mil quinientas páginas. Su amabilidad e inocencia lo exasperaban, su aspecto suave y dulce le daba ganas de morderlo.
—¡Saunters! —gritó Mía desde la puerta—. Te oigo despotricar desde aquí, ponte a trabajar.
—Imbécil —farfulló Leonardo, esa vez el insulto no iba dirigido a Nathaniel.
***
Fue como un deja vu, pero esta vez las cartas estaban del otro lado de la mesa, y Nathaniel iba a demostrar que era el mejor hombre de los dos. Sostuvo con su mocasín la puerta del elevador, y se movió a un lado cuando Leonardo entró en el pequeño cubículo.
—De nada —remarcó con una mueca significativa. Por supuesto había sido tonto esperar un "gracias".
—¿Qué? ¿Hacer una buena obra no es pago suficiente? —respondió Leonardo—. Ayudaste a un alma descarriada a subir a un elevador, gran hazaña.
—Es más de lo que tú hiciste.
—Claro, yo no soy tú —señaló Leonardo—. Tú eres tan amable —pronunció la última palabra como si le doliera.
—Gracias —respondió Nathaniel, esponjándose.
—No fue un cumplido —aclaró en tono mordaz—. No puedes hacer algo incorrecto, aunque quieras ¿verdad? —dijo, inclinándose en su dirección; y su tono adquirió el aterciopelado carácter de un Cabernet Sauvignon derramándose en su oído.
Nathaniel se sintió transportado por esa voz; acostumbrado a que Saunters se dirigiera a él con chasquidos secos y ásperos, este inusual tono sensual le recorrió el cuerpo, y le aflojó las piernas. Tomó de pronto conciencia de su cercanía en tan reducido espacio. Sus palmas comenzaron a sudar profusamente, la presencia de Leonardo lo saturó, su personalidad tan intensa que se le hacía avasallante.
—¿Por qué no vuelves a la pintura renacentista de la que te escapaste? —siguió Leonardo, acercando su rostro cada vez más al de Nathaniel, divertido con el efecto que producía en él. La espalda de Nathaniel golpeó contra la pared del elevador, y Leonardo dio otro paso, hipnotizándolo como una serpiente encantaría a un pajarillo.
—Bueno, en ese caso —respondió Nathaniel, intentando mantener la calma; su mirada cayó sobre el arete que colgaba del lóbulo a pocos centímetros de su rostro—; tú pareces salido de la cubierta de un álbum de Rock de los '80.
Saunters soltó una pequeña carcajada.
—¿Ves? Eso sí es un cumplido, ángel —respondió con una sonrisa torcida.
El término tomó a Nathaniel por sorpresa, quien se esforzó por devolver el golpe. Leonardo logró abrumarlo al punto en que sus pensamientos se amontonaron en su cabeza sin orden ni método, y él se convirtió en un ser incapaz de acción o palabra. Estaba tan cerca que podía sentir su respiración sobre su rostro, el aroma del tabaco mezclado con notas de anís y jengibre. Miró las luces sobre la puerta, indefenso, piso 20, piso 21.
—Tú eres tan... eres un... —tartamudeó, y Leonardo se acercó aún más, curioso al verlo tan nervioso y embarazado.
—Dímelo —tentó Leonardo, mostrando sus dientes de un blanco brillante. Sus lentes oscuros cayeron un centímetro sobre su nariz y Nathaniel lanzó una tímida expresión de asombro al ver por primera vez sus ojos.
—Astralía —susurró Nathaniel.
Saunters podía esperar muchas cosas, excepto eso; la sonrisa desapareció al instante. Qué rayos había dicho. Su confusión fue tal que se alejó de Nathaniel con movimientos automáticos. Éste se había llevado los dedos a los labios, abochornado por la palabra que, contra su voluntad, había abandonado su boca. En el segundo en que el elevador llegó al Piso 25 con un tintineo, Nathaniel corrió a su oficina sin mirar atrás.
Leonardo lo vio alejarse en silencio. Seguía aturdido cuando llegó al piso 27, y caminó con pasos lentos hacia su escritorio. Qué había dicho. Ostra... Autria...
—Algo así —murmuró Saunters, mientras tecleaba con rapidez.
Ostramía, intentó. Frustrado lo eliminó y probó Austrelía. Aparecieron una serie de entradas relacionadas con Australia. Astromía tampoco arrojó un resultado satisfactorio, pero debajo de la barra del buscador aparecieron sugerencias: astronomía, astralía, astrología, astrometría. Con un gesto de triunfo, seleccionó astralía, y leyó atentamente.
Astralía: Término poco común, utilizado en español antiguo. Se encuentra en obras literarias como "La Celestina" y el "Cantar de Mío Cid".
Proviene del latín "astralis", que significa "estelar" o "celestial".
Se utilizaba para describir:
la belleza misteriosa y celestial de las estrellas
La influencia astral en la vida humana
La conexión entre lo terrenal y lo celestial.
Leonardo se sintió aún más confundido. Aidanwen le había arrojado en la cara el insulto más extraño que había oído, y resultaba que ni siquiera era un insulto. El ángel no era capaz de insultar con propiedad, debía expresarse como si hubiera salido de una obra de Shakespeare o algo así. Y esos rizos desordenados, mejillas sonrosadas y sonrisa con hoyuelos; Leonardo recordó lo cerca que había estado su rostro del de Nathaniel, el olor avainillado que escapaba de su cabello, el rubor que había teñido su piel.
—Es como si un pastel de crema hubiera cobrado vida y se vistiese con chaleco y corbata de moño —escupió sin pensar Saunters—. Es tan... tan... adorable —pronunció como si se tratara de la peor de las injurias.
***
Una hora antes de que acabara su turno, Saunters se deslizó por los pasillos, ansioso por llegar a su casa y echarse frente a la TV con un vaso de whisky en la mano. Ya lidiaría con las reprimendas por abandonar su escritorio fuera de turno en la reunión del lunes por la mañana, como lo hacía todos los lunes desde que entrara a trabajar allí. Al pasar frente a las oficinas de CH™, un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Carteles motivacionales declaraban que "Juntos podemos hacer grandes cosas" y "Servir es nuestra misión, satisfacer es nuestro destino" acompañados de imágenes de leones, tigres y lobos en su hábitat natural; más allá un mural llevaba la inscripción "Somos una gran familia" rodeada de fotografías donde los empleados se alineaban unos junto a otros con el mismo horrendo sombrero, maquinalmente Saunters buscó a Aidanwen entre la multitud y lo encontró en un rincón, casi escapando de la foto, sus blondos rizos aplastados por el sombrerito con el logo de la empresa. Saunters odiaba esos pasillos porque sabía que eran una pura mentira. Los empleados eran sistemáticamente explotados, a nadie le importaban sus necesidades y además debían fingir que les agradaba trabajar allí. Qué asco. Todo para que gente como Adam o Mía pudieran ganar dinero.
—Al menos en nuestro lado admitimos que este trabajo es una mierda —reflexionó en voz alta—, y que no nos soportamos.
En el piso 25, se cruzó con Poppy, y su rabia se apagó al instante. Era la única excepción para su desprecio general por los empleados de CH™; Poppy era una persona dulce y amable, con un sentido del humor que Saunters encontraba refrescante. Habían sido amigos desde que sus respectivas empresas los dejaran varados en una expedición empresarial conjunta, y acabaran en una gasolinera devorando sandwiches rancios y relatándose mutuamente sus desgracias. Solían saludarse y bromear en cada ocasión en que se encontraran por los pasillos. En ese momento los ojos de Poppy estaban rojos e hinchados.
—Poppy, ¿qué ocurre? —preguntó, preocupado.
—Oh, hola Leonardo —saludó Poppy en voz baja, y se secó la lágrima que resbalaba por su mejilla—. Mi hijo, Tom —Saunters asintió para indicar que recordaba a Tom—, lo asaltaron de camino al trabajo, recibió dos puñaladas —explicó Poppy, y un nuevo ataque de llanto la atacó.
Leonardo la abrazó con torpeza.
—Lo siento tanto —murmuró.
—Está bien, los médicos son optimistas y saldrá del hospital en un par de semanas —siguió Poppy, y Leonardo le dedicó una incómoda sonrisa.
—Eso es bueno —dijo, sin saber qué más decir—. Ahora vas saliendo, ¿vas a verlo?
—No, debo quedarme hasta las seis —sacudió su cabeza Poppy.
Leonardo miró a su alrededor, pronto detectó la oficina de N. T. Aidanwen.
—Ve con tu hijo —urgió Leonardo—. Yo hablaré con ellos.
—No puedo —insistió Poppy.
—Hey, ¿confías en mí? —preguntó Leonardo, y Poppy asintió brevemente—. Entonces ve, yo lo arreglaré.
Poppy lo abrazó, "gracias gracias gracias" espetó antes de irse corriendo en dirección al elevador. Saunters se dirigió con paso resuelto hacia la oficina de Nathaniel, antes de que amagara a abrir la puerta, se escuchó su suave voz desde dentro: "Adelante". Los paneles de vidrio de la puerta le habían dado una visión completa de la escena, y en su cerebro se encendió la curiosidad por L. N. Saunters, ese enigma de piernas largas y sonrisa puntiaguda.
—Aidanwen —escupió Saunters—, basta de juegos y palabras raras, esto es importante.
—Debe serlo para que entres de ese modo a mi oficina, sin cita previa —dijo Nathaniel—, y sin siquiera saludar —puntualizó.
Saunters levantó las cejas, su rostro entero dio muestras de desdén.
—Buenas tardes, ángel —dijo imitando una voz dulce—. Ahora escucha, Poppy se irá a ver a su hijo al hospital y —levantó un dedo en señal de advertencia— no tendrá consecuencias por ello.
—Poppy solicitó una licencia por enfermedad para cuidar a su hijo —explicó Nathaniel, bajando la vista.
—Eso está mejor —concedió Saunters.
—Me temo —siguió Nathaniel—, que debí rechazar su solicitud.
—¿Qué? —exclamó Leonardo—. ¿Por qué harías tal cosa? Se supone que tú eres el bueno.
—Las reglas de la compañía no me permiten... —suspiró Nathaniel—, Tom tiene ya dieciocho años, la licencia no lo cubrirá.
—Ah, eres ese tipo de bueno, entonces —respondió Saunters con un dejo de asco en su voz—. Igual que tus jefes, sólo es una fachada.
—Bueno... —admitió Nathaniel, y Leonardo vio una chispa de ingenio en sus ojos azules—. Tuve que rechazar la licencia por enfermedad, en su lugar di curso a una licencia por maternidad; podrá faltar al trabajo y cobrará su sueldo, más beneficios.
—Pero Poppy no está embarazada —respondió Leonardo, confundido.
—Tú y yo sabemos eso —dijo Nathaniel, sonriendo—; mis jefes no se fijan en empleados como Poppy, esas son las ventajas de no ser notado.
—¿Crees que funcione? —preguntó Leonardo, estaba asombrado aunque se negara a admitirlo.
—Para cuando lo noten será tarde —dijo Nathaniel, señalando con gesto de su mano la falta de importancia del asunto—, y será achacado a un error mío. Y ahí están las ventajas de que supongan siempre que me equivocaré —agregó Nathaniel, y ese brillo de inteligencia volvió a pasar por sus ojos.
Leonardo deseó poder atrapar ese brillo entre sus dedos, guardarlo consigo en una caja de cristal.
—Cuando termine la licencia —probó Leonardo—, a Poppy podría darle cáncer.
—¡Oh no! —exclamó Nathaniel, presa del horror; luego el entendimiento encajó en su mente—. ¡Oh! ¡Entiendo! —rio de la ocurrencia—, es cierto —aseguró con sonrisa taimada—, o podría seguir embarazada por un par de años. Entre tú y yo, no creo que Adam acabe de comprender la mecánica del asunto.
Leo rio sonoramente, y Nathaniel observó el desajuste de su garganta, el sube y baja de su pecho debajo de su chaqueta. Su risa le sonó extraña al oído, con un dejo sibilante; la encontró fascinante e hipnótica.
Leonardo dejó su oficina luego de su corto intercambio; Nathaniel siguió con la vista los gráciles movimientos de su andar bamboleante. El aroma del anís acompañó sus pensamientos hasta el momento en que se enfundó entre las frescas sábanas y apagó la luz del velador en su cabecera. El libro reposado en su mesilla de noche permaneció ignorado. Por algún motivo no había logrado concentrarse en la lectura esa noche.
***
Saunters despertó con un sobresalto; la saliva se secaba alrededor de su boca y el cuello le dolía a causa de la mala postura. Se enderezó dentro del cubículo, sus largas piernas estaban entumecidas, dobladas durante más de tres horas entre el retrete y la puerta. Las siestas en el trabajo iban a costarle la salud, y la columna. Miró su reloj y lanzó una exclamación. Debía haberse ido desde hacía rato; cuando se escapó de su escritorio en dirección al baño no creyó haber estado tan exhausto. Su noche había estado plagada de sueños pero no de descanso, un insistente olor a vainilla lo despertó cubierto de sudor en varias ocasiones.
Los tacones de sus zapatos resonaron por los pasillos desiertos; las voces se escucharon estridentes en la lejanía y guiaron sus pasos en su dirección, hasta la puerta entornada de una oficina. No podría confundir esa voz: Mía refunfuñaba con su berreo habitual. Discutía con una voz grave y masculina, que con frases despectivas acababa llegando a un acuerdo favorable a ambos, desfavorable para todos los demás.
Leonardo no comprendió la mitad de lo que escuchó, perdido en ambigüedades e ironías. Rescató, sin embargo, varios datos de relevancia. Comfy Hooks y Last Hang O'ver estaban lavando dinero y evadiendo impuestos. Dos tontos iban a ser elegidos para cargar con la responsabilidad por el fraude, y su propio nombre se pronunció sin dilación. Un sujeto ajeno al espíritu de la empresa, sin amigos y con varios enemigos, que apenas cumplía con su trabajo pero llenaba los reportes como si fuera el empleado del mes, cada mes. Un fanfarrón que se llenaría la boca hablando de su supuesto ascenso y firmaría los papeles necesarios. Era perfecto.
Saunters se mordió los labios conteniendo la rabia. Y entonces Adam habló. Él también tenía al sujeto idóneo para el puesto, un estúpido solitario y vanidoso, con corazón blando y la cabeza en las nubes. Le propondría el puesto de Director de Administración y Bienestar Humano en el próximo Encuentro Mensual de Coordinación y Planificación.
Capítulo II
El timbrazo sonó aún dos veces más antes de que pudiera descolgar. Sosteniendo su toalla con la mano izquierda, torció la cara al acercar el auricular del teléfono a su oreja empapada por los chorros de agua que caían por su cabello. Quién lo llamaba en una noche de jueves.
—¿Diga?
—Aidanwen —cortó Saunters secamente. Había estado marcando números hasta encontrar el indicado, no creyó que con un nombre tan inusual fuera tan difícil dar con su número.
—Sí, ¿quién habla? Me temo que es un poco tarde, si no es una emergencia... —aclaró Nathaniel.
—La más emergente entre las emergencias, ángel —dijo Leonardo, suavizando el tono.
El apodo despertó algo en su mente, y supo que no era la primera vez que lo oía.
—¿Saunters? —preguntó, confuso.
—Necesitamos hablar.
—¿Sobre qué?
—La que se nos viene encima —dijo Saunters en tono siniestro—. ¿Estás presentable para que vaya a verte ahora?
—Estaba tomando un baño —respondió Nathaniel sin pensar—. Si esto es una broma —comenzó en tono enfadado.
Algo en un Aidanwen mojado y enfadado hizo sonreír a Leonardo; se le figuró un gatito molesto luego de un chapuzón involuntario.
—No —dijo seriamente—. Nada de bromas. En serio es importante que hable contigo. Adam y Mía están metidos en algo turbio, y tú y yo caeremos si no saltamos a tiempo.
—Mañana —concedió Nathaniel—. Te buscaré a las seis.
***
A pesar de que Saunters nunca le había parecido un tipo confiable, decidió aceptar sus palabras. Llegó más temprano de lo usual, y tomó el riesgo de que lo encontrasen en la oficina de archivos. Siempre podía alegar horas extra, quién desconfiaría de N. T. Aidanwen, adicto al trabajo y escrupuloso hasta los huesos. Aún así no le convenía que lo vieran con las manos metidas en el cajón de archivos de Adam F. Goldsmith. Sus ojos pasaron por páginas atestadas de números y fechas, y comprendió lo que Saunters quiso decir con la expresión "algo turbio". Pagos a individuos desconocidos, movimientos de dinero entre cuentas aleatorias, ventas y compras sin justificación. La palabra Fraude brillaba sobre los papeles como escrita con purpurina.
Durante el día, Nathaniel apenas prestó atención a las tareas que se amontonaban en su escritorio; salió de su oficina puntualmente y, a las seis en punto, subía al automóvil de Saunters. Miró a su alrededor en éxtasis; era realmente un auto muy bonito, en excelente estado. Saunters había aceptado sus cumplidos con una sonrisa, el orgullo brilló en sus ojos mientras conducía a su bebé con rumbo al departamento de Nathaniel.
—Debe serte muy útil con las damas —comentó Nathaniel, acariciando los asientos tapizados en cuero—. En tus citas, quiero decir.
Saunters lanzó una carcajada, todos sus dientes fueron visibles por un segundo.
—Damas, no —respondió—. Sólo salgo con hombres. Y hace años que no conozco a nadie que valga la pena.
—Oh, ya veo.
Nathaniel consideró la nueva información; siempre se había figurado a Saunters como un galán que salía cada sábado, y subía a dos o tres mujeres a la parte trasera de su auto para olvidarlas apresuradamente algunas horas después. Observó las manos que aferraban el volante, con uñas pintadas de negro y pequeñas manchas en el dorso y muñecas; su rostro daba menos señales de concentración que de disfrute, con sus cejas fruncidas y una sonrisa apenas asomada a su boca; rodeado y envuelto en cuero, era como si el auto y él fueran parte de un todo, separados al nacer y vueltos a unir por el destino. Reconoció para sus adentros que su característico desparpajo tenía algo de encantador, y deseó contemplar una vez más la extraña belleza que se ocultaba tras sus lentes oscuros.
No tardaron mucho en llegar a su departamento; Nathaniel abrió con su llave y lo invitó a pasar. Leonardo silbó de admiración.
—Este lugar parece una librería —dijo, observando las altas estanterías llenas de libros—. Debí haberlo esperado —agregó en tono burlón.
Nathaniel desestimó el comentario, e hizo gala de su crianza a la antigua, con modales de anfitrión inexcusables.
—¿Té? ¿Café? —sugirió desde la pequeña cocina.
—Necesitaremos algo más fuerte —respondió Saunters, y Nathaniel le dirigió una mirada interrogante—. ¡Mucho, mucho alcohol! —pronunció dramático, acompañado de un ademán teatral.
Nathaniel rio; Leonardo podía ser simpático, después de todo, e indudablemente atractivo. Una botella de vino se materializó sobre la mesa, y otras más la siguieron a medida que avanzó la velada. La corbata de moño pronto fue olvidada junto a los lentes oscuros, entre el caos de botellas. Nathaniel no pudo evitar sonreír al encontrarse nuevamente con esos fascinantes ojos completamente negros donde una fina aureola de amarillo brillante se distinguía apenas a modo de iris (1). Se embriagaron lo justo para mandar al cuerno a Adam, Mía, Comfy Hooks, Last Hang O'ver; y cuando se quedaron sin nombres, maldijeron a sus respectivas familias también.
—Esto, mira —dijo Nathaniel, arrastrando las palabras—, reliquia familiar, señal de estatus, en posesión de un Aidanwen desde 1785 —recitó de memoria mientras enseñaba su reloj a Leonardo—, porque si eres un Aidanwen, debes vivir como un Aidanwen en todo aspecto, despertarte como un Aidanwen e irte a la cama como un Aidanwen —siguió, imitando una voz atildada y grave—, debes medir el tiempo como un Aidanwen —terminó en tono triunfal.
Saunters lo miró boquiabierto. Nunca se habría imaginado tal despliegue de parte de alguien tan centrado como Nathaniel. El alcohol parecía soltarle la lengua, y el resto del cuerpo también. Sus ojos lo recorrieron, el recuerdo de haber deseado morderlo en varias ocasiones se agitó en su mente; esta vez no fue la excepción, se preguntó qué sonido escaparía de sus labios al contacto con su lengua, qué sabor prevalecería entre lo avainillado de su shampoo y el vino derramado sobre su chaleco, cuánto durarían las marcas de sus dientes en la superficie tersa y nívea de su piel. Deseó ardientemente encontrar pronta respuesta para sus preguntas.
—Odio a mi familia —susurró Nathaniel, como si fuera un secreto incluso para sí mismo; y arrancó violentamente a Leonardo del sopor de sus voluptuosas fantasías.
—Está bien odiar a tu familia cuando tu familia es una mierda —convino Saunters con simpatía—. Yo ni siquiera sé con certeza si siguen vivos, y no me interesa saberlo.
Nathaniel lo observó con curiosidad.
—Cuando salí del closet no fueron justamente comprensivos conmigo —aclaró Leonardo.
—No aceptaron que te sintieras atraído por los muchachos —estableció Nathaniel con un resignado encogimiento de hombros—, los míos no se sorprendieron cuando resulté ser gay.
—Oh —sonrió maliciosamente Saunters, chispeante por el alcohol—, la parte de los muchachos no les molestó, de hecho hubieran estado encantados de que me casara y les diera nietos, como la perfecta ama de casa, esposa y madre que debí haber sido.
Nathaniel reculó, confuso. La comprensión llegó cuando Saunters añadió:
—Es frustrante cuando la biología no coincide con uno, ¿verdad?
Sonó tan vulnerable que Nathaniel sintió el anhelo de protegerlo contra todo mal. Sonrió al rellenar nuevamente la copa de Leonardo, una mera excusa para obligarlo a acercarse.
—Mantuve el cabello largo, de todos modos —bromeó Leo—, quizás eso les haya servido de consuelo.
—Es increíble que aún tengas cabello con las cantidades de tinte que debes de gastar —comentó Nathaniel, pensando en voz alta.
—¿Tinte? —saltó Leonardo, ofendido—. Mi cabello es completamente natural, muchas gracias —dijo con el ceño fruncido.
—¿De verdad? Un rojo tan vibrante, casi parece hecho de fuego —murmuró Nathaniel, y Leonardo se ruborizó, acentuando el efecto—. Bueno, y tus ojos son divinos también.
—Odio mis ojos —escupió Leonardo, fue como si el vino se hubiera convertido en vinagre dentro de su boca.
—¿Por qué? —se sorprendió Nathaniel—. Son tan bonitos, quedé extasiado la primera vez que los vi.
Y Leonardo recordó la escena.
—Astralía —dijo, y Nathaniel clavó en él su mirada atenta—. Eso dijiste, no lo entendí; así que lo busqué.
—Es un término que describe un tipo de belleza extraña y fascinante —admitió Nathaniel—. Se me escapó, no pude evitarlo.
—La belleza misteriosa y celestial de las estrellas —recitó Leonardo, y el corazón se le estrujó de gozo en el pecho—. Al principio creí que era un insulto —rio—. Si hubiera sabido que estabas coqueteando conmigo, angel.
Nathaniel enrojeció todavía más, producto del embarazo, del vino y de la intensidad en los ojos de Leonardo.
—Eres un romántico después de todo —dijo Saunters, señalando los libros a su alrededor como si pasara lista—. Shakespeare —señaló—. Radcliffe, Brontë, Austen, Dumas —los señaló uno a uno.
—Soy un enamorado del amor —suspiró Nathaniel—. Lástima que la vida no me ha regalado más que desengaños.
—La vida aún no acaba, ángel —dijo Leonardo suavemente, y Nathaniel se sintió arder en su asiento.
Su penetrante mirada se detuvo en una fotografía sostenida entre dos libros en uno de los estantes. Leonardo se levantó y se acercó cautamente, no creyendo a sus ojos. Un pequeño Nathaniel le sonrió desde el retrato, llevaba una capa oscura, sombrero de copa y un ridículo bigote dibujado con marcador. En sus brazos dormitaba un suave conejo blanco. Nathaniel siguió sus pasos, y se paró a pocos centímetros de él.
—Cuando era pequeño soñaba con ser mago —explicó—. Aunque nunca pude lograr que Alexandre saliera de mi sombrero.
—¿Alexandre? —dijo Leonardo, volteandose.
—Alexandre Du Rabbitt —dijo Nathaniel como si fuera lo más obvio del mundo.
—Ningún conejo se llama así —se burló Leonardo, su sonrisa destelló en la tenue luz del cuarto.
—El mío sí —debatió Nathaniel, con mirada divertida.
Siempre había evitado sistemáticamente los conflictos. Por qué discutir con Leonardo le producía una sensación tan vigorizante, un fuego que no podía contener, el deseo de lanzarse hacia los extremos de su ser y desafiar al mismo Cielo. Era una lucha donde la victoria se alzaba segura para ambas partes, donde el peligro coqueteaba con la ternura y los miedos saldaban cuentas con las delicias. Cómo había vivido toda su vida sin la embriagadora presencia de ese hombre.
—Claro, un mago —dijo Saunters levantando las cejas—. Tiene sentido, considerando la facilidad que tienes para mentir.
—No son mentiras, son ilusiones —se enfadó Nathaniel; Leonardo pudo ver ese brillo de inteligencia pasar por sus ojos y algo burbujeó en su interior, cálido y asfixiante —. Buenas mentiras, mentiras divertidas.
Leonardo volvió a sentarse en el sofá, y esta vez Nathaniel se sentó a su lado.
—¿Tú qué querías ser de mayor, cuando eras niño? —preguntó, vertiendo dentro de su copa las últimas gotas borgoñas que quedaban en la botella.
—Una estrella de Rock —sonrió Saunters con coquetería—. Acertaste en eso, ángel.
—Mira quién es el mentiroso ahora —respondió condescendiente Nathaniel, y curvó ligeramente los labios.
Leonardo tragó saliva.
—Inventor —susurró—. A veces me dedico a crear cosas —admitió como si se tratara de un delito—. Inventé muchas perchas para Last Hang O'ver —se recostó contra el respaldo y cerró los ojos; Nathaniel imitó su ejemplo, arrullado por la seda de su voz—. La primera fue una percha con estante y gancho, luego una con diseño de lámpara, y otra que servía como cesta —enumeró con dificultad somnolienta—. La de diseño de serpiente fue divertida de inventar, hice otra con forma de árbol y una con diseño de estrella. Me gustan las estrellas —concluyó adormilado.
***
Ese fin de semana lo pasaron entre gritos, quejidos y lamentos. El sofá de Nathaniel no era el sitio más cómodo para echar una cabezada; estaban demasiado viejos para dormir en cualquier sitio que no fuera un colchón con soporte lumbar, y la borrachera no ayudaba tampoco. Su encuentro no había sido completamente en vano. Acordaron un plan de acción, donde la impulsividad producto del alcohol actuó de sustituto para la elaboración de detalles y planes de contingencia; bajo la fría luz de la resaca el plan mostraba sus agujeros y fallas. Se resumía en dos simples fases, en palabras de Saunters: 1. Arruinar a los hijos de puta. 2. Largarse a todo lo que le dieran las patas.
—No podemos hacer eso —objetó Nathaniel.
—Al Infierno con todos ellos —respondió Leonardo con furia.
—Yo no acostumbro a hacer las cosas así —dijo Nathaniel, angustiado—. Esperan que cumpla mi deber, que haga lo correcto.
—¿Quién? ¿Tu familia? Son unos idiotas si no ven lo maravilloso que eres —respondió Leonardo, exasperado—. No los necesitas.
—Esta compañía ha trabajado junto a mi familia desde siempre —explicó Nathaniel presa de la ansiedad—. Me dieron mi primer trabajo, no conozco otra cosa.
—Puedes tener tu propia compañía —dijo Leonardo—, puedes hacer lo que quieras, todavía estás a tiempo.
—No puedo —musitó Nathaniel al borde del llanto.
—Podemos —aseguró Saunters, tomando sus manos para detener el temblor.
Nathaniel había reclinado la mejilla en su pecho, encontró tranquilidad en la fragancia del vino, el anís y el jengibre. Mojó con lágrimas la fina tela oscura de la camisa de Saunters, y se avergonzó de su estallido. Leonardo lo rodeó con sus brazos y tarareó con su profunda voz las notas que lo escuchara tararear por los pasillos tantas veces.
—Con una condición —suspiró Nathaniel, y Leonardo asintió entre tarareos—. Sólo arruinaremos a los hij... a los que se lo merecen; Poppy y los demás empleados honrados no se verán perjudicados.
—Trato hecho —convino Saunters con voz suave.
Capítulo III
Quien los hubiera visto en los pasillos no hubiera notado el cambio. Un observador más atento se hubiera preguntado por qué súbitamente habían dejado de lanzarse uno hacia la yugular del otro para transicionar a una terca indiferencia, o por qué habían dejado de refunfuñar acerca de la existencia del otro durante cada segundo del día. Mientras duraban las horas de sus respectivos turnos laborales, sus relaciones pasaron de hostiles a amenas, sin caer en la cordialidad. Sin embargo, el banco del parque, acostumbrado a tantos encuentros furtivos, podía dar fe de los murmullos, las sonrisas, las largas conversaciones junto al lago; y, si sus manos se rozaban por accidente, ambos fallaban en disimular el calor que se apoderaba de sus cuerpos.
Nathaniel no podía negar por más tiempo sus sentimientos. El encanto audaz de Leonardo lo había conquistado, y su extravagante individualidad lo sorprendía como un milagro que se repitiera cada día. Las fachas que lo escandalizaran al conocerlo, lo tenían prendado como a un adolescente. El olor del cuero, del tabaco y del anís lo excitaban en sueños tan desenfrenados que lo despertaban jadeando y cubierto en sudor, fantaseaba con desordenar con sus dedos esos rizos encendidos; con saborear las motas asimétricas en sus muñecas y en su garganta, y descubrir qué otras marcas ocultaban las muchas prendas que abrazaban su figura. Sus labios ardían con el anhelo de conocer cada centímetro de su cuerpo, cada pliegue y cada intersticio, tocarlo de todas las maneras imaginadas e inventar nuevas formas de alcanzar juntos el clímax; hacerle sentir a Leonardo todo el poder de una pasión que lo sacudía hasta los huesos y oír las interminables serenatas de sus gemidos sibilantes como si se tratara de la más delicada melodía. Su mente era una hoguera; y él, el sacrificio voluntario que se debatía entre las llamas. Se vio a sí mismo viviendo una de las historias de amor a las que se había aferrado durante casi cuarenta años, nunca antes había experimentado la vida de modo tan pleno ni tan intenso.
Una tarde Nathaniel y Leonardo iban paseando del brazo a lo largo del parque florecido de lilas, cuando una pequeña bestia peluda se arrojó sobre ellos entre ladridos y gruñidos, y Leonardo saltó dando un alarido de terror. Una niña perseguía al cachorro, y se lo llevó mientras lo reñía para que "se disculpase con los ancianos por casi haberles dado un infarto".
—Ancianos —bufó Leonardo, al alejarse la niña.
Nathaniel lo miraba con una sonrisa tonta en el rostro.
—¿Qué? —preguntó Leonardo de mal talante, reanudando el paso.
—Te asustaste mucho —puntualizó con malicia, sin dejar de sonreír.
—No me asusté tanto —respondió, evasivo, Leonardo.
—Gritaste fuerte —siguió Nathaniel, y su sonrisa se ensanchó.
—¿No lo viste? ¡Era una bestia! —exclamó Leonardo.
Nathaniel se echó a reír, y Leonardo se le unió con su risa sibilante.
—¡En serio! —continuó entre carcajadas—. ¡Era un sabueso salido del mismo Infierno!
Nathaniel tomó nuevamente su brazo, con la risa aún jugueteando en sus ojos azules. De haber atravesado esa situación con cualquier otra persona se hubiera sentido avergonzado, ansioso y abrumado; hubiera vuelto apresurado a su departamento, y se hubiera encerrado en su cuarto luchando por recuperar la calma, arrepentido de haber salido de casa en primer lugar y jurando no volver a hacerlo. Pero este era Leonardo, y con él todo era fácil y divertido; desde que lo conociera —al verdadero Leonardo— el mundo se vistió de colores en un caos de movimientos y sonidos que, lejos de estresarlo, lo hacían sentir vivo. Había reído más en las últimas semanas que en todos los años de su juventud; sabía que con Leonardo podía ser sincero sin temer al rechazo. Se confesaron muchos secretos entre copas; se abrazaron y lloraron por las noches, sanando las mutuas heridas dejadas por el tiempo, por el mundo y por la vida. Juntos encontraron un ritmo propio con tanta naturalidad que podían pasar por viejos amigos.
—Mira esto —dijo Leonardo durante un cálido crepúsculo junto al lago—. Estuve pensando en algo.
Sacó de su bolsillo una servilleta, la tinta se había corrido pero el bosquejo se apreciaba en líneas azules. Era un logotipo que rezaba US HANGERS, varias estrellas y flores adornaban su diseño.
—¿U. S. Hangers? —preguntó Nathaniel.
—¡No! —respondió Leonardo—. "Us" ("Nosotros"), tú y yo —aclaró, y se quitó los lentes antes de seguir—: algo nuestro, para que sigamos juntos cuando todo esto termine. Me gustaría que nosotros pudiéramos ser nosotros —dijo, tomando sus manos.
Nathaniel procesó lo que Leonardo le decía. Nosotros, nuestro, juntos, tú y yo. Observó la esperanza removerse en los ojos de Leonardo, tan vulnerable una vez echada abajo la pantalla de confianza y despreocupación; apretó las manos que lo sostenían y se derritió por dentro. Asintió, y tuvo que morder su labio para contener las carcajadas que irrumpían desde su pecho. Si alguien le hubiera dicho que recibiría la propuesta más romántica de su vida a los cuarenta y tres años; y que esa propuesta consistiría en una arrugada servilleta y la perspectiva de abrir su propia compañía de perchas no hubiera podido resistir la risa con tanta elegancia como lo estaba haciendo en ese momento. Pero Leonardo lo miraba como si fuera lo más maravilloso del mundo, y la sonrisa en sus filosos dientes se reflejaba también en el amarillo profundo de sus ojos. El corazón de Nathaniel latía a toda velocidad, y por primera vez no temió la llegada de un ataque de pánico. El zumbido de los insectos los acompañaba en la soledad del parque oscurecido; y el aroma de la hierba mojada de rocío se mezcló con el aroma del anís presente en el aliento de Leonardo, tan cerca de su boca. Recorrió sin prisa la línea de su mandíbula con caricias de una suavidad inaudita, y lamentó la pérdida de la hermosa visión de sus ojos cuando Leonardo cerró los párpados en un murmullo de aprobación. Nathaniel se acercó aún más a él, y sintió cómo sus largos brazos envolvían su cintura; estrechó con sus manos las marcadas caderas bajo los pantalones de cuero y reposó la cabeza sobre su hombro.
—Acepto —susurró Nathaniel.
Apretó sus labios sobre la piel a su alcance, muy lentamente, meros toques que parodiaban la idea de un beso, sin llegar a serlo. Por supuesto, querido, susurró contra su piel. Oreja, mejilla, cuello, sien; con lentitud exasperante Nathaniel saboreó el manjar bocado a bocado con roces suaves de sus labios, con caricias con la punta de su nariz, con ligeras cosquillas de su lengua que despertaron en Leonardo todos las ansias de la pasión y todos los misterios del anhelo. Lo que sea que depare el futuro, dijo Nathaniel con voz suave, lo quiero contigo. Una de las manos de Leonardo abandonó la gruesa cintura que sostuviera para enredarse en la mata de cortos rizos de Nathaniel y, cuando éste capturó entre sus dientes el arete que se balanceaba tentador junto a él, Leonardo liberó el gemido atrapado en su garganta, entregó su cuerpo a las diligencias de Nathaniel y su alma al destino que los había engañado en tantas ocasiones y que, por fin, los recompensaba con creces.
***
Nathaniel caminó los tan familiares pasillos el lunes a las cinco de la mañana, sabiendo que ya no le quedaban muchas de esas recorridas más. Esperó el elevador, y el recuerdo de su encuentro con Leonardo lo afirmó en su resolución. Los ecos de sus pasos presagiaban el inminente final mientras se dirigía a la oficina de Adam. El Encuentro de Coordinación y Planificación comenzaría en cuatro horas; sin embargo, Adam le había pedido una entrevista en privado, y él había accedido. Se anunció con dos golpeteos en la puerta, y entró al recibir el permiso para ello.
—Aidanwen —lo saludó Adam, altivo—. Siéntate.
—Lindo traje —comentó Nathaniel con una sonrisa tensa y se sentó en el pequeño sillón con movimientos pausados.
Reprimió el impulso de cubrir su estómago con sus manos; aquel que siempre sentía en presencia de Adam, y que se desvanecía progresivamente desde que Leonardo, en una de sus noches de vino y secretos, acariciara suavemente su vientre y le susurrara tonterías al oído hasta convertirlo en un enorme desastre sonrojado. No podría volver a escuchar las palabras delicioso pastelito de crema sin que los colores subieran a sus mejillas.
—Tengo una oferta para ti —dijo Adam—. Debemos cubrir el puesto de Director de Administración y Bienestar Humano, y dadas tus —hizo una pausa significativa— cualidades —terminó con gesto desdeñoso— creo que eres perfecto para el cargo.
Nathaniel vio cómo la trampa se abría a sus pies y, deliberadamente, se paró dentro de ella.
—Es un honor... —comenzó.
—Por supuesto que lo es —lo cortó Adam—. Firma aquí y estará hecho —dijo, y le entregó un prolijo fárrago de papeles.
Nathaniel comenzó a ojear los papeles y Adam apoyó una mano bruscamente sobre la suya.
—No es necesario que lo leas —dijo fríamente—. Sólo formalidades... que no entenderías, de todos modos.
Nathaniel retiró su mano como si le hubiera caído ácido encima, sintió la necesidad de lavarla cuanto antes. Firmó los papeles con un firulete de su pluma y agradeció calurosamente el haber sido considerado para tan alto puesto.
—Daré todo mí para honrar este acuerdo —dijo—. No tendrá quejas de mí, señor Goldsmith.
Adam le dedicó una mueca que a duras penas pasaba por sonrisa, y le respondió que enviaría las indicaciones para sus nuevas tareas con su secretaría y que anunciaría el cambio en el organigrama durante el Encuentro de esa mañana. Nathaniel agradeció nuevamente, y se retiró.
A lo largo del día se enfrentó a miradas de envidia y saludos de felicitación de diferentes miembros de la compañía, aquellos que se alegraban por su ascenso y los que deseaban arrancarle la cabeza. Cerca del mediodía recibió a la secretaria de Adam, y pasó el receso de almuerzo revisando los papeles y credenciales que le entregara. Descubrió que su nuevo título era más poderoso de lo que sonaba y que su firma abría muchas puertas. Sus tareas habituales se vieron relegadas al fondo del cajón, mientras se preparaba para mover las piezas que le darían acceso a los archivos de ambas compañías, necesitaba toda la información de la que pudiera disponer.
En el piso 27, Leonardo cumplía su sueño de mandar al cuerno a todo aquel que se cruzara en su camino. Cuando Mía le ofreció un ascenso de nombre rimbombante en medio de la oficina, el pecho se le llenó de gozo y vomitó finalmente toda la hiel que guardara desde su primer día de trabajo. Renunció del modo más dramático posible, y se aseguró de que todos se enteraran de ello. Gritó, pateleó, maldijo, arrojó cosas y, si no se hubiera largado con un sonoro portazo, lo hubiera hecho escoltado por el personal de Seguridad. Bajó dos pisos de escaleras acelerado por la adrenalina que corría por sus venas y se metió de un salto por la puerta de la oficina de Nathaniel. Éste, ensimismado en los papeles sobre su escritorio, se sobresaltó con la intromisión, y fue a su encuentro. Le sonrió abiertamente, con intención de relatarle lo acontecido esa mañana, y no tuvo tiempo de emitir palabra.
Leonardo lo tomó firmemente entre sus brazos y lo besó con fiereza; sus bocas se encontraron en una colisión de las que nacieron miles de estrellas, universos enteros que atraparon a Nathaniel y lo envolvieron entre ondulaciones serpenteantes de rojos intensos con olor a anís y sabor a vino tinto. Deslizó las manos por la espalda de Leonardo, y sus labios devolvieron el beso mientras su mente viajaba por paisajes con campos exuberantes que se unían a cielos inmensos, e impresionantes acantilados que embriagaban la cordura entre el vértigo y la nostalgia. Leonardo sostuvo sus mejillas, pasó sus dedos por los hoyuelos nacidos de su sonrisa y le dio otro beso en los labios. Adoro tu sabor a anís, murmuró extasiado Nathaniel, y dejó un suave beso en la comisura de sus labios.
—Está hecho —dijo Leonardo, sonriendo—. Renuncié, ángel.
Nathaniel asintió, atento a las palabras de Leonardo.
—Yo soy Director de Administración y Bienestar Humano —dijo, y Leonardo hizo una mueca ante el título—. Lo sé, suena horrible —rio Nathaniel—. Firmé el contrato con Adam esta mañana.
—Bien —asintió Leonardo, sus manos aún acariciaban las mejillas de Nathaniel—. Tengo que irme ahora, o me echarán a patadas si me encuentran. Nos vemos esta noche —dijo con ternura; besó la nariz de Nathaniel y salió de su oficina.
Nathaniel lo siguió con la mirada, y todavía percibiendo la caricia de los labios de Leonardo sobre los suyos, se sentó para seguir con su trabajo.
***
Sus ojos picaban por el cansancio, y debió cambiar sus acostumbradas tazas de té por un consumo continuado de café fuerte. Su mundo se limitaba a pilas de papeles para firmar, sellar o ambos, renovadas cada mañana sobre su escritorio ("no es necesario que los leas", repetía la secretaria de Adam); sin embargo, Nathaniel los leía con atención y recordaba cada nombre, cada fecha y cada detalle. Su expresión determinada lo acompañaba durante todo el día, sus movimientos se habían vuelto cansados. El único placer que se permitía eran sus noches con Leonardo; sólo entonces se relajaba su ceño, se dulcificaba su mirada y los hoyuelos hacían una reaparición triunfante a cada lado de su sonrisa. Leonardo se arrepentía de haber propuesto el plan en primer lugar.
—Siempre puedes renunciar, ángel —le decía entre caricias—. Abandona todo y vete, vayámonos juntos.
Y suspiraba resignado con cada rechazo de Nathaniel. El plan estaba en marcha, y debía acabar lo que habían comenzado. Ya no faltaba mucho para tener todas las claves en su mano, y entonces el tiempo sería suyo, de los dos. Leonardo aceptaba sus motivos y se veía obligado a conformarse con que cumpliera con siete horas de descanso cada noche. Luego de su error inicial no se habían dejado sorprender por el sueño sentados en el sofá. Sus largos miembros encontraban reposo en la amplia cama de Nathaniel, y sus dedos peinaban la cabellera apoyada en su pecho mientras tarareaba las notas de "Claro de Luna" con su voz grave y sibilante. Cada mañana se maravillaba con la forma en que los rayos de sol enmarcaban su rostro; dando la impresión de llevar un halo sobre su cabeza, nunca se había parecido tanto a un ángel.
***
La tormenta había estado amenazando durante horas, cielos oscurecidos se iluminaban con luces intermitentes y los truenos reverberaban en la lejanía. El día en que todo acabó fue un jueves; y nadie hubiera adivinado que se tratara de un día diferente a cualquier otro jueves. Una carta enviada al destinatario incorrecto, la simple confusión de un par de letras, dos o tres cálculos mal resueltos; y todo se fue al demonio. Los errores los comete cualquiera, y Nathaniel era conocido por sus bien intencionados errores. La torpeza de Nathaniel había provocado la caída de dos exitosas compañías. Upss. Adam dejó caer la mal compuesta máscara de educación que había mantenido hasta el momento, sin ningún tapujo explotó contra Nathaniel, gritándole toda su estupidez e incompetencia, "¡deficiente!", "¡fracasado!, "¡imbécil!", retumbaron los ecos en las paredes de la oficina de Nathaniel, la que había sido su oficina por veintisiete años. Por supuesto que fallarías, se repitió en la mente de Nathaniel, siempre supimos que fallarías.
Nathaniel recibió cada golpe en silencio, tomó la caja que contuviera sus pocas pertenencias y salió del edificio con pasos cortos. Leonardo se había ofrecido a recogerlo en su automóvil, pero él prefería caminar. Recorrió varias calles seguido por voluminosas nubes cargadas de lluvia debajo de un cielo plomizo de primavera; cuando el viento lo golpeó de lleno en la cara sonrió y relajó sus músculos debajo de su abrigo. Encaminó sus pasos en dirección al parque. Su teléfono no dejaba de sonar, atendió muchas llamadas en el camino.
Capítulo IV
El banco esperaba firme junto al lago; su fidelidad conmovió a Nathaniel, quien se estremeció ligeramente al percibir cómo la humedad de la atmósfera pegó la tela de su camisa a su espalda. La mata de fieros cabellos rojos que se divisaba en la lejanía habían también sido víctima del calor húmedo que pegoteaba el aire. La hierba cedió blanda bajo las suelas de sus mocasines, no habría más taconeos en su futuro cercano. Ese futuro se presagiaba terso y aterrador, dulce y caótico, con la acidez del vino tinto mezclándose al sabor del anís bajo la lengua. Se sentó cuidadosamente, inspiró el olor fresco del ozono y lo dejó escapar con un suspiro. Leonardo no emitió palabra, el cambio en su postura dio cuenta de haber reconocido su presencia a su lado.
De súbito, Nathaniel desplomó su peso sobre el hombro de Leonardo, delineando su mandíbula con su nariz. Leonardo se relajó visiblemente, y con murmullos de placer envolvió con su brazo la cintura de Nathaniel.
—Se terminó —anunció Nathaniel—. Mi carrera se acabó, mi reputación manchada para siempre.
Lejos de un lamento, sonaba casi satisfecho.
—¿Algún daño material? —preguntó Leonardo, su mano acariciaba rítmicamente su cintura.
—Unas cuantas multas, creo —dudó Nathaniel.
Leonardo gruñó, disgustado.
—Puedo pagarlas —reconoció Aziraphle—, si vendo esto —aclaró, y sacó el antiguo reloj de oro de su bolsillo.
Leonardo mostró una sonrisa ladeada, sus dientes puntiagudos resplandecieron malignos.
—Qué pena vender tan preciada reliquia—dijo con sarcasmo.
Nathaniel rio.
—Ya no quiero medir el tiempo como un Aidanwen —dijo—. Mi tiempo es mío ahora.
—Finalmente —suspiró Leonardo, y besó tiernamente su mejilla.
Nathaniel cerró los ojos y sonrió con embeleso.
—Mi familia me odia —dijo sin dejar de sonreír—. Me llamaron sólo para decirme que no piensan volver a hablarme en la vida.
—¡Felicidades! —exclamó Leonardo, apretando aún más su cuerpo contra el suyo—. Se terminó, por fin.
—Nada dura para siempre —dijo Nathaniel.
Leonardo tomó su barbilla entre sus dedos, y estudió su rostro con una sonrisa.
—Algunas cosas sí —dijo suavemente.
—Un nuevo comienzo —respondió Nathaniel, y su boca recorrió la mandíbula de Leonardo hasta su oído—. Sólo para nosotros —susurró.
—Nosotros —suspiró Leonardo.
La tormenta cayó sobre ellos con estrépito. No se puede decir que fuera inesperada, todo se había alineado para su inevitable estallido. Nathaniel y Leonardo paseaban tomados del brazo, acompañados por el insistente golpeteo de las gruesas gotas. Los largos rizos de Leonardo se pegaban a su espalda, oscurecidos; el traje de Nathaniel estaba completamente arruinado. Sin embargo, no pareció importarles, es difícil preocuparse por tan nimios detalles cuando se sostiene del brazo al ser más perfecto sobre la tierra; y, tormenta o no, los paseos por el parque siempre les habían parecido románticos. Reían dando zancadas, resbalando en el suelo fangoso, sacudiéndose los chorros de agua de los ojos.
Pronto la tormenta perdió la paciencia y, rabiosa, tronó y tronó sobre sus cabezas en su desesperado intento de ahuyentarlos del parque. Misericordiosos, Nathaniel y Leonardo cedieron ante lo inevitable.
El departamento de Nathaniel los recibió tibio y seco; la chimenea, resignada a ser abandonada hasta el próximo invierno, chisporroteó bajo las hábiles manos de Nathaniel. Una vez más dio muestras de sus exquisitos modales de anfitrión, ayudó a Leonardo a quitarse la chaqueta empapada, las botas chorrearon cuando las depositó junto a la entrada, los calcetines siguieron sus pasos y, una vez habiendo empezado, Nathaniel se vio incapaz de detenerse. Capas de ropa empapada se apilaron sobre el suelo, el chaleco de Nathaniel confundido en el montón, su corbata de moño jamás había sido tratada con tan poco respeto. Gruñó y jadeó, enfadado por la impertinencia de los pantalones de cuero de Leonardo, los cuales se negaban a abandonar sus largas piernas; Leonardo sonrió divertido ante sus esfuerzos, planeando arrancar más gruñidos y jadeos a Nathaniel de modos menos engorrosos y más placenteros. La piel helada por la lluvia recobró el calor bajo la acción de sus caricias, sus labios alisaron las arrugas producidas por la tempestad, sus lenguas dejaron un nuevo tipo de humedad en su superficie.
—Esto es mala idea —murmuró Leonardo desde el suelo alfombrado—. Los huesos nos van a matar en la mañana.
—La cama está tan lejos —se quejó Nathaniel repartiendo besos por su hombro, su cuello, su rostro.
—Sólo digo —sonrió Leonardo, y tembló al sentir la lengua de Nathaniel debajo de su oreja—, que tendremos que hacer que valga la pena.
Sintió la sonrisa de Nathaniel contra su piel y su ardiente respiración jadeante, y lo derribó con el peso de su cuerpo. Era tan suave como imaginaba, tan delicioso como se veía; Leonardo se deleitó devorando el cuello de Nathaniel, su amplio pecho cubierto de vellos blanquecinos. Sus dientes dejaron marcas rojizas en la seda de su vientre lleno y redondeado, y atacaron a dentelladas sus muslos voluminosos y firmes, pronto suavizadas por la dulzura de sus besos. Los jadeos se aceleraron en cuanto sus labios lo envolvieron y su lengua se perdió en un mar de sal y almizcle, entonces la mano enredada en sus rojos cabellos se estremeció de sorpresa y placer. Nathaniel se permitió unos minutos de éxtasis, y luego lo urgió a renunciar a su tarea, temeroso de que el sueño acabase demasiado rápido. Sostuvo a Leonardo entre sus brazos y lo depositó de espaldas sobre la alfombra, observó sus ojos cerrados y su boca entreabierta en un gesto de expectación; las llamas de la chimenea pululaban sobre su piel, destacando las manchas que la salpicaban. Nathaniel deseó conocer el sabor exacto de esas manchas, categorizar sus texturas con precisión milimétrica. Leonardo se desarmó bajo sus caricias; desnudo, despeinado, dispuesto, apasionado, hambriento; Nathaniel lo contempló maravillado.
—Eres hermoso —susurró—. Tan hermoso —sus manos acariciaron sus pómulos, su mandíbula—. De una belleza etérea, celestial, infinita —agregó, y su boca bajó por su garganta hasta sus clavículas—. Tu belleza es un regalo divino que me hace sentir vivo —declaró, y recorrió con sus dedos su pecho, sus costillas, su vientre, para presionar firmemente sus caderas.
Leonardo rio entre dientes.
—¿Qué es lo gracioso, querido? —murmuró Nathaniel, sus manos aferrando aquel milagro debajo de él.
—¿A quién estás citando mientras tenemos sexo? —preguntó, divertido, Leonardo.
—Shakespeare —admitió Nathaniel, un tanto avergonzado.
Leonardo gimió bajo la presión de sus dedos.
—Suena apropiado —respondió con voz sibilante.
No podía creer en la existencia de ese hombre, con el poder de un fuego abrasador en las entrañas, la erudición de un literato y la ternura de un ángel. El pecho se le contrajo por la fuerza de un sentimiento que no conocía y que lo conmovió profundamente. Luego bajó la vista, y toda ilusión angelical se desvaneció. Nathaniel llevaba el Infierno en la mirada; un intenso rubor se extendía desde sus mejillas hasta su pecho, su respiración se agitaba por la excitación, sus cabellos en desorden olían a ozono, a sudor y un resto de vainilla.
Sus manos posesivas se aferraron firmes a los muslos de Leonardo y los abrieron lentamente; hurgaron codiciosas en su interior, y lo encontraron listo e impaciente. Su boca siguió el camino delineado por sus dedos; los gemidos de Leonardo lo guiaron hasta su centro, húmedo y caliente, y lo exploró con lascivia hasta que la presión fue demasiado para él, y sintió desgarrarse su garganta por la fuerza de su propio grito de placer. Los gemidos que le siguieron fueron prontamente silenciados por la boca que atrapó a la suya, mientras Nathaniel apretaba sus caderas y se introducía en él con la desesperación de un animal en celo.
Leonardo se aferró a su cuello, y recibió embestida tras embestida, rápidas y salvajes. Nathaniel lo besó con la torpeza nacida del descontrol; Leonardo percibió el movimiento errático de su lengua dentro de su boca, y se sintió completamente poseído por él, atravesado de parte a parte en la totalidad de su ser, supo que sería suyo por dentro y por fuera. Cuando Nathaniel se detuvo de súbito, tensando los músculos y conteniendo el aliento, Leonardo separó sus labios y abrió los ojos.
—Mírame —suplicó entre gemidos—. Nathaniel, por favor, mírame.
Nathaniel contempló la figura debajo de él: los lunares, las arrugas, las manchas, las marcas (la idea de que algunas de ellas eran de su autoría lo hizo sentir eufórico); su extraña belleza lo alcanzó con toda plenitud cuando su mirada alcanzó su rostro y, esta vez, sus ojos estaban abiertos. Atentos, le devolvían la mirada, le exigían que los sostuviera, le ofrecían el Universo entero. Su mente, tan confusa ya, se debatió como ante la inminencia de un milagro; y su cuerpo, abrumado de placer, fue capaz de dos embestidas más antes de colapsar dentro de Leonardo con la fuerza de una descarga eléctrica. Aturdido, se obligó a seguir hasta sentir las uñas de Leonardo aferradas a su espalda. Se imaginó su propia espalda, rolliza y del color de la crema, y los largos dedos de Leonardo terminados en uñas pintadas de negro, presionando con violencia, lastimando su palidez con arañazos encarnados. Su vientre se hinchó de gula y le dio la energía suficiente para atacar el cuerpo de Leonardo sin tregua hasta que éste se desplomó en la gloria de su segundo orgasmo.
Nathaniel estaba exhausto, y supo en ese instante que Leonardo había tenido razón: quizás el futuro les deparara un dolor insoportable. Pero si su presente era eso, entonces valía la pena. Se recostó de espaldas sobre la alfombra, y Leonardo se arrojó sobre él, envolviéndolo con sus piernas; acarició su pecho con suavidad y ronroneó entre besos junto a su oreja. Nathaniel lo abrazó, y desplazó su mano lentamente en la extensión de su espalda, arriba y abajo, hasta que la respiración de ambos recobró la calma. El silencio los envolvió, afuera la noche había caído; escucharon el crepitar de las llamas en la chimenea y el sordo rumor de la tormenta detrás de las ventanas. Entonces se escuchó un sonido más: el timbrazo del móvil de Nathaniel dentro de su abrigo.
—Déjalo que suene —murmuró Nathaniel.
—No son sólo malas noticias —dijo Leonardo, sus dedos aún se deslizaban en el pecho de Nathaniel—. He estado hablando aquí y allá, intentando ubicar a Poppy y a unos cuantos más en puestos más o menos decentes —explicó como si se avergonzara de su gesto bondadoso—. Algunas llamadas son para dar las gracias.
Nathaniel sonrió, y besó su sien suavemente.
—Gracias, querido —susurró—, por honrar tu parte del trato.
—Claro —rio Leonardo—, por eso lo hice.
—Por supuesto —dijo Nathaniel—, ni por un segundo se me ocurriría imaginar que eres una buena persona —su tono sarcástico arrancó a Leonardo otra carcajada. Éste le propinó una mordida juguetona a su cuello, como si así probara que no era, en efecto, una buena persona.
—Firmé los papeles para las indemnizaciones —dijo Nathaniel, y gimió cuando Leonardo aplicó su lengua donde antes habían estado sus dientes—. Fue lo último que hice antes de ir a la oficina de Adam.
Leonardo se incorporó para poder mirarlo a la cara, extrañado.
—¿Qué? ¿Firmaste indemnizaciones?
—Sí —respondió Nathaniel—, todos recibirán su dinero.
Leonardo lo observó un momento más, estudiándolo.
—No con tu nombre —soltó—, ¿verdad?
—Mi nombre ya no vale nada en esa compañía —bromeó Nathaniel—. Tantas firmas y sellos falsificados han pasado por mis manos en el último tiempo que pensé que una más no haría daño.
—¿Qué nombre usaste?
—El más honrado que conozco —dijo simplemente Nathaniel—. Harry D. Rabbit.
Leonardo prorrumpió en carcajadas que sacudieron su cuerpo entero. Entre sus brazos sostenía una paradoja: un corazón de oro envuelto en suavidad y dulzura, con la mente de un soñador, la pasión de un animal, la determinación de un loco y la astucia de un demonio. Apreció la silueta de sus propios dientes en el pecho que subía y bajaba al compás de sus caricias, y echó un vistazo a las marcas que Nathaniel dejara sobre su cuerpo. Los rojos adornaban la extensión de su piel, y en sus caderas la huella de sus dedos no tardarían en cobrar un tono morado.
—No puedo creer que alguien tan suave —su palma acarició la barriga de Nathaniel—, pudiera castigar ml cuerpo de esta manera —susurró junto a su oreja—, llenarme de moretones, dejarme tan exhausto y dolorido —siguió, su voz teñida de lujuria.
—Lo siento, querido —se disculpó Nathaniel suavemente—. Mi intención nunca fue lastimarte.
—No te disculpes —respondió Leonardo, voluptuoso—. Hazlo de nuevo.
Nathaniel rio por lo bajo, aliviado. Sonrió al besar a Leonardo dulcemente en los labios.
—Tendrás que darme un minuto, querido —dijo, divertido, contra su boca—. Quizás un poco más.
—Tenemos todo el tiempo en el mundo, ángel —respondió Leonardo, y lo besó lenta y deliciosamente.
Notas
1. La melanosis ocular es una condición rara en la que la melanina se acumula en toda la estructura del ojo. Sus características incluyen ojos completamente negros, incluyendo la esclera, e iris amarillo o dorado. Puede afectar la visión, aunque no siempre es el caso. Puede ser unilateral o bilateral. Se debe a factores genéticos o anomalías congénitas.
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