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2. La telaraña

Capítulo I

Ouch. Otro bache. No estaban acostumbradas a viajar sobre caminos de tierra, y el viaje se les había hecho largo. En la penumbra del camión de mudanzas, Lavinia y Ana cuchicheaban con voz suave. Lavinia, emocionada, pasaba página tras página del álbum de recuerdos; quizás fuera su modo de decirle adiós a la casa que dejaron en Rumania, sus amigos de infancia y sus antiguas vidas. Alemania prometía sorpresas y aventuras, y ella se retorcía de impaciencia ante la perspectiva de lo que le deparara el futuro. Ana la observó desde el lecho improvisado, una mueca de disgusto le contrajo el rostro; no comprendía a su hermana melliza: qué podía encontrarle de divertido o esperanzador a la idea de abandonar su vida entera, y comenzar de cero en un sitio que no conocía y al cual no sentía ningún deseo de llegar. Para colmo estará lleno de ortsansässige (1). No es que odiase a los locales, después de todo su propia madre había nacido y se había criado allí, con todas sus costumbres, creencias y necesidades. Simplemente, se sentía más cómoda rodeada de personas que hablaran su mismo idioma. Pero Lavinia, por algún motivo que ella ignoraba, estaba fascinada con los locales, y la perspectiva de explorar su mitad alemana luego de haber vivido en el pueblo de su padre desde que nacieran, la tenía desordenándose el cabello por el entusiasmo. Ana volvió a ponerse sus lentes oscuros y se recostó con las manos debajo de la cabeza.

—¿Están bien ahí atrás? —gritó su padre desde el frente del camión.

—¡Estamos bien! —respondió Lavinia, cantarina.

—Ya va a salir el sol, será mejor que descansen un poco —recomendó Mihaela, su madre.

Lavinia dejó a un lado el álbum, y se acomodó junto a Ana. Su hermana le pasó el brazo por encima en un gesto afectuoso, y ambas se dispusieron a pasar la última hora antes de la llegada del amanecer y, con él, el comienzo de su nueva vida.

***

—¡Llegamos! ¡Despierta, ya llegamos! —la sacudió Lavinia, entusiasmada.

Ana emitió un gruñido de hartazgo. Acababa de llegar, y no podía esperar para volver a Rumania. Al bajar del camión, el sol le dió de lleno en los ojos; se ajustó las gafas oscuras y se dispuso a ayudar a su madre con la mudanza. Mihaela estaba de un humor casi tan efervescente como el de Lavinia, sólo que tintado de pequeñas gotas de ansiedad. La casa debe verse perfecta. Su sueño era poder trabajar en una galería, donde se dedicaría a su arte de una manera en que Rumania había sido imposible. Era su oportunidad de lanzar su carrera de artista, y para evitar inconvenientes desagradables con los vecinos era necesario convencerlos de que eran una familia feliz y corriente. Ninguna de las excentricidades o supersticiones de su marido a la vista de los vecinos. Los espejos cubiertos o volteados deberían estar dentro de las habitaciones. El ritual de la cuerda (2) en el jardín podría traerles problemas con la comunidad, así como el Festivalul Focului (3). Ambos acordaron que, en cambio, se realizarían limpiezas periódicas en la casa con tomillo, sal, agua bendita e incienso; y se utilizarían telas realizadas según la Țesătura magică (4).

—No estés patinando dentro de la casa —le recordó a Ana, quien había entrado en la cocina montada en su skate—. Ni dulces antes de la cena —agregó cuando ésta se metió un trozo de găluşte (5) a la boca.

Ana subió las escaleras vibrando de enojo. Su padre la vio pasar, y la detuvo con una mirada:

—¿Qué pasa, scumpă (6)?

—Mamá está siendo irrazonable. No patinar. No postre. Y ya viste cómo dispuso la casa, está ocultándolo todo. Sólo porque la gente de aquí es aburrida, no significa que nosotros debamos fingir serlo también. ¡Yo era feliz en casa, por qué tuvimos que mudarnos!

—Yo sé, cariño, pero, ¿cómo crees que se sentía tu madre viviendo allá, en una cultura extraña, nadie con quien hablar en su propio idioma? ¿No crees que es su turno de vivir en un sitio donde se encuentre cómoda, hacer lo que le gusta, sentir que pertenece?

Ana no lo había considerado así; sí estaba siendo egoísta, su madre había soportado catorce años en un lugar extraño, ella podía intentar darle una oportunidad a Alemania.

—Es difícil para mí también, es un cambio muy grande —siguió Radu–, pero amo a tu madre, y haré lo que sea con tal de que ella sea feliz.

Al final de las escaleras, Lavinia tarareaba mientras sacaba sus pertenencias de una caja, y las ordenaba en su cuarto. Ana sintió alivio al considerar que, al menos en su cuarto podía hacer lo que quería, mientras cerrara las cortinas. Subió, y desempacó sus cosas; Lavinia la miró con una sonrisa, en sus manos una fotografía que mostraba un grupo de niños que le sonreían a su vez.

—Ya los extraño —dijo Ana, acercándose a su hermana y observando la imagen que apoyaba en la mesilla junto a su cama.

—Yo también —suspiró Lavinia, luego su humor se animó—: Haremos nuevos amigos aquí.

—Locales —hizo una mueca de disgusto Ana, y se arrojó sobre su cama.

—Quizás hasta conozcamos a un chico —agregó Lavinia, como si la idea hubiera atravesado su mente en ese instante, y fuera la idea más maravillosa jamás pensada.

—No me interesa conocer a ningún chico —respondió Ana, esta conversación iba de mal en peor.

—Imagina que hasta te enamoras.

Pss —Ana bufó—. Eso no va a pasar.

***

Alistarse en la mañana resultaba un cambio radical con respecto a su anterior rutina. De hecho, dormir por las noches ya había sido extraño, ella solía compartir el gusto de su padre por las caminatas nocturnas. Lavinia la sacudió de su letargo, urgiéndola a que se levantara de la cama, se les hacía tarde para el primer día en su nueva escuela. Quince minutos después entró en la cocina en un solo movimiento fluido, las botas que asomaban por debajo de los jeans rasgados flotaron se apoyaban sobre la lija de la patineta. Lavinia había sujetado su largo cabello rubio en un peinado simple; envuelta en suaves colores pastel, sorbía jugo de naranja sentada a la mesa. Al ver a su hermana, le sonrió alegre.

—Qué te dije sobre patinar en la casa —la regañó su madre con mirada afectuosa—. Hoy tendré que ir a la galería; portense bien, mis niñas, y diviertanse.

Mihaela abrazó a sus hijas cariñosamente. Al salir al pasillo, se encontró de frente con su marido, que venía de trabajar en el turno nocturno del hospital de la ciudad. Radu aún llevaba uniforme blanco y un maletín  negro en su mano; saludó a su esposa con un beso y abrió el refrigerador en busca de su desayuno. Parloteaba emocionado acerca de las ventajas de su nuevo puesto, Mihaela lo miró con el corazón en los ojos. Era tan tierno que Radu, siendo un noble descendiente de una de las familias más antiguas de Rumania, dejara su vida entera por ella, y que se resignara a adaptarse a una cultura extraña sólo para hacerla feliz. En dos pasos se encontró en sus brazos, y volcó todo su amor en un largo beso, que él devolvió complacido.

Lavinia los observó con una sonrisa iluminándole el rostro. Ana revoleó los ojos exageradamente; a pesar de que el romance le parecía algo tonto y patético, no podía negar que el espectáculo del constante amor entre sus padres siempre le producía una sensación de tibieza en el pecho.

La escuela estaba a veinte minutos de camino. Patinando hubiera llegado en un santiamén, pero en el momento en que sus pies saltaron sobre la tabla en la puerta de entrada, Lavinia le dio un fuerte tirón que la dejó en el suelo. Ana pasó sus dedos entre las hebras de su oscuro cabello corto, y siguió a su hermana entre bufidos. Por qué los locales tenían que ser tan aburridos. Sus antiguas clases eran un caos, y por eso las amaba. Aquí todo respiraba orden y prolijidad. Lavinia y Ana se pararon al frente de la clase, ojos curiosos las recorrieron mientras la profesora las presentaba. Nombres, nacionalidad, vestimenta, acento, gestos, posturas; todo fue juzgado en cuestión de minutos, los prejuicios flotaban en el aire. Varios comentarios malintencionados se elevaron de entre la multitud; tres estudiantes malencarados se sentaban al fondo de la clase, sus insultos fueron recibidos con risas, acalladas rápidamente por la profesora. Lavinia levantó la vista, y se encontró con una sonrisa amistosa que le devolvió la esperanza. Lucian no sólo era lindo, también parecía un muchacho amable. Ana recorrió la sala sin mucho interés, y entonces la vió, sin saber que su vida cambiaría para siempre. Las finas líneas negras se entrecruzaban en un diseño elegante, que resemblaba la figura de una telaraña. El trazo demostraba seguridad, soltura y un sentido artístico que no esperaba encontrar en la sala de esa aburrida escuela llena de niños mediocres y estúpidos. Sintió el impulso de delinear el dibujo con sus dedos, seguir cada línea en su trayectoria perfecta y equilibrada. El negro resaltaba sobre la piel pálida, y las pequeñas marcas y pecas en ella hacían a la composición con una armonía inaudita. Era bellísima en su simpleza, daba la impresión de haber estado siempre allí, obra más de la caprichosa naturaleza que lo que lo era de la mano de un artista mortal, humano y corriente. La mano que la había trazado sostenía una mejilla igual de pálida, un número aún mayor de pecas la salpicaba; la muchacha que, distraída, se sentaba frente a ella no tenía, sin embargo, nada de corriente. Ana no tuvo dudas de que era la joven más hermosa que había visto en su vida. Debió sentirse observada, porque de pronto levantó la vista, y sus miradas se encontraron en un instante de plenitud. La boca se le secó ante la inteligencia detrás de esos ojos pardos, su primer impulso fue levantar las cejas en un gesto de interrogación. La muchacha le mostró entonces la más hermosa de las sonrisas. Ana le sonrió, y podría jurar que un tinte rosado se asomó entre la palidez de sus mejillas.

A pesar de que la clase fue increíblemente aburrida, Ana no lo notó. De hecho no notó nada más que la presencia de la jovencita a dos pupitres de distancia. Cada vez que ella volteaba y la encontraba perdida en su contemplación, los tonos rosa tintaban nuevamente su rostro. El final de la clase la tomó desprevenida; se sorprendió cuando, a su lado, Lavinia comenzó a guardar sus cosas, guardó su cuaderno –aún en blanco– y se unió al bullicio de los estudiantes en retirada. Junto a la puerta Lavinia se hizo a un lado, y sostuvo una animada conversación con Lucian; había acertado: era un niño dulce y amable. Ana caminó por el pasillo, cuando la presión de una mano en su brazo la detuvo. Reconoció la telaraña que comenzaba a un lado de esa muñeca adornada con un brazalete, y el corazón le dio un brinco. De cerca era aún más hermosa, su cabello castaño claro le llegaba a los hombros y, en sus mejillas, los hoyuelos se sostenían entre un mar de pecas.

—Hola —le dijo, su voz bellamente timbrada—, soy Laura.

Laura, pronunció Ana dentro de su mente, y supo que no le sería sencillo olvidar ese nombre.

—Ana —respondió—. Qué lindo tatuaje —agregó, señalando la telaraña que subía desde la muñeca hasta el codo de Laura.

—Gracias —dijo Laura, complacida.

—¿Es real?

—No —admitió Laura—. Sólo es tinta, mis papás no me dejan tener tatuajes reales.

Laura desbordaba seguridad y carisma. Ana la observó, expectante; usualmente hablar se le daba bien, pero en ese momento su estómago se retorcía de manera extraña, sus palmas sudaban y las palabras se le atoraron en la garganta.

—¿Te mudaste hace poco, verdad? —agregó Laura, no quería que la conversación se acabara tan pronto.

—Ayer —respondió Ana—. Mi familia y yo. Venimos de Rumania.

—Rumania —repitió Laura, y su mirada recorrió los prominentes colmillos perlados de Ana—. Apuesto a que debes estar cansada de los chistes de vampiros.

—Un poco —rio Ana, y una chispa se encendió en los ojos de Laura ante ese sonido—. Pero no me molestan.

***

Ana estaba recostada en su cama; su padre la había fabricado con sus propias manos para que, cual una hamaca, se suspendiera desde un par de cadenas, el vaivén constante solía relajarla y ayudarla a dormir. Su lado del cuarto consistía en un prolijo desorden, un caos de objetos de color negro donde resaltaban los ocasionales rojo, púrpura y plata. Esta noche el sueño no llegaba. Debía ser su antigua costumbre de salir a caminar por las noches, o quizás el estrés de la mudanza y el recién concluido primer día en la nueva escuela, o los nervios porque los resultados del Brasov Running Festival (7) aún no habían llegado, o tal vez el excitado ir y venir de Lavinia por la habitación mientras se preparaba para la cama y parloteaba sobre su nuevo amigo Lucian. Debían ser todas esas cosas. Ana no quería considerar la opción más obvia, la que hacía que su corazón se acelerara cada vez que la recordaba. El dibujo de la telaraña volvió a aparecer en su mente. Cuánto tiempo habían hablado sobre nada en particular hasta que Laura declaró que debía irse y Ana buscó a su hermana para volver a casa. Más de media hora había bebido la mirada profunda de sus ojos pardos, y se había deleitado en la curva de su sonrisa. Volvió a casa de un humor considerablemente mejor que aquel con el que la abandonó, y ahora era incapaz de conciliar el sueño.

—Laura —susurró.

—¿Qué? —Lavinia detuvo su atropellado coloquio, y la miró con curiosidad—. ¿Qué dijiste?

Ana deseó haber podido contener su lengua, mas ya era tarde.

—Laura —repitió, intentando que su tono careciera de énfasis—. Tú hiciste un amigo hoy, y yo hice una amiga. Se llama Laura.

—Oh —Lavinia se acercó, y se sentó en el borde de su cama—. ¿Cómo es?

Ana sintió nuevamente el retorcijón en su vientre.

—Es agradable —dijo.

—¡Es genial! —dijo Lavinia—. Te dije que podríamos encajar… ¡y ya hiciste una amiga! —palmeó el brazo de su hermana en muestra de entusiasmo. Ana rio y le arrojó su almohada como revancha. Lavinia se levantó fingiendo indignación, y se dirigió a su propia cama.

—Oye —la llamó su hermana—, ¿tomaste notas hoy?

—Sí, ¿por qué? ¿Tú no?

—No —siguió Ana, sus manos detrás de la cabeza y su mirada vagabundeando soñadora por el cielorraso—. Préstamelas, ¿sí?

—Claro —respondió Lavinia con una mueca de confusión—. ¿Qué estuviste haciendo toda la clase, si no escribiste nada?

—Supongo que me distraje —sonrió Ana.

—Tienes que presentarme a tu amiga —agregó Lavinia, alisando las sábanas sobre su regazo—, cuando la veas mañana.

—Sí —respondió Ana con la sonrisa aún bailoteándole en el rostro—. Mañana —repitió, como si fuera una promesa.

La perspectiva de volver a ver a Laura la llenó de regocijo. Como por arte de magia, la escuela ya no le parecía tan aburrida ni los locales tan insulsos.

Capítulo II

Lavinia entró en la cocina y encontró a su hermana sentada a la mesa del desayuno. Arrugó la nariz al percibir la porción de mititei (8) con mămăligă (9) en el plato de Ana. No podía evitarlo: la carne le resultaba asquerosa. Ana no notó el gesto de desagrado y la saludó afectuosamente. Ese día había elegido vestir falda tableada sobre leggings y su choker negro favorito. A su lado, Lavinia acarreaba sus usuales capas de sedas, linos y tules en tonos pastel; su largo cabello dorado se asomaba en dos coletas por debajo del sombrero de verano. El sonido del buzón interrumpió su desayuno y Ana, emocionada, se acercó para atrapar el sobre recién depositado por el cartero.

—¡Llegó el correo! —exclamó.

Por fin la carta con la tan esperada respuesta. Había pasado la clasificatoria del Brasov Running Festival; soñaba con participar desde hacía tiempo, ya que constituía un paso más cerca de sus planes de obtener una beca para estudiar en cualquier lugar de Europa a su elección: poder regresar a su amada Rumania, el sueño de volver a casa.

Sus ojos cayeron sobre el número asignado, y la sonrisa se le escurrió del rostro.

—¿#452? ¿Por qué un número tan malo? 

—No es tan malo, pequeña —la animó su padre—. Recuerda que tú cuentas con desventaja; el que hayas entrado ya es un gran logro.

—Si tuviera dos piernas totalmente funcionales, hubiera obtenido un mejor número —se quejó Ana—. Y podría volver a casa —agregó entre dientes.

Un ataque de lepra a muy corta edad le había generado debilidad muscular y un daño irreversible en los nervios de su pierna izquierda. La diferencia sólo era apreciable al observar ambas piernas desnudas, una junto a la otra; pero ella era dolorosamente consciente de los defectos en su pierna izquierda en todo momento. Había entrenado duro para superar esa obvia desventaja, y no había sido suficiente.

—Tienes muchas ventajas que otros no tienen —le refutó su padre de buen humor—, eres una niña hermosa, valiente, lista y agradable.

Ana bufó ante el comentario.

—Además —le dijo Mihaela—, tu casa está aquí ahora, preciosa. Puedes comenzar una nueva vida aquí.

—Yo no quiero una nueva vida —respondió Ana, con un fuerte pisotón contra el suelo—. Yo ya tenía una vida allá, y aún la tengo.

Sus pasos enojados la condujeron fuera de la puerta, seguida de cerca por su hermana. Saltó a su skate, y pateó el suelo con fuerza, deseaba alejarse lo más rápidamente posible de allí.

—¡Espera! —le gritó—. ¡Ana!

Ana se detuvo, mas siguió de espaldas.

—¡Espérame! ¡Por favor, Ana!

Escuchar el tono de súplica en la voz de su hermana produjo una dolorosa punzada en su corazón. Resignada, Ana depositó nuevamente sus talones en la acera. Lavinia apuró sus pasos, eliminando la distancia entre ellas.

—Era mi oportunidad de volver a casa —musitó Ana.

—Papá tiene razón, es genial que hayas entrado, eso demuestra que eres el doble de buena —intentó animarla Lavinia—. Además, el Festival no se celebra hasta mediados del verano, muchas cosas pueden pasar hasta entonces; no existe tal oportunidad perdida.

Ana caminó al lado de su hermana a paso ligero, y desplegó su mejor cara de pocos amigos en el momento en que la anciana vecina la saludó desde la puerta (10), Lavinia le devolvió el saludo acompañado de una reverencia. 

—Las costumbres son diferentes aquí —le dijo a Ana—. Diferente no siempre es malo.

Con una pícara sonrisa, Lavinia comenzó a cantar. Era ésta una suave melodía que traía retazos de su patria amada y distante, tan hermosa que atravesaba la piel y llegaba a los huesos. A su pesar, el mal humor de Ana se esfumó un tanto; ese canto la transportó a muchos kilómetros de allí, en él escuchó la escarcha de los bosques invernales, el olor a tierra luego de una tormenta, el viento que susurraba entre las almenas de los ruinosos castillos. Cantó a su vez, y la melodía adquirió la grave calidez de su voz llena y dulce. Lavinia le propinó otro empujoncito juguetón y, sin que sus voces se apagaran, siguieron rumbo a la escuela.

***

El patio estaba lleno de figuras que iban y venían, algunas apresuradas, otras con parsimonia. No había césped, sino que el cemento gris se extendía a todo lo que alcanzara la vista. Era el movimiento, las voces, los ruidos, las risas lo que daba a la escena un aura de vitalidad y energía. Ana paseó su vista por el lugar con la respiración contenida, en busca de una grácil figura que balanceara al andar una melena del color del otoño.

Laura caminaba con la vista baja, su mochila colgando del hombro.

—¡Laura! —le gritó, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Hey, Laura!

Laura siquiera levantó la cabeza, completamente ignorante de sus insistentes llamados. Siguió su camino con pasos resueltos, sin notar que a sus espaldas un grupo cuchicheaba con excitación. Los tres idiotas que Ana había visto sentados al fondo de la clase el día anterior, la seguían de cerca, con pérfidas intenciones. Se apresuró para acercarse cuando uno de ellos se adelantó a los demás, y tomó a la muchacha del brazo, quien emitió un estridente chillido. Segundos más tarde, Ana estaba a su lado, sosteniéndola firmemente en sus brazos; Lavinia la había seguido, y se encaraba con los sorprendidos agresores. 

—¿Estás bien? —le preguntó Ana con suavidad.

—¿Cómo…? —respondió Laura, aturdida.

—No se metan en lo que no les concierne, par de raras —advirtió Klaus, irritado; su expresión de desagrado justo en el rostro imperturbable de Lavinia—; o les irá mal.

Ana soltó a Laura para pararse frente a su hermana, en actitud defensiva.

—Háblale así de nuevo —respondió con voz grave—, y no sabrás ni qué te golpeó, imbécil.

Klaus intentó mostrarse rudo, mas algo debió ver en los ojos oscuros de Ana, un fuego que no conocía más que ira y destrucción. Se alejó con sus compinches, jurando venganza; en el fondo aliviados de alejarse de la extraña chica nueva.

Ana se volteó, y su irritación se trocó en preocupación al ver a Laura. Ésta se tocaba ligeramente las orejas, sus dedos presionaban suavemente sus oídos.

—¿Estás bien? —le preguntó una vez más.

—Bien —respondió Laura.

—¿Qué fue eso? —preguntó Lavinia.

—Klaus y sus amigos siempre están molestando, no es tan grave —murmuró Laura—; muchas gracias por defenderme, de todos modos; fue muy lindo de su parte —agregó con una tímida sonrisa, sus ojos fijos en los de Ana.

—Esta es mi hermana, Lavinia.

Lavinia hizo una graciosa reverencia a modo de saludo. Una sonrisa genuina brilló por un segundo en el rostro de Laura, y luego desapareció.

—Parecías… distraída —dijo Ana; más bien había pensado en la palabra “ausente” pero decidió no utilizarla—. ¿Estás segura de que te sientes bien?

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Lavinia, palpando su frente con el ceño fruncido.

—Sí, sí, estoy bien —respondió Laura, evasiva—, no es nada, estoy bien, gracias.

Y con movimientos torpes, las dejó paradas en el patio y entró a paso rápido en el edificio.

—¡Nos vemos luego! —la saludó Ana, mientras se alejaba. Había algo raro en Laura en el día de hoy; esperaba que sus otros encuentros no resultaran igual de incómodos.

***

La clase de arte no estuvo tan mal. El silencio usualmente la hubiera molestado, sin embargo hoy no era un problema; gracias a la atmósfera tranquila, Ana podía oír cada cambio en la respiración de Laura, sentada a su lado; susurros ansiosos, murmullos de frustración, exclamaciones de satisfacción se intercalaban con cada pincelada que Laura daba a su trabajo. Ana observó sus cejas fruncidas en concentración, sus párpados entornados, su boca ligeramente torcida en una mueca de duda mientras esparcía las acuarelas en armoniosos conjuntos de bellos colores; tan abocada, tan inteligente, tan hermosa, pensó Ana. La profesora le dio un susto al pasar caminando a sus espaldas, su estruendoso taconeo levantando vibraciones en el suelo de madera.

—¿Qué estás pintando, Laura? —preguntó al llegar a su pupitre.

—Es mi lugar favorito en el mundo —respondió Laura con suave sonrisa.

—¿El cementerio?

—Sí, me encanta, es hermoso ahí —le dijo Laura, su rostro iluminado.

Ana sintió una oleada de excitación ante palabras tan sencillas, expresadas con tanto afecto. Esta muchacha es realmente un cúmulo de maravillas. Se imaginó en el cementerio con Laura, largos paseos disfrutando del olor de las hierbas y los sonidos del atardecer; y la emoción le cosquilleó en las palmas mientras guardaba lentamente sus pertenencias. Lavinia se acercó y le explicó con prisas que su amigo Lucian la había invitado a pasar la tarde juntos y que la vería en casa para la hora de la cena. Las hermanas se despidieron y Lavinia se retiró con paso alegre detrás de su nuevo amigo. Ana se acercó a Laura, sentándose sobre la mesa donde minutos antes reposaba su pintura, y la saludó con una sonrisa. Ella le devolvió el saludo sin rastros de la incomodidad previa.

—¿Cómo estás?

—Genial.

—¿Cómo te está cayendo Alemania hasta ahora?

—Excelente —respondió Ana, y se sorprendió de la sinceridad que tiñó su voz—. No se parece en nada a mi antiguo hogar, pero me gusta.

Laura le sonrió, y Ana tuvo una idea.

—¿Crees que puedas ayudarme? —dijo en tono dubitativo—. Las clases son muy diferentes a las de mi anterior escuela… y tú eres tan lista…

—Sí —respondió con tal entusiasmo que a Ana se le retorció el estómago de placer—. Con gusto te daré una mano para que te pongas al corriente. Tú… pareces lista también, así que no será problema —se sonrojó Laura.

—Vivo en la calle Am Bach 14, puedes venir el viernes por la tarde.

—Claro, te veré el viernes.

***

Los pies de Ana apenas tocaron el suelo en toda la tarde, correteaba de la cocina a la sala de estar y de vuelta a su cuarto haciendo piruetas; demasiada energía acumulada, la excitación le haría estallar los nervios si no la invertía en algo. Se había cambiado de ropa tres veces, conformándose finalmente con unos jeans gastados y camiseta a rayas blancas, negras y rojas. Aún usaba el choker, se había encajado un par de anillos color plata en los dedos e intentado arreglarse un poco el cabello. Cuando el timbre sonó, literalmente se arrojó de cabeza a la puerta, el impacto hizo eco en la habitación. Abrió la puerta con torpeza, Laura vestía jeans, Converse y una camisa a cuadros roja; la recibió con una gran sonrisa. La guió por la casa, y lanzó una carcajada ante su reacción al ver su cuarto, con la clara división entre la suavidad y colores pastel del lado de Lavinia y su propio estilo oscuro y frío. Laura paseó por el lugar y observó sus cosas, sus ojos brillaron con curiosidad. La sesión de estudio duró poco, Ana era en efecto muy lista y, con algunas notas y aclaraciones de parte de Laura, comprendió todo lo que había pasado por alto en la semana. Una sabía tan bien como la otra que las tutorías sólo habían sido una excusa para pasar tiempo juntas, y ambas la aprovecharon complacidas. Sentadas en la hamaca de Ana, hablaron sobre música y sobre pintura. Ana le enseñó sus discos de colección y le señaló los pósters adheridos a sus paredes, en los que posaban estrellas de rock con vestimenta negra y abundante maquillaje; Laura le comentó sobre los cuadernos de bosquejos que llevaba y el mural que había pintado en la pared de su cuarto (“quizás puedas enseñármelo algún día”, “sí, ven cuando quieras a mi casa para que lo veas”), y le mostró el brazalete que colgaba de su muñeca, ella misma lo había hecho.

—Puedo hacerte uno —le dijo con súbita timidez—, si quieres.

—¿Lo harías? Me… me encantaría —respondió Ana, y sonrió al notar el sonrojo en las mejillas de la muchacha.

—¿Tú… tienes amigos? —preguntó Laura—. Allá en Rumania, quiero decir.

—Sí —Ana se levantó para alcanzar la fotografía que adornaba la mesilla de Lavinia—. Aquí están —señaló uno a uno, mencionando sus nombres.

Laura no logró retener uno solo de esos nombres, su atención se enfocó sin remedio en el modo en que los ojos de Ana brillaban mientras hablaba de su hogar, o la forma en que su sonrisa de colmillos puntiagudos se ensanchaba al recordar las travesuras cometidas junto a sus amigos. Percibió en Ana una energía nueva y refrescante; acostumbrada a la gente tranquila —y más bien aburrida— de su ciudad, la cercanía de una muchacha tan vibrante, tan viva, la hacía sentirse mareada. De pronto, sintió la intensidad de esa mirada en su rostro, Ana la observaba expectante por la respuesta a una pregunta que ella no había oído. Le devolvió la mirada, indefensa, y Ana volvió a hablar.

—Si no quieres está bien, sólo fue una idea—jugueteó nerviosa con uno de sus anillos—, nunca había conocido a alguien a quien le gustaran los cementerios como a mí, pensé que un paseo sería divertido.

—Sí, claro —respondió Laura con prisas—, podemos… podemos pasear por el cementerio. Es hermoso en esta época del año.

El sábado por la tarde el cementerio las recibió con cielos plomizos y fuertes brisas. Lirios amarillos, violetas, azucenas y tulipanes silvestres adornaban el sitio con su belleza serena; los aromas dulces y especiados se desprendían de sus pétalos y pistilos, y llegaban con intensidad a la nariz de Laura, mezclados con el olor del musgo y la tierra mojada. Había además otro perfume que no podía identificar concretamente, la había golpeado en el primer momento en que Ana se acercó a ella para saludarla y se intensificaba cada vez que se reclinaba sobre ella para hablarle en susurros. Sólo había experimentado ese olor una vez en su vida, segundos antes de que estallara una tormenta de tal magnitud que había azotado la ciudad por días enteros, derribando árboles y mampostería; era olor a electricidad, a energía: Ana llevaba en sí misma la fuerza de mil tormentas y la vitalidad se escapaba por sus poros sin que ella lo notara. 

El sol comenzó a esconderse tras la línea del horizonte, y Laura observó a Ana una vez más, sentada en la rama más baja de su árbol favorito. Llevaba una falda con volados sobre leggings, una chaqueta plagada de pins y zapatillas de lona, un estilo casual que favorecía su figura larguirucha. Los guantes sin dedos dejaban a la vista sus uñas pintadas de negro, la presencia de la mano apoyada sobre la rama que las sostenía produjo que sus palmas sudaran por la fuerza de su cercanía. Laura deslizó su mirada por los bellos rasgos de la joven a su lado: su piel pálida que hacía resaltar su rosada boca de labios llenos, su sonrisa de un blanco perlado en los que la vista se veía irremediablemente atraída hacia los prominentes colmillos, sus ojos oscuros que contenían una peculiar inteligencia y una intensidad feroz. Ana era una fuerza de la naturaleza y este era su entorno natural, lejos de las imposiciones sociales y las absurdas normativas humanas; respondía a leyes más elementales, más verdaderas, y Laura sintió ante ella la atracción que podría sentir ante la indescriptible belleza del Universo.

—Ven —dijo Ana de pronto, saltando del árbol con agilidad.

Extendió su mano para ayudar a Laura, extrañó la marca de la telaraña en su brazo, borrada ya la tinta de su piel; ella entrelazó sus dedos por impulso, lo que le arrancó a Ana una carcajada: ese no era el modo más práctico de bajar de un árbol. Su risa produjo un efecto contagioso; pasado el bochorno momentáneo, Laura reía sonoramente. Frunce la nariz al reír, notó Ana, y creí que no podía ser más adorable.

Laura sintió el contacto de una tentativa mano sobre su cintura y aferró sus manos a los hombros de Ana, quien la depositó segura en la hierba; sin atreverse a mover sus manos Ana le propuso:

—¿Quieres bailar conmigo?

—¿Qué? —rio Laura.

—Por favor, baila conmigo —dijo Ana, muy quedo.

El éxtasis recorrió a Laura ante la urgencia de ese pedido. Ana sostenía su mirada, sus manos aún aferraban su cintura con delicadeza, una sonrisa jugueteaba en sus labios. Si antes se le había aparecido hermosa, ahora Laura no se vio capaz de resistirse al magnetismo que la atraía hacia ella, tan persistente como el viento que arremolinaba sus cabellos.

—No tenemos música —intentó Laura con expresión pícara. Pídemelo una vez más y aceptaré, haré lo que quieras por ridículo que parezca, pensó atropelladamente.

Entonces Ana hizo algo que ella no esperaba: comenzó a cantar. Su voz se elevó clara por entre los árboles y la envolvió en su suave melodía. No comprendió las palabras que entonaba, la melodía le habló a su alma y la dejó ahogada de emoción. En su canto percibió la fuerza de los bosques con altos robles y abetos verdeando en la espesura, la oscura tierra que los nutre y los vientos fríos que agitan sus ramas; comprendió a las bestias que recorren la umbría y a los seres que, a las espaldas del sol, le sirven de alimento; supo de las tímidas florecillas que crecen a pesar de las tempestades y del fresco césped que cubre con nueva vida a desperdicios y cadáveres; oyó con claridad insospechada la furia de las olas en el océano y a las extrañas criaturas que habitan en sus profundidades; escuchó a la noche, su oscuridad, su profundidad y su misterio. Laura ajustó mejor los brazos sobre los hombros de Ana, acercó su cuerpo al suyo, y permitió que ella reposara su barbilla sobre su hombro y derramara en su oído las notas que la elevaban en el aire y la transportaban a otras tierras, majestuosas y salvajes. Cerró los ojos y acompasó sus pasos a los de Ana, balanceó suavemente la cintura aún sostenida por sus manos y se internó en los ocultos senderos de la noche, en compañía por primera vez.

Capítulo III

El sonido del agua corriente llegaba desde el baño, Lavinia se estaba alistando para irse a la cama; su reflejo aparecía borroso en la empañada superficie del espejo.

—¿Ya terminaste con tus dientes? —preguntó.

—Sí —respondió Ana, recostada en su hamaca, su teléfono celular entre sus dedos—. Ya los lavé.

El sonido del agua cesó, y Lavinia entró en la habitación envuelta en su pomposo camisón rosado.

—¿Los limaste?

—No —respondió levantando las cejas—. ¿Por qué lo haría?

—Asi no estarán tan puntiagudos —explicó Lavinia, sus cabellos dorados atados con delicadas cintas de colores—. ¿No te resulta incómodo?

—A mí me gustan así —repuso Ana, y deslizó su lengua por la punta de sus colmillos—. Y a Laura también —musitó para sí.

Había notado cómo los ojos de la muchacha se dirigían con inequívoca expresión de agrado hacia sus colmillos en cada ocasión en que ella sonreía; y, desde que la conociera, sonreía con mucha más frecuencia.

Acabadas sus prácticas nocturnas para el Festival, Ana estaba lista para dormir —camiseta sin mangas y shorts puestos—, mas el sueño se resistía a bajar sobre sus párpados. Laura le había dado su número de teléfono hacía días, y aún trajinaba para redactar el mensaje perfecto. Con una sonrisa que le ocupaba todo el rostro, escribía y borraba con rapidez. La inesperada risa de su hermana rompió su concentración.

—Lo siento, es que me parece muy dulce —se disculpó Lavinia—. ¿Quién hubiera dicho que fueras a enamorarte?

Violento color rojo inundó la piel pálida, Ana negó con fuerza.

—No estoy enamorada —replicó con risa nerviosa—. No sé qué te dio esa impresión.

—Claro —respondió Lavinia aún sonriendo suavemente—. Debo haberme equivocado.

¿Enamorada? Claro que no, pensó Ana. Sólo estaba emocionada por haber hecho una amiga nueva. No tenía la culpa de que dicha amiga fuera tan maravillosa, e inteligente, y hermosa. Sí, a veces pensaba en su sonrisa, pero porque su sonrisa era muy bonita. Y no desperdiciaba ninguna oportunidad para tomar su mano, pero porque su piel se veía tan suave. Y adoraba cuando la hacía sonrojar, pero porque lucía tan adorable con sus mejillas coloreadas de rosado y su naricilla fruncida por la risa. Y no se cansaba de oírla hablar, pero porque sus comentarios podían ser tan ingeniosos, su sentido del humor tan encantador, su voz tan dulce, su risa tan contagiosa. Ana recordó la mañana en la que había llegado a la escuela montada en su skate, Laura había saltado a su lado sin un asomo de duda, envolviendo sus brazos en su cintura. Sólo lograron recorrer un par de metros antes de colisionar contra el suelo; con los miembros estirados sobre el gris cemento y dos o tres pequeñas magulladuras, habían reído hasta que le dolieron las gargantas. El cabello alborotado, la respiración agitada, tierra en las manos y la tez rubicunda, Laura se veía simplemente perfecta. Llevaba consigo la belleza de las hojas caídas y las flores silvestres. Le recordaba a su hogar.

***

La mesa derrochaba luz y risas, era la primera cena en familia desde que se mudaran. Acostumbrado a cenar apresuradamente antes de irse a trabajar y a regresar cuando el desayuno había terminado, Radu sentía el contento de celebrar un ritual tan sencillo con su esposa e hijas. Un día libre no lastima a nadie, y esa noche era especial. Mihaela había abierto finalmente la galería con la que había soñado durante tanto tiempo, y reía feliz al otro lado de la mesa. Radu la observó con deleite, y agradeció al destino por su buena suerte. Él sabía lo difícil que había sido para ambos, mientras existieran diferencias existirán prejuicios, una antigua familia de nobles como la suya no había visto con buenos ojos esa unión; y el embarazo sólo complicó más su situación. Mihaela resistió entre los dolores físicos, el miedo y el exilio; su fortaleza lo cautivó, se enamoró una y otra vez de ella. Él le entregó todo lo que en sí habitaba para hacerla feliz y protegerla de todo mal, y ella le regaló una vida soñada, rodeado de amor y maravillas. Se mudaría mil veces más si con ello contemplaba esa hermosa sonrisa en el rostro de Mihaela; trabajaría todas las horas extra necesarias para que ella abriera cincuenta galerías, si eso la hacía feliz.

—Esto está exquisito, dragă (11), adoro tu ciorbă de burta (12) —dijo Radu.

Mihaela lo miró con adoración en los ojos. El “gracias” que pronunció no se limitó al cumplido por la cena; era un gracias por arriesgarte por mí, gracias por apoyar mis sueños, gracias por estar para mí, gracias por hacerme feliz, gracias por amarme, gracias por dejarme amarte.

Radu tomó su mano sobre la mesa. La cómoda felicidad hogareña apareció mágica a sus ojos, supo que no cambiaría nada en la escena que, cual si fuese una postal, el destino le regalaba a su alma. Por la ventana, la cálida noche se extendía cómplice sobre la ciudad; las tenues luces sólo servían para intensificar la oscuridad circundante, quien los invitaba al éxtasis de lo desconocido.

—¿Un paseo nocturno, qué dicen?

Mihaela rió al contemplar las caras de júbilo de sus niñas ante la idea. Cómo negarse cuando Radu esbozaba el entusiasmo de un niño el día de Navidad. Sería como estar en casa de nuevo, juntos recorrerían paisajes inexplorados, la brisa despeinaría sus cabellos y la tierra murmuraría a sus pies; y serían felices, con la felicidad dulce y tranquila del tordo que, pasada la tormenta, emite su grave y melodioso canto.

***

Ana se deslizaba por las calles en su skate, pateando el suelo con precisión para aumentar su velocidad. Los fuertes latidos de su corazón, sin embargo, no estaban relacionados con el movimiento de su cuerpo. Laura había ido a visitarlas mientras ella se encontraba fuera; con el pasar de los días su amistad con ambas mellizas creció al punto en que su presencia en la casa resultaba del todo natural. Sus padres la saludaban con afecto, hacían las tareas juntas, se quedaba a cenar y a menudo a dormir, compartían paseos y hablaban por horas. Lavinia había encontrado varios puntos de interés en común con Laura y a Ana le pareció justo no estorbar en la tarde que planearon juntas, mas luego de tres horas se convenció de que lo único que había hecho fue pensar en ellas. Acompañó a su madre para ayudarla con la nueva galería, y la convenció de enseñarle a crear los bellos tejidos que ella había aprendido para impresionar a su padre con un trozo de su propia cultura. Mihaela solía fabricar brazaletes de espiral para sus hijas utilizando la tradición de Țesătura magică, y reprimió un chillido de emoción cuando Ana le pidió que le mostrara cómo hacer un patrón de zig zag (13).

Al cruzar el umbral, escuchó risillas y cuchicheos; su ya excitado corazón dio otro brinco. Subió las escaleras fingiendo calma, se quitó los lentes oscuros y abrió la puerta de su cuarto. El desorden era general, revistas se esparcían por el suelo, tules y sedas por todas partes, varias salpicaduras de pintura y brillantina. Lavinia llevaba un vestido largo hasta los tobillos, sus matices lilas combinaban con la bandana que envolvía su frente; se había maquillado con buen gusto y alguna torpeza. Ana le sonrió abiertamente.

—Te ves igual a mamá —le dijo afectuosamente a su hermana. Ella respondió al cumplido con una exagerada reverencia.

Entonces la atención de Ana se fijó en Laura, y su respiración se detuvo. Vestía sus habituales jeans y camisa a cuadros, Lavinia había peinado su cabello en un estilo casual pero elegante, con dos pequeñas trenzas que se perdían entre la melena castaña; su rostro llevaba ligeros toques de maquillaje, grises claros y rosas pálidos adornaban sus párpados y sus labios habían cobrado un bello color carmesí.

—¿Cómo quedé? —preguntó Laura con una chispa de coquetería en sus ojos.

—Linda —escupió Ana, sentía que el aire que debía estar en sus pulmones se estacionaba en su cerebro y no lo dejaba funcionar correctamente—. Siempre estás linda —agregó apresuradamente—, pero ahora también… estás linda… linda.

Laura se ruborizó violentamente, complacida ante la reacción de Ana. Qué linda, pensó de nuevo ella. La risilla de Lavinia la despertó del trance.

—Mamá envió algo —anunció para disimular su bochorno.

Le arrojó un paquetito a su hermana, quien lo atrapó con un indignado “¡hey!”. 

—Shhh —la desestimó Ana—, ábrelo.

Lavinia desenvolvió el regalo y encontró un brazalete bellamente tejido con patrones de espiral; azul marino, verde esmeralda y coral combinaban naturalmente con sus cabellos rubios. Con un grito agudo corrió a abrazar a su hermana, apretando con fuerza su chaqueta cubierta en tachas.

—Sabía que te gustaría —le devolvió el abrazo Ana—. Y… este es para ti —con cuidado sacó un pequeño paquete cuadrado de su morral, envuelto en papel de un rojo intenso, y se lo presentó a Laura con gesto tímido.

Laura lo abrió lentamente, sus ojos buscaban insistentes la mirada de la joven que esperaba frente a ella con el corazón en la boca. El tejido en zig zag anudaba verdes, rojos y azules vibrantes; era claramente el trabajo de un principiante, mas contenía los reflejos de un esfuerzo que Laura encontró encantador.

—Mamá siempre hace brazaletes para Lavinia y para mí —dijo Ana, mostrándole su propio accesorio adornado de espirales, atado a su muñeca justo encima del brazalete que Helena le obsequiara—, le pedí que me enseñara, para poder hacer uno para ti.

—Lo amo —respondió Laura, y extendió su brazo para que Ana lo atara delicamente—, me encanta.

El abrazo fue menos violento que el que le había dado Lavinia, fue en cambio más prolongado y firme, como si Laura le regalara en ese abrazo la suma de muchos que no compartieron. La escuchó inspirar en su cuello, y se desarmó entre sus brazos.

***

Laura y Ana caminaban juntas, en uno de sus habituales paseos. Sus manos se habían unido por sí solas, ninguna de las dos había deslizado comentario al respecto, menos aún intentado desenlazarlas. Laura daba muestras de nerviosismo, su mano libre toqueteaba sus oídos de modo incesante.

—Hay algo que debo contarte —dijo de pronto, soltando su mano—, pero debes prometer que no se lo dirás a nadie.

—Por supuesto.

—Nadie lo sabe, sólo mis padres y los profesores.

—Entiendo —respondió seria Ana—. Guardaré el secreto.

Laura suspiró y, quitando la mano de su oreja, le enseñó su palma.

—Este es mi secreto —dijo.

Un pequeño aparato de color pardo. Ana la miró confundida.

—Es un auxiliar auditivo —explicó Laura—. Cuando era pequeña estuve en un accidente de auto, quedé casi sorda desde entonces. Debo usar estos para poder oír.

—Oh —respondió Ana—. Lo siento.

—No todo es malo. Mi sentido del olfato es increíble como compensación —siguió Laura, inquieta—. Es sólo que… me da miedo cómo pueda verme la gente… cuando sepa esto sobre mí… ¿lo entiendes?

—Claro que sí —replicó Ana con confianza—. Yo soy… extraña. Sé lo que se siente temer el rechazo —agregó, jugueteando con sus brazaletes.

—No eres tan rara —aseguró Laura con dulzura.

—Sí lo soy —rio ella—. Lavinia dice que diferente no siempre es malo —se encogió de hombros.

—Me agrada tu hermana —respondió Laura, tomando su mano nuevamente.

 —A mí también.

Los siguientes días fueron un reto. Los secretos revelados traen paz para algunos, mientras a otros los arrojan a un huracán de ansiedad, miedo e inseguridades. Laura comenzó a mostrarse distante, sus encuentros disminuyeron, se la veía triste y preocupada. Muchas relaciones se rompieron por culpa de su sordera. Durante años las personas la habían mirado con lástima, la habían tachado de incapaz, habían hablado de ella a sus espaldas, o peor aún, como si ella no se encontrara allí. No era “Laura, la artista”, “Laura, esa niña tan agradable” o siquiera “Laura, la persona”, era “Laura, la sorda”; y por eso había comenzado a ocultar esa parte de su ser, porque, una vez que los demás lo sabían, era todo lo que veían de ella. Estaban en el pasillo, saliendo de clases, cuando Ana la interpeló.

—¿Qué pasa contigo? Laura, háblame.

—Lo siento —replicó ella, su mano tocó su oreja en un gesto nervioso—. Nunca debí contarte, fue un error.

—¿De qué hablas?

—¿Aún somos amigas, verdad?

—Claro que sí —aseguró Ana con vehemencia—. Estás sorda, ¿y qué? No voy a dejar de ser tu amiga por eso. En serio me agradas, Laura —dijo tomando sus manos.

Laura esbozó una triste sonrisa y se alejó por el pasillo. Quería creer en las palabras de Ana, por qué debía serle tan difícil. La estocada final llegó camino a su casa; Klaus y sus compinches la emboscaron para mofarse de ella. La frase “Laura, la sorda” golpeó sus oídos sin tregua.

—Deberías aprender a elegir mejor a quien le cuentas tus secretos —se regocijó Klaus—. Ese par de raras con el que te juntas no perdieron un segundo en correr con el chisme. ¿Creíste que eran tus amigas? Solo se burlaron de ti, como todos los demás.

No volvió a la escuela al día siguiente ni tampoco el que siguió a ese. Cuando Ana se acercó preocupada a su puerta le gritó toda su rabia y desengaño, en serio me agradas, le había dicho; cómo se había atrevido a darle esperanzas para luego traicionar su confianza y romper su corazón.

—¡Aléjate de mí! ¡No quiero volver a verte! —gritó entre lágrimas antes de azotar la puerta.

Ana se precipitó a su cuarto y se arrojó a su hamaca. Se sentía exhausta, enfadada, aturdida. Quería gritar, romper cosas, desaparecer. Quería volver a casa. Su padre se acercó a su puerta y llamó con cautela.

—¡No! —respondió Ana.

Radu suspiró.

Sufletul meu (14), tuviste un mal día, le pasa a todos —dijo a través de la puerta cerrada—. ¿Segura que no quieres hablar sobre lo que pasó?

Un estallido de música de rock a todo volumen atravesó las paredes del cuarto y llegó hasta la acera.

—Odio este lugar —repitió llorando—. Quiero irme a casa.

Capítulo IV

—Ya es suficiente —anunció Lavinia desde los pies de su hamaca—, he sido muy paciente, ¿vas a decirme qué pasó?

—Ni siquiera yo lo sé —murmuró Ana desde debajo de su edredón cubierto en estrellas—. Laura me odia. 

Ana relató el último encuentro con Laura; no terminó de hablar antes de que Lavinia saliera corriendo de la habitación.

—Pienso arreglar esto —dijo mientras salía—, levántate, regreso pronto, ¡y báñate! —escuchó Ana antes de que desapareciera por el pasillo.

La casa de Laura estaba resguardada por una gruesa puerta de madera oscura con un reluciente llamador dorado. Los puños de Lavinia retumbaron contra ella, vibrante de impaciencia. Un resquicio se abrió en el portal, y se asomó un ojo color pardo.

—¡No! —gritó Laura y cerró la puerta.

—Laura, espera, déjame hablar contigo.

—No puedes hablarme si no te escucho, ¿verdad? —exclamó ella desde el interior.

Lavinia se detuvo, confundida.

—¿Qué?

—No te hagas la tonta —siguió Laura abriendo la puerta, sus ojos estaban rojos, su cabello tan desarreglado como el de Ana—. Mi secreto ya no es secreto, ustedes dos se encargaron de eso.

—No sé de qué secreto me hablas, vine porque Ana…

—Klaus me dijo… —interrumpió Laura, y una luz de entendimiento atravesó la mirada de Lavinia.

—¡Ya vuelvo! —anunció, y dejó a Laura parada junto a su puerta.

Cuando golpeó la puerta por segunda vez se sentía aún más impaciente. Klaus se retorcía bajó su agarre, molesto de haber sido vencido por una niña. Laura casi le da un portazo en las narices al verlos lado a lado.

—¡Espera! —rogó Lavinia al comprender sus intenciones—. Dile la verdad —ordenó, presionando con fuerza el músculo entre el cuello y el hombro izquierdo de Klaus—, ¡ahora!

La delgada figura de Klaus se encogió por el súbito dolor, y claudicó:

—La rarita no me dijo nada —murmuró—. Las oí a ustedes dos hablando en el pasillo.

Laura dejó escapar un quejido involuntario, sus gastados ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

—Ana no dijo tu secreto —explicó Lavinia, soltando a Klaus—, ni siquiera a mí.

Con un movimiento brusco, Laura tomó el brazo de Lavinia y la metió en la casa, cerrando la puerta con fuerza. Entre lágrimas, maldiciones y lamentos le relató lo acontecido a Lavinia; ésta consoló su alma herida, le aseguró que todo se arreglaría, y la ayudó rápidamente con su cabello y ropa: tenía que disculparse con Ana, y quería verse presentable.

***

Antes de verla de frente, escuchó sus pasos apresurados por las escaleras, Lavinia estaba de vuelta. Ana se había levantado únicamente como un favor a su hermana, secaba su cabello con movimientos perezosos y la mirada perdida. Lavinia entró y la atrapó en sus brazos, sus palabras atropelladas tirotearon sus oídos en rápida sucesión. Todo estaba bien, el embrollo se había solucionado, y “por favor no te enfades conmigo pero la traje, así que prepárate a recibirla porque está subiendo las escaleras ahora”.

—¿Qué? —atinó a preguntar Ana justo antes de que Laura atravesara el umbral con precaución.

Ana quedó paralizada, la miró fijamente a los ojos, ni una palabra abandonó sus labios. Había llorado, sus ojos enrojecidos eran prueba suficiente de ello a pesar del maquillaje que quería disimularlo. Quería estar furiosa con ella, pero cómo hacerlo si sólo podía pensar en la mirada herida asomada en sus ojos pardos y su dulce sonrisa, desterrada de sus labios para siempre.

Lavinia movió su cabeza en un gesto de ánimo, y Laura se acercó a Ana con urgencia. Envolvió sus brazos en el cuello de la muchacha y dejó caer calientes lágrimas sobre su hombro cubierto en la tela del hoodie.

—Perdóname —susurró entre sollozos—. Debí saber que tú no… debí hablarte… debí… —-se interrumpió para inhalar profundamente—, saben mi secreto, creí que les habías dicho —explicó Laura.

Ana suspiró y la abrazó con fuerza, acarició su cabello en un intento de insuflar calma a su espíritu roto en pedazos.

—No merezco tu gentileza —siguió Laura con la voz quebrada.

—Claro que sí —respondió Ana en susurros—. No le conté a nadie —aclaró en tono quedo.

—Lo sé.

Ana se alejó lo suficiente para levantar la pernera de sus pantalones, su piel pálida se hizo visible y Laura lanzó una pequeña exhalación de asombro al comprobar la notable diferencia en la complexión de sus piernas. Sus miradas se encontraron cargadas de comprensión y camaradería.

—Soy una extraña —explicó Ana—. Sé lo que se siente nunca encajar del todo, luchar para justificar mi lugar en el mundo.

—Cuando creí que me habías traicionado —suspiró Laura y la abrazó nuevamente—, dolió tanto porque… tú también me agradas en serio, Ana —confesó en su oído.

Un estremecimiento de placer recorrió el cuerpo de Ana al escuchar palabras tan dulces derramadas suavemente en su oído, una confesión que Laura se hacía a sí misma antes que a nadie más. Afirmó más el abrazo, y sintió a Laura relajarse entre sus brazos. Cuando se separaron, Ana recorrió con sus dedos las pecas que resplandecían surcadas de lágrimas, sus sonrisas habían reaparecido en todo su esplendor.

Lavinia interrumpió el momento con saltos y chillidos de emoción, seguido de un apresurado “lo siento”. 

Ana la miró, conmovida por la sensiblería de su hermana.

—¿Tú sabes sobre…? —preguntó Ana, sus ojos se movieron dudosos desde Lavinia a Laura.

—Yo le dije —anunció simplemente Laura.

Ana tomó sus manos movida por un impulso; por supuesto que Laura le había contado a Lavinia sobre su sordera, abriendo su corazón en un acto de valentía innegable.

—Ven a patinar conmigo —propuso—. Te llevaré a tu casa después.

Laura aceptó al momento, entrelazando sus dedos a los de Ana.

***

Subidas sobre la tabla del skate, el pueblo quedó atrás a toda velocidad. La sensación de liviandad en sus cuerpos, las ráfagas de viento agitando sus cabellos, la adrenalina  corriendo por sus venas, la ausencia de todo pensamiento, la desgarradora presencia del momento presente en toda su intensidad. Se dirigieron con rumbo al bosque y, luego de varios golpes contra el suelo, abandonaron el skate para correr sobre el césped crecido, saltando rocas y troncos caídos. La inocente felicidad de la tarde las transportó a una realidad alterna, reían estruendosamente al atravesar paisajes sombríos y agrestes. Pronto el cansancio las venció; con la llegada del crepúsculo, Ana y Laura se vieron atraídas por la cruel belleza de los bosques oscurecidos de neblina.

Laura tenía el cabello revuelto y las mejillas sonrosadas; exhausta, se recostó con los ojos cerrados sobre la hierba y respiró la frescura de la noche aún por caer. Hermosa. Ana la observó en silencio, intentando discernir un ápice de claridad en el vendaval de emociones que llevaba en el pecho desde que contemplara por vez primera la chispa de astucia en su mirada cobriza y quedara enredada en la telaraña de la que ya no escaparía jamás. Laura suponía la nostalgia por algo que no le pertenecía y que le aterraba perder; conservaba la esencia del otoño, su melancolía, su vigor y su encanto. Era una flor silvestre nacida en el camposanto, la única estrella brillante en un cielo encapotado de medianoche; una joven que reflexionaba en la oscuridad, que se reía de la adversidad, que desafiaba al destino y aceptaba lo imposible; una muchacha que luchaba fieramente por la valoración de su existencia, tanto o más que ella misma. Cuando, recostada a su lado, percibió la tenue humedad de la hierba en su espalda y los susurros de la tierra debajo de su piel, un ramalazo de felicidad le recorrió el alma. Laura se acercó con movimientos suaves, como si temiera asustarla con su brusquedad, y apoyó la mejilla en su hombro.

—Perdón —susurró.

—Te perdono —aseguró Ana con una caricia.

—Te lastimé —dijo Laura. Fue una afirmación más que una pregunta.

—Sí —admitió Ana con timidez—. Intenté hacer planes para volver a Rumania.

Laura la miró a la cara, sorprendida.

—¿En serio? —dijo, conmovida; luego la risa cubrió su voz—. Qué dramática —provocó, sus dedos cosquilleando las costillas a su lado hasta arrancarle una risilla—. Estoy bromeando —dijo, juguetona—, me gusta como eres —confesó bajando el tono. Ana no pudo discernir si el roce de sus labios sobre su piel, junto a su oreja, fue intencional o un mero accidente; mas el estallido de placer que comenzó en su pecho, le revolvió el estómago y acabó convirtiéndose en hormigueo en sus palmas le reveló de modo violento una verdad que Lavinia había señalado con sorprendente facilidad hacía meses: okay, pensó, quizás sí estoy enamorada.

La llegada de la noche las devolvió a la realidad a la fuerza.

—Debo volver a casa —dijo Laura en tono de decepción.

Ana la acompañó y, al despedirse, llevó lentamente su mano hasta sus labios, y besó sus nudillos. El rubor inundó las mejillas de Laura, quien rio suavemente ante el gesto galante.

—Ven a cenar a casa mañana —ofreció Ana—, ¿quieres?

—Claro —respondió Laura, y Ana sonrió complacida.

Con un último beso sobre su mano, Ana volvió a su casa; dejando a Laura aferrada a una esperanza que aparecía menos absurda a sus ojos cada vez que pensaba en ella.

***

Cuando Ana le pidió que cocinara su antigua receta de sarmale cu paprika (15), Radu aceptó sin pensarlo demasiado. Más tarde, anunció que su amiga Laura vendría a cenar, y él no puso objeciones; Laura era una muchacha agradable y educada, y parecía haber cultivado una bonita amistad con sus hijas. Luego, escuchó los pasos y saltos de su hija por la habitación, reverberando en las paredes, mientras se vestía y peinaba por lo menos cuatro veces; y otra pieza del rompecabezas se acomodó en su cerebro. Radu se puso el delantal con una sonrisa, le debía a su hija la mejor cena que preparara en su vida.

Laura llegó puntual, con un ramo de tulipanes (16); las flores de color rosa, rojo y naranja llenaban sus manos. Llevaba un vestido sin mangas y con falda amplia, sus tonos vivos combinaban con los del brazalete que Ana atara a su muñeca; sus cabellos estaban sujetos detrás de las orejas en un peinado simple. Ana la recibió entusiasmada, y juntas entraron al comedor. 

—¿Ése es uno de tus brazaletes? —preguntó Radu a su esposa.

—Ana fue quien lo hizo —aclaró ella en tono sugerente—. Me pidió aprender específicamente el patrón de zig zag.

Radu acompañó a Mihaela al comedor, apoyando suavemente una mano en su cintura; sus ojos se empañaron con las palabras de su esposa, no hubiera pensado que Ana heredara su torpe romanticismo.

La cena fue grata y tranquila, la comida estaba deliciosa; Radu se extendió en divertidas anécdotas que alegraron la velada y Mihaela evitó hacer comentarios al respecto, pero sus ojos brillaron al notar lo cerca que se habían sentado Ana y Laura, las miradas que intercambiaban o la forma en que sus manos se unían debajo de la mesa.

—Sígueme —le pidió Ana a Laura al acabar los papanaşi cu nucşoară (17), ligeramente nerviosa—. Te mostraré algo.

Laura tomó su mano y se dejó guiar hasta el cuarto de las hermanas. Ana abrió la ventana y, apoyando el pie firmemente en el antepecho, llegó hasta el saliente del techo en un movimiento fluido. Estiró sus manos para ayudar a Laura a subir, ella se sentó a su lado jadeando un poco por el esfuerzo.

—¿Te gusta? —preguntó Ana señalando con su brazo la noche a sus pies—. Vengo aquí a observar las estrellas.

Laura echó un vistazo, y se maravilló de lo bonito que se veía el paisaje, con luces encendidas en lo oscuro y techos sobresaliendo de entre la masa urbana. Entonces, alzó más la vista, y las estrellas la dejaron anodadada. En un pueblo pequeño el cielo devora el horizonte, y el cielo de esa noche simulaba una hambrienta fiera de mil ojos. Salvaje, natural, hermosa. Giró su rostro para enfrentar a Ana, y encontró su mirada de ojos tan oscuros y salvajes como el cielo que la cautivara hace un momento.

—Hermosa —declaró simplemente.

Ana se inclinó sobre ella, sus labios temblando de temor o quizás de impaciencia. Estaban tan cerca que un único movimiento fue suficiente para atrapar esos labios en los suyos, y sentir cómo su respiración se agitaba contra su propia boca. Se separaron luego de un momento, con risillas nerviosas y mejillas enrojecidas; los colmillos de Ana brillaron en lo oscuro y Laura deseó sentirlos en sus labios, su lengua, su piel. Se lanzó de nuevo en su búsqueda, y encontró sus labios llenos y suaves que aún vibraban débilmente; cerró los ojos, envolvió las manos en su cuello y la besó hasta que dejó de temblar. Y entonces estalló la tormenta entre ellas, violenta y arrolladora. Poco a poco, Ana abandonó su inusitada timidez, y se entregó moviendo sus labios lentamente, saboreando el residuo amargo y picante que de la paprika y la nuez moscada había quedado en la boca de Laura. La noche las cobijó bajo su manto de oscuridad; el aire a su alrededor olía a electricidad, a vida, a promesas.

***

Ana se sentía flotar todo el tiempo desde la noche mágica en que el sabor a nuez moscada le robó el aliento. Se encontraba con Laura casi a diario, dentro y fuera de la escuela; hablaban por teléfono, daban largos paseos por los bosques tomadas de la mano o intercambiaban besos sobre la hierba del cementerio.

Una tarde, sentadas junto a la ventana hablaban animadamente cuando Lavinia entró en la habitación. El silencio cayó pesado sobre ellas y la risa se apagó en la voz de Laura. Saludó rápidamente a Lavinia, prometió llamar a Ana y se encaminó a la salida cargando consigo una nube de incomodidad. Lavinia miró a Ana con gesto interrogador.

—¿Qué pasa con ustedes dos? —preguntó preocupada—. No pelearon de nuevo, ¿verdad?

—¡No! —aseguró Ana—, es sólo que Laura no sabe cómo interactuar conmigo delante de ti desde que… bueno, nos besamos —terminó Ana evitando la mirada de su hermana.

—¿Qué? —preguntó Lavinia tomándola de los brazos, emocionada—, ¿se besaron y no ibas a decirme?

—Iba a decirte… en algún momento —dijo Ana, evasiva.

—¿Cuándo fue?

—¿Recuerdas cuando papá hizo sarmale?

Lavinia lanzó un gritito de emoción.

—Le diste los sarmale milagrosos de papá y luego la besaste —rio Lavinia—, ¡muy bien!

—Ella me besó a mí —se ruborizó Ana.

—Por supuesto —dijo Lavinia—, no esperaba menos de ella, esa chica tiene agallas.

Ana recordó los nervios que sintió esa noche sobre el tejado, y con qué determinación Laura la había besado hasta que los perdiera. Desde aquel momento, no dejaba pasar una oportunidad para confirmarle con cada beso su adoración y afecto sincero.

—¿Cómo fue? —preguntó Lavinia.

—Mágico —respondió simplemente Ana—, suave, y dulce, y… delicioso.

Lavinia rio ante la descripción, y el rojo en las mejillas de Ana aumentó un tono. 

—Cállate —le advirtió Ana, fingiendo fastidio. Le dio un empujón que la hizo caer sobre el blando colchón de su cama, para luego arrojarse a su lado. Lavinia apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Me gusta Laura, es maravillosa —dijo Lavinia con voz suave.

—Lo sé —replicó Ana con un suspiro.

—Pero si te hace daño, la mataré —dijo sin variar el tono de voz.

—Lo sé —repitió Ana, divertida—. Gracias —dijo, apoyando su cabeza sobre la de su hermana—, te amo, Lavi.

—Lo sé —la imitó Lavinia—, y yo te amo a ti —dijo con dulzura.

***

Era sábado cuando el timbre sonó, y un joven de uniforme y gafas gruesas se materializó en la puerta con un ramo de rosas rojas. Radu aceptó el ramo, confuso, y el joven saludó cortésmente y desapareció. Las rosas lo saturaron con la intensa fragancia que exhalaban a través del rojo profundo de la curva de sus pétalos suaves y delicados. Radu subió los escalones y dio dos golpes certeros en la puerta de sus hijas.

—¡Qué! —gritó Ana, quitando uno de los audífonos de su oreja.

—¡Adelante! —gritó Lavinia desde detrás de su revista.

Radu entró, y las encontró recostadas en sus respectivas camas, una a cada lado del cuarto.

—Esto —dijo mostrando el ramo de rosas—, ¿de quién para quién?

Dos cabezas se asomaron, curiosas.

—La tarjeta —dijeron al unísono.

Radu revisó la tarjeta, entregó el ramo a Ana y se retiró, cerrando la puerta con una sonrisa. Lavinia volvió a recostarse con una mueca de decepción. Ana leyó la tarjeta y lanzó una risilla.

—¿Qué dice? —preguntó Lavinia.

—Nada —mintió Ana—. Laura puede ser ridícula a veces —susurró.

—¿Qué tengo que hacer para que Lucian me envíe rosas? —se quejó Lavinia.

—¿Él sabe que quieres rosas?

Lavinia emitió un sonido de duda.

—El muchacho no es adivino, Lavinia —la amonestó su hermana—. ¿No has pensado en regalarle rosas tú?

—¿Qué?

—O… no sé, ¿qué le gusta?

—Los Sesam-Bretzel (18), nadar, las películas de terror, los perros —enumeró Lavinia, contando con los dedos.

—Invítalo a ver una película…o a pasear un perro, o lo que sea —sugirió Ana.

—¿Crees que sea buena idea?

—Tal vez él está esperando que tú le des una señal de que te gusta —respondió Ana.

—No lo había pensado así —reconoció Lavinia—. Gracias —agregó, dirigiendo una sonrisa a su hermana.

—Cuando quieras —dijo Ana acariciando los pétalos con la yema de sus dedos.

—Necesito de tus consejos ahora que eres una experta en el amor —bromeó Lavinia.

—Cállate —gruñó Ana, conteniendo la risa. Leyó una vez más la tarjeta que Laura le enviara:

Ana y Laura caminan de la mano,

dos flores en el cementerio,

y se besan bajo las estrellas.

Bajo el cielo del atardecer,

espero a tu lado la oscuridad.

Me tienes dibujando corazones

y soñando con tus colmillos.


Tomó rápidamente su teléfono y la llamó. Luego de un par de timbrazos la voz de Laura la saludó a través de varios kilómetros de cableado telefónico.

—Tienes suerte de ser bonita —dijo Ana entre risas—, porque tu poesía es malísima.

Sus risas hicieron eco, se regodeó en la dulce risa de Laura.

—¡Qué mala! —respondió ella, todavía riendo.

—Estoy bromeando —siguió Ana bajando la voz—, gracias por las rosas.

—¿Te gustaron?

—Son hermosas —respondió, admirando el ramo con ojos de maravilla—. Casi tanto como tú.

El silencio se irguió por unos segundos al otro lado de la línea.

—Oigo cómo te ruborizas —dijo Ana.

—¿Oyes la dilatación de mis vasos sanguíneos? —preguntó Laura en tono de burla.

—Sí —afirmó Ana—, y te oigo sonreír también.

Laura rio de nuevo.

—Yo también puedo oirte sonreír —dijo.

—Siempre sonrío cuando hablo contigo.

—Adoro tu sonrisa.

Ana no pudo evitar sonreír ampliamente, el marfil de sus colmillos brilló en contraste con sus labios rosados.

—Sí, ésa —aseguró Laura, sonriendo a su vez.

***

Radu entró en la cocina tarareando, y depositó un beso en la mejilla de su esposa quien, con diversos papeles esparcidos sobre la encimera y una taza de humeante té de jengibre, trabajaba en el presupuesto mensual de su galería. Las mellizas habían heredado la bella voz de su padre, y Mihaela se deleitó de escuchar las notas graves que llenaron el aire.

—Estás de buen humor —dijo, besándolo.

—Estaba pensando en las niñas —respondió Radu—. Crecen tan rápido.

—Sí, Lavinia ya ha hecho una nueva vida aquí, ¿sabes que me pidió inscribirse en las clases de teatro de su escuela? —recordó de pronto.

—Apuesto a que ese niño Lucian también las toma —aseguró Radu de buen grado.

—Seguro —respondió Mihaela—, no hay dudas de que está enamorada. Igual que Ana —agregó.

—Ya lo creo, nunca había estado tan distraída —dijo Radu—, anda con la cabeza en las nubes desde que conoció a Laura; y la he visto sonreír más.

—¡Ayer saludó a la vecina! —dijo Mihaela en tono de asombro—. Fue educada, y todo.

—¿Quién iba a decir que la pubertad la haría más cortés? —bromeó Radu.

—Tantos cambios a la vez; a veces pienso que puede que no haya sido buena idea habernos mudado justo ahora —suspiró Mihaela.

—No, no —le aseguró Radu—, he de admitir que estaba preocupado, sobre todo por Ana; sabía que Lavinia encajaría sin problemas, pero para Ana fue más difícil. Sin embargo todo salió bien.

—Me alegra tanto que haya logrado encontrar su felicidad aquí —dijo Mihaela.

—Es fuerte y valiente —dijo Radu—, y, debajo de esa corteza dura, guarda un corazón tierno y dulce.

—Es igual a ti —respondió Mihaela, envolvió sus brazos en el torso de su esposo y lo besó lentamente en los labios.

Capítulo V

Cheamă-mă şi am să vin

Să-ţi încălzesc inima

Cu suflet de iubire plin

A ta prima şi ultima (19)

Laura se sentía liviana, flotaba por sobre montañas y ríos, dejaba atrás ciudades enteras, volaba más alto de lo que pudiera volar nadie jamás. Con los párpados cerrados, se aferraba al torso de Ana como único punto de apoyo, la nariz enterrada en el pliegue de su cuello; sentía los brazos que rodeaban su cuerpo, las manos que sostenían su cadera, subiendo de a ratos para acariciar sus cabellos. Sus piernas se estiraban sobre el regazo de Ana mientras se balanceaban en su hamaca; flotaba relajada en las aguas calmas de su voz llena y dulce. Los últimos rayos del día se colaban por la ventana abierta y Ana cantaba, las notas sonaban tenues en su oído y la llevaban a pasear por paisajes inexplorados; con palabras que Laura no comprendía, Ana le mostraba un mundo nuevo para ella, dolorosamente viejo para el mundo.

Tu ştii că unele iubiri

Nu se iută niciodată

De ale tale amintiri

Inima mea nu vrea să se despartă (20)

Valles profundos entre altas montañas daban cobijo a lobos, ciervos y águilas, la densidad de los bosques y los mil murmullos que se ocultaban allí; colinas onduladas y ríos cristalinos corrían junto a las torres y murallas de antiguos castillos de piedra y monasterios de frescos policromados y arquitectura renacentista; playas de arena blanca daban la bienvenida a las aguas cálidas en las costas del Mar Negro.

Tu cheamă-mă şi am să fiu

Să-ţi fiu zămbet şi lacrimă (21)

 Laura acarició con su nariz el cuello de Ana e inhaló las fragancias que se desprendieron de su piel, un olor terroso, dulce, fresco, limpio, metálico. 

Oriunde ai rătăci

Eu tot te voi găsi (22)

La intensidad de su olor le revolvió las entrañas, era el olor nauseabundo de las frutas demasiado maduras, de la sangre secándose, de la tierra húmeda y del picante de las azucenas en una noche de bochorno (23).

Spune-mi şi am să vin

Să fiu al tău destin (24)


Inspiró más profundamente, y se sintió mareada, sus manos se crisparon en el pecho de Ana.

—Hueles delicioso —murmuró, y sus labios rozaron la piel de la muchacha.

Ana interrumpió su canto con una exclamación de asombro, buscó los ojos de Laura y los encontró voluptuosamente entornados, sus pupilas dilatadas, sus labios entreabiertos. La besó lentamente, y Laura aflojó todos los músculos de su cuerpo. Pronto, se vio recostada de espaldas sobre la colcha azul oscuro cubierta de estrellas con Ana inclinándose sobre ella, y se abandonó al baile de sus labios, lento y dulce en la tarde que declinaba. Cuando sintió la lengua de Laura envolver con timidez la punta de uno de sus colmillos, el pulso de Ana se aceleró, sintió la cabeza estallar, el deseo de devorarla por completo. Buscó con su boca el pulso en el cuello de Laura, y apoyó allí sus labios una y otra vez, con una glotonería que no hacía más que aumentar el hambre.

—Muérdeme —pidió Laura muy bajo, su voz estrangulada.

—¿Qué? —preguntó Ana, mareada y confusa.

—No muy fuerte —siguió en tono tímido Laura, sus párpados cerrados—. Tus colmillos… sólo quiero sentirlos… por favor.

Ana apoyó sus colmillos sobre la garganta de Laura, la piel suave y blanca apenas opuso resistencia, sintió el pulso acelerado bajo su superficie, su respiración agitada. La sospechó increíblemente vulnerable, y el pensamiento le atravesó el alma; Laura confiaba su cuello a sus dientes; su vida, a su hambre; su fragilidad, a su naturaleza feroz. Sabía que no la lastimaría y se daba el lujo de jugar con las posibilidades, de correr los límites; admitirlo la avergonzaba pero deseaba la marca de sus colmillos sobre su piel. Ana respiró para serenarse y, con todo el control de que fue capaz, hundió ligeramente los dientes en Laura. La joven debajo de su cuerpo se estremeció dejando escapar un quejido donde el placer se fusionaba con el dolor; Ana buscó su rostro, preocupada, y al ver sus ojos cerrados, acarició suavemente su mejilla.

—Laura, floarea mea (25), ¿estás bien?

Laura abrió los ojos.

—Sí —mordió su labio, sus mejillas sonrosadas—, me gustó, hazlo de nuevo —rogó.

Ana observó el cuello de Laura, una única gota de sangre brotaba de la pequeña herida, roja, tibia y reluciente. Se zambulló y la atrapó antes de que cayera, suspiró al percibir el sabor metálico en su boca; era la primera vez que probara la sangre humana. Algo le decía que la sangre de Laura era más dulce que la del humano común, la intuyó más adictiva y satisfactoria. Su lengua trazó aún por un momento la herida que dejara en su cuello, y se dispuso a enterrar los dientes en ella una segunda vez.

La puerta se abrió ruidosamente, y Lavinia entró en la habitación, despreocupada. Se paralizó al comprender la escena interrumpida.

—Lo… lo siento —tartamudeó, el color rojo brillaba en su rostro.

Laura se levantó rápidamente, turbada. En un instante estaba parada junto a la hamaca, Ana debió reaccionar a tiempo para que no la tirara al suelo en su precipitación. Riendo, tomó la mano de Laura y la atrajo hacia sí.

—Tranquila —dijo—. Ella sabe.

Una sonrisa iluminó la expresión de Lavinia.

—Lo supe incluso antes que ustedes —dijo en tono de superioridad—; y siempre las apoyé —añadió sin dejar de sonreír—, ¡se ven tan lindas juntas!

Entre aplausos, chillidos y saltitos, Lavinia dio rienda suelta a su excitación. Ana envolvió los brazos en la cintura de Laura en un gesto afectuoso.

—Tan linda —repitió en su oído, y dejó un tenue beso junto a su oreja.

Laura emitió una risilla nerviosa, y la abrazó con fuerza, su olor volvió a inundar su nariz. Decidió entonces que amaba el olor de las azucenas blancas.

***

Ana gruñó de placer al hincarle el diente a su cărnaţii (26). Laura la observó con interés, sentada junto a ella en la mesa donde un vaso de refresco perdía paulatinamente sus burbujas. Se acercó y limpió con sus dedos la grasa que chorreaba por la barbilla de Ana, el gesto fue tan natural que súbita tibieza se expandió en su pecho. Tomó esa mano y besó su palma, una, dos, tres, cuatro veces, subiendo por su muñeca. Besó todo lo que encontró a su alcance: sus labios, su mandíbula, su garganta hasta llegar al lóbulo de su oreja. Recorrió sus mejillas encarnadas y la sintió sonreír debajo de sus besos.

—No delante de tus padres —la amonestó riendo Laura.

Ana depositó un último beso en su nariz.

Drăguţă (27) —murmuró contra sus labios, y Laura reclinó la cabeza en su hombro.

Libros y cuadernos se esparcían sobre la mesa, multitud de papeles testimonio de la inminencia de los exámenes de fin de curso. Luego de tres horas de estudio, Ana y Laura habían tomado una pausa para un refrigerio, y unos pocos arrumacos. El antebrazo de Ana ostentaba el delicado diseño de una telaraña trazado en tinta negra como prueba de que su sesión de estudios había tomado otros rumbos con ridícula frecuencia. Radu y Mihaela, con miradas cómplices, fingían no notar lo que ocurría en la mesa, a unos pocos metros de distancia de la cocina donde discutían los planes para las vacaciones: visitarían Rumania para el Brasov Running Festival a mediados del verano, quedándose seis semanas, y después volverían a Alemania. Sin embargo, primero debían terminar con los preparativos para la Noche de las Flores.

Lavinia entró en la cocina haciendo sonar sus zapatitos, toda ella un torbellino de tules y potente perfume floral robado más temprano del neceser de su madre.

—¿Cómo fue? —preguntó Laura, excitada al verla entrar.

—Perfecta —canturreó Lavinia—. La mejor cita de la vida.

—Te lo dije —replicó Ana con un golpe afectuoso en la frente de su hermana—. Le gustas, sólo es tímido.

Lavinia sonrió cuando el recuerdo de Lucian inundó sus pensamientos. Un gesto de desagrado atenuó su sonrisa al ver los restos de carne y grasa en el plato de Ana. Se escurrió de la mesa y fue al encuentro de sus padres.

—¿Puedo invitar a Lucian a la Noaptea de Sănziene (28)?

—Por supuesto, copilă mea (29)—respondió Radu—. Pueden invitar a quien quieran, después de todo es el espíritu de la festividad.

—¿Qué es eso? —preguntó Laura, su cabeza aún apoyada en el hombro de Ana.

Noaptea de Sănziene, la Noche de las flores —explicó Ana—. Es una fiesta tradicional de nuestro país, celebra la victoria de la luz sobre la oscuridad. ¿Vendrás? —preguntó tímidamente.

—Claro —respondió Laura con una caricia—, si me invitas, estaré encantada de venir.

Ana asintió complacida. Una idea la asaltó de súbito.

—¿Sabes que… —siguió Ana, mientras delineaba con sus yemas la telaraña sobre su piel—, fuimos a tu lugar favorito, pero nunca te llevé al mío?

—¿Tienes un lugar favorito en Alemania?

Ana murmuró su asentimiento. Había encontrado la vieja estación abandonada en uno de sus paseos nocturnos, puro hierro viejo y oxidado, mampostería caída, musgo y hierbajos por doquier. La corrupción y la ruina se respiraban en el aire, olía a putrefacción y a humedad; la atmósfera cantaba himnos a la decadencia de la Humanidad y a la inutilidad de cualquier empresa humana. El temprano sol del amanecer arrancaba destellos de luz a los metales esparcidos, incrementando la sensación opresiva. Las plantas crecían cruelmente determinadas a cubrirlo todo, proclamando la victoria de la naturaleza por sobre la civilización; miríadas de ojillos brillantes correteaban por entre los escombros. Ana recorrió el lugar, complacida entre tanta belleza oculta, incomprendida. Sí, la llevaría a Laura a volar por entre sus columnas y vías elevadas, le describiría los sonidos del crepúsculo y ella se deleitaría en nuevos olores a su alrededor. Comerían krapfen (30) y Ritter Sport Butter-Biscuit (31) hasta que sus estómagos dolieran. Entonaría hermosas melodías para ella y la besaría hasta saturarse, hasta que lo único que existiera en ese sitio fuera el olor y el sabor de Laura, sus dulces murmullos, la suavidad de las hebras de su cabello cobrizo y de sus mejillas sonrosadas cubiertas de pecas.

—Te llevaré este fin de semana —prometió Ana.

—No puedo esperar —respondió Laura, entrelazando sus dedos a los de Ana. 

***

Laura hizo sonar el timbre y esperó presa de la ansiedad. Jugueteó con los ribetes de su amplia falda. La Noche de la Flores. “¿Qué debo usar?”, había preguntado, “¿Qué debo traer?”.

—Colores —había respondido Lavinia—. Se usan muchos colores. Es el único día del año en que Ana no viste de negro —había agregado, riendo.

—-Trae el estómago vacío —había respondido Ana—, habrá mucha comida.

Lavinia abrió la puerta, y la invitó a pasar con una sonrisa. Llevaba un traje tradicional consistente en una blusa blanca cubierta en bordados en forma de flores de todos los colores, y en su cabeza un pañuelo repetía el patrón en bello contraste con sus cabellos rubios. Falda larga, delantal y zapatos de madera completaban el atuendo.

—¡Llegaste! —la abrazó Lavinia, con gran alboroto—. Te ves genial.

Laura lucía un vestido a rayas plagado de vivos colores. Lucian se acercaba por la acera, camisa y corbata de intensos colores lo hacían visible en la distancia; y Lavinia soltó a Laura para correr a saludarlo.

Laura entró al comedor, y los brazos de Ana la atraparon bruscamente. Devolvió el abrazo, feliz de percibir de nuevo su aroma particular. Las habitación estaba cubierta de flores y ramas silvestres e iluminada por una multitud de velas que, desperdigadas aquí y allá, creaban una atmósfera íntima de destellos tenues. En el aire flotaban las esencias del tomillo y el romero.

Ana quiso saludarla con un beso, y Laura la detuvo para contemplarla; nunca la había visto tan radiante. El rojo intenso de su blusa combinaba con los púrpuras, amarillos y verdes que se desparramaban por su falda de amplio vuelo, el delantal que envolvía su cintura y el pañuelo que cubría desde su frente a su nuca. A diferencia de su hermana, ella llevaba calzado de cuero.

—¿Qué ocurre? —preguntó ante la inmovilidad de Laura.

—Estás hermosa —respondió Laura, tomando sus mejillas con ambas manos—. Wundershön (32), atemberaubend schön (33) —murmuró contra sus labios, y sintió el carmín inundar la faz de ambas.

Ana quitó las manos de su rostro y dejó un beso en cada palma. Luego, la guió por el comedor hacia la cocina.

—Quiero que conozcas a alguien —dijo.

Una anciana se encontraba sentada a la mesa de la cocina, hablaba con Radu y Mihaela; sus palabras brotaban a gran velocidad en un idioma desconocido para Laura, salpicadas de risas cortantes y graves. Su apariencia física denotaba un claro parentesco con Radu; de complexión más bien delgada, rasgos afilados y piel muy pálida que contrastaba con su cabello y ojos de un negro azabache. Llevaba un traje desgastado por los años de uso y la vida al aire libre.

—Ella es mi abuela —la presentó Ana—. Caliopa

Los ojos de Caliopa la recorrieron, deteniéndose primero en el brazalete tejido por Ana para acabar en sus ojos pardos. Una sonrisa apareció tan naturalmente que a Laura le resultó difícil imaginar su rostro sin ella.

—Hola —saludó con timidez.

O tănără frumoasă ca o floare şi strălucitoare ca o stea —declaró Caliopa.

Laura la miró sin saber qué responder.

—Mi abuela dice —explicó Ana ruborizándose—, que eres bella como una flor y brillante como una estrella.

—Oh —exclamó Laura, abrumada—. Muchas gracias.

Mulţumesc mult —tradujo Ana, y agregó—: Aceasta este Laura, ea este a mea... (34)

¿Regina inimii tale? (35) —preguntó Caliopa con una sonrisa.

—¡Da! (36)—respondió Ana, la sonrisa le ocupaba la cara y hacía brillar a sus ojos.

Apoi… (37)—dijo su abuela, ofreciéndole un hermoso ramo de flores—. Ia.  Am adus cu mine o bucată din patria noastră. (38)

Las flores vibraban en azul intenso y blanco puro, delicadas y solitarias, con una bella forma de campana. Ana las tomó en sus manos con cuidado.

—Son flores silvestres que crecen en los Cárpatos, muy veneradas en mi país—le dijo a Laura—. Y sirven para el Florile dragostei.

Separó una de las flores y decoró con ella el cabello de Laura.

—Es un ritual de intercambio de flores —dijo Ana—. Se supone que lo hacen los enamorados —agregó, y su rostro se tornó tan carmesí como su blusa.

—Oh —Laura se mordió el labio inferior, y tomó una flor del ramo—. Entonces, ven, déjame… —prendió la flor entre el pañuelo y el cabello de Ana—. Hermosa —dictaminó al observarla.

Esa noche se encendió de luces y sonidos, las velas brillaban en todo su esplendor iluminando la mesa cubierta de manjares. Ciorbă, mămăligă cu smântână şi ouă, Tort de Sănziene y grătar (39). Radu tocó claras melodías en la gaita, invocando los himnos de su tierra; sus hijas acompañaron la música con los cantos de sus hermosas voces. El baile siguió pronto al canto, e incluso Lucian superó su timidez y, con una campanella en la solapa, sacó a bailar a Lavinia.

Ana le entregó un trozo de pastel a Laura, envuelto en una servilleta.

—Es tort de ciocolată —dijo—. Pastel húmedo de chocolate.

Laura probó un bocado y los sabores se derritieron en su boca, el bizcocho húmedo y ligeramente pegajozo ensució su rostro al engullir la porción demasiado deprisa. Ana soltó la carcajada.

—Despacio —la amonestó afectuosamente, mientras limpiaba los restos de chocolate de su barbilla.

—Está delicioso —protestó Laura con la boca llena—. Amo el chocolate.

Ana rio de nuevo.

—Lo sé —la besó en la comisura de los labios—. Por eso pedí a mamá que lo preparara.

Laura tragó, y le devolvió el beso, ligero sobre su mejilla.

—¿Un dulce de parte de mi dulce? —murmuró en su oído.

—Qué tonta eres —respondió Ana, intentando ocultar la sonrisa.

Al instalarse la oscuridad, movieron la fiesta al patio, donde una hoguera brillaba en el jardín. Radu besó los dedos de su esposa.

—Gracias —le dijo—. Preparaste una noche maravillosa.

—Sé que es importante para ti —respondió Mihaela—. Quiero que te sientas en casa.

—Mi hogar es donde sea que tú te encuentres, regina mea (40).

Las estrellas se distinguían claras en un cielo de terciopelo oscuro; y Ana se sentó en el césped para contemplarlo. Reprimió un quejido cuando Laura se arrojó sobre ella, riendo.

—Bruta —le dijo Ana, sonriendo.

—Quejosa —devolvió el reto Laura con otra carcajada.

Brillante como una estrella, pensó Ana, claro que lo eres. Acarició suavemente la mejilla de Laura, y acomodó un mechón de su cabello detrás de su oreja. Apenas visible, el auxiliar auditivo se incrustaba en su oído. Es necesario que haya oscuridad para que brillen las estrellas, consideró Ana, y depositó un beso allí donde la mandíbula de Laura terminaba y comenzaba su oreja.

—Gracias por invitarme, schätz (41) —murmuró Laura, y la besó plenamente en la boca.

—No hubiera sido tan especial sin ti —respondió Ana entre besos—. Tu eşti lumina mea. Tú eres mi luz.

***

El sol de mediodía reverberaba con fuerza sobre las mesas de almuerzo; Lavinia se había puesto su sombrero de verano, adornado de delicadas cintas de colores, Ana lucía sus lentes oscuros y una mueca de disgusto. Odiaba el sol. Lucian estaba sentado junto a Lavinia, juntos conversaban con animación. Laura llegó apresurada, su mochila balanceándose en su hombro, y se sentó junto a Ana. El beso que dejó en su mejilla relajó su ceño fruncido.

—Hola, süße (42), ¿cómo estás? —dijo.

—Mucho mejor ahora —respondió Ana—. No vuelvas a dejarme con estos dos, no dejan de hacerse ojitos.

—Mira quién habla —replicó Lavinia, alzando las cejas.

Lucian se removió en su asiento, incómodo.

—¿Qué harán en el verano? —preguntó en un intento de cambiar el tema de conversación.

—Visitaremos Rumania —dijo Lavinia—, un mes o mes y medio.

—Te extrañaré —dijo Laura, tironeando de las cadenas que colgaban de los jeans de Ana—. Las extrañaré a ambas —agregó rápidamente.

—Tenemos que hacer algo antes de que se vayan —propuso Lucian—, ¿qué tal acampar? Mis padres y yo acampamos junto al lago cada verano.

—Eso suena divertido —dijo Ana.

—¡Yo voy! —dijo Laura, entusiasmada.

—Maravillosa idea —le sonrió Lavinia a Lucian—. Le pediremos permiso a nuestros padres hoy, estoy segura de que dirán que sí.

***

Caminando de vuelta a casa, Laura invitó a Ana a pasear por el bosque esa noche.

—Esta noche hay luna llena (43) —explicó emocionada—, y podemos buscar Hacquetia epipactis (44).

Radu le permitió ir con la condición de ser muy cuidadosas, Mihaela les recordó no internarse demasiado en la espesura y nunca separarse. Ana y Laura atravesaban los bosques tomadas de la mano, paseaban lentamente entre abetos, hayas y robles. La chaqueta de Ana envolvía los hombros de Laura.

—¿Y cómo es esta flor? —preguntó de pronto.

—Tiene flores pequeñas de color verde amarillento —explicó Laura—. No es muy llamativa a simple vista.

Ana la miró, confundida.

—¿Y cómo haces para reconocerla?

—Por su olor —sonrió Laura—, huele horrible, como a huevos podridos.

—¿Y para qué quieres encontrar eso? —rio Ana.

Laura se encogió de hombros.

—Ese olor es para atraer polinizadores; es la única planta que huele mal para atraer. Me parece hermoso, que esos insectos favorezcan la polinización de una planta que la mayoría evitaría en lugar de acercarse a flores bonitas que huelan bien —explicó Laura—, y además es una excusa para estar contigo —tiró suavemente de su mano.

La noche serpenteaba a sus pies y se perdía vertiginosa sobre sus cabezas, las estrellas aparecían nítidas sobre un cielo que aclaraba con notas rosadas sobre el intenso azul libre de nubes, la luna llena palidecía con la llegada del amanecer. Ana y Laura se recostaban de espaldas sobre la humedad de los pastos; habían hallado la Hacquetia epipactis entre la maleza, y Ana acariciaba sus hojas con movimientos mecánicos. Laura se reclinaba sobre su hombro, respirando los aromas de su cuello, una mano sobre su cintura. Ana suspiró, pronto participaría en el Festival, pronto acamparían junto al lago. El verano prometía grandes cosas, y Ana las recibió en su corazón con alegría.

—Esa planta tiene propiedades mágicas (45) —dijo Laura en tono quedo—, sirve para saber si el amor entre dos personas es verdadero. Pregúntale, süßling (46) —susurró.

Ana arrancó una de las hojas y la observó con atención. Cerró los ojos y murmuró, muy suavemente. Laura giró su cabeza para oírla; cortó su invocación con un beso, que Ana aceptó con gusto.

—¿Qué te dijo? —le preguntó.

—No importa —respondió Ana, sonriendo—, ya sabía la respuesta.

Laura se impulsó cubriendola con su cuerpo, los brazos a ambos lados de su cabeza, y la besó demostrando un entusiasmo que dejó a Ana sin aliento. Ella saboreó en sus labios toda la fuerza del otoño en la muerte de la noche veraniega, cargada del canto de los ruiseñores y el zumbido de los insectos. El amanecer se asomó con cautela por el horizonte, como si temiera irrumpir en la intimidad del momento; Ana sintió el calor de sus rayos mezclados con la tibia respiración de Laura sobre su boca, y consideró por primera vez lo hermoso que puede ser el sol.

Notas

(1) Término alemán que se refiere a personas que han nacido y vivido durante mucho tiempo en un lugar específico, especialmente una ciudad o pueblo pequeño.

(2)  El Ritual de la Cuerda es una práctica tradicional rumana para protegerse de los Strigoi. Éstos son figuras mitológicas de la región de Transilvania que pueden tomar forma de vampiro, brujo o fantasma; y se alimentan de la sangre de los vivos.

(3) Festival del Fuego. Celebración tradicional rumana que se lleva a cabo en varias regiones del país, especialmente Transilvania y Maramureş. Durante el mismo, se encienden hogueras para simbolizar la victoria del bien sobre el mal, y de la luz sobre la oscuridad; y se baila alrededor para purificar y proteger.

(4) Tradición rumana que combina la tejedura con la magia y la espiritualidad. Se utilizan patrones en zig-zag, espiral y símbolos (cruz, sol, luna) para bendecir a los seres queridos, proteger contra el mal de ojo y atraer la buena suerte.

(5) Postre tradicional rumano que consiste en una masa de harina, huevos y leche, rellena de frutas, nueces o chocolate, y luego enrollada y horneada.

(6) Rumano. Término cariñoso que puede traducirse como “preciosa”.

(7) Evento de running emblemático en Rumania que incluye carreras para elite, populares y niños. Es considerado uno de los más rápidos del mundo.

(8) Albóndigas pequeñas de carne picada de cerdo, ternera o cordero, mezclada con cebolla, ajo, sal, pimienta y especias, a veces cubiertas en pan rallado y fritas, usualmente asadas a la plancha.

(9) Plato tradicional rumano hecho de harina de maíz, agua y sal. Suele servirse en el desayuno, y no es extraño que se la saborice con queso.

(10) En Rumania es contra las buenas costumbres el saludar desde la puerta, ya que se cree que atrae la mala suerte y la desgracia.

(11) Querida

(12) Sopa tradicional de las zonas rurales rumanas, se caracteriza por ser ácida, reconfortante y nutritiva. Contiene principalmente panza de cerdo, cebolla, zanahoria, apio, arroz, vinagre de vino, jugo de limón, pimienta y sal.

(13) La creencia en Rumania dice que, mientras los patrones de espiral atraen la buena suerte, los patrones de zig zag se usan para proteger a los seres amados.

(14) Alma mía.

(15) Plato tradicional rumano consistente en rollos de hojas de col rellenos de una mezcla de carne de cerdo picada, arroz, cebolla, ajo, paprika y otras especias, cocidos en agua y aceite de oliva.

(16) En Alemania es común llevar flores como obsequio al ser invitado de alguien en su hogar, como gesto de amabilidad. Las flores que usualmente se llevan son rosas, tulipanes, gerberas u orquídeas.

(17) Postre tradicional rumano que consiste en pequeñas bolas de masa frita, cubiertas con crema y aromatizadas con nuez moscada.

(18) Tipo de pretzel alemán cubierto con semillas de sésamo.

(19) Rumano. Llámame y yo vendré /para calentarte el corazón / con el alma llena de amor / tu primera y última.

(20) Tú sabes que algunos amores / no se olvidan nunca / de tus recuerdos / mi corazón no se quiere despedir

(21) Tú sólo llamame y yo estaré / para ser tu sonrisa y tu lágrima.

(22) Donde sea que te pierdas / yo te encontraré.

(23) Las azucenas son conocidas por su fragancia dulce y ligeramente picante o especiado. Liberan su fragancia más intensamente durante la noche, en días calurosos y/o después de la lluvia. La fragancia de las azucenas es más intensa en las variedades blancas.

(24) Dímelo y yo vendré / para ser tu destino.

(25) Rumano. Mi flor.

(26) Albóndigas rumanas hechas con carne picada, típicamente de cerdo, mezcladas con cebolla, ajo y especias, y fritas.

(27) Rumano. Adorable.

(28) Festividad tradicional rumana que se relaciona con el solsticio de verano. Propicia la fertilidad de las tierras y cultivos, y celebra el amor y la unión.

(29) Rumano. Mi niña.

(30) Dulces típicos de Alemania y Austria. Rosquillas rellenas de mermelada, crema o chocolate, cubiertas con azúcar glasé.

(31) Una de las marcas de chocolate más icónicas de Alemania. Variedad de chocolate con galleta de mantequilla.

(32) Alemán. Hermosa.

(33) Expresión en alemán que puede traducirse como hermosa hasta quitarte el aliento.

(34) Rumano. Ella es Laura, es mi…

(35) Rumano. ¿La reina de tu corazón?

(36) Rumano. ¡Sí!

(37) Rumano. En ese caso…

(38) Rumano. Toma. Traje conmigo un trozo de nuestra patria.

(39) Sopa ácida. Harina de maíz con crema y huevos. Torta de San Juan. Carne asada a la parrilla. Todos platos tradionales rumanos que se consumen en la Noche de San Juan.

(40) Rumano. Mi reina, mi princesa.

(41) Alemán. Tesoro.

(42) Alemán. Dulce.

(43)  La luna llena puede influir en el crecimiento, floración, polinización y/o actividad hormonal de las plantas.

(44) Violeta de los bosques hedionda. Planta rara, encontrada en Europa central y oriental, incluyendo Alemania. Emite un olor desagradable y picante similar a azufre, huevos podridos o cebolla podrida para atraer polinizadores, como moscas, escarabajos o abejorros. El olor es más intenso cuando se encuentra en plena floración.

(45) Las supersticiones asociadas a la Hacquetia epipactis se originaron en la Edad Media. La planta se asociaba a San Cristóbal, santo patrono de los viajeros. Se cree que protege contra el mal y las enfermedades, atrae la buena suerte, permite ver el futuro y atrae el amor y fidelidad al revelar si un amor es verdadero o falso, fortaleciendo la unión de los enamorados y protegiéndolos contra la rivalidad y envidia.

(46) Alemán. Dulzura.

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