Capítulo 28: Este maldito invierno - Preludio
El techo de zinc tintinea con las constantes gotas suicidas que acaban su vida sobre él, y el coro de últimas palabras de estas se desdibuja dentro de la casa; se hacen carrasposas, abrumadoras, igual que cuando uno se sumerge en un mar turbulento. En uno de los cuartos de esta casa, la cama aún sigue ocupada. Bajo las opacas sábanas, Lupe se protege de la poca luz que se filtra por la ventana, y que dibuja la silueta del torrencial de afuera sobre la puerta de la habitación. Pasa bastante tiempo, o no; el sol no parece que se haya movido, pero da igual. Ella asoma su cabeza letárgicamente fuera de la cobija, sin embargo, no logra ver con claridad ya que su descuidado cabello obstruye sus ojos. Se apoya sobre sus brazos para levantarse y estos tiemblan como vigas de un puente viejo, pero logra sentarse sobre la cama al final. Ya se ha quitado el pelo de enfrente, pero sigue sin abrir los párpados completamente, sino que tan solo levanta sus manos para pasarlas sobre su cara, haciendo surcos cerca de su nariz, y enjuagando con desgano las lagañas que acorazan sus lagrimales.
Cuando siente que su cara está más o menos limpia, levanta la mirada a su cuarto, y se decepciona con lo que ve; mismo cuarto, mismo techo, mismo clima, mas, la fecha en el almanaque es otra. Se pregunta qué hora es: ¿Las diez de la mañana? ¿Las cuatro de la tarde? Y ahora, pregunta acerca de la pregunta: ¿Qué diferencia haría una hora de la otra? A ninguna va a salir el sol.
En el baño, Lupe cepilla sus dientes con movimientos circulares y robóticos, porque está más concentrada en su mirada; particularmente, en sus ojeras, que la hacen cuestionar si más horas de sueño equivale a más descanso, no obstante, es una pregunta que se esfuma rápidamente cuando recuerda que hasta en sus sueños se siente cansada. Escupe la espuma de la pasta dental, empapa un poco su rostro para dar la impresión de limpieza, y se va a desayunar.
A esta hora, ya estaría con hambre suficiente para comerse un corral entero, pero la época la ha tenido con falta de apetito. De todos modos, casi no hace nada durante el día, así que no necesita mucha energía, y hasta el cereal más insípido hará el trabajo. De igual manera, tarda bastante en terminarse el pequeño plato, porque cada bocado es interrumpido por cinco minutos de deslizar el dedo sobre su celular, tratando de matar sus traicioneros pensamientos. Tiempo más tarde, el propio sonido que hace al tragar comienza a llenarla de más pensamientos indeseables, así que decide prender la radio. Gira la perilla para encontrar la estación con mejor sonido, pero es inútil, todas tienen estática. Prende la televisión, y lo mismo: La interferencia carcome la imagen y sofoca los sonidos, pero se decide al final por no apagar ninguno de los aparatos, porque esta cacofonía al menos evita quedarse sola con su mente por un momento, ya que entre más pasa el tiempo, el ruido de la lluvia y de la estática se hacen lo mismo en sus oídos.
Para ella y su familia, el clima no es un simple cambio de escenario en el teatro de sus vidas, al menos, no al mismo grado que para personas de mayor estatus, para los cuales el paso de las estaciones no es más distinto que una nueva imagen de salvapantallas para el vitral de sus casas. Lupe tenía que tomar la escoba y tratar de sacar toda el agua de su hogar, y ahora en sus vacaciones, eso era una de las cosas que demandaba su atención. Era cuestión de perspectiva, porque cuando vivían en otra casa hace ya varios años, esta se inundaba regularmente con la llegada de los temporales, y ya era costumbre que para esas fechas esperar a que entre todos los vecinos se compartieran las pocas cosas que el agua aún no había echado a perder. Cuando había echado toda el agua hacia al planché, se dispuso a hacer más tareas de la casa. Lavar la ropa era lo primero en su lista, aunque en estas épocas, era engorroso, porque no se podía dejar las prendas afuera para que se secaran. Mientras acomodaba la ropa en la lavadora, pequeños sonidos de martilleos y maquinaria que no habían sido ahogados por la lluvia llegaban a ella, y se preguntaba si estarían haciendo arreglos fuera de la casa; no que ella los pudiera ver, porque no recordaba ni una sola vez en estas vacaciones que hubiera salido de la casa.
Podía salir si quería, pero no, no quería, no sabía por qué, igual como no sabía qué quería, entonces, y entre la imagen borrosa del televisor, la áspera sintonía del radio, el incesante trabajo de la calle enfrente, y la maldita lluvia que no paraba, decidió qué era lo que quería: Quería dormir de nuevo y no tener que lidiar con esto. Antes de hacerlo, se daría una breve ducha primero, porque ni ella se aguantaba su propio hedor. Puso el agua a la máxima temperatura, como a ella le gustaba, y giró la llave. Si bien las gotas masajeaban su piel con suavidad, no podía evitar pensar que eso era casi tener una pequeña lluvia dentro de casa; una pequeña fuga que dejaba entrar la tristeza del invierno a su lugar seguro. La comodidad de la ducha, sin embargo, no le duraba mucho, porque justo cuando empezaba a sentirse cómoda, percibía como el sonido de las gotas se revolvía así mismo, destruyéndose y transformándose en algo más, un ruido para nada nítido, pero que, entre más atención le prestaba, más este parecía similar al de olas rompiendo contra las rocas de la costa, y su paladar detectaba que el agua se volvía salada, y cuando empezaba a sentir que le faltaba el aire, cerraba el grifo hasta el fondo, y saltaba fuera de la ducha; su boca, titiriteando, y el resto de su cuerpo, en un temblor total, hasta que al rato, se le pasaba.
Ya vestida, camina hacia su pequeño armario, abre las puertas, y se pone a buscar algo dentro. Busca y busca, entre los cajones, encima de estos y en el suelo, hasta que finalmente encuentra lo que buscaba; una secadora de cabello. Con eso listo, se dio la vuelta y cerró la puerta, pero esta permaneció abierta. Al mandar la mirada instintivamente hacia abajo, notó que algo chico impedía que se cerrara, y ese "algo" era en realidad su peine, el cual no había visto en varios días. Lupe solo lo juntó, le sacudió un poco el polvo y lo puso por ahí, sin saber cuándo sería el momento en que le volverían las ganas de usarlo. Con sus deberes terminados, solo había una cosa que podía distraer su mente del resto del día, y con control en mano, procedió con su rutina de las vacaciones: Jugar Cosmos hasta donde el cuerpo aguante. A pesar de todo, no había perdido su conexión con este juego, sin embargo, su mirada al jugar era distinta, opaca, desinteresada, como si solo estuviera siendo guiada por la inercia de la rutina. Aun así, seguía jugando, jugando y jugando, hasta que llegaban Fabián y Doña Jeanette a casa.
Lupe pausaba su partida, y lánguidamente, se levantaba de su cama y salía a saludar a su familia, poniendo una gran sonrisa a la hora de saludarlos. Con un pan que habían traído, disfrutarían de un café en esa tarde lluviosa. La hija mayor chorreó la bebida tinta y puso las tazas llenas sobre la mesa, y mientras comían y bebían su merienda de media tarde, mamá Jeanette hablaba de lo ocupado que estuvo el día en la oficina, mientras que Fabi comentaba acerca del poco tiempo que quedaba para su baile de graduación de la escuela, a lo que Lupe opinó en son de broma que, si quería, le podía prestar el vestido que ella había usado en su baile, y eso puso a madre e hijo a carcajear, pero la chica se conformó con una sonrisa y un breve resoplo, antes de volver a quedarse callada. Cuando todas las risas cesaron, tanto el chico como su madre miraron a la muchacha y luego, entre ellos, sin intercambiar palabras.
Pasó el café, llegó la cena, y esta se fue también. Con esto, Lupe se retiró a su cuarto, a seguir con su inercia. Fabi quiso unírsele esa noche para jugar algunas cuantas rondas, hasta que su orgullo de niño de doce años no aguantara más perder contra su hermana mayor. Su presencia o ausencia daba igual, por la muchacha seguiría jugando de igual manera, y así hasta la madrugada, pero cuando ya empezaba a sentir sus dedos atrofiándose, paraba para mirar profundamente a dos personajes: A Amadeus Heartbreak, y a Marie Grignard, perdiéndose en los recuerdos que ambos le traían: Los buenos, que ahora parecían distantes y que solo parecían acentuar el dolor de los malos, recordando constantemente lo que ella perdió; lo que ella echó a perder.
Cerró el juego, apagó la tele y se acomodó con debilidad debajo de sus cobijas, de nuevo. Sin atreverse a mirar qué hora era, esperaba que el sonido de los grillos y la lluvia le ayudaran a conciliar el sueño con facilidad, pero pronto, los gemidos ahogados y débiles reemplazaron lo que se oía fuera de la ventana. Sus lágrimas empapaban su almohada como si la casa tuviera una fuga en el techo, pero la fuga estaba en ella. Al poco tiempo, esta cesó y Lupe se durmió, tapando la fuga hasta el día siguiente...
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