Amor de verano
El verano en California tocaba a su fin. Desde muy pequeña pasaba varios meses con mi abuela en su preciosa casa de campo mientras mis padres se divertían con sus amigos en una escapada a otro país o en un crucero.
No era mi estación preferida, pero alguien me hizo cambiar de opinión. Su nombre era Frank Hughes, uno de los braceros que se habían presentado pidiendo trabajo esa temporada para ayudar durante la cosecha de almendras.
«¿Señorita... podría hablar con el capataz?», solicitó con voz ronca cuando vino a la casa con su gorra en la mano.
Nada más verlo me robó el corazón.
Tenía veintitrés años y había participado en la Gran Guerra, nunca llegó a combatir, aunque pocos lo sabían. Tenía el cabello rubio oscuro, ojos color chocolate y una bonita piel bronceada, seguro que debido a las horas de intemperie. Poseía un cuerpo bien formado y acostumbrado al trabajo y tenía ese sempiterno gesto de hastío que lo hacía todavía más atractivo.
A mi madre, la reina del hielo y de la alta sociedad de Nueva York, le daría un patatús solo de pensar en que esa clase de hombre pudiera siquiera acercarse a su terca y desconsiderada hijita. Jamás vería con buenos ojos mi encaprichamiento por un simple bracero sin oficio ni beneficio y al que le gustaban demasiado las mujeres, las cartas y la bebida.
Pero yo solo pensaba en mí. En mí y en los tiernos y húmedos besos que Frank me daba tras el barracón donde vivían los temporeros. En la promesas silenciosas que escondían sus manos y sus labios en mi cuerpo.
Nada iba a convencerme de lo contrario: yo amaba a Frank.
Miré ansiosa el reloj de pulsera que me regaló mi padre en marzo, al cumplir los dieciocho. Eran las cuatro, y a las cinco tenía planeado encontrarme con Frank detrás de los establos.
Hacía dos noches que habíamos hecho el amor por primera vez en el interior del viejo Ford de mi abuelo que se oxidaba olvidado desde que su enfermedad le impidió conducirlo. Cuando murió mi abuela no quiso desprenderse del coche con la excusa de que le recordaba demasiado a él.
Continué jugueteando impaciente con el enchufe del ventilador Westinghouse que mis padres habían regalado a mi abuela, junto con mi presencia, y que nadie salvo yo utilizaría jamás.
Yo volvería a Nueva York pronto, Frank lo sabía y le pedí que viniera conmigo, mi padre le daría trabajo y podríamos casarnos. Él se limitó a afirmar: «preciosa, si quisiera ir a Nueva York ya estaría allí hace tiempo», dejándome claras sus intenciones o más bien la falta de ellas.
Esa tarde Frank no acudiría a su cita, ni ninguna otra tarde. De madrugada el viejo Fred Williams lo había apuñalado al sorprenderlo haciendo trampas durante una partida de cartas.
A veces me visitaba en sueños, como un fantasma.
Mi pobre Frank, mi primer amor. Mi amor de verano.
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