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Lobo

    El domingo me levanté temprano. En mi mente, se repetía una y otra vez aquel beso del día anterior, cómo si fuera una película. En el fondo me sentía tonta, había sido solo un roce de labios, y quizá para él no significaba tanto como para mí. Seguramente, había más que besado a otras, pero dichos pensamientos prefería mantenerlos alejados de mi mente para mí propia paz mental.     

Ese día iba a sumergirme en la espesura del bosque —al menos hasta donde era permitido ir— para despejar mi memoria y analizar con profundidad todos los sucesos que se estaban desenvolviendo en mi vida.

Después de preparar mi desayuno a base de cereales nadando en leche, me senté sobre la mesa y los engullí en tiempo récord. Lavé el plato y subí a la habitación para ir por lo necesario para mi paseo. Me abrigué bien, me calcé unas botas plásticas amarillas y me puse mi impermeable a juego. Al salir de casa solo llevaba una mochila con botes de agua y mi propio cuerpo.

Justo cuando iba a pasarme por detrás de la casa, levanté la vista hacia la ventana de Daniel, lo cual para mí propia molestia se estaba convirtiendo en costumbre. Allí estaba él, sentado en la ventana con una de sus piernas afuera.

«Cáete», pensé internamente sonriendo malévola, pero al reflexionar que no tenía ningún motivo para desearle el mal decidí apartar la vista y seguir con mi camino.

«Deberías haber salido por la puerta trasera», me reproché, pero estaba consiente que no lo había hecho porque una parte de mí quería verle.

Subí la pequeña cuesta rocosa procurando encascar bien mis botas para no resbalar, al llegar a tierra estable alcé la vista y observé como aquellos árboles formaba caminos en cada espacio que tenían entre sí. Sonreí y comencé a correr. La mochila me rebotó en la espalda, pero no me importó y seguí corriendo.

Esquivaba los árboles con soltura, las ramas no llegaban a rozarme el cuerpo, conocía esa área de memoria, y de hecho, me sentía capaz de atravesarlo con los ojos cerrados.

Corrí, troté, salté, y seguí corriendo. Comencé a jadear, pero no me detuve hasta después de quince minutos. Aquella era mi rutina, aquello me hacía feliz, aquello me hacía libre. Esas constantes carreras en los que no huía de nada, mantenían mis piernas fuertes, lo suficiente para lanzar patadas en defensa. El problema, es que yo no tenía nadie a quien darle patadas.

Me dejé caer en el llano creciente y quedé acostada con las piernas aguadas como gelatina. Sentía como en el interior de mi cuerpo bombeaba la sangre en un su mayor velocidad, sentí la piel caliente, y justo estando así, me sentí más viva que en algún otro momento.

Cerré los ojos, me concentré en el sonido de la brisa, de las aves, y de cualquier otra animal que se encontrara en mi compañía. Sentía el movimiento del agua de la pequeña laguna, aquella que se extendía metros más allá de donde se encontraban mis pies.

—Valeria —llamó alguien, pero no abrí los ojos—. Valeria.

Respiré, profundo y lentamente.

—¿No crees que este es un lugar precioso?

Solté un jadeo, y la mujer en mis recuerdos sonrió. Ella tenía el cabello negro sujeto por un broche de perlas negras. Llevaba pantaloncillos cortos y sus largas piernas se perdían en el interior de la laguna.

—No me ignores cuando te hablo —pidió. Suspiré agotada, e ignorándola seguí sumergiendo la rama seca en el agua, con la esperanza de atraer a algún pez.

—Me gustaría que tú padre estuviera aquí. —Lo que a mí me hubiera gustado en ese momento, era estar pasando la tarde en el parque, jugando con mis compañeros, jugando con Toni. Pero yo no podía ir por dos razones: era muy pequeña para ir sola, y madre no toleraba a las personas.

Cuando volví la vista hacia mi madre, ella tenía la mirada ensombrecida. Sabía que la ausencia de mi padre le afectaba, pero no podía recordar ningún otro momento en el que no fuera así. Él parecía distante con ella, y me preguntaba cómo habían terminado siendo pareja.

Y sobre todo, cómo habían terminado metidos en Monterbik.

Ninguno de ellos era de allí, llegaron justo antes de que yo naciera, y se encargaron de asentarse lo suficientemente lejos de la ciudad para librarse de los ojos curiosos.

A la distancia, se escuchó un coro de aullidos. Eran los lobos.

—Mamá —llamé, sintiendo que el corazón estaba a punto de salirse del pecho. Había escuchado aquellas canciones salvajes incontables veces, pero no tan cerca como en ese momento.

Tranquila, no van a hacernos daño.  

Apreté las manos y me percaté que había soltado la rama. Volví la vista hacia el agua, en el momento justo para ver cómo se hundía.

Un nuevo coro resonó.

«Tranquila —me dije, mientras intentaba regular mis palpitaciones—. Ellos no son un peligro si estás aquí».

Pero debía aceptar, que estaba bastante expuesta.

Miré otra vez a mi madre, y ella me estaba sonriendo ampliamente. Quería preguntarle porqué lo hacía, porque desde mi punto de vista mi temor no era para nada gracioso.

—Mientras yo esté contigo, los lobos no van a dañarte.

Volví a jadear, no por sus palabras, sino por el lobo que estaba a pocos metros de nosotras.  

Abrí los ojos cuando una gota fría cayó sobre mi mejilla. Los árboles se veían mucho más altos desde mi posición. El cielo daba indicios de dejar caer una tormenta dentro de poco. Mi respiración era lenta, aquellos recuerdos ya no me alteraban, al menos, no tanto para distorsionar la velocidad de mis palpitaciones. Cuando estaba allí, los recuerdos más comunes eran sobre los lobos, esos que dejaron de acercarse al lago después de la muerte de mi madre.

«Ella era especial —me decía—, y yo no lo soy, por eso no han vuelto». Aquello que al inicio había sido uno de mis más grandes temores, se convirtió en una de mis mejores vivencias, que para mí propio desagrado, formaba parte del pasado.

El crujir de una rama me hizo mover la cabeza hacia un lado, desvié la mirada hacia distintos puntos, a la espera de ver algo, pero por más que mis ojos se movieron no observaron más que matorrales.

Una brisa agitó las ramas al lado contrario por el que estaba viendo, moví la cabeza velozmente para intentar ver aquello que merodeaba a mi alrededor.

Me enderecé hasta quedar sentada, agudizando el oído para que ni el más leve sonido se me escapara.

—¿Hola? —llamé, sabiendo que fuera lo que fuera no iba a responderme—. ¿Quién está allí?

Me sobresalté al escuchar el canto agudo de un ave. Levanté la vista al árbol frente a mí, buscando a aquel pájaro que parecía advertirme de algo. Estaba en una de las ramas más bajas, tenía los ojos fijos en algo más allá de mis espaldas y su pico se abría exageradamente cada que cantaba. Tragué grueso antes de apoyar mi mano en la tierra para girar el torso. Lentamente, desplacé mi vista a través de la hojarasca que yacía en el suelo, temí que alzar el rostro, me encontrara frente a mí algo peligroso. Por la velocidad en la que latía mi corazón, supe que no importaba cuánto me tardara en enfrentar a mi atacante, este ya me tenía, y no había nada que pudiera hacer para cambiarlo.

Al verlo, jadeé, porque aquello frente a mí, no era específicamente lo que esperas en tus últimos momentos de vida.

Se encontraba a cuatro metros de distancia, su enorme cabeza era lo único que sobresalía de entre los matorrales, y sus penetrantes ojos no apartaban la vista de mí.

Un lobo, más grande de lo que un día pude imaginarme.

Terminé de darme la vuelta para hacerle frente, quedando de rodillas y con los brazos caídos a ambos lados de mi cuerpo.

«Mientras yo esté, los lobos no van a dañarte», había dicho mi madre, pero ella, se había marchado para siempre.

¿Qué podía hacer en ese momento? No tenía muchas opciones, y correr, no era una de ellas, con ese tamaño bastarían ocho pasos para darme alcance.

Gruñó, alzando la piel de su mandíbula para dejar a la vista sus afilados colmillos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. El lobo comenzó a dar pasos hacia delante, sus grandes patas peludas a penas hacían ruido en la tierra, era el talento depredador, el silencio.

Traté de mantener la respiración en control, intentando buscar la manera que no pudiera percibir el pánico que realmente sentía. Volvió a gruñir, estaba tan cerca que el tibio aliento se expandió hasta mis mejillas. Levanté el rostro para tratar de mirarle a la cara, pero su tamaño era tan descomunal que difícilmente le visualicé el hocico.

«¿Qué tan grande puede ser un lobo?» me pregunté, calculando que el tamaño del animal frente a mí, podía ser del tamaño de un oso adulto. Se inclinó hacia delante, por inercia eché el torso para atrás. Fue un movimiento tan rápido que me olvidé de no hacer movimientos bruscos. Él —porque sabía que era un él—, soltó un nuevo gruñido.

—No voy a gritar —hablé, antes de siquiera ser consciente de que iba a hacerlo—. Es suficiente con ser tu presa, no voy a ser tu juguete de diversión.

Sus patas dieron unos pasos hacia atrás, atolondrados por mi voz. Gracias a la distancia que había hecho con su alejamiento, pude verle los ojos, tan verdes y brillantes como las pequeñas hojas salientes en el verano. Pasé saliva por la garganta e intenté alejar a Daniel de mis recuerdos, el hecho de estarlo pensando gracias a la presencia de un animal salvaje con la misma tonalidad en sus pupilas, era desconcertante.

No aparté la vista del lobo, y él tampoco la apartó de mis ojos. Estábamos en medio de una conversación silenciosa, y ambos éramos consientes que ninguno de los dos sabía muy bien que actitud tomar. Con el paso de los segundos, mi temor se disipó y fue sustituido por desesperación, quizá fuera raro, pero el hecho de que diera largas a su cacería estaba comenzado a irritarme.

—¿No estás tardando demasiado? —pregunté.

Evidentemente no esperaba una respuesta, de la misma manera en que él no esperaba que le hablara. Me miró curioso, intentando descifrar lo que pasaba en el interior de mi mente. Sentí que se me helaba la sangre, no sabía mucho sobre lobos, de hecho nunca había tenido una mascota, a pesar de mi desconocimiento sobre el mundo animal supe que aquellos sentimientos reflejados en sus ojos no eran normales.

Parecía estar razonando, pensando, estudiándome.

Desconocía si los lobos podían hacer eso, y aunque lo hicieran, dudaba que lo hicieran en tal nivel.   

—¿Qué esperas? Acaba con esto de una vez. —Él no se movió. Me levanté furiosa, haciendo que el lobo se sobresaltara—. Soy tu presa. Tú me atacas y yo muero, es la ley de la naturaleza.

Sus patas se aflojaron, retrocedió tambaleando, pegó las orejas a la cabeza, metió la cola entre las patas, y todo el pelo del lomo se erizó. Luego hizo lo último que esperas que haga un depredador frente a un humano; soltó un gemido adolorido, cómo si alguien le hubiera dado un golpe lo suficientemente fuerte para doblegar su ferocidad.

Fruncí el ceño por su actitud. No sabía quién de los dos estaba comportándose más anormal, si yo por hablarle como lo estaba haciendo, o él por no hacer lo que se suponía que hacían los de su especie: darme caza.

Suspiré dramáticamente, me sequé el sudor de las manos en el pantalón y di unos pasos hacia delante para acercarme a él. Sabía que delante de mí yacía alguien capaz de acabar con mi vida, por algún motivo no temía que mi vida se acabara en ese instante, incluso sentí que era lo que había estado esperando desde hace mucho.

El lobo gruñó, en un intento de atemorizarme y que me echara para atrás, pero eso era lo último que estaba en mis planes. Continué, y cuando estuve lo suficientemente cerca alcé la mano para tocarle. A pesar de que estaba de pie, me sacaba tres cabezas de altura. Mi tamaño era escaso, y frente a él seguro que parecía un duende. Si en algún momento decidía hincarme un diente, dudé que fuera a llenarle el estómago.

Metí mis dedos entre el pelaje de su pecho, el cuál era tan rubio que faltaba muy poco para que fuera traslúcido. Se encontraba húmedo, debido a las gotas de agua que quedaban empozadas entre las hojas de los matorrales. Solté una ráfaga de aliento que le agitó los largos pelos.

Comenzó a gimotear, de una manera que parecía estarme relatando sus pesares y temores. Me tembló el labio. Alcé la cabeza intentando verle, sorprendentemente él bajó la cabeza para hacer lo mismo. Se sentó, se inclinó, y metió el hocico entre el espacio del impermeable y mi cuello. Su aliento cálido me dio escalofríos, un tipo de escalofrío que en ningún momento atrás pude haber sentido.  

Jadeé, él gruñó.

—Sabes que esto va en contra de los instintos normales ¿Verdad? —Rozó la punta de su hocico con mi piel—. Yo debería de salir corriendo, y tú deberías haberme matado ya.

Se alejó y le miré, analizando sus ojos para ver si podía entenderme.

—¿Estás jugando conmigo? —En respuesta soltó un gruñido. Relamí los labios mientras pensaba que más decir.

»¿Me dañarás?

Movió su enorme cabeza de izquierda a derecha, negando a mi pregunta. Me desconcertó. ¿Acaso era ese un comportamiento normal? Lo dudaba, pero tampoco me hacía a una idea de su naturaleza.

Intentando ocultar mi estupefacción sonreí. Debía mirarme como una retrasada mental, hablando con un lobo —más grande e inteligente de lo habitual— en el bosque, sin temor a que este me asesinara en cualquier momento.

—Bien, es bueno saber que ser tú almuerzo no está en tus planes.

Me dejé caer en suelo, halé la mochila y saqué la botella de agua. Mientras bebía, él no apartó la vista. Tampoco lo hizo mientras comía las galletas y la fruta, y sospeché que seguía mirándome mientras estaba echada de espaldas con los ojos cerrados. Pasados algunos minutos entreabría los ojos para mirarle, y él continuaba allí echado a mi lado, con el hocico pegado a las patas delanteras.  

Debí haberme dormido en algún momento, porque lo próximo que supe fue que algo frío me golpeaba las mejillas. Gemí adormilada y abrí los ojos, el lobo impactaba su nariz en mi cara consecutivamente, cómo si me estuviera despertando adrede.

—¿Pero a ti qué te sucede? —pregunté de malas maneras.

En respuesta continuó golpeándome y soltando gañidos.

Mientras mi sueño se disipaba, escuché a la distancia el sonido de la lluvia que advertía de su despiadado acecho, entonces comprendí el porqué de su desesperación, estaba advirtiéndome.

—¡Oh rayos! —grité. Me puse de pie tan rápido que me dio jaqueca, tuve que quedarme quieta intentando recuperar el equilibrio, cuando lo hice, tomé la mochila y eché a correr en dirección a casa. El lobo se quedó en su sitio, observando como yo desaparecía entre la naturaleza. Cuando los pulmones comenzaban a pedirme más oxígeno del que le estaba enviando, ya estaba por salir del bosque, hubiera querido detenerme a tomar un respiro, pero el sonido de la lluvia pisándome los talones me aconsejó que no lo hiciera.

Cinco minutos más tarde me dejé ir contra la puerta, quedando con las manos y la frente pegada entre la madera. Mi pecho subía y bajaba, tenía la garganta seca y el corazón me martilleaba entre las costillas. Solté una risa.

La lluvia comenzó a caer sobre el techo, y cuando el primer trueno resonó decidí refugiarme en las paredes de casa, no sin antes echar un vistazo a la casa del frente. O para ser más específica, a la ventana de Daniel. Allí no había nadie, y tampoco esperaba que lo estuviera, seguro que tenía cosas más importantes que hacer, o quizá menos aburridas que quedarse en la soledad de su casa.

Me pregunté qué estaba haciendo Toni en ese momento. Seguro que estaba con su grupo de amigos, probablemente con Daniel incluido.

«Vasta Valeria —me regañé— tienes cosas mejores para pensar»

Pero en el fondo sabía que no era así.

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