4.
ELENA:
Me encantaban los caballos, eran tan receptivos y hermosos. Despedirme de ellos cuando marché a Grecia fue una de las cosas más duras que he hecho. Decidí ir al establo para despejarme la mente antes que el Sr. Futuro Esposo de mi Hermana se apareciera para mi cena de bienvenida, una a la cual solo asistirían cuatro personas.
Me di un buen y largo baño para luego colocarme un vestido de seda color blanco que tenía una cadena en las caderas y me llegaba por encima de las rodillas, combinándolo con unas sandalias doradas de gladiadora. Crucé el hermoso jardín rodeado de árboles lleno de distintos tipos de flores a paso lento, disfrutando de la vista y el aroma de cada flor hasta que finalmente me detuve junto al gran rancho de madera que contenía los caballos.
Inspeccioné el lugar, llevándome otra gran sorpresa. Al igual que mi habitación y a diferencia de la gran parte de la casa, todo seguía exactamente igual de hermoso que el día en el que me marché con la idea equivocada de huir del dolor, el cual me siguió de todos modos. Todo el rancho estaba iluminado por dentro y por fuera. Desde el pasillo, junto a la casilla trece, observé alegremente cómo mi pequeño caballo se había convertido en un enorme animal de aspecto salvaje con su sedoso pelaje negro azulado. Era tan grande que necesitaría una escalera para poder montarme en su silla de cuero a dar un paseo.
Cogí un cepillo que estaba colgando a un lateral en la pared y comencé a cepillarlo, relajándonos a ambos mientras tatareaba una canción y me sumergía en mis pensamientos. Eline era tan inocente que no había podido llegar a atar cabo, decepcionándome un poco, ya que si quería llegar a ser una buena abogada entonces tendría que fundir su mano en hierro.
—¿Qué quieres decir? —había preguntado confundida
Decidí que lo mejor sería no contarle nada, ya que si lo hacía probablemente algo se le saldría y Christian terminaría las ideas que tenía en mente.
—Si yo estuviera en la misma posición, ¿lo harías por mí?
Mi hermana tardó un poco en responder. Probablemente estaba analizando la situación desde todos los ángulos mientras se ponía el dedo índice en la barbilla y el pulgar en el puente de la nariz. Cuando por fin contestó me sorprendió.
—No —contestó firmemente.
—¿Por qué, Eline?
—Porque hacer eso sería estar de acuerdo con ese matrimonio y yo en tu lugar nunca lo haría —dijo con comprensión en su mirad—. No te obligaré a ser mi madrina, Elena, pero te preferiría a ti muy por encima de alguna arpía que escogiese papá o Sebastián y...
—¿Y...?
—Me gustaría tener un poco de felicidad entre tanta tristeza.
—Está bien. Lo haré solo porque tú me lo pides, pero quiero que sepas que no estoy de acuerdo con nada de esto — le dije agitando las manos en el aire
—Eres la mejor.
Me había abrazado y juntas habíamos volteado la página para hablar de cosas buenas, como su graduación, y actualizarme un poco de las cosas que me había perdido cuando estuve fuera, en una de esas aproveché y le pregunté—: ¿Has conocido algún chico? —La respuesta fue su sonrojo—. Lo has conocido, ¿cierto? —Eline se tapó la cara con la almohada—. Cuéntame, soy tu hermana mayor y me tienes que contar. Para eso existo —le exigí quitándole la almohada—. Pero si no quieres...
—Es que no hay nada que contar. Él quiere a otra y yo voy a estar atada de por vida a un hombre que no amo —me había interrumpido ella con voz quebrada.
Con eso decidí dejar el tema hasta ahí, tomando nota de descubrir a quién le patearía las bolas luego de acabar con su prometido, y comenzamos a hablar de nuestros planes para el fin de semana, íbamos a salir con...
—Nunca me hubiera imaginado a Christian como amante de los animales. Es un cabrón ignorante de cualquier belleza, no la reconocería ni aunque se personificara ante él —dijo una voz masculina que desconocía, pero que al mismo tiempo se me hacía familiar.
Solté una risita por lo que dijo y moví la cabeza para observar al extraño hombre que estaba de espaldas a mí mientras seguía cepillando a Ferrari. Podría ser el invitado de honor o algún amigo de mi padre. Seguramente un niño rico y consentido, uno con una espalda bien definida y un magnifico trasero.
—No lo es, mamá sí lo era —le contesté al desconocido que justo en ese momento se dio la vuelta, enseñándome su rostro.
Contuve el aliento. No podía ser él.
Una gran oleada de emociones se hizo paso en mi interior, comenzando con la confusión. ¿Qué hacía aquí? Me había mentalizado que nunca lo volvería a ver y estaba feliz con la idea. Ese hombre de ojos azules había podido meterse en mi piel con solo el tiempo que duró el vuelo y no hablamos más de un par de veces, solo cosas básicas como permisos de su parte para ir al baño y pedidos míos de bajar la intensidad de la luz cuando empezó a leer.
—¿Quién eres? —le pregunté para confirmar o negar mis sospechas con un audible tono a amargura en mi voz que pareció sorprenderlo.
¿Por qué tenía que ser tan sexy? ¿Por qué tenía que afectarme tanto verlo parado ahí? ¿Por qué me gustaba tanto la arrogancia y la superioridad de su mirada? Su pelo oscuro estaba perfectamente peinado, un contraste al lado de cómo era ese día en el aeropuerto. Tuve que cerrar las manos para contener las ganas que tenía de...
¡Detente!
Me sonrojé un poco por la dirección de mis pensamientos y volteé la cabeza para seguir cepillando a Ferrari, rogando porque no fuera quién creía que era.
—Soy el...
Ahí estaba.
—Claro. Lo había olvidado por completo, qué tonta soy. Usted es el nuevo sirviente, ¿cierto? —le pregunté con una encantadora sonrisa hipócrita, tratando de disimular toda la ira y el asco que me inspiraba su simple presencia aquí.
¿Cómo era posible que me hubiese sentido tan atraída a semejante Imbécil?
Porque él era extraño que había invadido indeseadamente mis pensamientos. Con el que había compartido unas horas de vuelo que me habían parecido interminables. Con el que había fantaseado. El mismo que no se dejó seducir tan fácilmente por una sexy azafata dispuesta a todo. El que poseía un aire de superioridad y arrogancia que tanto me molestaba, gustándome a la vez.
Y ese extraño, a su vez, era nada más y nada menos que la persona que mi objetivo. Sebastián Broke. Y no podía negar que lo que había sentido hacia él era atracción en estado más puro.
Sonreí.
Eso cambiaría y, si no es así, que me partiera un rayo.
SEBASTIÁN:
La perfección femenina estaba personificada delante de mí.
Se veía tan hermosa, adorable y extremadamente sexy en ese vestido blanco que dejaba saber que había un precioso cuerpo debajo, pero a la vez dejaba mucho a la imaginación de un hombre. La inocencia del vestido se veía afectada por los altos tacones negros que solo con verlos me volvían loco. Sus rizos dorados estaban sueltos, enmarcando su rostro de ángel, rogando por ser colocados detrás de sus orejas.
Era ella.
Jodidamente ella. La chica del avión.
—¿Quién eres? —me preguntó con voz plana.
Por primera vez en mi vida me quedé de piedra ante una mujer que no fuera mi madre por no saber qué contestarle. ¿Soy el futuro esposo de tu hermana? ¿Soy el hombre que ha aceptado un compromiso a base de negocios y amenazas? ¿Soy un imbécil que solo piensa en el dinero?
Decidido a cortarlo por la raíz, me aclaré la garganta.
—Soy el...
—Claro. Lo había olvidado por completo, qué tonta soy. Usted es el nuevo sirviente, ¿cierto? —preguntó, sus ojos verdes estaban llenos de burla y una sonrisa de oreja a oreja.
¿Sirviente?
Más que el hecho de ser llamado como tal, otra cosa desconocida me enfureció rápidamente. Una extraña cólera se instaló en mí. ¿Cómo alguien tan dulce, como la conocí en el avión, puede pasar de un instante a otro a ser malvadamente perra? Nunca nadie me había tratado de tal modo, pero la mierda importante aquí era que me sentía malditamente engañado y estaba a punto de responderle con la misma inmadurez cuando repentinamente colgó el cepillo en la pared, despidiéndose de su caballo con un beso y salió del rancho a paso rápido conmigo detrás echando humo por las orejas. Estaba ignorándome.
¡Ignorándome! ¡A mí!
¡Como si fuera una cucaracha molesta!
Estaba a punto de perder los estribos. Quería agarrarla por los hombros para exigirle que me reconociera en voz alta y me pidiera perdón por ser una pequeña perra cuando me di cuenta de que habíamos entrado a la mansión y llegado hasta el gran comedor dónde Christian y Eline nos esperaban para empezar a cenar. La rubia se metió en la cocina y me dejó parado a un lado de la mesa, dándome la distancia de ella que necesitaba para calmarme.
Iba a ignorar por el momento lo ocurrido en el establo, pero solo por el momento. Luego, cuando estuviésemos a solas, tendría una charla con mi cuñada donde le dejaría claro todo lo que opinaba de su extraño comportamiento, ese era mi plan hasta que salió de la cocina con una escoba y un delantal.
—Les presento al nuevo empleado de mantenimiento —dijo mirando seriamente a su padre, señalándome, lo que cambió cuando me miró a mí. Me sonreía con malicia mientras me ofrecía la pala. La tomé dándole a entender que no caería en su sucio juego y que aceptaba cualquier reto—. Puedes empezar limpiando los pisos del establo mañana en la mañana. Duerme en una de las caballerizas. Hay suficiente paja como para que no te sientas incómodo.
—Hija. —Stamford se aclaró la garganta en un intento en vano de ocultar lo graciosa que le parecía la situación—. No es un empleado, es el futuro marido de tu hermana.
—Oh. —Me sonrió hipócritamente mientras me arrebataba sutilmente los instrumentos de limpieza y se iba a la cocina con ellos en la mano. Cuando regresó ya estaba sentado junto a Eline y su sonrisa era aún más grande. Había escuchado risas venir de la cocina—. Lo siento mucho.
En ese momento entró la mujer mayor que me abrió la puerta para colocar la comida de cada quién en su sitio. Ella se despidió cuando acabó, dejándonos a los tres en un incómodo silencio que solo se vio roto cuando la descarada rubia habló.
—Entonces, ¿tú eres mi cuñado? —Asentí. Miró a su hermana con diversión—. Al menos no le teme a la idea de limpiar mierda. —Su padre se atragantó con el vino y Eline, que se había mantenido en silencio, soltó una carcajada.
Maldita rubia.
La miré a los ojos mientras ella repasaba con su dedo el borde de su copa. Qué equivocado había estado con ella y qué acertada estaba mi visión de mi cuñada.
Esa mujer era pura maldad.
No le daría tregua.
No mostraría compasión alguna hacia ella.
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