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18.

SEBASTIÁN:

—¿Te vas? —preguntó la pelirroja completamente desnuda desde el sofá.

Asentí seriamente, colocándome la camisa y abrochándome el pantalón. Quería salir de allí lo más pronto posible. Venir fue una mala idea.

—¿Tan pronto?

Frustrado volví a asentir. ¿No entendía las indirectas?

Fui a tomar mis llaves, pero ella se atravesó en mi camino.

—Ahora no...

No pude terminar la frase porque ella se abalanzó sobre mí para acto seguido comenzar a frotarse contra mi pierna. En otras circunstancias eso me habría puesto duro, pero ahora solo quería llegar a casa para verla a ella. A Elena. Con un suave empujón me la saqué de encima y caminé hacía la puerta ante su chillido indignado.

—No te puedes ir y dejarme así.

No me di la vuelta para ver lo que estuviese haciendo, pero podía intuir que estaba tirada en el piso y con las piernas abiertas exigiendo que yo solucionase su problema, ya que por más que lo habíamos intentado, no pudimos.

O mejor dicho, no pude.

—Adiós —me despedí un tanto brusco y cerrando fuertemente la puerta tras de mí. Sabía que estaba en mi modo imbécil, pero en este momento estaba muy molesto conmigo mismo por no poder acostarme con alguien cuando Elena si podía tener a cualquier hombre dentro de su cuerpo.

Me estremecí ante la idea.

Eso no pasaría.

Ya me había alejado dos pasos de la puerta cuando se volvió a abrir y Sara apareció completamente desnuda y con rostro suplicante. ¿No le importaba que la vieran? Claro que no.

—¡No te vayas! ¡Tengo la solución!

¿Solución?

¿Qué solución? La única salida que tenía para no ponerme en celo con el aroma de Elena era cortarme las bolas.

—¿Ah sí? Ilumíname

—Yo... umm... tengo la pastilla azul —contestó nerviosa, con la vista fija en sus pies y enredándose un bucle en el dedo tratando de parecer inocente a pesar de estar en cueros. Su papel de niña buena en vez de activarme solo me fastidió más.

¿Viagra? ¿Qué clase de insulto para ambos era ese? Ella por no poder hacer los efectos de la pastilla y yo por no poder excitarme con su cuerpazo que, a pesar de no ser tan perfecto como el de una persona que no iba a nombrar, era objeto de fantasía para muchos hombres. Sin decir más me di la vuelta y definitivamente me largué pensando que nunca me había sentido tan... ¿Irritado? ¿Molesto? ¿Avergonzado? ¿Poco hombre?

Bajé los escalones de dos en dos hasta salir al exterior. ¿Cómo una mujer podía autodegradarse tanto? Estos encuentros con Sara acabarían. Lo de hoy no se podía repetir porque resultaba muy dañino para mi ego. Mierda, ¿cómo llegue a este punto de no poder tener relaciones con alguien más que no fuese Elena? Entré al auto y me coloqué los zapatos. Al terminar lo encendí para adentrarme en el tráfico, mucho más impaciente que nunca por estar en casa. Quería llegar, quería verla. No, querer no, lo necesitaba. Necesitaba sentirme como un hombre y Elena era la única que al parecer podía lograrlo ahora.

La pelirroja me había recibido con un beso demasiado pasional y público para mi gusto, del que me dejé hacer porque no había nadie alrededor, para no hacerla sentir mal y para intentar inútilmente de dejar de pensar en Elena. Al entrar nos habíamos puesto a beber y la pasión del recuerdo se fue alejando. Cuando ella se comenzó a poner caliente y a desnudarse, me pasó algo que jamás en mi vida había pasado. Mi cuerpo no había reaccionado a la visión de su piel y por más que ella había intentado seducirme, los débiles levantamientos que se producían era gracias a las imágenes de la noche anterior, al inconscientemente recordar cosas como lo suave que eran sus pechos al tacto y a lo cálido, húmedo y apretado que me sentía en su interior. Maldición. Adivinen quien se dignó a aparecer entonces.

Mr. Erección.

****

Finalmente llegué y aparqué el coche en el garaje. Llamé al ascensor, pero se estaba tardando demasiado, así que subí por las escaleras hasta el piso once. Tenía unas horribles ganas de tocarla, acariciarla y clavarme en su tierno escondite tan a fondo que a ninguno de los dos le quedase ninguna duda de ser solo nosotros dos y nadie más.

Las manos me temblaban al momento de abrir la puerta y patéticamente tardé más de la cuenta por el hecho de estar a menos de unos metros de separación entre esa delicada piel de porcelana y yo. Era un hijo de puta, lo sabía. Acababa de venir de la casa de la otra pretendiendo perforar como un loco a mi mujer, pero ni siquiera me importaba. Urgentemente solo podía pensar en llegar a ella y que sean sus manos y no las de Sara las que me tocaran. Finalmente entre y me encontré con la persona que menos esperaba ver en mi sofá.

Christian Stamford acababa de arruinar mi noche entre las piernas de su hija. Sentí un poco de vergüenza por las pintas que debía tener en ese instante. Desesperado, ansioso, con una erección de caballo y desaliñado. Al contrario, él estaba trajeado como siempre y sentado muy tranquila y cómodamente en el sofá de mi sala, con los tobillos cruzados sobre mesa y bebiendo una copa de mi cosecha de vino favorito. Todo ello mientras veía los cuadros de la pared.

—¿Qué haces en mi casa?

Lamenté haber dicho eso, porque como si se encontrase sumido en sus pensamientos fue en ese momento que se percató de mi presencia y giró la cabeza para confundirme con la tanta ira y frialdad que había en su mirada. El empresario se levantó rápidamente y se acercó a mí dando grandes zancadas con la copa en mano. Inspeccioné la habitación mirando de un lado a otro, ¿en dónde coño estaba Elena?

Como si me leyera la mente...

—¡¿Dónde está mi hija?! —demandó al quedar en frente de mí y tuve que echarme unos cuantos pasos para atrás para que su aliento no impactara en mi cara. El hombre estaba confundido o la poca cordura que le quedaba se había esfumado con la bebida.

—No lo...

No pude terminar porque lanzó la copa de vino, la cual terminó hecha añicos al impactar con el piso. Nunca había visto a Christian tan molesto y verlo en ese estado solo podía significar que algo seriamente importante estaba pasando. No me dejé llevar por los nervios, seguro Christian venía a reclamarle algo y se había molestado al no encontrarla. Si Elena no estaba debía haber una razón lógica para ello, eso era lo que me atormentaba. ¿Qué estaría haciendo mientras su familia la busca? Por más molesta y dolorosa que me resultara la razón, seguramente la rubia debía estar paseando por ahí o... haciendo cualquier otra cosa si no estaba con su hermana como prometió. Decidí que era mejor no definir cosa porque el que acabaría con el inmobiliario de nuestro hogar sería yo.

Me acerqué al sofá y me serví una copa de la botella de vino casi vacía. Mierda, de verdad me gustaba el dulce sabor de ese licor. Si ella estuviese aquí y no retozando con otro, me encantaría oírla gemir al probarlo. Mientras yo fantaseaba con la hija del sujeto que estaba en mi sala, pasó un minuto de sumo silencio que se vio roto cuando el padre de mi prometida comenzó a pasarse fuertemente la mano por el cabello a punto de arrancárselo.

—Elena no aparece —habló por fin como una persona.

Por supuesto que estaba en lo correcto. Elena no aparecía y yo no me dejaría llevar porque probablemente la mujer debía estarse carcajeándose de ambos, observándonos desde una habitación de video.

Me encogí de hombros.

—Tal vez debe estar con alguna amiga o con algún compañero de trabajo.

César, estúpido gilipollas. Si estaba con él me las pagaría caro. Mi copa se vació en un trago y en vez de servirme una segunda, tomé directamente de la botella. Luego de sentir cómo el cálido liquido pasaba por mi garganta, me limpié la boca con el dorso de la mano. Levanté la botella en el aire y saludé cada objeto en la sala, esperando a que ella lo viese. Luego de cinco saludos Christian se paró frente de mí y me arrebató la botella. Mascullé una queja, pero dejé de hablar cuando también la lanzó. Ya que era más grande que la copa de cristal, tuve que cubrirme la cara para evitar los vidrios. ¿Por qué no rompía las cosas de su casa?

El hombre me zarandeó por los hombros. Gruñí. ¿No veía que su hija en estos momentos probablemente pudiese estar acostándose con el doctorcito?

Maldito, lo odiaba. Si llegaba a tocarla...

—Elena prometió pasar por mi casa y no fue. La llamo y no contesta. Vengo aquí para ver si su prometido sabe de algo de su paradero y tú solo te comportas como un demente, ¿podrías ser más inútil?

Fruncí los labios. Elena era muy parecida a su padre

—¿Sabe que su hija me dijo lo mismo? —dije fuera de mí sin saber la razón.

¿Por qué dije eso? Con el estado que se traía y si yo seguía diciendo incoherencias la casa terminaría en ruinas y luego tendría que comprar cosas nuevas ya que la princesita de papi necesitaba vivir en un castillo.

—Por supuesto que lo hizo.

En vez de gritarme, el Sr Stamford sonreía más tranquilo que antes como si no esperase nada más de su hija. Claro, si era su viva imagen. Su Mini mí. El momento de tranquilidad fue interrumpido por el teléfono del apartamento. Alargué el brazo para alcanzarlo y descolgué luego de ponérmelo en el oído.

—¿Diga?

—Soy William.

El rubio sonaba muy serio, por lo que me imaginaba que había llamado por asuntos de trabajo.

—¿Qué paso esta vez?

William por ser el jefe de seguridad, estaba al pendiente de cualquier estafa, fraude o negocio sucio las veinticuatro horas del día, los siete de la semana.

—Sebastián, no es de oficina.

Por la línea pude escuchar como su voz pasaba de seria a preocupada. Si no se trataba de negocios, ¿qué era? Christian hizo ademan de acercarse, pero lo detuve con un movimiento de manos. Odiaba que escucharan mis conversaciones privadas y los asuntos que incumbían a William siempre eran privados. En su mayoría solían ser del tipo cosas que nosotros no deberíamos saber. ¿Cómo llegaban esas cosas a nuestros oídos? Fácil, William tenía ciertos contactos en el departamento de policía y uno de sus hermanos trabajaba en el FBI, el cual se dejaba convencer con un fajo de billetes.

—¿Entonces?

Oí como tragaba, preparándose para decir sus próximas palabras.

—Estaba en la comisaría y escuché que encontraron a una chica rubia tirada en el cementerio.

Las posibilidades de que fuera ella eran pocas, traté de calmarme, pero mi subconsciente no dejaba de atar cabos y de formular ideas retorcidas. Por encima del teléfono miré a mi invitado, que al ver mi cara su rostro cambió de ansioso a confundido, desesperado y preocupado.

Elena.

Desaparecida.

Encontraron una rubia tirada en el cementerio.

—¿Y? —pregunté con un hilo de voz que no era propio de mí. Tenía que asegurarme. Si algo le había pasado...

—Es Elena.

ELENA:

Me sentía demasiado cansada, mi cabeza dolía en la zona donde me había golpeado y mis parpados parecían pesar más de una tonelada. Me había desmayado. Hace años que no me pasaba. Tal vez fue por la falta de comida y por alterarme tanto. Abrí los ojos después de varios intentos y me encontré en una habitación de paredes verdes y baldosas blancas. Yo yacía sobre una camilla y a un lado estaba un largo tubo de metal que sostenía la bola con el líquido de mi intravenosa. El modesto cuarto de era pequeño, pero agradable, tanto como puede llegar a ser una habitación de hospital, y tenía dos puertas. Una que me imaginaba que era para el baño y otra para el pasillo.

¿Cómo había terminado aquí?

El vigilante me debió haber encontrado. Vaya susto que se debió llevar. Me imaginé que pensó que yo era alguna víctima de asesinato que tendría que enterrar más adelante. Eso o un fantasma. Giré la cabeza y a continuación solté un quejido, el rápido movimiento me había causado un dolor punzante más un mareo.

En una esquina había un pequeño televisor encendido que transmitía La decisión más difícil, lo que me faltaba. Llorar por una película cuando se suponía que estaba aquí para recuperarme de un ataque de ansiedad. Traté de fijar mi vista en otro lado, pero no pude. Era buena y tan triste. Me quedé viéndola. Iban por la parte del juicio y ya al minuto estaba llorando. Rayos, si seguía así me desmayaría otra vez, pero no era mi culpa. Actuaban bien y el drama era bueno.

Cuando la pobre mamá estaba contestando las preguntas del abogado, la puerta se abrió y alguien entró, pero no aparté mi vista del televisor. Me daba vergüenza que alguna de las enfermeras me viera llorando y no quería marearme.

—Ya te despertaste.

¿Ese es...? ¿Sebastián?

Por impulso giré la cabeza hacia donde se supone que él debía estar parado y tuve que sostenérmela entra las manos para disminuir las náuseas y el dolor, estúpida. Me di cuenta de que traía una venda en la parte izquierda del cráneo, me había dado un buen golpe, pero por lo visto solo había sido una herida superficial. Cuando el dolor mitigó ya él no estaba y la puerta seguía abierta. Casi al instante de su partida Sebastián volvió acompañado de un alterado doctor que traía en una mano una taza llena de agua caliente y en la otra los granos de café. Luego de cerrar la puerta, mi futuro esposo se sentó en la incómoda silla de plástico que ofrecían para los acompañantes. El doctor resultó ser de origen árabe y muy amable siempre y cuando le dejáramos preparar su café que, por atender a los gritos del castaño, no había podido preparar. Luego de improvisar con una hoja, usándola como colador o filtro, me examinó todo el cuerpo tan consciente como yo de los sonidos muy parecidos a gruñidos que Sebastián emitía cada vez que el médico tocaba alguna parte de mi cansado cuerpo.

Finalmente nos abandonó con la promesa de volver con una medicina que me ayudaría a sobrellevar el dolor y las náuseas del golpe. Oh Dios, ya habían pasado cinco minutos desde la partida del doctor y Sebastián seguía sentado en esa silla, observándome en todo momento y poniéndome nerviosa. Se veía cansado, tenía ojeras y cargaba la misma ropa del día anterior, pero su pelo húmedo dejaba claro que se había duchado recientemente.

¿En casa de Sara?

Pude jurar que sentí un dolor superior que el de mi cabeza al pensar en la alocada noche que debió pasar con la pelirroja mientras yo estaba llorando desconsoladamente en un cementerio hasta desmayarme. Decidí dejar de lado a aquellas ideas y centrarme completamente en mi recuperación, luego habría tiempo para los celos y los reproches.

—Hola —me sorprendió diciendo.

—Hola —contesté muy confundida por esa simple palabra que había sonado tan... ¿tierna? Pero entre eso y lo otro, lo que más me había sorprendido era la timidez de su voz. Sebastián podía ser muchas cosas, pero tímido no formaba parte de la lista.

Desde la silla alargó un brazo y pude ver que se debatió consigo mismo de si seguir o no el impulso de tocar mi mejilla. Aunque doliese, inconscientemente mi cuerpo se acercó a su mano y, como si de un gatito se tratase, ronroneé al sentir su suave y cálido tacto. Él suspiró como si también necesitara de esa caricia.

Así seguimos.

El acariciando mi mejilla, mi barbilla y mi frente mientras yo disfrutaba de su tacto hasta que me quedé dormida.

Con sus caricias.



No me enojo si comentan o votan o algo. 

Nos vemos el lunes c:

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