10
ELENA:
Apoyé mi cabeza en el frio cristal de la ventana bostezando, ciertamente estaba mareada y tenía ganas de vomitar en los asientos de cuero de la camioneta del idiota.
—Entonces, nena. ¿A dónde nos dirigimos?
Me tragué un sonido de asco y forcé una sonrisa con los ojos fijos en las estrellas, sin siquiera mirarlo. ¿A dónde íbamos? No podía darle la dirección de mi casa, aunque imaginarme la cara de mi padre al encontrarse en el recibidor a un gigantesco pervertido con dientes de oro me divertía.
Muy a mi pesar deseché la idea. Si aquel muro de masa corporal quisiera acosarme tendría un lugar a donde ir. No era que le tuviera pavor o algo por el estilo por su aspecto de gorila, pero admitía que su actitud furiosa era algo a tomar en cuenta. ¿Por qué coño había aceptado venir con él?
—¿A dónde vamos? —repitió la pregunta irritado.
Maldije.
Si no fuera porque el vago me quitó la cartera, en estos momentos estuviera lanzándome de la camioneta sin importar que aún estuviera en movimiento. Le indiqué la dirección que me había dado Sebastián para mandar las facturas de la fiesta. No era muy lejos y llegamos cinco minutos después. Estacionamos frente al gran edificio y el hombre se giró para repasarme el cuerpo con la mirada, esperando alguna invitación de mi parte.
—Entonces, ¿eres casada? Eso... me excita mucho. —Se impulsó lentamente sobre su asiento hacia mí, violando mi espacio personal mientras se apretaba fuertemente su entrepierna, alargando la mano para tocarme el muslo.
Antes que llegara a tocarme de algún modo, me escabullí asqueada, bajándome del vehículo y suspirando aliviada al escuchar el sonido de mis tacones al impactar con el asfalto. Abajo me di la vuelta y le sonreí tratando de controlar las ganas de reírme o huir al ver como echaba humo por las orejas de nuevo y apretaba el volante. Seguro Vicente también lo ayudaría con sus problemas de ira.
—Comprometida. Llámame —le recordé guiñándole el ojo y volví a girar para pasar las puertas de cristal que llevaban al lujoso recibidor del edificio.
Me acerqué al mostrador de madera donde había un recepcionista joven y corpulento con aspecto de friki utilizando la computadora para jugar Pet Society, enfundado en un uniforme rojo y de botones dorados. Toqué la campanita del mostrador y el recepcionista, molesto, despegó su vista de la computadora donde había algo que parecía un perro bañándose en una habitación. Me miró de arriba abajo alzando una ceja oscura demasiado gruesa.
—¿Qué quiere?
—Soy la prometida de Sr. Broke y le quiero sorprender.
Le ofrecí una encantadora sonrisa y él me inspeccionó, quedando convencido, ya que asintió y abrió un cajón lleno de llaves, sacando una para cerrarlo nuevamente.
—Piso once. Es el único apartamento que está allí. —Me ofreció la llave y yo me dispuse a tomarla, pero antes de que mis dedos le alcanzasen la alejó para preguntarme con voz ronca—. ¿Qué tipo de sorpresa?
Ahogué un grito de indignación. ¿Qué le pasaba hoy a los hombres? ¿Acaso hoy todos habían ingresado a un club pervertido?
—No es de su incumbencia.
Alargué la mano y se la arrebaté.
Ya en el ascensor me relajé un poco en toda la noche y salí del calzado que me estaba irritando los pies sin entender porque las mujeres nos torturábamos de semejante manera. Las puertas metálicas se abrieron dando paso a un pequeño pasillo con pequeños arboles a cada lado de la entrada y un felpudo marrón. Ingresé la llave en la cerradura de la puerta, giré y entré. Cerré detrás de mí y tiré los tacones en el piso. Como esperaba, todo estaba decorado con un estilo moderno. Cuadros caros en las paredes, piso de mármol blanco, paredes negras, pantalla plana junto a un reproductor de música, estanterías de cristal y un gran sofá blanco junto a una mesita, hecha también de cristal sobre una alfombra negra. El espacio era ampliamente grande y cómodo, había un largo pasillo de con unas cinco puertas dónde imaginaba que habría alguna habitación de huéspedes disponible. Abrí la primera que se encontraba a mano derecha y su olor me impactó... olía a él.
A hombre y a cítrico, seguramente su habitación.
No me gustaba husmear, así que, sintiéndome como Alicia en el País de las Maravillas, entré sin ver mucho más que una gran cama y me dirigí al armario. Cogí una camisa de botones, arrancándola del perchero. Al salir con la camisa a cuadros en mano elegí esta vez la tercera puerta a la izquierda, acertando al entrar en una sencilla y linda habitación de paredes blancas y mobiliario del mismo tono. Me quité el vestido, quedando en braguitas, para luego ponerme la camisa de Sebastián.
Me metí entre las sabanas blancas de la gran cama y me acurruqué en una esquina, entrando en un profundo sueño, felizmente pensando que ya las cosas se habían solucionado con Eline y en lo mucho que haría sufrir a Sebas.
Toc, toc, toc.
Ah.
Toc, toc, toc.
No quiero despertar, no todavía. Estoy muy cansada.
Toc, toc, toc
Di vueltas en la cama, enredándome entre las sabanas como un sushi y terminando con medio cuerpo fuera del colchón, con los pies tocando el frio piso. Alcé la mirada y observé el cuadrito blanco que supuestamente era un reloj que estaba sobre la mesita de noche: 6:00 am... era temprano. Me acurruqué aún más en mi imitación de un rollo de arroz, pescado y algas, dando vueltitas por toda la cama como si me estuvieran mojando en salsa soya...
Vaya.
Debía tener mucha hambre como para estar comparándome con un rollo californiano.
Toc, toc.
¿Qué quieren?
—¡Ya Voy!
Salí de la cama como una perezosa arrastrando los pies por el suelo para llegar con lentitud hasta la puerta, abriéndola para asomar la cabeza bostezando. No había nadie. Salí y me deje llevar por el aroma a café recién hecho hasta la cocina, donde me encontré con Sebastián apoyado en el refrigerador de brazos cruzados con esa actitud dominante, posesiva y seductora a la que mi cuerpo recibía gustoso con los brazos abiertos. Usaba un pantalón de algodón que se le ceñía a las caderas. No llevaba camisa, dejando expuesto su bien formado torso con tabletas de chocolate.
Un gemido escapó de mis labios.
Ascendiendo la mirada por su perfecto cuerpo, tratando de ocultar lo mucho que me gustaba lo que veía, llegué hasta sus ojos azules que parecían atormentados y cansados.
—¿Qué haces aquí?
SEBASTIÁN:
Toqué la puerta.
No abrieron. Lo hice otra vez.
Todavía nada. Suspiré. No salía.
Toc. Toc. Toc.
Volví a tocar por milésima vez, más insistente que antes.
—¡Ya voy! ¡Deja de ser un escandaloso! —gritó desde el interior de la habitación.
No me alejé hasta escuchar a través de la puerta cómo se levantaba arrastrando los pies. ¿Un escandaloso? ¿Me decía escandaloso por jodidamente tocar la puerta de una de las habitaciones de mi maldita casa? Me dirigí a la cocina y me serví una taza de café recién preparado, esperándola de brazos cruzados. Por alguna razón aquella mujer había dormido en mi casa, en mi cama y con mi camisa, atormentándome porque mi prometida estaba bajo mi mismo techo. La había visto cuando llegué, desnuda y acurrucada sobre las mantas, pero después había sido incapaz de volver a entrar, por lo que dormí en la habitación de invitados. Temía lo que haría. Temía perder el control y ser el primero, nuevamente, en perder ante esta estúpida atracción.
No cedería de nuevo.
La próxima vez ella vendría arrastrándose.
Lo peor era que me puse tan caliente que olvidé la rabia que me inundó luego de haberme dejado solo en el callejón, largándose con un hombre y en la necesidad de pedirle un teléfono prestado a los travestis. No podía simplemente dar la vuelta al edificio y enfrentarme a los medios y las preguntas que harían, probablemente dirigidas a la ausencia de Elena y a mi compañía... colorida. Mi jefe de seguridad, luego de recogerme, me pidió que le contara lo que sucedió. Cosa que hice como un estúpido pensando que era lo suficientemente maduro como para tomarlo en serio. Pero no. El muy idiota se pasó todo el camino carcajeándose y comentándome cuánto le gustaba Elena.
Lo jodido del asunto era que no podía contradecirlo.
Hermosa e inteligente, Elena representaba para mí una distracción y todo lo que no quería en esta vida. Tenía el poder de colarse en mi mente y profundizarse en mi piel, llenándome de sensaciones demasiado intensas para mi gusto, que no deseaba. Estaba bien con Eline porque aunque era preciosa y sacaba buenos temas de conversación, para mí no lo era con la misma intensidad que su hermana. No me hacía pensar en ella más allá de lo básico. Lo cierto era que no quería volver a atarme a alguien más allá del papeleo.
Nunca más.
Y mucho menos una mujer que había prometido una y otra vez hacer de mi vida un infierno con amenazas llenas de odio. Elena me odiaba y ya lo había mostrado con tantas cosas... Pero también tenía claro que entre nosotros existía una atracción muy explosiva, la cual estaba dispuesto a disfrutar hasta que se apagase siempre y cuando fuera ella la que viniera a mí.
Lo cual tendría que suceder.
Yo me encargaría que cayese rendida a mis pies.
—¿Qué quieres? —gruñó entrando en la cocina, sacándome de mis pensamientos.
Sentí cómo mi respiración se aceleró al verla aparecer por el umbral de la puerta con sus rizos rubios despeinados y ligeramente sonrosada.
Maldita sea.
Se veía tan dulce y sensual con mi camisa demasiado grande para su lindo cuerpo. Dejaba al descubierto un cremoso hombro, mostrando un solamente un poco de su pechos, y sus largas piernas estaban desnudas desde sus muslos. La visión de ellos fue lo que me mató. Le di un gran sorbo al espantoso café que había preparado, tratando en vano de despejarme la mente para mantener el control sobre mí mismo e ignorando la dolorosa necesidad de cubrir cada centímetro de su suave y sensible piel expuesta con mi cuerpo.
—¿Qué haces aquí?
Sin poder evitarlo mi voz salió ronca, más exigente de lo que pretendía. Patético no era suficiente para describirme en este momento. La evolución del hombre había retrocedido unos siglos conmigo.
—Dormir —dijo dirigiéndose hacia la cafetera.
Al hacerlo pasó frente de mí.
Inconscientemente inhalé su aroma: vainilla.
Tenía que acabar con esto pronto. Muy pronto.
Ansiosa comenzó a abrir y cerrar cajones, uno tras otro. Cuando se rindió emitió un suspiro. Distraído alcé la mirada de su perfecto culo y la vi a los ojos. Arqueaba una ceja.
—¿Las tazas?
Le señalé el cajón más arriba al que tenía abierto. Ella se alzó para abrirlo, permitiéndome disfrutar nuevamente de su precioso trasero cubierto con bragas negras de encaje. Quería tanto pasar mis manos por la suave piel que dolía. Escogió una simple pieza de porcelana blanca y se sirvió.
—¿Te trajo acá directamente?
Me refería al gorila y ella lo sabía.
—Si lo que quieres saber es si lo hicimos...
Se calló momentáneamente, mirando hacia sus pies y dejándome en suspenso. Oh, no. Si miraba el suelo era signo de algo.
—¿Y...? —le alenté a continuar.
Alzó la mirada hacia mí.
—Lo hicimos tantas veces como pudimos en los cuatro minutos que duró el viaje hacia acá, tal vez unas tres mil veces. —Puso los ojos en blanco y me trague un suspiro de alivio—. Ese hombre asusta, ¿por qué crees que estoy aquí? Ni siquiera quería que tuviera la dirección de mi padre, sin importar que esta esté en internet. No tendrá acceso a mi casa de ninguna manera y punto.
Mi cuerpo se tensó.
—¿Él te hizo algo?
Lo jodidamente mataría si así fue.
—No, ¿por qué? ¿Me vas a defender, Hulk? Porque si es así... —Al ver que no había humor en mí dejó de hablar—, No, no me hizo nada.
La temperatura en la cocina descendió y se formó un espeso silencio que solo se vio roto por el sonido del timbre. La miré y ella entendió lo que quería decir. Dejó la taza en el fregadero y salió de la cocina en dirección a la habitación para cambiarse. Ya en el recibidor abrí la puerta y me encontré con Sara usando una minifalda y una camisa verde que le llegaba hasta el ombligo, dejando ver sus curvas.
Mierda.
—¿Qué haces aquí?
Ya me estaba empezando a cansar la pregunta.
Hablaría con la seguridad del edificio hoy mismo. Mierda. Las mujeres simplemente no podían seguir cayendo del cielo en mi apartamento sin que las llamara. Se suponía que mi piso era privado y que para acceder a él necesitabas mi autorización. Ella iba a responder, pero Elena, utilizando el vestido de la noche anterior, apareció recogiendo sus tacones del piso. Me pasó por un lado y salió del apartamento sin despedirse de mí, ignorando a la pelirroja.
No la detuve pensando que era lo mejor.
—¿Qué hace ella aquí? —Señaló el ascensor por el cual había desaparecido Elena. Luego se acercó a mí sin darme tiempo para responder y rodeó mi cuello fuertemente con sus brazos, asfixiándome—. No importa, sé que de todas maneras a ti no te gusta ella tanto como yo.
¿En serio?
No esperó una respuesta de mi parte y literalmente se lanzó sobre mí. Terminé cayendo junto a ella en el piso porque me tomó con la guardia baja. Mis labios se juntaron con los suyos hasta que, por el rabillo del ojo, me di cuenta de movimiento proviniendo desde el pasillo. Sara había dejado la puerta abierta. Jodida estúpida.
Elena nos vio.
Lo que ya era más que obvio ahora estaba más que confirmado.
ELENA:
Eline vino a buscarme cuando llamé. Luego de irnos a casa para bañarme y cambiarme, nos fuimos para pasar toda la tarde de compras junto a Marta. Me lo merecía después de todos los acontecimientos recientes. Luego de las tres Marta se cansó de caminar y Eline decidió llevarla a casa, yo me quedé con la excusa de tener que comprar algo que necesitaba con urgencia cuando lo que en realidad quería era tiempo a solas. Terminé comprando alguna que otra cosa, sorprendiéndome al elegir un juego de diez tazas con lemas muy divertidos como: te apuesto un brazo a que utilizas esto para beber o te espero caliente en la cocina, el café. Cuando llegué ya eran las seis de la tarde y me sorprendí al encontrar a mi padre y a Sebastián hablando en la sala. El primero se notaba molesto y el segundo algo nervioso. Una sonrisa se extendió por mi rostro.
Al entrar ambos se voltearon a verme. Me acerqué, dejando delicadamente mis compras en el piso—. ¿Qué pasa aquí?
Sebastián me miraba disculpándose con los ojos, confundiéndome aún más. Para mi aumentar mi intranquilidad mi padre se acercó a mí sonriente, me tomó del brazo y comenzó a decir lo decidido que estaba con lo que iba a hacer. Eventualmente me cansé y le exigí que lo soltara.
—Eres tan impaciente como...
Bufé. ¿Cuántas veces he oído eso?
—Como tú, ya lo sé. Ve al grano o me voy.
—De acuerdo, si así lo quieres... —Me miró esperando una afirmación de mi parte y asentí suavemente con una ligera inclinación de cabeza—. Bien, Elena. En vista de que él y tú no se conocen de nada, a partir de hoy te vas a vivir con Sebastián. Ya tus cosas están allá. Así podrán familiarizarse antes del matrimonio.
Mi barbilla cayó abierta.
Ya veía por qué el drama en los ojos de Sebastián.
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