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• 2: Miel •

Capitulo dos

Miel


Lorraine

Al terminar nuestros cafés pedimos otros, unos minutos después la lluvia cesó y ambos nos despedimos:

—Fue un placer conocerte, Lorraine.

Sonreí emocionada, como me había pasado toda la tarde después de chocar con él.

—El placer fue mío, espero volver verte.

—Lo mismo digo.

Me dedicó una última sonrisa y empezó a retroceder alejándose en dirección contraria. Mientras yo mordía mi labio inferior intentando ponerle un nombre a todo lo que sentía. Me di la vuelta y empecé a caminar hacia el edificio, pero al sentir una mano cálida en mi brazo me giré para ver quien me tocaba y tal vez reclamar por ello.

Era Joyce.

—¿Pasa algo?

—No, perdón —retiró su mano al ver que me incomodaba un poco, pero mi reacción a su toque fue un acto reflejo, aunque no me importó cuando me tocó en el momento en que chocamos, no me gustaba que me tocaran de forma repentina. Aunque con su toque me sentía... diferente.

—Tranquilo, son mis defensas —no quería que se escuchara como se escuchó pero Joyce entendió muy bien lo que le decía—¿Qué sucede? —Pregunté nuevamente, intentando desviar su atención de ese tema.

—Está bien, es que me sentí como un estúpido al no ofrecerme a llevarte a tu casa. ¿Puedo?

Medité la pregunta, y en mi mente algo gritaba que no le regalara mi ubicación, sin embargo, sabía muy bien lo que mi corazón sentía y no lo sentiría por cualquiera ni por ilusión mía. Y le dije que sí.

Empezamos a caminar hacia el edificio en silencio, había una pregunta no formulada rondando en el aire que él no se atrevía a hacer o no la hacía para no incomodarme. Pero la verdad, hablar con él me complacía.

Llegamos al edificio en silencio y cuando iba a despedirme de él noté en su semblante cierto nerviosismo. Alcé una ceja y él aclaró su garganta.

—Este… vivo aquí en París, ¿crees que podamos conocernos? —He de admitirlo, no me esperaba la pregunta justo en ese momento.

—Por supuesto, y que conste: no hago esto con todos los desconocidos que se me acercan.

Soltó una risa leve que me hizo sonreír.

—Lo percibo.

Creí que me ofrecería su mano, creí que besaría mi mejilla o, creo que en realidad lo deseaba, pero Joyce me regaló una última sonrisa y me señaló el edificio. Era sábado por la noche y estaba algo cansada, aún caían gotitas de lluvia, yo necesitaba abrigarme más y por ello me hubiese gustado invitarlo a pasar. Tal vez otro día.

—No me iré hasta que entres.

—Buenas noches, Joyce.

—Buenas noches, Lorraine.

Me dirigí hacia la entrada del edificio y él no despegó su vista de mí hasta que la puerta me ocultó su mirada. Luego de entrar subí al ascensor para dirigirme a mi piso y entré, cerré la puerta con llave, me di una cálida ducha, me puse el pijama, preparé pasta para cenar —mi plato favorito en todas las formas posibles de su preparación—.

El espacio no era tan grande, pero sí cómodo y bonito. No consideraba necesario gastar gran parte de mis ahorros pagando un monto innecesario de alquiler cuando perfectamente podía tener un espacio (aunque pequeño) pero suficiente para mí. Había logrado ahorrar una buena cantidad de dinero durante el tiempo que trabajé en  una buena editorial leyendo manuscritos y dando mi punto de vista acerca de ellos, tanto como lectora como alguien que me dedicaba a escribir mis propios textos.

Mientras trabajé allí nunca me atreví a dar el paso de sacar alguno de mis escritos del anonimato, ni siquiera lo intenté.

Desde los diecisiete años quise ser independiente y no por ser infeliz con mis padres, sino porque me encantaba tener mi propio espacio y era muy autosuficiente. Y aquí estaba, gracias a ese sueño de vivir sola, cinco años después con una beca en una de las mejores universidades de París y con unos ahorros que me permitirán vivir solo para escribir, comer y estudiar durante un buen tiempo. Entre esos ahorros también estaba el dinero que me enviaban mis padres. En realidad creía que yo debería enviarle a ellos (pues ya tenía la edad suficiente), pero el señor y la señora de cincuenta y seis y cuarenta y siete años decían que no habían ahorrado toda su vida para no consentir a su única hija. Solo me pedían que les llamara todos los días antes de dormir, que les contara mi día y que en vacaciones fuera a pasar tiempo con ellos. Y yo gustosa lo hacía, esos viejos eran mi vida. Los amaba demasiado.

Luego de poner en la pantalla una melodía de piano me dirigí a mi área de escritura, que no era la misma para hacer mis tareas, por cierto, para mí los estudios y la escritura eran cosas muy distintas y siempre me encargaba de separarlas. Es una habitación dividida por una cortina semitransparente, en el lado que queda frente al ventanal con la vista hacia la ciudad, estaba mi área de escritura, decorada con plantas que cuido muy bien, en un extremo de la pared pequeñas notas con colores fucsia, mi estantería de libros, luces de colores tenues y el pequeño escritorio. Sobre este descansaba mi computadora para escribir, que era un poco más vieja que la que recibí para la universidad, y en los cajones (que eran tres) guardaba mis accesorios para marcar y subrayar libros, las libretas y los bolígrafos de colores.

En la otra mitad de la habitación, había un escritorio igual que el de mi área de escritura, encima de él estaba la computadora de la universidad, la montaña de libretas —en los cajones había más—, una lámpara, y, en los tres cajones, tenía los bolígrafos, libretas grandes y pequeñas. En una pared estaba el estante de libros de estudio y también allí tenía luces de colores.

Recogí las cortinas del ventanal para ver la ciudad bañada por la noche, iluminada únicamente por las luces de las torres, tiendas, casas, hoteles, edificios y rascacielos.

Suspiré al saber que iba a escribir  observando París, era un sueño que vivía todos los días y nunca me cansaría de él. Sin perder tiempo, me senté en el escritorio, después saqué una libreta nueva para escribir sobre mi nueva fuente de inspiración: Joyce Leclercq.

Tomé un papel con diseño de pergamino y el lápiz empezó a moverse solo. Yo ni siquiera sabía lo que estaba escribiendo, solo me dejé llevar por la inspiración, las sensaciones y la satisfacción que sentía por estar en casa, en paz y sin preocupaciones.

Minutos después observé el resultado: Un poema.

Miel

Él era hermoso, delicado, y viril,
digno de cambiar mi manera de vivir

Su voz era melodiosa, como cántico angelical,
tan masculina como para hacerme suspirar.

Su sonrisa era tan dulce,
a la vez tan sugerente

Sus ojos eran de un indescriptible color miel,
y yo estaba lista para perderme en él.

Me sorprendió a mí misma lo que había escrito. Hacía mucho tiempo no escribía así inspirada por un chico, pero, parecía que Joyce se encargaría de quitar las telarañas a mi lado meloso y expresivo.

Apenas lo ví por primera vez hacía unas horas.

Pero, al parecer, para enamorarse; un segundo, o un choque, era más que suficiente.

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