
Capítulo I: Lo que trajo el otoño.
Lia no creía en el destino hasta el día que lo conoció. Comenzaba el otoño en Almaty y los tonos naranjas y dorados que lucían los árboles, eran un espectáculo deslumbrante al atardecer. Pasadas las cuatro, como de costumbre, salió a pasear con su hijo David. Hacía más de un año ya que habían emigrado desde Cuba hasta Kazajistán, pero aún no lograban adaptarse.
—Al menos los paisajes son hermosos, ¿verdad, mi amor? Deberías llevar tu nueva cámara y hacer algunas fotos de camino a la tienda —le dijo a David.
Ambos salieron, llevando una mochila con sus documentos, dinero, celulares y las bolsas para las compras. Las calles cercanas al sitio donde vivían, lucían tranquilas a esa hora del día. Casi no se veía caminar a nadie o transitar algún auto por la carretera. David salió corriendo para adelantarse a su madre y así tener más tiempo para tomar sus fotos, ella le gritó:
—¡No te alejes tanto! ¡Quédate donde pueda verte! —A pesar de la tranquilidad que se respiraba en ese lugar, una madre siempre está alerta.
El niño reía con sus travesuras y tomaba fotografías desde diferentes ángulos. Atrás habían dejado el pequeño vecindario donde se encontraba la casa que habitaban, con sus techos triangulares y las cercas de madera enmohecida. Dos pequeños bosquecillos de arces y abedules se extendían a ambos lados de la amplia vía. El pequeño intentaba capturar con su cámara los colores áureos y rosáceos del ocaso combinados con el amarillo y escarlata que lucían las hojas de los árboles. Cada paisaje parecía haber salido de un cuadro surrealista. El único sonido que podía escucharse era el de la extensa alfombra de hojarasca que crujía bajo sus botas de cuero al caminar.
De vez en cuando, una brisa fría les helaba el rostro y hacía caer algunas hojas sobre sus cabezas. Lia se detuvo un instante y respiró profundamente, haciendo que aquel denso olor a tierra húmeda penetrara por sus fosas nasales y se extendiera por todo su cuerpo; ese simple gesto la llenaba de paz. De pronto, la joven escuchó a su hijo gritar:
—¡Mamá, ven rápido! ¡Mira! —dijo mientras señalaba al otro lado de la carretera.
Lia corrió sin lograr ver todavía lo que le indicaba el niño. Justo cuando llegó junto a él, lo vio: un joven alto y delgado intentaba sostenerse en pie aguantándose del tronco de un árbol, hasta que no pudo más y cayó al suelo, desmayado. Lia y David, sin pensarlo dos veces, cruzaron la calle para socorrerlo. Ella le sostuvo la cabeza, mientras intentaba despertarlo:
—¿Señor, puede escucharme? ¿Se dio algún golpe al caer? —le habló ella en kazajo, pero el hombre intentaba decir algo que no lograba entender.
—Creo que dijo que no se golpeó —tradujo David.
—Ven, ayúdame, aflójale la bufanda y la chaqueta —indicó Lia a su hijo al tiempo que examinaba la cabeza del desconocido, buscando indicios de que estuviese herida o golpeada.
Entretanto, David le quitó las gafas de sol que llevaba puestas, aflojó la bufanda gris que tenía alrededor del cuello y le zafó algunos botones de su chaqueta, mientras ella continuaba examinado su cuerpo, buscando una posible causa del desfallecimiento; luego le midió el pulso, colocó su cabeza sobre las piernas del niño y elevó sus pies con una roca, a la vez que intentaba encontrar en su mochila algo para reanimarlo. Halló un pequeño frasco de antibacterial que no dudó en destapar y acercarlo a su nariz. Tomó su celular y llamó a emergencias, a pesar de que tenía amargas experiencias con respecto a este servicio. La operadora no entendía muy bien sus indicaciones debido a su pronunciación del idioma kazajo, por lo que tuvo que repetir varias veces la dirección donde se encontraban. El joven abrió ligeramente los párpados. El pequeño, que miraba a lo lejos desesperadamente en busca de algún auto o persona que pudiera ayudarlos, reaccionó:
—¡Mira, mamá, abrió los ojos! ¡No puede ser! ¡Se parece mucho a ese artista famoso que tanto miras en Youtube por las noches!
—¡No hay tiempo para eso, David! Sea quien sea tenemos que ayudarlo. Voy a tratar de hablar con él —y, diciendo esto, se dirigió al joven—. Hola, ¿me escucha? Voy a intentar levantarlo del suelo, pero necesito que me ayude porque mi hijo y yo no podemos con usted. Apóyese en mi hombro e intente incorporarse poco a poco, si cree que puede permanecer sentado.
El desconocido siguió sus instrucciones sin decir nada, aunque se veía con mejor semblante.
—Yo pedí una ambulancia, pero se están tardando en aparecer —volvió a decir ella minutos después.
—Al hospital no, por favor —balbuceó; Lia entendió perfectamente por qué lo estaba pidiendo.
—Está bien, mi casa está cerca, ¿cree que puede ir caminando hasta allí con nuestra ayuda? Yo soy doctora, así podré examinarlo mejor.
El joven asintió y, con mucho esfuerzo, logró levantarse. A duras penas, pudo caminar lentamente hasta la pequeña casa donde vivían Lia y David. Lo acostaron en el sofá y ella corrió al cuarto para buscar los utensilios de médico óptimos para realizarle un examen físico más detallado.
Lia había estudiado medicina en Cuba y lo ejerció por varios años hasta que emigró. Debido a que no dominaba totalmente los idiomas oficiales de Kazajistán (kazajo y ruso), no había conseguido ni siquiera trabajar en algo similar desde que arribó a este lejano país, pero siempre viajaba a todas partes con el estetoscopio y demás instrumentos propios de un doctor, nunca podría separarse de ellos.
Le terminó de zafar la chaqueta, levantó su camiseta y, con ayuda de David, lo volteó para auscultarlo. Luego le hizo un test de glicemia con un glucómetro, palpó su abdomen, midió su presión arterial, pero, afortunadamente, todo estaba en los parámetros correctos.
—¿Usted siente algún dolor? Se ha golpeado con algo? —preguntó Lia al tiempo que el joven movía la cabeza a ambos lados en señal negativa—. Entonces descanse un rato, todo está bien con su cuerpo, aparentemente, no se preocupe. Estamos en mi casa, ¿está bien? Cuando despierte, le avisamos a su familia para que venga a buscarlo y lo lleven a un hospital para salir de dudas. Voy a prepararle una sopa.
—¿Mamá, qué tiene? Yo sigo diciendo que se parece mucho al cantante.
—Solo está cansado, mi amor, mira sus ojeras; además tiene los ojos rojos, como quien ha dormido poco o prácticamente nada, creo que solo necesita descansar. También me parece que es ese artista del que hablas, pero no lo molestes ahora con eso, deja que duerma, le hace falta. Tú ve a hacer la tarea mientras yo preparo un caldo para cuando despierte —diciendo esto, entró en la cocina, dejando al joven dormido en su sofá.
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