19🌺 El benefactor
—¡Maestra Cali, maestra Cali! —me llaman un par de niños de seis años, estirando el rodillo de mi vestido con sus pequeñas manitas manchadas de pintura acuarela— ¡Enma ha vuelto a orinarse encima!
—¡¿Qué?! — dejé de borrar inmediatamente el pizarrón, para voltearme a buscar a Enma, quien en efecto, se había "liberado" sobre su silla y ahora había líquido amarillo goteando de los extremos y formando un charco en el suelo— Oh no... no otra vez, Enma.
El pequeño niño me mira con lágrimas en los ojos, y una expresión de arrepentimiento total que provoca un pronunciado puchero sobre sus labios, él coloca las manos entrelazadas sobre su pecho, y entonces, empieza a llorar desconsoladamente. "Ah, genial". Con un largo suspiro apesadumbrado, dejé el borrador sobre el marco de la pizarra y me dirigí a limpiar el pequeño desastre que el pequeño Enma había causado.
Cuando elegí ser maestra para los niños de kinder y preescolar, jamás me imaginé que tendría que lidiar con asuntos como estos. Por alguna razón, siempre me había visualizado cantando cunas para dormir y haciendo crecer frijoles dentro de frascos de vidrio para los niños, o nada más emocionante que plantar margaritas en el patio trasero del orfanato donde enseñaba. Pero había olvidado un detalle importante: No todos los niños eran limpios y tiernos.
Y que estuviera trapeando pipí ahora mismo, lo confirmaba.
Sin embargo, a pesar de esto, y de que a mi padre le había decepcionado en sobremanera haber estudiado para maestra en lugar de alguna carrera importante como leyes o medicina, como mis primas; no cambiaría mi profesión por ninguna otra. Podría ser difícil. Pero los niños huérfanos del Orfanato Santo Tomás de Aquino, necesitaban a alguien que se preocupara por ellos, y, sentir que eran imprescindibles al menos para una persona. Porque para un huérfano, no importa cuántos juguetes o dulces reciba, lo único que verdaderamente anhelan al final del día, es obtener un poco de calidez humana.
Cuando acabé de limpiar el pipí del suelo, llevé a Enma al baño de niños para cambiarle la ropa mojada por una nueva que llevaba en la mochila (preparada para estos típicos imprevistos). El baño era estrecho y limpio, con retretes especialmente pequeños para niños, y tenía dibujos de cachorritos en el papel higiénico. ¡Oh! Y cuánto agradecía el fuerte olor a lavanda del ambiente que se sobreponía al olor de la orina, hacia todo más fácil para mi sensible nariz.
—Lo shiento — susurró Enma, después de abrochar su pequeño cinturón. Tenía las mejillas, la nariz y los ojos rojos aún por el llanto, pero las lágrimas habían dejado de fluir como ríos—. Pensé que podía aguantar... lo shiento.
—¿Cuántas veces debo decírtelo, Enma? — comencé en tono suave, mientras le acariciaba los adorables rizos castaños que caían sobre su frente— Sí necesitas ir al baño, solo debes pedírmelo, ¿sí? No tengas miedo.
—Es que la hermana Laura siempre se enoja conmigo cuando le digo que quiero hacer pipí...
—Ah, esa bruja — siseé para mi misma, negando con la cabeza.
—... yo no quería que también te enojaras conmigo — continuó Enma, con los ojos brillantes de nuevas lágrimas que amenazaban por desbordarse— así que me aguanté. Yo soporté mucho lo juro...
—Ay, bebé— le apachurré las mejillas con la punta de mis dedos, ¿cómo alguien podía ser malo con este niño tan bello?, ¿por qué no lo adoptaban? No lo comprendía—. Ya te lo dije, cuando tengas ganas de ir, solo pídemelo.
—¿Aunque ya haya ido tres veces?
—Aunque ya hayas ido cinco veces — respondí, y entonces le ofrecí la mano, y cuando me la estrechó, salimos del baño para regresar a clase juntos.
En verdad, desearía ser capaz de adoptar a todos los niños del orfanato. A veces fantaseaba con eso, sentada en el pequeño sofá de mi casa a las tres de la madrugada mientras veía películas, sintiéndome abandonada, pensaba en los niños sin padres que debían preguntarse todos los días sobre por qué existían para solo sentirse miserables. "¿Por qué mis padres no me quisieron?" Algunos de ellos me habían preguntado... ¿Qué se supone debía contestar? "No lo sé, pero no tienes la culpa".
Nadie merecía sentirse solo, pero para un niño que aún no entendía nada del mundo, la soledad podría convertirse un verdadero infierno.
De camino por el pasillo, me llamó la atención el extraño barullo que provenía de los salones de primaria, puesto que los niños normalmente eran tan calmados hasta la hora del receso. Eché un vistazo al salón del segundo grado cuando llegué delante de este, y al instante, encontré a la hermana Laura gritando a sus alumnos para que dejaran de saltar sobre las mesas y lanzar sus cartucheras contra los ventiladores en movimiento.
Esquivé justo a tiempo una de Hello Kitty cuando estuvo a punto de darme en la cara.
—¡Cálmense, Cálmense! — Gritaba la hermana Laura, con los pómulos ruborizados de rabia— ¡Mocosos del diablo! ¡Sentados, sentados!
A mi lado, Enma se escondió detrás de mis faldas, asustado de los arrebatos de la monja. Me agaché a su lado de cuclillas, y haciéndome oír por sobre el ruido, le pregunté:
—¿Puedes regresar a clases solo? — Enma asintió débilmente— ¡Ve! Estaré contigo muy pronto.
Enma asintió una última vez, luego echó a correr por los pasillos sin mirar atrás. Me enderecé. Miré con una disimulada sonrisa de diversión hacia la hermana Laura que parecía a punto de sufrir un infarto, y acto seguido, grité:
—¡BUENO, SUFICIENTE! ¡BASTA A CALLAR! — Y al instante, los niños enmudecieron. Toda la atención recayó en mí. Coloqué mis brazos en jarras, y les di mi mejor mirada amenazante— ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza, chicos! ¡Sigan portándose mal, y les prometo que los domingos de carne asada, acabarán!
Los niños se quedaron inmóviles por un segundo, mirándome horrorizados, y entonces, se apresuraron al mismo tiempo a trompicones para sentarse nuevamente en sus asientos. De pronto, ya no tenía monos saltando sobre las mesas, sino niños de bien fingiendo aprenderse la tabla del dos. Encima de ellos, una media colgaba de una de las aspas del ventilador en movimiento. Moví mi atención hacia la hermana Laura que dejaba salir un largo bufido de estrés.
—Ah, muchas gracias Calipso —dijo, dirigiéndose tambaleante para sentarse detrás de su escritorio— Realmente tiene un gran talento. Logras controlar hasta el niño más revoltoso. No sé cómo lo haces.
Formé una sonrisa humilde, y me encogí de hombros.
—¿Ha ocurrido algo, hermana?
Ella hizo un gesto vago con la mano, mientras se arreglaba el velo de la cabeza con la otra.
—Solo lo de cada año. Pero esta vez, él decidió detenerse aquí para decirle a los niños que había traído juguetes para todos y...
—¿Quién?
—El benefactor del orfanato, ya sabes, él... ¡Hey! ¡Cuidado, el piso está recién encerado!
Salí corriendo apenas escuché de quien se trataba. ¡El benefactor del orfanato! Siempre había querido conocerlo, pero el tipo, o tipa, sea quien sea, nunca había venido personalmente para entregar el dinero (lo dejaba en una cuenta en el banco) y por alguna razón, le gustaba mantener el anonimato. Lo único que sabía era que se trataba de alguien famoso, una persona que vivió aquí por mucho tiempo, y que alcanzó el éxito después de huir de este pequeño pueblo de mierda.
Era lo más cercano a un ídolo que podía tener, mientras otros perdían el tiempo idolatrando a estúpidas estrellas de rock o futbolistas, que no darían un centavo, si no se trataban de putas o lujos.
Me detuve delante de la puerta de la directora mediante un patinazo que casi me lanzó de bruces contra el suelo. Mi corazón retumbaba de felicidad. Mis dedos temblaron cuando agarré el picaporte y empecé a girarlo. Si este lugar seguía en pie y podía dar de comer a sus más de cien niños huérfanos no era gracias a la caridad del pueblo o del alcalde. Era todo gracias a esa "única" persona, con el corazón más grande que el de un elefante. Así que abrí la puerta olvidándome de mis modales.
"¿Cómo será él? ¿Un filántropo? ¿Un sacerdote? ¿Un político?"
Entré y mi falda se levantó un poco por encima de mis muslos a causa del ventilador de pie puesto detrás de mí.
"¡No me importa! ¡Aunque sea un mafioso o un puto proxeneta, él ha estado ayudando a estos niños y yo iba a agradecérselo besando sus pies o..."
—Muchas gracias, tesoro — la directora Inés acababa de aceptar el cheque que aquel brazo, tatuado con llamas de los codos hasta la muñeca, le extendía—. En serio. Ya no tengo palabras que reflejen mi completo agradecimiento y... ¡Ah, maestra Calipso! Justo iba a llamarte — la directora me saluda con una gran sonrisa jubilosa—. Siempre me has dicho que querías conocer a nuestro benefactor si algún día pasaba por aquí personalmente, pues, al fin aquí lo tienes. ¡¿No es una gran suerte?!
Entonces, el hombre sentado sobre la silla, se volteó hacia mí. Sentí que mis pulmones eran vaciados de aire... Y me quedé contemplando los tatuajes de llamas rojas de sus brazos, miré sus rizos marrones con puntas teñidas en rojo, me fijé en su piel trigueña, y luego, mis ojos se quedaron permanentemente clavados sobre los suyos mientras sentía que el ceño en mi frente se profundizaba cada vez más. Creo que nunca me había sorprendido tanto como ahora.
Y mi querido benefactor, idealizado por mi mente, abrió los labios patidifuso al reconocerme.
—¿Leo? — mis labios articularon su nombre, pero no salió ningún sonido de ellos. También quería soltar un alto: "¿Qué carajos?" Pero eso no era algo que le gustaría oír a la hermana Inés.
—Leo, ella es Calipso Belladona. Maestra de kinder y preescolar — continuó la hermana Inés, ignorante del shock en el que me encontraba. Ella se veía muy feliz, y ya había guardado el cheque cuidadosamente dentro de su escritorio con llave—: ¿Sabes? ¡Nuestra querida Calipso ha anhelado conocerte desde hace muchísimo tiempo! Me había dicho que abrazaría y besaría apenas tuviera en frente al benefactor —echó una risita— pero creo que la emoción le ha ganado. Calipso, por favor, este es tu momento.
—Yo... — inicié, y entonces, el ventilador volvió a soplar detrás de mis piernas, tanto, que esta vez levantó mi falda para darles a Leo y a la Hermana, una perfecta vista de mis muslos y mis bragas color rojo pasión. Solté un mini chillido, y apreté velozmente mis puños sobre la tela de mi falda contra mis piernas—. ¡Lo siento tanto! — balbuceé, con las mejillas en llamas mientras la directora carraspeaba incómoda.
—Oh, tranquila... eh, los accidentes ocurren...
Miré a Leo, éste intentaba ocultar torpemente su sonrisa depravada, colocando una mano sobre sus labios. Fracasó.
—¿Ese era el agradecimiento? — susurró, pero de igual modo lo oí, y también la directora— No me importaría recibir más.
Sentí ganas de abofetearlo.
—¡Leo! — la hermana Inés lo regañó, y empezó a negar con la cabeza—. Oh, Leo, podrás haber cambiado tu nombre, pero no tu esencia. Sigues siendo el mismo muchachito desvergonzado que le sacaba canas a la hermana Fredesvinda.
—¿Cambiaste tu nombre? — Pregunté de inmediato, reemplazando mi enojo por incredulidad. La sonrisa maliciosa de Leo desapareció, y evitó mi mirada con evidente incomodidad. Su respuesta fue vaga y seca:
—Hmmm... algo así.
En eso, el teléfono sobre el escritorio de la Hermana Inés empezó a sonar. Ella estiró una mano para agarrar el aparato, pero antes de alzarlo y contestar, se dirigió a nosotros con una sonrisa de disculpa:
—¿Me permiten un momento, por favor? Es una llamada importante que había estado esperando. Servicios sociales, ya saben.
—Claro — concedió Leo, poniéndose de pie al mismo tiempo que jugueteaba con unas llaves de auto entre sus dedos—. Aprovecharé el tiempo para entregarle a esos engendros de Satanás los juguetes que les traje.
—¡Leo! Cuida tu boca frente a Jesús — advirtió la hermana Inés, haciendo un ademán vehemente hacia la estatuilla del Sagrado Corazón de Jesús sobre su escritorio, que juraría estaba mirando a Leo con reprobación. — ¡Y más te vale no haber traído algo que le molestaría a nuestro señor Dios!
Dicho eso, la directora alzó el teléfono y se dispuso a conversar con la persona del otro lado, en tanto Leo, luciendo cierta preocupación en su faz, le daba algunas palmaditas sobre la cabeza de Jesús como diciendo: "Sólo bromeaba, compa". La estatuilla de Jesús pareció sonreír con calma. Finalmente, Leo se giró en redondo para dirigirse hacia la salida, pero apenas dio tres pasos al frente, volvió a detenerse, esta vez justo delante de mí con sus ojos casi taladrando los míos.
Sentí que me ponía un poco nerviosa. Él tal vez no era tan alto como Jason o Percy, pero seguía siendo más alto que yo, por lo que tenía que levantar un poco el mentón para mirarlo a la cara. Esto, provocaba en mí, cierta sensación de inferioridad. Además, era la primera vez que lo tenía tan cerca y podía contemplar más detalles de su rostro que antes pasaba desapercibido, como que sus iris tenían cierto tinte rojizo como brasas semi encendidas desperdigadas sobre la tierra, o que sus labios poseían un bonito perfilado que parecían invitarte a conocerlos y...
Demonios, no sabía lo que estaba pensando, solo estaba parado delante de mí y se me ha ido el santo al cielo.
—Permiso, nena, necesito pasar — dijo Leo, mostrándome una sonrisa divertida.
Me quedé viéndolo confusa, luego entendí a qué se refería: estaba obstruyéndole la puerta, y también noté que seguía estrujando la tela de mi vestido entre mis puños. Primero solté mi vestido, luego me hice a un lado para dejarle el camino libre. Leo asintió agradecido, y seguidamente, abrió la puerta y se marchó. Por un momento me quedé quieta, sintiéndome muy descolocada de la reacción de mi cuerpo ante su cercanía, después, salí disparada por la puerta para alcanzarlo.
Tuve que correr un poco, pero al cabo de unos segundos, lo logré. Sujeté su brazo con fuerza sin pensarlo y detuve su caminata, Leo se giró para mirar quien era la loca o el loco que se aferraba a él con la vida, su rostro no ocultó a tiempo el estupefacto cuando observó que se trataba de mí.
—¿Realmente eres el benefactor? — demandé, sin poder ocultar la incredulidad casi ofensiva de mi voz.
Leo formó una mueca sarcástica.
—Pensabas que solo tiraba mi dinero en mujeres y drogas, ¿eh?
—Yo... es que... — aparté la mirada. Era justo lo que había pensado, y me sentí mal por haberlo estereotipado tan erróneamente, pero, incluso así, me era imposible hacer mi orgullo a un lado y disculparme— Solo... no eres para nada lo que imaginaba que sería un benefactor.
Leo zarandeó su cabeza teatralmente, como si le hubiera dado un disparo. Un fingido desmayo le aconteció, y se enderezó en el último segundo antes de chocarme. Rodé los ojos, y entonces noté que aún mantenía mi mano sobre su brazo. Aparté mi mano y jugueteé con un hilo suelto de mi vestido en su lugar. Leo metió la suya dentro del bolsillo de su tejano y luego soltó un bufido lleno de mofa para mí.
—Sí bueno, ¿maestra? —alzó sus cejas muy alto— Tampoco me lo imaginaba de ti.
—¿A qué te refieres? — exigí enojada. Estaba cansada de siempre recibir la misma reacción de todos cuando les decía que era profesora. ¿Cuál era el problema? ¿Debía cumplir cierto aspecto para serlo? ¿Pasar por una prueba que ignoraba?
— Oh, bueno, ya sabes... — deliberó Leo, a propósito para sacarme de mis casillas— eres tan estricta y exigente. Normalmente las maestras son dulces señoras de treinta para arriba, amables y generosas que regalan caramelos a sus alumnos. Tú te ves regalando coscorrones en vez de caramelos.
—¿Y eso qué? — debatí, conteniendo un puchero—. Las maestras pacientes son las que terminan encerradas en un baño los jueves a las cuatro de la tarde, llorando y comiendo carbohidratos porque sus estudiantes no se portan bien.
Leo echó la cabeza hacia atrás, y se rio desenfadadamente. El sonido fue reconfortante, y esfumó el malhumor que sentía en un santiamén, sin embargo, deseché esa idea apenas lo noté. "Sólo estoy deslumbrada porque acabo de descubrir que él es el benefactor que tanto apreciaba en mi mente" — me dije, notando el estómago un poco revuelto como si acabara de tomar algo cálido y explosivo que se extendía por todo mi cuerpo— "Tranquila, ya pasará el efecto, dirá algo estúpido enseguida y volveré a odiarlo".
—En eso tienes razón — contestó Leo, y por un momento me descolocó un poco, pensando que me había leído la mente, no obstante, él continuó—: Por cierto, ¿me ayudas a transportar los juguetes para los niños hasta aquí? Pensaba dárselos primero a los de preescolar.
—Claro.
—También traje hot dogs en un recipiente térmico para compartir. Salchichas grandes y deliciosas... — presentí su doble sentido incluso antes de que lo dijera —tengo una salchicha especial para ti sí...
—Cállate — ni siquiera soné enojada, solo aburrida, y aliviada de comprobar que seguía pareciéndome el tipo más vulgar que había conocido— o te golpearé en las bolas.
Leo abrió los ojos muy grandes, con terror inmensurable. Entonces, se dio la vuelta y reanudó su caminata por los pasillos sin decir más nada. Me mantuve a su ritmo con largas zancadas para estar a su lado, en completo silencio. De vez en cuando, me descubría a mí misma mirándolo de soslayo, para buscar algo en su rostro que no estaba segura de que era; tal vez un indicio, un atisbo de prueba que me hiciera más fácil creer que Leo era el verdadero benefactor, y no un farsante que estaba robándose el crédito de otra persona.
Cruzamos la puerta de salida de la pequeña escuela que el Alcalde (lo único que ese anciano había hecho por este lugar) había construido al costado del orfanato Santo Tomás de Aquino, y al instante, el calor sofocante del aire seco nos rodeó como un sauna ardiente mientras los rayos del sol caían sobre mi piel como una estufa encendida. Cero coma cinco segundos después, y sentí mi espalda aún más húmeda que hace un momento. También el olor a excremento de vaca empeoraba con este clima, se introducía en mi nariz como si tuviera vida propia para torturarme.
Pero no había solución para el primero ni para el segundo, puesto que la ganadería era el principal sustento para el orfanato, mediante la leche y el queso que se vendía, así que tocaba aguantar el hedor y las moscas.
Caminé a la par de Leo, con el césped haciéndome cosquillas en los pies ya que solo llevaba sandalias sin plataforma. Con una mano sobre mi frente para darme sombra, alcancé a vislumbrar la única camioneta de color rojo que estaba estacionada al costado sobre el camino de tierra... pero la camioneta de Leo era naranja... O bueno, fue alguna vez naranja, así que no entendía que hacíamos dirigiéndonos hasta ahí. Sin embargo, Leo fue directo hacia la carrocería y apenas llegó, empezó a sacar bolsas de su interior, las cuales depositó súbitamente sobre mis brazos que mediante mis rápidos reflejos no terminaron en el suelo.
Una grata sorpresa me embargó, más el cosquilleo de una emoción extraña cuando observé el montón de bolsas que Leo iba sacando de la carrocería, con rostro inmutable como si esto fuera algo de todos los días. Él colocó cuatro bolsas del tamaño de microondas sobre mis delgaduchos brazos, y luego me escrutó atentamente por un momento. Resultaba obvio que no podía cargar nada más, sin embargo, Leo encontró un pequeño espacio debajo de mi barbilla en donde dejó una bolsa más para que lo sujetara con mi mentón y puro poder de voluntad.
—Excelente, así estás bien — Leo soltó una risita divertida mientras me miraba atrapada entre tantas bolsas.
—¿Seguro? — comencé irónica— Aún puedo sujetar algo dentro de mi boca — Leo no dijo nada, no hacía falta hacerlo, pues la sonrisa que intentaba detener sobre sus labios ya lo había hecho por él. Suspiré cansada— Y por eso chicos, ver porno es malo.
—Eso no tiene nada que ver— se defendió Leo y acto seguido, sacó un gigantesco recipiente térmico de la carrocería. El esfuerzo que efectuó para hacerlo, se notó en la contracción de sus bíceps y en los músculos de sus omóplatos, y por un momento, me perdí tanto en aquellos atractivos detalles que no me di cuenta que Leo estaba mirándome expectante, ya que me había quedado contemplándolo como embobada.
¡De acuerdo! Podía ser madura y admitir que Leo me parecía atractivo, pero no iba a decírselo, ya tenía el ego demasiado alto. No obstante, si podía dejar mi orgullo de lado, para confesarle lo siguiente:
—Sabes, hace cuatro años o algo así... el Orfanato estuvo a punto de cerrar y los niños iban a ser enviados lejos en casas de acogida de poca confianza. Nadie quería hacer algo, ni el alcalde, ni el sheriff, ni los del pueblo que tanto profesan su amor al prójimo y a los desamparados los domingos en la iglesia. Ni siquiera el sacerdote pudo hacer algo... supongo que tampoco tenía dinero, al igual que yo, era joven y apenas estaba estudiando... apenas tenía para pagar la luz...
Agaché la mirada y me concentré en el dibujo de sombrero que estaba sobre el bolsillo de la camiseta de Leo para seguir hablando. Presentía que iba a empezar a tartamudear o a echarme para atrás si miraba la expresión de su rostro. Y no quería hacerlo, sentía que por alguna razón, debía contárselo.
—Lo iban a cerrar un día, yo estaba realmente destrozada, me había pasado tres días llorando de frustración e impotencia... y entonces, solo hubo una llamada, y... — noté que los nudillos de Leo se ponían pálidos por sujetar la conservadora con más fuerza de lo debido. Me resultó raro, pero continúe sin darle importancia— Y luego mágicamente había dinero. Un benefactor que nadie se esperaba, dejó dinero en el banco que ni el propio Alcalde pudo tocar para despilfarrarlo... ¿Fuiste tú?
Finalmente lo miré. Leo lucía una expresión abochornada, casi acorralada. Y su respuesta fue extremadamente vaga:
—Creo que sí...
—Pues, gracias, de verdad. Luego de eso siempre te has asegurado que este lugar se mantenga de pie. Estoy muy agradecida y en deuda contigo. Lamento haberme guiado por tu aspecto, fue muy discriminativo de mi parte, como creer que alguien es un ladrón solo por llevar tatuajes... Lo siento.
—Sí, sí, tranquila, ¿llevamos esto? — apuró Leo, asintiendo torpemente.
—Gracias —repetí, endulzando por primera vez mi voz para él— Además, traes todos estos regalos para los niños. Esto es muy genial de tu parte.
—Uhm — Leo hizo una mueca de sufrimiento, y exclamó—: Por favor, no es necesario tanto agradecimiento. Créeme, no soy un héroe, solo tengo más dinero del que puedo gastar. No es algo altruista, es solo... solo que tengo mucho dinero.
Lo estudié atentamente por un rato. Leo pareció encogerse con mi mirada, tenía un leve fruncimiento en medio de sus cejas, y tamborileaba los dedos nerviosamente sobre el recipiente térmico. Entonces, con asombro, entendí lo que le sucedía.
—No te avergüenzas cuando te llaman degenerado, pero si te avergüenzas cuando alguien te da halagos, ¿verdad? — dije, sin ocultar la incredulidad de mi voz, y cierta diversión—. Eso es muy contradictorio de tu parte, Valdez.
Leo soltó una carcajada tensa, luego comenzó a caminar, y yo lo seguí con mis brazos repletos de juguetes que me pinchaban la piel.
—No estoy acostumbrado a que me digan cosas lindas— confesó, encogiéndose de hombros— y normalmente si lo hacen, es porque están buscando conseguir algo de mí. Autos, favores, dinero...
—No soy ese tipo de persona — me defendí.
—Lo sé — me miró, y me regaló una sonrisa que jamás había visto en él antes: una cálida y amable, que hacía lucir su rostro muy guapo —. No estarías aquí enseñando si lo fueras. Y por eso, confieso que mi flechazo hacia ti ha empeorado.
Aparté la mirada, justo a tiempo para que no viera mi sonrojo. Estúpido, pensé, conteniendo una sonrisa de boba en mi cara.
—Por cierto — comencé— ¿de quién es la camioneta roja?, ¿por qué no has venido en la tuya?
—Jason la alquiló ésta mañana para ir a ver a ese chico Archie más tarde, así que se la pedí prestada primero para venir aquí — contó, mientras su sonrisa volvía a adquirir ese rictus malicioso, pero que ahora no me influían ganas de golpearla— Ya que, mi querido vocalista, Nico, por alguna razón no volvió anoche a casa con mi camioneta, y tampoco apareció esta mañana. ¿Puedes imaginar por qué será?
Solté una carcajada. Podía imaginar un montón de escenarios, y ninguno inocente de por qué Nico no había vuelto a casa. Me alegraba que al menos uno de los dos, había tenido suerte con su estrella de rock.
—Estoy seguro de que Will tiene algo que ver.
—No mal pensemos, nena—Leo fingió una expresión inocente—. Seguro sólo están desayunando ahora mismo.
—Sí, claro— le envié una mirada pervertida— huevos y salchichas con mucha mayonesa.
Ambos explotamos en carcajadas estruendosos, y después Leo me dio un pequeño golpecito de camaradería en el hombro con el suyo. Mi sonrisa se mantuvo todo el rato de camino a la escuela, y en tanto Leo bromeaba sobre el horripilante olor a excremento que provenía del campo, me di cuenta con agradable sorpresa: que Leo ya no me caía mal.
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Qué tal el rumbo del caleo?
Hace mucho que no escribía algo heterosexual, me alegra saber que todavía puedo emocionarme por estos ships jjajjjajaj.
Nos vemos.
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