I
Polaris Noelle
Algunos pinchazos atravesaron mi cabeza. Esa fue la señal para saber que estaba recobrando la consciencia. No obstante, fue un proceso paulatino y pesado, pues, al principio, mis ojos no reaccionaban como les pedía. Necesité de toda una eternidad para poder entreabrirlos y cegarme con varios focos repartidos por la estancia.
—¡Capitán, Capitán! —gritó alguien—. ¡Está despertando!
Hice una mueca de dolor a raíz de un extraño ardor en el costado, que, por suerte, fue a menos con el paso de los minutos.
—Tráeme un medidor y una linterna, Bepo —demandó un tercero.
—¡A la orden!
Una sombra enorme entró en mi campo de visión, pero resultó ser tan pasajera que no pude determinar de qué se trataba. En su lugar, un rostro desconocido ocupó toda mi atención. Un hombre joven con perilla, cabello negro revuelto, ojos tan negros como la oscuridad y un ceño fuertemente fruncido, se acercó a mí. De esa forma me percaté de que estaba tumbada en una cama, con el brazo derecho entubado y una molesta sensación de incapacidad de movimiento, como si mis articulaciones y músculos no respondieran a mis directrices.
Fue un alivio averiguar que mi garganta emitía sonido y que mis labios lo modulaban en las palabras adecuadas.
—¿Quién eres? —pregunté.
Este hombre comprobó la vía de mi brazo.
—Un médico —alegó su profesión a modo de defensa y sostuvo mi mentón entre sus dedos—. Mírame y abre bien los ojos.
—¿Eres un médico? —interrogué, desconfiada.
—Piensa lo que quieras —Escupió—. ¿Bepo? —llamó al que debía ser su ayudante.
A pesar de que, por su aspecto y por sus demandantes comentarios, nunca habría deducido que se trataba de un profesional de la medicina, la manera en que me tocó desprendía una experiencia y un cuidado difíciles de explicar. Me tocaba como si temiera hacerme un daño irreparable. Por tanto, quise creer que realmente era un médico.
Entonces, un oso de pelaje blanco y grandes dimensiones se posicionó tras el supuesto doctor que me atendía. No me impresionó especialmente. Imaginé que me habían sedado porque no reaccioné con naturalidad.
—¡Aquí tiene, Capitán! —dijo el animal parlante.
Le ofreció un par de utensilios y, con gran habilidad, el joven de orbes ojerosos, dejó uno de ellos en su regazo y encendió una pequeña linterna. Justo después, afianzó sus dedos en mi barbilla e intentó iluminar mi pupila izquierda.
—No te muevas.
Pero yo cerré ambos ojos de sopetón, incapaz de tolerar esa ola de luminosidad.
—Quema ... —balbuceé.
—¿Qué? —Se mostró contrariado.
Claro. Un ejercicio tan rutinario como ese no debía suponer problema alguno para un paciente cualquiera, aunque sí lo era para mí.
—No soporto las luces fuertes ... —verbalicé escuetamente.
Continué negándome a abrir mi mirada durante unos instantes. Para cuando lo hice, había una nueva persona a mi izquierda. Una mujer joven, de cabeza rizado y largo y ojos de negro azabache que me habrían quitado el sentido si hubiera estado en mis cabales.
—¿Cómo te encuentras? —inquirió ella al tiempo que abrazaba con su mano mi brazo izquierdo, que yacía inerte sobre las sábanas.
—Mal ... —le respondí—. ¿Dónde estoy?
—Estás a salvo, tranquila —me aseguró.
Su sonrisa era un pozo de alivio.
—¿A salvo? —repetí.
Empecé a distinguir un pitido lejano y a la vez próximo.
—Está muy aturdida ... —Señaló la chica—. Debe de ser por el golpe.
—¿Qué golpe? —cuestioné.
—El que te diste en la cabeza —contestó aquel oso inmenso.
Mi mano derecha descansaba sobre mi vientre, así que hice un gran esfuerzo y la forcé a subir a mis sienes.
—¿Cuándo ...? —Y, como si supiera donde quedaba la brecha, palpé el apósito, con tal mala fortuna de provocarme un fuerte dolor que me perforó la cabeza de lado a lado—. Auch —gemí.
—¿Por qué te lo tocas, idiota? —clamó el autoproclamado médico y, rápidamente, agarró mi mano para alejarla de aquella herida—. Se te soltarán los puntos.
De nuevo, sus afiladas órdenes no encajaban con la suavidad con la que recogía mi muñeca.
—Pero ... No entiendo ... —titubeé—. ¿Quiénes sois?
—Las preguntas deberíamos hacerlas nosotros —habló el chico—. ¿Quién demonios eres y por qué me salvaste la vida en Rain Cros? —me interpeló.
—¿Qué yo te salvé? —dije—. Ni siquiera sé quién eres.
—¿No recuerdas lo que pasó? —preguntó él con aires de sospecha.
—No ...
Soltó mi mano y se reclinó en la silla que ocupaba.
—Claro ... —Me escudriñó, cauteloso.
—No sé de qué me estás hablando —le reiteré mi desconocimiento.
—Capitán —se pronunció el oso—, ¿es posible que sufra de un episodio de amnesia?
—Eso explicaría que no lo recuerde —Constató la chica.
—¿Qué tengo que recordar? —dudé de la situación, de ellos e incluso de mi cordura—. Es ... Es confuso.
El doctor, o Capitán, según el apelativo usado por la desconocida de cabellos anillados, pareció sopesar la posibilidad que sus compañeros planteaban.
—¿Quién eres? —me preguntó.
—¿Quién soy yo?
Por un largo segundo, me asusté. Me aterrorizó la idea de no saber responder, pero mi identidad estaba arraigada en un recoveco de mi cerebro que no había sufrido ninguna alteración.
—Sí, tú —Insistió.
—Noelle —Mi nombre salió con soltura y seguridad—. Polaris Noelle.
—¿Y qué hacías en Rain Cros? —Siguió con el interrogatorio.
—¿En Rain Cros?
Ni siquiera sabía de la existencia de un sitio con ese nombre.
—¿Vas a repetir cada maldita cosa que diga? —Me atacó, desesperado.
—Capitán —La joven lo llamó la orden—. Sea un poco más amable, ¿quiere? Es su paciente y está asustada —describió mi obvio estado.
Él se cruzó de brazos, atento a mis gestos.
—Tsk —Se quejó.
—Discúlpalo —retomó ella, dulce y sensata—. Está un poco molesto, pero él es así con todos.
—Ikkaku —le recriminó la falta.
—¿Acaso miento? —dijo ella, mirándolo directamente a los ojos hasta que el joven médico desistió y le otorgó una victoria temporal.
—Noelle-san —me nombró el curioso animal—, ¿qué es lo último que recuerdas?
Ante su pregunta, probé a rebuscar en mi memoria. Y allí, donde debería haber una hemeroteca perfectamente resguardada de agentes externos, no hallé más que un caso de imágenes y escenas a las que no podía poner fecha ni lugar. Nada estaba en su hueco designado, sino todo lo contrario. Todo estaba puesto patas arriba, sin un ápice de sentido que me permitiera contestar a una cuestión tan simple como la que habían formulado.
—No ... No lo sé —Desvelé mientras la desazón me trepaba el pecho.
—Vaya ... —masculló la joven que había reaccionado al nombre de Ikkaku.
—Capitán, ¿no puede hacerle un escáner? —pidió el oso, cuyo rostro se había ensombrecido.
—Ya se lo he hecho y no hay nada —Aclaró el susodicho—. Si es cosa de su mente, no puedo hacer más. Mi poder tiene un límite.
—¿Eso significa que no podré recordar nada? —Me inquieté.
El médico no resolvió la incógnita y agarró el aparato que había estado en su regazo desde que el oso, Bepo, se lo había dado.
—No te agobies, por favor —me suplicó Ikkaku, forzándose a esbozar una sonrisa poco esperanzadora—. No es bueno que te alteres en tu estado.
—Pero ...
—Será cuestión de minutos o de horas que empieces a recordar. Lo habitual es eso. Así que, relájate y no hagas esfuerzos —Intentó convencerme de que sería algo temporal.
Apenas me di cuenta de que él había usado aquel objeto para medir mi temperatura. Acabó rápido y comunicó el resultado que se leía en la pantalla.
—28,9 grados —comentó—. Tu temperatura es muy baja. No lo entiendo —Se giró hacia el animal—. ¿Esto funciona, Bepo?
—Ah, eso ... —dije yo.
El doctor levantó una ceja, curioso.
—¿Eso?
—Ahora es usted quien repite, Capitán —bromeó Bepo.
—Bepo, cállate —demandó su superior.
—Lo siento ... —Lagrimeó el oso.
—¿A qué te refieres, Noelle-chan? —Añadió Ikkaku-san.
—Es por mi fruta —Expuse una de la pocas cosas que sabía con firmeza sobre mí.
—¿Fruta? —clamó el Capitán de aquel grupo tan variopinto—. ¿Comiste una Fruta del Diablo?
—Sí —Asentí—. La Samui Samui No Mi —Les informé—. Mi temperatura habitual es más baja que la del resto de personas. Entre los 25 y 30 grados.
Todos parecían sorprendidos ante mi confesión.
—Eso se considera hipotermia —explicó la chica.
—Lo sé —El malestar en mis sienes no remitía, pero continué hablando—. Comí la fruta del frío.
Ikkaku, que había sujetado mi antebrazo todo el tiempo, se concentró en la sensación que emanaba mi piel.
—Por eso estás helada ... —Asumió la rocambolesca noticia, estupefacta.
—Sí.
De pronto, el Capitán exigió algo a su subordinada.
—No la toques.
Los tres miramos al hombre, que no parecía estar de broma.
—Capitán ... —habló ella.
—Nada de quejas —Estableció él. Ikkaku-san no tuvo más remedio que alejar su mano de mí—. No sabemos qué quiere o qué pretende y ahora resulta que comió una Fruta del Diablo con la que, probablemente, pueda congelar aquello que entra en contacto con su piel, como mínimo —Dicho lo cual, se levantó y puso rumbo a una mesa apartada. Dándonos la espalda, dictaminó lo que más me temía—. Ni se os ocurra ponerle una mano encima.
Ikkaku, rebelde, se puso en pie y declaró su inconformidad a los cuatro vientos.
—¿Y cómo vamos a tratarla? Tenemos que cuidarla hasta que ...
—¿Hasta cuándo? —exclamó él junto a un golpe seco—. Ya he saldado mi deuda. Impedí que muriera porque ella lo hizo primero conmigo. Ya estamos en paz.
—¡Odio cuando se pone así, Capitán! —gritó la joven.
El Capitán se giró, claramente ofendido por la contestación.
—¿Qué? —replicó en una exhalación.
—¡Que es un terco, apático e idiota! —sentenció ella, bastante enfadada—. Le salvó la vida, está desorientada y tiene una brecha en la cabeza que podría provocarle un derrame —enumeró, señalándome con su mano derecha—. ¿De verdad se considera un médico? Porque, si lo fuera, no abandonaría a su suerte a una persona que todavía necesita ayuda médica.
Aquel sermón activó algo dentro del doctor que se negaba a seguir tratándome.
Yo no me encontraba bien, pero noté que la intensidad de las palabras de Ikkaku calaron hondo en él, como si realmente estuviera recibiendo una regañina de un ser muy querido.
Si bien lo meditó, no tardó en regresar a la cama. Bepo se hizo a un lado, temeroso de lo que pudiera suceder. El Capitán se inclinó y, en un parpadeo, sentí que algo se movía dentro de mi cuerpo. Habría creído que fue una invención de mi resentida mente, pero dejó de serlo cuando vi cómo sacaba algo de mi pecho.
El pálpito habitual se desvaneció y mi interior se fundió en una melancólica soledad.
—¿Qué has ...? —Analicé lo que había en la Palma de su mano; un cuadrado de cristal que se me hacía borroso—. Ese es ... ¿Es mi corazón? —La pregunta le sacó una sonrisa de superioridad—. ¿Cómo lo has ...?
—Lo guardaré a buen recaudo —Afirmó—. Solo así estaré seguro de que no le harás nada a mi tripulación —Dio media vuelta y perdí de vista mi órgano vital—. Te lo devolveré cuando te marches.
Su comportamiento altivo me enfureció. Si no siguiera postrada en esa cama, no habría dudado en declararle la guerra al prepotente que me había arrancado el corazón del pecho.
—¿Quién demonios eres? —Alcé la voz.
—Para ti, el Cirujano de la Muerte. Y, por tu bien, no quieres saber por qué me llaman así —Cogió el respaldo de la silla y arrastró el mueble hasta la mesa iluminada, donde tomó asiento—. Vosotros dos. Fuera.
—Capitán, no se sobrepase —pidió Bepo.
—Solo voy a hacerle un par de pruebas, ¿de acuerdo? —Escuché un rumor de hojas desde aquel escritorio—. Quiero silencio. Largo.
—Noelle-chan —Ikkaku se acercó a mí por segunda vez, igual de cordial y simpática—, vendré en un rato con algo de comer.
—Yo ... Gracias, supongo ... —le agradecí el gesto.
Ella se inclinó más para que su voz no llegara al cascarrabias del médico.
—Que no te asuste, ¿vale? Le encanta intimidar, pero no te hará ni una pizca de daño —dijo, muy segura del hombre de pocos amigos.
Con las mismas, ella y el oso se marcharon de la habitación, abandonándome a los caprichos de un tipo que no me transmitía mucha confianza. Después de quitarme algo tan importante como lo era mi corazón, me autoconvencí de que no podía ser trigo limpio. Debía ocultar una personalidad todavía peor de la que ya había mostrado o esconder un secreto aterrador.
¿Y si quiere diseccionarme en vida? ¿Seré su sujeto de pruebas para algún experimento ilícito? ¿Qué tipo de pruebas pretende hacerme?
Al cabo de un largo minuto en estricto silencio, me atreví a pedirle una explicación.
—¿Qué harás con mi corazón?
—Nada —contestó—. Si no me das motivos para hacer algo, claro.
Seguía de espaldas a mí, aparentemente ocupado en una labor que no podía observar desde mi posición. Vestía una bata blanca, típica en su profesión, pero no me transmitía la tranquilidad de un doctor.
—¿Por qué tendría que fiarme de ti? —interrogué, cada vez más nerviosa.
—Porque podría acabar contigo en un segundo y no lo estoy haciendo. Así estamos a mano —dijo, recordándome esa historia en la que yo le había salvado la vida—. Yo tampoco me fío de ti —Apostilló.
Respiré hondo. No había nada que pudiera hacer mucho mientras mis energías estuvieran bajo mínimos, por lo que me dediqué a ojear el cuarto. Parecía una habitación acondicionada para atender a heridos, pero la falta de ventanas o de entradas de luz natural me resultó extraño.
—Te decían "Capitán" —hablé, incapaz de soportar aquel ambiente—. ¿Estamos en tu barco?
Él abrió un cajón del escritorio y sacó varios utensilios del mismo.
—Sí.
—¿Eres un pirata? —cuestioné su verdadera ocupación.
—¿Y qué si lo soy? —Me devolvió la pregunta—. ¿Te daré más miedo?
—No me das miedo —declaré.
Ciertamente, debería haber temblando ante la idea de que fuera uno de esos bucaneros de sangre fría que asaltaban pueblos y robaban a ciudadanos indefensos, guiados por unos principios terribles y deshumanizados. Sin embargo, no había temor en mis palabras.
—Acabo de sacarte el corazón del pecho. Yo estaría preocupado —Me advirtió.
—¿Vas a hacerme daño?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
—Entonces, tenemos un trato —Volvió la cabeza hacia mí, de soslayo—. Solo tienes que quedarte aquí, recuperar esos recuerdos que dices haber olvidado y largarte antes de que te conviertas en una carga para mí y para mi tripulación.
—Me marcharía ahora mismo si supiera hacia dónde ir —dije entre dientes.
Así, aparté la mirada.
El punzante dolor de la herida consiguió que no pudiera mantener los ojos abiertos. No sabía cómo me había hecho aquello, pero no tenía ninguna duda de que tardaría en curarse.
—¿Te duele la cabeza?
Su preocupación me pilló desprevenida. Tanto que tuve que abrir los ojos solo para asegurarme de que sus movimientos no eran peligrosos. Me sorprendió que se acercara a la cama gracias a los ruedines de su silla.
—Un poco ... —Me lamenté.
Se colocó a mi derecha y ahí me fijé en que, bajo la bata, llevaba una camisa negra entreabierta. Se veía parte de su pecho y lo que más me llamó la atención fue la tinta negra que marcaba su piel. Una especie de calavera sonriente apareció para atormentarme.
Un pellizco en mi memoria. Un aleteo lejano que apenas removió algo en mí.
—Toma.
Parpadeé, olvidando aquel tatuaje por el momento.
Me fijé en lo que había en la palma de su mano: una pastilla de color azul. En su otra mano sostenía una vaso de agua.
—¿Qué es? —pregunté, desconfiada.
—Te ayudará a descansar —dilucidó.
Curiosamente, su voz se suavizó al decir aquello y me forcé a creerlo porque el picor de mi sien no era soportable. No podría descansar por mi propia cuenta. Así pues, recogí la pastilla y él, muy diligente, me acomodó la almohada para que pudiera beber.
—¿Vas a drogarme? —inquirí.
Ese comentario le hizo gracia porque la sombra de una sonrisa torcida asomó en su boca.
—Quién sabe.
—No es gracioso —le reclamé.
Me tendió el vaso.
—Ajá ... Bebe —Insistió.
Y me tragué la píldora junto a un buen trago de agua por no escuchar sus quejas al respecto. Tan pronto como acabé, recuperó el vaso y lo depositó en la mesa que había al lado de la cama.
—Para ser un médico, eres muy poco amigable —Le eché en cara.
—Gracias por notarlo —dijo, cargado de ironía.
Me tumbé correctamente, con el cuello en una postura que no me molestara en exceso.
Él se entretuvo con algo que escapaba a mi perspectiva. Los ruidos eran esporádicos, además de ese pitido repetitivo que resonaba desde mi izquierda. Podría haber aguardado hasta que aquel medicamento me adormeciera, pero no me conformé con aquel pacto de mutismo que apreciamos haber establecido y quise saber más información sobre el médico que cuidaría de mí durante un tiempo que, esperaba, no fuera muy largo.
—¿Y cuál es su nombre, Capitán? —Me dirigí a él con un respeto exagerado y falso que volvió a hacerle gracia—. Ya conoces el mío. Es injusto que no lo sepa.
—Trafalgar Law —No se anduvo con rodeos.
Su nombre y apellido ... Sonaron como si no fuera la primera vez que los escuchaba.
—¿Law?
Giró la cabeza, leyendo la confusión en mi semblante.
—¿Qué pasa? ¿Recuerdas algo? —interrogó.
—No, es que ... ¿Yo te salvé?
Fruncí el ceño todo lo que aquella herida me permitió.
—Sí —Me confirmó.
Debió esperar que otra cosa saliera de mí. Debió sentirse decepcionado al oír mi respuesta.
—No entiendo por qué salvaría a un pirata que va robando el corazón a personas heridas —dije.
Law lo entendió como un insulto. A pesar de que no dejaba entrever sus sentimientos, la expresión que me regaló ilustraba más de lo que hombre tan serio y recto como él admitiría jamás.
—Pues ya somos dos. No sé por qué te traje conmigo Guió los ruedines de la silla hacia el escritorio, huyendo así de mi rostro—. A una usuaria, ni más ni menos ... En qué estaría pensando ... —Se arrepintió de sus buenos actos—. A lo mejor se me está pegando la estupidez de los Mugiwara ... Estoy perdiendo facultades.
Aunque comenzó a mover hojas y demás objetos, lo hacía sin un objetivo claro. Parecía avergonzado de haber recibido un golpe que realmente le había hecho daño. Le hice daño y, por pudor y timidez, no logré disculparme. Después de todo, me estaba ayudando. Me había acogido en su barco para tratar unas heridas que me habrían matado si él no se hubiera compadecido de su sospechosa salvadora.
Había sido bueno conmigo.
—Pero te lo agradezco —Acuñé al final—. Seas quien seas ... Gracias.
El rumor del papeleo que manejaba cesó, pero él no se volvió. No pude ver su cara.
—Duérmete —Regresó a sus duros mandatos—. Tengo que limpiarte las heridas y no aguantarás el dolor si sigues consciente.
Un par de minutos bastaron para imbuirme en la inconsciente más negra y absoluta.
25/05/2024
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