Capítulo 17
ÉRICA
Tobías está haciendo que pierda la paciencia. Llevo más de diez minutos intentando convencerlo de que me deje ir, pero no reacciona. Todavía está mejiéndose en el suelo de un lado a otro con la mirada perdida. Oigo unos pasos que provienen del lugar por el que hemos venido.
—Tobías, date prisa, alguien viene.
Como si tuviera un resorte en el culo, se incorpora muy a la defensiva esperando que aparezca su padre. Sin embargo, no es tal como esperamos. Diría que es incluso peor porque quien aparece es el matón y no tiene cara de buenos amigos.
—Tu padre quiere que lleve a la chica. Podemos hacerlo por las buenas —hace una temible pausa—, o por las malas.
El pulso comienza a temblarme al tiempo que me dirige una rápida mirada. El aludido no ha abierto la boca y no puedo verle la cara porque se ha puesto delante de mí. Si no me hubiera vuelto a atar, tendría una mínima posibilidad de escapar. Ahora estamos acorralados.
—Dile de mi parte que no pienso volver a entregarla —sus palabras me provocan un inmenso alivio, pues de verdad había empezado a pensar que cedería.
El secuaz suelta una risotada que me pone los pelos de punta.
—No soy ningún mensajero. Sus órdenes son que le lleve a la chica y eso haré.
Como un búfalo cruzando la sabana, se lanza hacia Tobías con bestialidad. Comienzan a pelear, aunque quien está perdiendo es mi única baza para salir viva de aquí. Maldigo para mis adentros cuando cae al suelo y no se mueve. Mi corazón se acelera como una bomba a punto de reventar. No, no, no...
Se agacha a rebuscar en el bolsillo de Tobías las llaves mientras éste se espabila un poco y, en un acto repentino, agarra el arma de fuego que portaba el otro en la cinturilla. Lo apunta a la cabeza con todo el cuerpo en tensión, pensando si disparar o no. Me paralizo completamente y, ya no es sólo para mí, sino que para los tres el tiempo se detiene. La mirada de Tobías irradia furia, mucha furia. Temo lo peor y eso es que en cualquier momento, el centroeuropeo le arrebate el arma y le dispare a él.
Ninguno escuchamos venir a nadie hasta que se oye una risa en el pasillo:
—No eres capaz, hijo mío —le escupe su padre.
Tobías no quita la vista del hombre al que está apuntando y, de un momento a otro, se oye un escandaloso disparo. El corazón se me para por un instante para luego comenzar a latir velozmente. El cuerpo sin vida del tipo cae entre nosotros provocando un estrépito. La sangre comienza a emanar de su cabeza... Los recuerdos que he revivido hace apenas media hora vuelven a mí más feroces que nunca. Me alejo del cuerpo antes de que la sangre se extienda por el suelo de cemento, pero es inevitable que recuerde a mamá en su misma posición. Con los ojos abiertos, mirándome desde el más allá.
Continúo retrocediendo hasta chocar con la pared. Los eslabones de la cadena se golpean los unos los otros en tumultuosos chasquidos. Su peso parece ahora mayor, como si me arrastrara al infierno, y me obliga a dejarme caer. No me había dado cuenta de que las lágrimas llenaban mis ojos hasta que comienzan a resbalar por mi piel, no obstante, la situación corta repentinamente mis emociones.
Tobías se ha incorporado y está apuntando a su progenitor.
—Te creía más inútil, pero me equivocaba. De lo que estoy seguro es de que no matarás a tu viejo.
—Deja que me vaya con Érica. O me veré obligado a hacerlo por encima de tu cadáver.
El señor se ríe de las palabras de su hijo y parece que no termina de darse cuenta de cuán ido está en este preciso instante. Acaba de matar a sangre fría a su discípulo y planea hacer lo mismo con él. Lo veo, el pulso ni siquiera le tiembla. Está ahora más firme y decidido que nunca.
Su padre da un paso hacia delante y Tobías aprieta el gatillo. Suena un clic, pero nada más. No quedan balas, así que baja lentamente la pistola. Ya me imagino su cara descompuesta. No me puedo creer lo que estoy viendo, nada de nada: ni que Tobías fuese capaz de dispararle ni que no queden balas. Maldita sea. Su padre le cruza la cara con la mano y juro que suena de lo más desagradable. Su saliva vuela por los aires y comienza a sangrarle la nariz. Se queda asimilando lo ocurrido con el rostro de lado y desviando la mirada al suelo.
—¡Dame la maldita llave!
Tobías aprieta los dientes, pero mete la mano en el bolsillo para dárselas. Mi cara revela el pánico que siento, sobre todo mientras se acerca a mí. Está muy enfadado con su hijo y temo que ahora la vaya a pagar conmigo y mi padre. Abre el candado bruscamente y está a punto de tirar de mí para regresar a esa horrible sala a la que me había llevado Tobías antes cuando éste agarra una barra de metal y lo golpea en el dorso.
Aprovecho para echar a correr mientras Tobías se queda mirando a su padre, aún con la barra en la mano, y éste último se queda adolorido sobre el suelo. Ni siquiera sé qué estoy haciendo cuando me encuentro bajo el marco de la puerta de esa habitación. Mi padre está sentado, removiéndose en un vano intento de escapar. Nota mi presencia enseguida y sus ojos se encuentran con los míos.
Rememoro de nuevo aquel trágico día de mi infancia en el que mamá acababa de morir y la policía le retenía. Su mirada es la misma, la misma llena de temor porque no sabe si nos volveremos a ver, la mirada de una despedida. Eso hace que el corazón se me encoja hasta tal punto que comienza a crujir. Oímos gritos que provienen de la otra punta de la nave. Son Tobías y su padre, pueden venir en cualquier momento.
—Tienes que huir, Érica, ¡corre!
Sus palabras se me clavan en el pecho con una crudeza que no había conocido antes.
—No puedo dejarte aquí...
Menea su cabeza hacia los lados en una negativa. Puede que él disparase a mamá, pero ¿y si esta es la última vez que le veo? Noto mi corazón agrietarse. No puedo hacerlo...
—¡Vete, Érica! Yo me soltaré e iré a buscarte.
Niego con los ojos llenos de agua. Sé que sólo lo dice para que me vaya, sé que no es verdad, él se quedará aquí y luego vendrá el padre de Tobías a vengarse. Al parecer no le debía solamente dinero, sino que también hizo que se arruinara. Otro grito de mi padre, esta vez más fuerte, hace que salga de mi ensimismamiento y corra buscando una salida. Las lágrimas me nublan la vista y casi me choco con una máquina. El lugar es como un laberinto y la escasa luz del atardecer no ayuda en nada. Avisto una puerta y salgo por ella lo más rápida que puedo. Estoy en mitad de una carretera en un lugar que desconozco. Miro hacia la derecha cuando oigo mi nombre en una voz conocida:
—¡Érica!
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