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22

Ya llevaban varios minutos sentadas frente a frente en los sillones de la sala, la ojiverde estaba tomando un café que Laura le había dado con anterioridad y se encontraba algo nerviosa mientras que la de ojos ámbar la miraba casi sin pestañear viendo el gran parecido que tenían.

La realidad era que lo único que las diferenciaba era el color de ojos y el hecho de que tenía el cabello hasta los hombros, claro que Lucía se veía con más porte y elegancia.

—Bueno, pues… ¿cómo te encuentras, Lau? —preguntó Lucía en un intento de romper el hielo.

—Mejor de lo que podría estar. ¿Qué haces aquí? —internamente se regañó por sonar tan borde.

Lucía carraspeó.

—Pues… ahora que soy… somos —se corrigió— mayores de edad decidí seguirte el rastro, te quería encontrar, Laura.

—¿Porqué?

—Mamá y papá no hicieron bien en tirarte de la casa como lo hicieron, dejarte inconsciente a media calle no fue lo correcto. De no ser por la señora… —Laura la interrumpió.

—¿Me dejaron… en la calle?

—¿No sabías? —al instante se arrepintió de haber dicho todo lo anterior.

—Perdí la memoria, Lucía. Tengo amnesia —confesó—. Lo único que sé son pequeñas cosas, como que siempre me despreciaron y que tu madre me tiró a esa piscina para que me ahogara —ya no consideraba a esa mujer como su madre.

—Nuestra madre, Lau —corrigió.

—No. Tu madre —hizo énfasis en la segunda palabra—. Esa mujer que me quiso matar no es mi madre y nunca lo será.

—No saben que vine —cambió del incómodo tema—. Enserio quería verte y… quería que consideraras la opción de… volver a casa —dijo lentamente por miedo a su reacción.

—¿Para que me vuelvan a intentar matar? No gracias —mencionó parándose y empezando a caminar unos pasos mientras se pasaba la mano por el cabello.

—Por favor, te necesito —se paró de igual forma avanzando un solo paso.

—Tienes todo, no me necesitas a mí. Sobreviviste cuatro años sin mi presencia, puedes sobrevivir muchos más sin que yo esté en el medio —se volteó para quedar frente a ella.

Lucía no supo que decir y bajó la cabeza.

—Ten —sacó un sobre amarillo de su costoso bolso y lo puso sobre la mesa de centro—. Solo por si acaso. Gracias por el café, creo que ya es hora de que me vaya.

—Sabes dónde está la puerta —no la volteó a ver.

—Sí. Y por favor, piensa en lo que te dije —y sin más salió de la casa.

Laura se dejó caer en el sofá detrás de ella, apoyó sus codos en sus rodillas y con las manos se sostuvo la cabeza apretando un poco sus cabellos por el estrés.

Había resultado que ya tenía dieciocho años, su hermana gemela, la niña de sus recuerdos que siempre era la favorita de sus supuestos padres había ido a su casa de repente.

Le había pedido que volviera con ella.

No planeaba aceptar, claro que no. No se iba a arriesgar a qué la loca de su madre la volviera a aventar a la piscina, simplemente no quería estar en el mismo lugar que esa mujer. No otra vez.

Respiró profundamente y vio al techo intentando retener las lágrimas que amenazaban con salir, al estar segura de que no iba a llorar bajó la mirada y se topó con aquel sobre amarillo.

Indecisa lo tomó y sus manos temblaron un poco al abrirlo. Se encontró con unos billetes de cifras considerables, una hoja con una dirección y un número telefónico y una foto de dos niñas y sus padres. Una foto familiar.

Finalmente salieron unas lágrimas silenciosas, no quería llorar y menos por esa miserable familia que tanto daño le había hecho.

—Lu, Laura, vengan a la foto —dijo su madre mientras se arreglaba el cabello.

Ambas niñas fueron, la mujer le arregló dulcemente el cabello a su hija menor y le dedicó una sonrisa, luego se paró volviendo a su seriedad e ignoró totalmente a la menor.

Los padres se pusieron uno al lado del otro, jalaron a la de ojos verdes y la pusieron al centro, se agarraron de las manos y pusieron sus manos libres en cada hombro de la niña.

Laura caminó cabizbaja y se puso a un costado algo alejado de los tres, como le habían ordenado. Miraron al lente de la cámara con una pequeña sonrisa elegante y la foto fue tomada.

Laura fue captada con una sonrisa triste y los ojos sin brillo, siempre odiaría esa foto.

No sabía cuándo había ido al baño para ponerse frente al espejo y apoyarse en el lavamanos pero ahí estaba.

Miró su reflejo respirando con dificultad gracias al llanto, sus ojos estaban rojos al igual que ciertas partes de su rostro como la nariz la piel de las cejas y las mejillas, un puchero casi imperceptible también de veía.

Sus manos se cerraron en puños con toda la fuerza posible cortando las delgadas vendas que aún permanecían en sus manos.

En poco tiempo empezó a sangrar nuevamente por abrir unas heridas sin cicatrizar totalmente. Al notar el líquido dejó de hacer presión y se vio las manos.

Bufó y desvió su vista aún llorando. Sin cuidar de no ser brusca se quitó las vendas y se lavó las manos para quitarse la sangre, se puso una crema cicatrizante y luego se vendó las manos con otras vendas.

Salió del baño secándose los ojos y fue nuevamente a la sala, observó la hoja con la dirección y el número y en su teléfono registró el número como “Lucía Castillo”.

Pensó en marcarle y decirle que nunca más fuera a su casa, pero como llegó esa idea se fue. Tomó el papel de nuevo viendo la dirección, estaba por romperlo pero al final decidió no hacerlo. No sabía si se iba a arrepentir luego, a fin de cuentas seguían siendo su familia. ¿No?

Ojeó nuevamente el periódico que tenía antes de que Lucía llegara a su casa y observó una fotografía.

Era Lucía con su corto cabello perfectamente peinado, su rostro serio, un delicado collar de oro y diamantes y un vestido rosa pastel.

Debía admitir que se veía hermosa, y no porque tuviera su cara. Simplemente que toda su aura mostraba excelencia, elegancia y perfección. Se sentía de una u otra forma inferior a ella, la verdad era que empezaba a pensar que notaba el porqué del favoritismo de sus padres.

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