20-Veinte
La luz se acerca cada vez más, con las manos sudando (es la primera vez que me sucede) apago el ordenador, guardo mi portátil en la mochila y voy hasta Zefora que ya se ha escondido bajo el escritorio. Nos acomodamos ambas ahí. Nuestros pies se tocan y por algún raro motivo nos entra la risa.
—¿Hay alguien ahí?— la voz de un hombre mayor aunque no vejestorio se presenta alumbrando la estancia con su linterna. Lo que dice da más risa, mi amiga entiende la referencia y ríe aún más fuerte.
—… No hables— ordeno resistiendo las ganas de estallar. Ella niega, coloco mis manos en mi boca para no soltar una risotada.
—Debo decirlo—, música entre risas. Niego.
—¿Hay alguien ahí?—, vuelve a preguntar el hombre, la luz se mueve por todos lados. Mi amiga quiere abrir la boca pero la pateo en las piernas.
—¡Hey!. Kayla, déjame por favor— suplica. Niego. Voy hasta ella y con mis manos le tapo la boca para que no haga ninguna estupidez. Nos reímos por lo bajo.
El hombre sigue observando el pequeño edificio transparente, al no notar nada extraño adentro se aleja con pasos lentos, la luz de va junto a él y nosotras caemos de espaldas al lateral del escritorio. Nuestros pechos suben y bajan con fuerza, no sé, pero mi estómago duele. Esperamos unos minutos para salir de abajo. Nos acomodamos las ropas y dando el paso para salir mi amiga me detiene.
—Kayla…
—¿Qué?
—En toda la universidad hay cámaras ¿Verdad?.
—Hasta en el baño, creo. ¿Por qué?
—Justamente tenemos una en nuestra dirección—me toca el hombro, miro a la dirección que señala y en efectivo. Una cámara nos está observando como si nos estuviera amenazando por decir lo que estábamos haciendo.
—Hay que borrar la cinta— comento yendo hacia los escritorios. Ella me sigue el paso y con un susurro añade:
—¿Cómo? No sabemos dónde mierda están las pantallas— observo los escritorios y nada. La puerta de la oficina privada del rector se cruza en mi campo de visión.
—Ahí— señaló la puerta de madera. La oficina del rector está hecha de adobe y no sería un secreto que las pantallas de las cámaras estén ahí.
—¿Segura?
—Sí. Abre la puerta con tu magia— pido. Sonríe con arrogancia, lo típico de ella. Se acuclilla frente a la puerta y en unos segundos cortos la puerta se abre, entramos sin perder el tiempo. La noche se está poniendo más oscura y el frío aumenta.
La oficina es grandísima, el enorme escritorio con lo necesario y varios cuadros de diplomas cuelgan de la pared, hay una repisa con trofeos y medallas y fotografías de graduandos. Una mini biblioteca, adherido a la pared hay tres pantalla con las grabaciones de las últimas horas.
—Siéntate y no gires en la silla— le advierto. Se acomoda en la silla y con un puchero me saca el dedo medio. Ruedo los ojos.
—¿Cuánto tiempo te llevará?— indaga haciendo ruido con sus uñas y la mesa. Saco la portátil, conecto el aparato a la entrada de la pantalla tres que tiene las cámaras del edificio.
—Poco, solo hay que borrar y ya. Saldremos por la ventana, toma mi mochila y comienza a salir— digo tecleando en la laptop.
Se levanta de su asiento, se coloca mi mochila sobre sus hombros y se dirige a la ventana que está cerca de mí y da al camino por donde aprecimos. Borro las grabaciones del edificio, desconecto la portátil de la pantalla y brinco por la ventana. Miro como la pantalla se queda en blanco y se vuelven a quedar las imágenes. Sonrío victoriosa. Zefora me espera. Guarda la portátil y echamos a correr.
—Esto ha sido lo mejor que he vivido contigo— elogio. Nos agachamos para poder caminar por la tierra húmeda. Los policías están vigilando pero los arbustos nos cubren bien.
—Eso ofende pero tienes razón. Salgamos de acá— llegamos a la cerca. La escalamos y brincamos de lo alto para caer de golpe al suelo.
Corrremos con la adrenalina por las venas, el viento helado golpea nuestros rostros y el sonido de los autos es emocionante. Llegamos hasta el auto donde todavía está aparcado tal y como lo dejamos sin pensarlo tanto nos montamos, mi amiga arranca el motor y salimos de la vista de la universidad. El corazón me va a mil y esa sensación se siente bien. Ser correcta nunca fue lo mío y ahora me doy cuenta de ello.
—¡Joder, debemos ir a celebrar!— grita mi amiga con emoción. La entiendo, estoy igual.
—Vamos a un bar— propongo quitándole la mochila y acomodarla en mi espalda.
—No tienes identificación— arruina el momento.
—Joder, veremos qué hacemos— salimos de la autopista para entrar a las carreteras de la ciudad que están más transitadas. Mi ritmo cardíaco se volvió normal.
—Para el auto. Debemos colocarme la matrícula — digo. Ella estaciona el carro en un parking en la calle, tomo el desarmador y la matrícula, voy atrás. Coloco las cosas en su lugar y una vez que está bien doy unas palmadas en la parte trasera en señal de salir.
Monto de nuevo, estamos muy lejos de algún bar. Aunque es la entrada de la ciudad no hay nada de eso acá, todos esos locales se encuentran en el centro o al rededor.
—Zefora, tengo algo que decirte. Solo no te pongas enojada conmigo, créeme que si pasa un segundo más sin que tú lo sepas voy a morir— explico. Gira el volante y las ruedas igual. Por milésimas de segundos me ve.
—Seguro tienes fiebre. Me dirás que haz cambiado de opinión— comenta. Su tono arrogante nunca la abandona y me pregunto cómo es que lo consigue sin esforzarse.
—Oh, cállate. Esto es serio.
—Comienza, sabes que no soy de las que les gusta esperar.
Suspiro. Atraigo mis piernas a mi pecho.
—La chica con la que peleé en la fiesta es Esther. Ella está viva, lo sé desde no hace muchos días. Créeme que quería decírtelo antes pero no tenía cabeza para ello. Solo te pido que cuando la veas no explotes—. Sus manos aprietan el volante, sus nudillos se vuelven blancos y su cara de descompone.
Se enojó. Lo sé. Odia que le oculten cosas, mayormente si es parte de ellas.
—Me da coraje—, es lo único que emite luego de un silencio.
—Lo sé. Solo no la busques para algo idiota, ya me estoy encargando de eso, créeme.
—Ya veo. Me pregunté ese día quién era ella. Por qué te peleabas con ella, pero creí era una de sus peleas sin sentido—, su voz es frustrante. No aparta la mirada de la calle. Qué me culpen de no decirle algo como eso me enoja.
—Deja la hipocresía, sé tanto como tú que tienes que decirme algo y no te atreves. ¿Cierto?.
Su rostro cambia a uno de sorpresa que lo oculta de inmediato. «No tiene cara para reprochar». Me cruzo de brazos, acomodo mi cuerpo para verla en ángulo perfecto.
—¿Ah, verdad?. Dímelo de una buena vez, joder. ¡Dímelo!
Grito fuera de mí. Se detiene en un semáforo en rojo. Mientras esperamos sus ojos se clavan en los míos, esos ojos negros que la caracterizan mucho, brillan y tienen una mezcla de frialdad.
—¡Sí! Quiero decirtelo. ¡Becca y yo somos novias! ¿¡Feliz?!—. Grita, el grito se escucha fuera del auto porque unos chicos que van en una moto se voltean a vernos como si fuéramos un fenómeno natural.
—¿Desde cuándo?—. La verdad me alegra, emociona y sobre todo me apasiona que mis amigas sean novias. Pero que me lo haya ocultado enoja. ¿No?
—La jodida fiesta de Halloween. Te lo quería decir pero respete la petición de Becca. Ésto es nuevo para ella y lo sabes…— seguimos por el camino hasta llegar y aparcar el vehículo en el parking en uno de los bares.
—Solo me enoja que lo ocultaras…
—¿Yo no? Jódete, Kayla...
—Te invito a una cerveza y lo olvidamos.
—Bien—. Sonreímos. Dejo la mochila en el sillón. Zefora rodea el auto para llegar a mi lado, por suerte para nosotras el bar frente a los ojos no hay seguridad, es una especie de libertad. Las luces led resaltan la fachada del local.
Nos acomodamos la vestimenta, nos vemos y sonreímos, cuando estamos por dar el paso un estruendo abrupto nos interrumpe la caminata. Un cuerpo de chico sale del local al lado del bar, cae al suelo tambaleándose. Otros dos tipos más grandes que el primero salen y lo rodean. Lo golpean, patean e insultan.
El chico tirado no hace nada más que reírse en burla de ellos, viste unos vaqueros negros, zapatos deportivos y una camisa blanca que se está manchando de sangre. Los tipos al ver que se burla de ellos, uno lo coge de brazos, el otro estampa su puño en el torso del chico. El color azabache de su cabello se me hace conocido.
—¿Deberíamos intervenir?— pregunta Zefora observando la escena con un poco de horror. Los dos hombres están a espaldas de ambas.
—¿Qué dices?
—Que sí. ¿Tú?
—Que sí. ¿Vamos?
—Sí.
El tipo lo golpea con más fuerza, el chico se queja pero no deja de burlarse de ellos, el hombre que lo tiene por los brazos lo empuja contra la pared, la cabeza del pelinegro rebota contra el concreto y las burlas de van. Por milésimas de segundos observo las facciones del chico y lo reconozco de inmediato.
—Ese… no es ¿Damián…?— cuestiona mi amiga. No sé qué decir. Las ganas de ayudarlo se esfuman.
—Sí. Ya no quiero ayudar— confieso. Nos quedamos ahí viendo en primera fila cómo lo golpean sin piedad alguna y a él parece importarle poco.
—Oye, mira que yo tampoco soy tan humana, pero, creo que esta vez sí lo amerita. Debemos ayudarlo.
—Yo no.
—Yo sí. Kayla si no lo haces en tu conciencia quedará que no lo pudiste ayudar y cuando sepas que murió querrás irte con él.
Bufo ante su metáfora.
—Gracias al cielo no tengo conciencia—. Digo con una sonrisa ladina. Ella se gira para verme, me sacude bruscamente.
—¡Tampoco yo!— exclama.
—Debemps hacerlo— ordena. Aún no le cuento sobre el roce que tuvimos en mi casa.
—¡Tú ganas!— me suelto de su agarre. Sonríe como el gato de Alicia.
—Siempre gano.
Caminamos en dirección a la pelea que no es para nada justa, los tipos están por destrozarle las costillas si no es que ya lo hicieron. Al vernos llegar paran de golpearlo, Damián ya no se burla, no emite ningún sonido y eso me altera. ¿Estará muerto? Se lo tiene merecido.
—¿Qué quieren?. El bar está ahí— brama el mismo tipo que lo golpeaban sin piedad hace un momento. Su voz es rasposa y una corriente para nada agradable recorre mi cuerpo.
—Venimos a rescatar al chico, pobre, pueden matarlo— dice Zefora intentando sonar preocupada o con lástima. Cosa que le sale muy mal y se da cuenta.
—Sí. Puede que ya esté muerto…—, el tipo que lo sostenía me interrumpe.
—¿Dónde lo conocieron? ¿Por qué lo quieren salvar?—, mi amiga y yo nos miramos. No sabemos que decir al parecer ella sí.
—No lo conocemos, pero no podemos dejar que lo sigan golpeando— esta vez suena más segura que antes. Los hombres se cruzan de brazos y le dan una última patada a Damián que no se queja, está tirando ahí; mojado y lleno de sangre.
—Se los daremos solo si pagan la suma que nos debe. Realmente él no nos importa ni ustedes solo queremos el dinero— confiesa el mismo tipo que lo golpeaba. Tiene un tatuaje en el brazo, no distingo qué pero se nota que es grande.
—¿Cuánto es?— me atrevo a preguntar. El tipo que lo sostenía sonríe como si yo fuera estúpida.
—Dos mil— responde. Este a diferencia del otro está libre de tatuajes en los brazos.
Abro los ojos a más no poder, casi oigo a Zefora jadear.
«No llevamos dos mil encima»— pienso. Los hombres notan nuestros gestos porque ríen.
—No tenemos dos mil—. Aclara mi amiga con su típica actitud de «tú me jodes yo te jodo».
—Traen dinero, den lo que sus bolsillos traen—habla el tipo del tatuaje. Zefora me mira y se acerca a mí.
—¿Podemos arrepentirnos?— susurra en suplica. Aunque yo también lo estoy considerando es negativa la respuesta, mirándola a los ojos niego.
—No. Ya nos hemos metido en esto, saca lo que traes—, asiente. Los hombres no se pierden ningún movimiento de nosotras, sus miradas atrapan cuántas veces pestañamos. Es incómodo.
Reviso mis bolsillos, en el trasero saco uno de a cien y nada más, mi amiga se revisa y saca otro de a cien. Me lo da y yo se lo extiendo al tipo sin tatuajes.
—Es lo que traemos, no hay más— digo con la esperanza que lo reciban y nos den al chico. Los dos sueltan una carcajada que me hela la sangre. Golpea mi mano sin fuerza pero provoca que me tambalee.
—No hay dos mil no hay chico. Sino lo tienen pueden retirarse—ruge el tipo de los tatuajes siendo cortes. Miro a Zefora, parece tener una idea y como sé cuál es advierto antes que pueda decirlo.
—No llamaré a Zac—, su cara deja la alegría.
—¿Habrá otra forma de pagar?— solo rezo para que no sea nada pervertido. Regreso a con mi amiga.
—Sus celulares, puede que no paguen la deuda pero sí que la mitad— confiesa el tipo castaño. (Sin tatuajes).
—Mi celular no, lo acabo de comprar— habla Zefora. Yo también pensé lo mismo, no está nuevo pero sí en buen estado.
—Debemos salvarlo. Tal vez muera y te quedará en la conciencia— aplico sus mismas palabras, con el mismo tono de voz que ella uso conmigo. Sus labios hacen una línea recta.
—No. No voy a caer…
—No tenemos todo el tiempo. Son las once de la noche y tenemos hambre, si no lo van hacer digan y lo dejamos aquí tirado— sisea el tipo uno. Ambas nos miramos y vemos el cuerpo molido de Damián. Ahora me siento pésima si lo dejo ahí.
—¿Tú qué dices?
—Te odio y lo odio a él. Hagámoslo— zozobra. Sacamos nuestros teléfonos, le saco la memoria micro SD y la tarjeta de registro. Zefora hace lo mismo.
—Aquí está.
Les doy los celulares y el dinero. El castaño lo recibe, enciende primero mi celular y lo revisa, luego él de Zefora y sonríe malicioso.
—Un Android y Apple, nos darán buen dinero— confiesa, escuchar eso me duele el corazón. Mi celular tendrá como dos meses que lo compré y el de Zefora unos días.
—Pueden llevárselo—. Ordena el tipo uno. Se hacen a un lado para que podamos ir por él, lo cogemos de los brazos y arrastramos por el asfalto sucio. ¿Qué come? ¿Kilos de ego puro y piedras?
—¡Joder!— decimos al unísono. Los hombres que nos ven, bufan y blasfeman. El castaño toma a Damián cómo costal de papas.
—¿Ese es su auto?— pregunta el tipo uno. Asentimos, abre la puerta trasera y el castaño lo deja ahí sin nada de delicadeza, que lo traten bien no lo tiene merecido.
—Gracias— digo.
—De nada, que les vaya bien— habla el tipo uno. Nos montamos, mi amiga arranca el auto y sale por el callejón al otro lado.
—¿A dónde lo llevamos?
—A mi casa olvídalo— señalo.
—Ni a la mía, le dije a mis padres que me quedaría con Tony, hice lo mismo que tú.
Suspiramos y quedamos en silencio mientras ella maneja y hasta gasolina rondando por las calles, aún siendo las doce de la noche la ciudad está como si fueran las siete y no hay que trabajar. Miro por la ventanilla, era una linda noche hasta que él apreció. Siempre la jode. Mientras andamos como si t no tuviéramos casa una idea se viene a mí cabeza, tal vez niegue, lo intentaré.
—¡Becca!— exclamo al igual que ella. Sonreímos.
—Llámala y dile— ella cambia de carril, me lanza una mirada que mata y muestra su dedo favorito.
—La idea no le gustará para nada — advierte. No sé dónde vive ella pero la piloto sí. Nos alejamos de la ciudad para ir a la hilera de cosas. Medía hora en el vehículo quedamos abajo de la casa porque según Zefora los padres de Becca son especiales.
Bajamos, dejamos a Damián que, para nuestra suerte, no está muerto porque ronca y duerme como tronco. Pasamos el pasto y rodeamos la casa para quedar frente a una ventana que tiene la luz apagada. Toda la casa está oscura.
«Es lo más común. La gente normal duerme y no rescata a gentes o piratea la dirección de alguna universidad»—. Se queja mi subconsciente. Cállate tonta.
Mi amiga coge unas pequeñas piedras y las tira a la ventana, le ayudo, de todas formas ya he hecho cosas peores. Las piedras tocan el cristal y otras se adentran a la habitación pues está un poco abierta. De un largo rato ahí la pelinegra se asoma con apariencia enmarañada. Bosteza y se restriega la mano contra su ojo. Mira hacha abajo y juro que palideció al vernos. No tengo pruebas, pero tampoco dudas.
—Becca, abre la puñetera puerta— grita mi amiga no tan alto.
—¡¿Qué?!— hace una mueca.
—Joder— dice Zefora. Hace unas mimicas dando a entender que abra la puerta de su casa, creo que no entendió nada, sin embargo, Becca levanta el índice y se aleja de la ventana.
—Vamos— ordena refiriéndose al vehículo. Saco mi mochila, sacamos a Damián de la parte trasera que cada vez pesa más. Aseguramos el vehículo, a como podemos lo logramos llevar a la entrada de la casa. Es acogedora.
Becca abre la puerta al tiempo que llegamos, al ver el tercer cuerpo gimotea, mi amiga suelta a Damián para darle un beso en los labios a Becca. Es tierno verlo pero no hay tiempo para eso. La pelinegra al ver que no están solas se pone roja como tomate.
—Ya lo sé—, digo. Ella fue quien habló primero.
—¿Quién es?… ¿Por… por qué están aquí?— habla asustada. Entramos tan rápido como nos permite Damián, cerramos la puerta, todo está oscuro.
—Es una larga historia que esperara mañana— digo —Ahora enciende las luces que no vemos nada—. Saca su móvil y con la luz de éste nos alumbra.
—Perderá la noción— bromea Zefora a la hora de llevarlo a las escaleras y arrastrarlo por ahí. Con un brazo cada una lo subimos, pesa demasiado. Tomamos un descanso y seguimos.
—No hagan tanto ruido, mis padres o hermanos se despertarán y estaré muerta— anuncia guiándonos por el pasillo a su habitación. Al menos en el pasillo es más fácil que las escaleras.
—Tranquila, no pasará nada— le asegura su novia. ¡Qué lindo suena! ¡Concéntrate!.
Llegamos al final, la pelinegra nos abre la puerta y enciende la luz, lo arrastramos hasta un largo y cómodo sofá color hueso que tiene, lo dejamos caer en el respaldo y respiramos con alivio. Mi espalda duele y no imagino dentro de horas. Zefora y yo nos miramos y reímos.
—¿Por qué lo trajeron acá? ¿Por qué está así? ¿Eso es sangre?— nos bombardea con pregunta, se acerca y con su dedos índice le pica la mejilla.
—Está vivo, respira. Ya te dije que será una historia para mañana— la reprende mi amiga. Ella se cruza de brazos, viste un pijama muy provocador para el gusto de Zefora.
—Son las doce con quince ya es mañana— muestra su celular. —Debieron llamarme…
—Eh, no toques el tema de celulares, no los tenemos— niego con los labios apretados.
—Mañana; sinónimo de espera a que salga el sol. Por ahora, hay que irnos a dormir— contraataca Zefora.
—No. Su sangre manchará mi hermoso sofá, hay que cambiarlo y colocar una manta abajo— ordena.
—Estás muy mandona hoy— recalco.
—Solo me pasa cuando mis dos amigas traen a un desconocido lleno de sangre y casi muerto a mi casa agregando que estaba dormida.
Volvemos a intercambiar miradas y sonreímos. Cada vez Becca nos sorprende. Zefora se acerca a ella, la coge por la cintura y le deja un casto beso en los labios. Becca sonríe, relaja su cuerpo y le sigue el beso que cada vez más se intensifica.
—¡Hey! No están solas— hago acto de presencia.
—Tú haces lo mismo— ataca Zefora.
—Sí, a solas no con público.
—Dejen de pelear, Kayla te toca que cambiarlo.
Pongo los ojos en blanco.
—¡¿Yo?!
—¡Shh!
—Sí tú, eres la única con más contacto con él. No discutas, mucho hicimos por él. Hazlo y cuidado si refuñas— me señala mi amiga. Ahora soy yo quien le saca el dedo medio.
—Muérete y… joder. Bien.
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