CAPÍTULO 12 - TORMENTO
El vuelo 57, procedente de Israel, aterrizó en el aeropuerto de París a las cuatro cuarenta y cinco de la tarde. Los pasajeros abandonarían la nave por la puerta 23.
Leticia escuchó el anuncio y adoptó una actitud fría. Aquel era el avión de Montalais, pero ella, que corría al encuentro de su amiga cada vez que esta volvía a Francia después del trabajo, no hizo ademán de moverse, sino que se quedó ahí de pie, apoyada contra una pared, al lado de un ventanal, observando distraídamente la pista de aterrizaje.
Vestía toda de negro, como si fuera de luto. Incluso su bolso era negro, como también lo era su gargantilla y las perlas de los dos anillos de oro que llevaba en los dedos anulares de cada mano. Aunque lucía tranquila en apariencia, lo cierto era que la pelirroja temblaba por dentro. Esperaba y esperaba, pero los minutos parecían convertírsele en horas.
-¡Leticia! ¡Leticia querida! –la voz sonó como música en los oídos de la pelirroja, y al mismo tiempo como una puñalada.
Se volvió, y vio a Montalais que se acercaba, entre muchas personas que también caminaban buscando la salida del aeropuerto.
Leticia se separó de la pared y fue a recibirla. Ambas se abrazaron, dándose un fuerte apretón, y se dijeron palabras dulces mientras se besaban una y otra vez en ambas mejillas.
-¿Cómo has estado? –la voz de Montalais estaba llena de felicidad, pero Leticia, que la conocía muy bien, no dejó de notar un vestigio de temor en ella. Montalais sabía que ella sabía. Qué bien, así no habría que dar rodeos.
-No podría estar mejor –el tono de Leticia fue deliberadamente frío-. ¿Nos vamos?
La sonrisa de Montalais estuvo a punto de desvanecerse. Leticia la vio palidecer, y esto la divirtió.
.-Vamos –dijo entonces la rubia, y ambas se dirigieron a la salida del aeropuerto.
Un hermoso Akura color dorado las esperaba fuera.
-¡Vaya, lo has traído! –comentó Montalais entre risas, mientras se acercaban al auto.
Aquel era el mismo auto que Ligia le había regalado a Montalais, había llegado a Francia un día antes que su propietaria. La noche anterior Montalais había telefoneado a Leticia para pedirle que se encargara de recogerlo.
-No te importa que haya decidido traerlo, ¿verdad? –dijo Leticia, abriendo el vehículo.
-¿Importarme? ¡Claro que no! –la rubia sonrió.
Leticia le mostró las llaves.
-¿Conduces tú o lo hago yo?
-Tú, por supuesto –respondió Montalais, intimidada. Ahora estaba segura, ella lo sabía, lo sabía todo. Decirle sería inútil, había que esperar a que fuera ella quien soltara la bomba.
Montalais se preguntó qué tanto sabía su amiga. ¿Que era puta de lujo?... Podía soportarlo. Lo que no podría soportar era que supiera lo que había ocurrido entre ella y su padre, por lo menos no de esa manera. Montalais había decidido decirle todo, pero ahora, atrapada por la sagacidad de su amiga, era demasiado tarde.
Subieron al auto, y Leticia puso en marcha el motor.
-¡Cielos, es un gatito! –comentó Montalais, refiriéndose al auto.
-Y debes ver cómo corre –repuso Leticia.
-¿Más que tu Ferrari rojo? –preguntó sonriendo la rubia.
Leticia sonrió. Ese auto, el Ferrari, era nuevo y no había máquina más veloz que él.
-No lo menosprecies, está lindo.
-Oh, pero claro que sí –acordó Montalais-. Si lo quieres te lo regalo.
-Déjamelo un par de días –le pidió Leticia-. Creo que me gusta, y creo que yo le gusto también.
Leticia metió el pie en el acelerador, y el coche voló como una flecha.
-¡Eh, con cuidado! –Montalais estaba asustada, como siempre, pero sonreía, como siempre, y Leticia, que disfrutaba gastarle bromas pesadas, también sonreía... como siempre.
Lentamente, y para alivio de ambas, las dos amigas volvían a ser las mismas de siempre.
-¿Y cómo estuvo el trabajo, Montalais? –preguntó entonces Leticia, sin nada en su voz que sugiriera una sospecha o acusación-. ¿Agitado?
Montalais tragó saliva. Leticia podía ser una chica fría y calculadora, pero ella, que era más nerviosa, no estaba acostumbrada a aquellos juegos del gato y el ratón.
Agitado –repuso lacónicamente-. ¿Y qué hay de ti, querida? ¿cómo ha estado tu vida últimamente?
-Agitada –respondió fríamente la pelirroja-. Con mucho sexo –miró fugazmente a Montalais, quizá de modo acusador.
-Tú no cambias –comentó esta, intentando parecer calmada, aunque temblaba interiormente-. ¿Con quién? ¿con el hijo del general?
-Al principio sí –asintió Leticia-. Pero luego, cuando no resultó lo del rastreador, lo mandé a paseo.
-¿Y quién lo sustituyó? –preguntó Montalais. La persona cuyo nombre mencionaría su amiga a continuación era quien la había ayudado a descubrir todo.
-Pues Lester –dijo entonces la pelirroja.
-¿Lester? –la voz de Montalais estaba llena de reproche, de ira y de indignación al mismo tiempo-. ¿Te has vuelto loca, Leticia? ¡Ese hombre es detestable!
La pelirroja rio a carcajadas.
-¡Hola! ¡hola! ¡Miren cómo se enoja nuestro corderito, nuestro niño Jesús, nuestra paloma!
Montalais sintió como si dejaran caer un cubo de agua helada sobre sus hombros desnudos. Leticia estaba recitando un fragmento del Vizconde de Bragelonne, uno que le recitaba siempre cuando quería darle a entender que no tenía ningún derecho a recriminarle nada.
-¿Por qué lo has hecho? ¿por qué te has rebajado así? –preguntó, sinceramente conmovida.
Una sombra de culpa pasó ante los ojos de Leticia, seguida de una de tristeza. Cuando habló, su tono fue suave como brisa.
-¿Tan mal está? Lester es sólo un hombre...
-¡Es un degenerado! –replicó Montalais-. ¿Ya has olvidado lo de la niña? Tenía sólo trece años, pero a él no le importó. Tu padre tuvo que sacarlo del aprieto. ¿Acaso no te dio asco?
-Tal vez, Montalais, pero tenía que hacerlo. Era el único modo.
Montalais supo que había llegado el momento. Sabía que era inevitable, que debía suceder, así que tragó saliva y se dispuso a desatar sobre ella la ira de Leticia.
-¿El único modo para qué? –preguntó.
Leticia salió de la carretera con un furioso movimiento de la manivela, y se quedó estacionada al lado de la autopista, con el motor todavía encendido.
-¡El único modo para descubrir que he estado rodeada de mentirosos toda mi vida!
-Leticia, yo...
-¡Cállate! En un burdel, Montalais. Mi padre estuvo en un maldito burdel de lujo todo éste tiempo. Lo descubrí al revisar la computadora de Lester.
Montalais estaba horrorizada. Gruesas y cálidas lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
-Y tú –continuó Leticia, respirando con dificultad-. ¡Tú trabajando como puta en ese mismo burdel!
Montalais negó lentamente con la cabeza, como si deseara despertar de una terrible pesadilla.
-¿Vas anegarlo? –preguntó entonces Leticia, con furia-. ¿Seguirás sosteniendo tus malditas mentiras?
-¡Estaba desheredada y se me acababa el dinero! ¿qué debía hacer?
-¡Decirme a mí! –replicó Leticia, estallando por fin-. ¿Cómo pudiste dejarme fuera de algo tan importante? ¡me consideras tu hermana!
-¿Y qué hubieras hecho tú? ¿qué hubieras hecho? ¿acaso darme la mitad de tu herencia? ¡no la habría aceptado!
-¡Pero yo te hubiera apoyado igual! ¡me habría puesto a trabajar de puta junto a ti si hubiera sido necesario! –Leticia se echó a llorar-. ¿Cómo pudiste, Montalais? Pensé que me querías.
Montalais se puso a llorar a su vez, enterrando el rostro entre las manos.
-Te quiero, ¡juro que te quiero!
-¡Mentira! ¿Cómo puedes quererme si me has ocultado la verdad por más de tres años?... Sí, Montalais, sé que llevas tres años mintiéndome. Busqué el burdel donde trabajas por Internet y vi el catálogo de atracciones, entre las cuales figuran las chicas. Tú eres Mesalina, la más cara de todas esas zorras.
-¡No me llames así! –suplicó entre lágrimas la rubia-. No sabes lo que he sufrido estos años, ¡no lo sabes!
-¿Quieres que te compadezca? –preguntó Leticia, un tono de molesta incredulidad vibrando en su voz.
-¡Quiero que me entiendas! –gritó Montalais-. Estaba desheredada, Leticia, y no quería la caridad de nadie, ni siquiera la tuya. Estaba desesperada y se me presentó la oportunidad de trabajar en ese burdel. Acepté. Pudo haber sido un error, pero acepté. ¿Es eso tan difícil de entender para ti?
-Lo que no puedo entender es que me hayas mentido todos estos años! ¿por qué tenías que hacerlo, por qué? Yo te habría apoyado. Habría estado contigo. Si te lastimaban, yo hubiera estado ahí para consolarte –Leticia se echó a llorar de nuevo.
Montalais la abrazó, y en esta ocación ella no la rechazó. Ambas lloraron.
-Perdóname –gimoteó Montalais.
Leticia la besó en el cabello y las mejillas.
-Y perdóname tú a mí, querida.
Volvieron a abrazarse.
-Ha debido de ser duro para ti –dijo entonces Leticia-. Tan sola en esa isla, lejos de tus seres queridos, vendiéndote por pequeñas fortunas.
Montalais asintió, secándose las lágrimas.
-No quiero hacerme la víctima, nada de eso. Hace tres años tomé una decisión, y recogí con creces el producto de mi siembra.
Leticia secó las lágrimas de su amiga con un pañuelo, y luego hizo lo propio con las suyas, con otro pañuelo.
-Perdóname, Montalais. No he debido ponerme así. He sido una boba.
-Estabas en todo tu derecho –repuso la rubia-. ¿Está todo bien ahora?
Leticia sonrió melancólicamente.
-Claro. Nada ha cambiado. Somos las mismas de antes y lo seguiremos siendo.
-Me alegra escucharlo –Montalais sabía que no era cierto, que aún quedaba algo más que su amiga debía saber, pero aunque estaba decidida a contárselo, no conseguía encontrar la fuerza.
Leticia puso las manos sobre el volante. El Akura volvió a entrar en la autopista.
-¿Vas a contarme tus aventuras en el burdel? –preguntó la pelirroja una vez estuvieron nuevamente en marcha sobre la carretera-. Has debido tener cientos.
-Claro –sonrió Montalais-. Aunque ya no tendré más. He renunciado, ¿sabes?
-¿Renunciado? –repitió Leticia.
Montalais asintió con la cabeza.
-Ya jamás volveré a ser Mesalina. Mesalina a muerto, ahora sólo existe Lowise. Buscaré un trabajo honesto y me las arreglaré como pueda, tal y como debió ser desde buen principio.
Leticia mantuvo los ojos en el camino.
-Amiga, si esto es por mí...
-En parte, querida –la interrumpió Montalais-. Pero no sólo es por ti, sino también por mí, y...
El rostro de César apareció en la mente de Montalais.
-¿Y... qué? –preguntó Leticia.
Montalais suspiró con tristeza. No volvería a convertirse en una mentirosa, le diría toda la verdad a su amiga. Si flaqueaba ahora y cometía el mismo error no habría fin para su estupidez.
-Hay algo más que debes saber, Leticia –dijo entonces-. Mis mentiras no son más que el principio.
Leticia negó con la cabeza.
-No quiero oírlo, Montalais.
La rubia la miró con asombro.
-Pero yo...
-¡No quiero oírlo! –repitió entonces Leticia, esta vez con más firmeza. Entonces, con brusquedad, hizo virar en U al auto y cambiaron por completo el rumbo.
-¿Qué sucede? –preguntó confusa Montalais-. ¿A dónde nos dirigimos?
Leticia no contestó, sino que mantuvo los ojos en el camino. Un pesado silencio se cernió entonces dentro del Akura.
Pocos minutos después Leticia viró a la derecha, abandonaron la autopista, y se detuvieron ante un gran cementerio, donde la pelirroja apagó el motor.
-¿Qué hacemos aquí? –preguntó Montalais, inquieta, con el rostro lleno de tristeza-. Bien sabes que no me gusta éste sitio.
-Confía en mí –dijo Leticia, y abrió la portezuela del auto.
Montalais exhaló un suspiro de resignación y la siguió.
Entraron en el cementerio, cuya hermosa fachada era blanca como la nieve, del mismo modo que lo eran los caminos adoquinados de dentro y las enormes tumbas que se alzaban sobre los jardincitos.
-La gente es estúpida –dijo Leticia mientras pasaban al lado de suntuosas tumbas-. Como si los muertos pudieran ver la diferencia entre una enorme bóveda o un miserable hueco en la tierra.
Montalais dejó salir un par de lágrimas, sin dejar de caminar al lado de su amiga.
-¿Qué hacemos aquí, Leticia? ¡no me gusta venir!
Leticia no contestó, sino que siguió andando hacia el interior del camposanto. Finalmente llegaron hasta una tumba, y la pelirroja se detuvo.
Era una tumba bellísima, una gran bóveda con un ángel de marfil de pie a cada lado de la puerta y uno más sentado sobre el techo. Bellas flores rojas rodeaban la bóveda, formando un círculo incompleto, que respetaba el camino de entrada al mausoleo.
En la gran puerta de la bóveda estaba el esqudo de la familia du Montalais, un fondo negro con una corona dorada ante la cual se cruzaban dos espadas rectas. Y Arriba, justo sobre el escudo, se leía en letras doradas.
-“AQUÍ DESCANZA VIRGINIA ALEXANDRINE DU MONTALAIS, ESPOSA, MADRE, HERMANA Y AMIGA. QUE DIOS VENDIGA SU ALMA INMORTAL Y LE CONCEDA EL DESCANSO ETERNO.”
Montalais observó la tumba en silencio por un momento que pareció interminable, con el susurro del viento otoñal silbando en sus oídos y revolviendo sus cabellos y los de su amiga. Enterró el rostro entre las manos y comenzó a llorar.
-¿Por qué, Leticia, por qué me has traído aquí? –preguntó, destrozada.
Leticia le pasó el brazo por los hombros.
-¿Jamás se te ha ocurrido que quizá tu madre te eche de menos? Nunca te tomas la molestia de venir a verla.
Montalais se dio la vuelta y comenzó a llorar sobre el hombro de Leticia.
-¡La extraño! ¡no sabes cómo la extraño! ¡no habría cometido la mitad de mis errores si ella hubiese estado conmigo para guiarme! ¿por qué tuvo que morirse, Leticia? ¿por qué me dejó?
-Ella no te dejó –respondió en voz baja la pelirroja-. Simplemente tuvo que irse, Montalais. Se marchó de aquí, pero su espíritu aún está contigo.
Montalais se serenó un poco. Alzó la cabeza y miró hacia la tumba, que no había visitado desde la muerte de su madre.
-Ella se ha ido –siguió diciendo entonces Leticia-. Pero nosotras estamos aquí, y sé, porque la conocí, que le dolería ver cómo quedas prisionera en la celda de tus errores. Sé que ella querría que dejaras atrás el pasado. Todos cometemos errores. ¿Quién no? Lo importante es saber dejarlos atrás.
Leticia señaló con el dedo hacia el Oeste, donde el sol estaba comenzando a ocultarse.
-Ya viene la noche, querida, y luego volverá a venir el día. El ciclo se repetirá infinitamente aún cuando nosotras dejemos de existir, de modo que no hay que desperdiciar ni un minuto de la vida, pues cada minuto es uno que jamás volverá.
Montalais sonrió entre lágrimas. La frase favorita de Leticia cada vez que deseaba entregarse a sus pasiones.
-¿Tenías algo para decirme? –siguió diciendo la pelirroja-. Ya me lo dirás en otro momento. Lo he oído ya de otros labios, pero no me siento lista para hacerlo de los tuyos. Comencemos a fingir que nada sucede, Montalais, y conforme pasa el tiempo, y si funciona lo que tan bien ha iniciado, entonces me lo dirás, y yo estaré encantada de escucharte.
Montalais bajó la vista, ruborizándose.
-¿Cambiará algo entre nosotras? –preguntó entonces.
-Todas las cosas nuevas traen cambios –contestó Leticia-. Pero nuestra amistad será eterna.
Montalais le echó los brazos al cuello. Las sombras de tristeza se habían ido del rostro de ambas.
-Te amo, mi Leticia.
-También yo te amo, mi querida Luisa, mi querida Luisa de las dos caras.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro