
6. La decisión
En una lejana nave, perdida en la inmensidad de la galaxia, una mujer luchaba consigo misma. Llevaba días sin dormir, una imagen recurrente venía a su cabeza, rompiéndole cada vez un poco más el corazón.
Andaba frenéticamente de un lado a otro, buscando alguna solución, una que no hiciera daño a nadie, una que dejara todo tal cual estaba antes una que, básicamente, no existía.
Mientras seguía torturándose, la puerta se abrió y apareció otra mujer más joven. Iba vestida por completo de color azul celeste, pantalón recto y chaqueta cerrada hasta el cuello, y se dirigió a ella.
–Capitana Selena, es el momento de que vuelva. –Dijo con preocupación. – Las demás la necesitamos, necesitamos que nos diga lo que debemos hacer... que vuelva a ser usted misma.
La capitana seguía contemplando por los enormes ventanales la oscuridad infinita del universo, mientras en su alma sentía un vacío aún más oscuro.
Pasaron unos segundos de tenso silencio, hasta que la alférez decidió retirarse, comprendiendo que ese tampoco iba a ser el día.
–Lo siento, comprendo su dolor y su pérdida. Tómese el tiempo que necesite... pero si precisa ayuda, por favor, pídala. –Echó una última mirada compasiva y salió de la habitación.
–¿Qué ayuda voy a pedir? ¿Qué ayuda voy a merecer, ¡cuando he abandonado a mi propia hija!? –Gritó mientras se derrumbaba en el suelo, llorando como jamás lo había hecho.
Tras varios minutos de silencio, una idea vino a su mente, levantó la cabeza y en sus ojos se podía ver el brillo de la determinación.
Convocó en ese mismo instante una reunión con las otras capitanas, conocedoras todas de la misma verdad que a ella la atormentaba; la existencia de La Tierra y del género masculino. Esta verdad, se había transmitido confidencialmente a las capitanas asignadas de la nave de generación en generación. Ellas debían saberlo para evitar aquel planeta, para no volver a cometer los mismos errores del pasado.
Las cuatro capitanas que conocían aquella realidad llegaron a la sala algo preocupadas y recelosas por la inesperada invitación. Solían evitar estar todas juntas en un mismo lugar porque, aunque los accidentes mortales eran muy poco frecuentes en aquella nave, no eran imposibles.
Selena las esperaba sentada frente a una gran mesa blanca. Su pelo negro, corto a la altura de la nuca, y sus ojos oscuros, sumados a la belleza natural de aquella mujer, le daban un aire de distinción y elegancia que resultaba intimidante para las demás.
Una de ellas empezó a hablar.
–¿Qué ocurre, Selena? ¿Por qué nos has mandado llamar con tanta urgencia? –Preguntó preocupada.
Selena guardó unos segundos de silencio, respiró hondo y comenzó a hablar.
–El momento ha llegado, es hora de contar toda la verdad al resto. –Dijo firmemente.
Otra de las mujeres se levantó rápidamente y le gritó.
–¡¿Pero de qué hablas?! No, me niego en rotundo. Nuestras antepasadas guardaron este secreto por un motivo y no encuentro ninguno para revelarlo ahora... –Se quedó callada y miró al resto con gesto de preocupación. –Selena, sé que lo estás pasando mal por la reciente pérdida de tu hija... todas lo sentimos, la queríamos mucho, era una chica maravillosa y con un gran potencial... Pero, aún eres joven podrías tener otra hija y...
Selena la interrumpió dando un sonoro golpe en la mesa.
–¡No! ¡No tendré más hijas! No os he convocado aquí para discutir esto –espetó, mirándolas con dureza.
El eco de su voz se quedó flotando en el ambiente hasta que, una de las más mayores, comenzó a hablar con tranquilidad.
–Selena, no hemos venido aquí para decirte qué debes hacer, tú eres muy inteligente y sabes perfectamente cómo llevar tu vida. Sin embargo, lo que nos estás pidiendo... Debe de haber una razón para ello, dinos ¿qué motivos tienes para querer descubrir lo que tantos siglos llevamos manteniendo en secreto? ¿Qué motivos hay para querer borrar de un plumazo todo el esfuerzo de nuestras predecesoras? –Le preguntó, mirándola fijamente a los ojos.
Selena no pudo evitar sentirse culpable. Sus motivos no eran legítimos pero, desde el principio, desde que descubrió la realidad, ese secreto le había pesado como una gran losa. La curiosidad que sentía era inmensa, al igual que su hija, era una persona intrépida y ávida por indagar. Sin embargo, no había sido hasta perderla en aquel lejano planeta, cuando se había planteado firmemente la necesidad de investigar. Así que decidió hablar sinceramente con el comité.
–Sé que todas las que estamos aquí sufrimos guardando este secreto, y que, en el momento de leer aquellos informes, al descubrir la verdad que nos dejaron nuestras antepasadas, ese peso se hizo enorme, pero... han pasado más de mil doscientos años desde que ellas decidieron huir de La Tierra. Un lugar abocado a la extinción, a la decadencia y la destrucción. –Respiró profundamente para continuar. –Pero, ¿no es ahora nuestra obligación comprobar si ese planeta sigue siendo así? ¿Si esa sociedad sigue en declive? ¿Es posible que la humanidad haya conseguido sobreponerse a su destrucción y encontrado un modo de prosperar? –preguntó al resto.
Ellas estaban en silencio, mirándose unas a otras perplejas. La mayor volvió a hablar.
–Selena, ¿has olvidado los motivos por los cuales aquellas mujeres abandonaron su propio planeta, dejando allí a sus familiares y amigos, enfrentándose a un universo que no conocían para crear una sociedad mejor, una que no se autodestruyera, una utopía de la que ahora nosotras disfrutamos?
–¿Utopía? No hay mejor palabra para describirlo. –Contestó con sarcasmo. –Nuestra sociedad, aunque mejor, no es perfecta. ¡Nada lo es! Cada vez nacen menos niñas y hay menos matrimonios. Vivimos demasiados años gracias al avance de la ciencia, pero nuestro espacio es limitado, ¡estamos sobrepoblando la nave! ¿Qué futuro nos espera? No podemos seguir prohibiendo a las ciudadanas que tengan hijas. No podemos robar esos derechos, porque seremos como eran ellos...
–¿Hablas de los hombres? –Le volvió a preguntar.
–Exactamente, hablo de ellos. No quiero repetir los errores que ellos tuvieron... realmente, creo que es el momento de hacer algo, no digo que lleguemos allí con nuestra gigantesca nave a recuperar La Tierra, pero podríamos al menos visitarla, ver cómo son ahora... Este mundo, ¡se nos está quedando pequeño ante nuestros ojos! Estamos mirando hacia otro lado mientras entramos en declive. ¡Exactamente como pasó en La Tierra!
Las mujeres se miraron entre ellas. No sabían que decirle, así que una de ellas, la que había hablado al principio, se levantó abruptamente de su asiento y golpeó la mesa.
–¡Eso es inadmisible! Siempre hemos hablado de no contaminarnos del ego y la ambición desmedida de los hombres y ahora ¡¿quieres ir a hacerte su amiguita?! ¿Qué te pasa, Selena? tú nunca has dicho algo parecido, sé que hay algo que nos ocultas, ¡así que yo voto no! Si esto es una votación, entonces votemos.
–De acuerdo, votemos –respondió con seriedad.
–Votos a favor –solo Selena levantó su mano.
–Votos en contra. –La levantaron las demás a excepción de la más mayor, que seguía mirando a Selena con firmeza.
–¿Por qué no votas, Airis? –le preguntó una de las capitanas.
–Porque no va a servir de nada, Issiris... Selena ya ha tomado una decisión –dijo clavando sus ojos en ella, mientras ésta esquivaba su mirada hacia otro lado.
–¿Qué decisión? –Le preguntó Issiris a Selena, confusa.
Ella las miró detenidamente unos segundos y finalmente dijo.
–Yo iré a La Tierra.
Mientras, en La Tierra, Amelia se pasaba el día observando a los humanos que allí vivían. Paseaba mirando el cielo, disfrutando de su tranquilidad, viendo cómo las nubes formaban caprichosos patrones, pues ella nunca las había visto antes.
Estaba intentando disfrutar de aquel lugar. Pero, por mucha resiliencia que tratara de mostrar, en su interior había un enorme vacío. No podía evitar recordar a su madre, aquella que, aunque dura e inflexible, también fue cariñosa y divertida. Mientras estos recuerdos venían a su mente y sus ojos se empezaban a enrojecer, notó cómo las nubes se tornaban de color gris oscuro << No puede ser >> pensó << ¿Eso significa que va a llover? >> y un pálpito de emoción la recorrió entera. Era la primera vez que iba a ver llover.
Mientras se impacientaba por ver ese fenómeno climatológico, notó una gota caer sobre su rostro, estaba fría. Sonrió al sentir cómo se deslizaba por su cara y, a los pocos segundos, el agua comenzó a caer con fuerza.
Ella continuaba recostada en aquel banco, notando la lluvia caer sobre su cuerpo y oliendo la tierra mojada << petricor >> pensó para sí misma, recordando esa palabra que había leído en algún sitio << El olor a tierra mojada, se llama petricor. Que hermosa palabra para algo tan sutil>>. En ese momento, sintió que el agua dejaba de caerle, abrió los ojos y allí estaba Evan tapándola con un paraguas.
–¿Qué haces? Quita esa cosa, estaba disfrutando de la lluvia.
Evan puso cara de extrañeza y, acto seguido, de comprensión.
–Ya veo, en tu nave no llueve, claro, es lógico. –Se sentó a su lado y cerró el paraguas. Se fijó en que ella observaba a unos niños jugar en un charco lejano mientras sus madres trataban, sin éxito, de ponerles sus chubasqueros. –De pequeña no pudiste jugar bajo la lluvia, pisando charcos y llenándote de barro... –la volvió a mirar con un poco compasión. –¿Quieres hacerlo ahora?
Sin embargo, no esperó a su respuesta, le agarró de la mano y la llevó al centro de la plaza, mientras la gente corría a refugiarse de la intensa lluvia y los miraban pensado que estaban locos. Llegaron a un enorme charco que se estaba formando.
–Venga, salta sobre él –la apremió.
–Ejem, mejor no, ¡que ya soy mayorcita, hombre! –dijo ella con reparos.
–Vale, empiezo yo.
Lo vio saltar en el charco, salpicando a su alrededor y dejando a Amelia cubierta de barro.
–¡Ahora te vas a enterar! –le amenazó divertida y, dicho esto, se lanzó hacia el centro del charco salpicándole a él también. Esto derivó en una gran guerra de salpicaduras que duró unos pocos minutos.
Ya completamente calados y llenos de barro, se quedaron mirándose el uno al otro mientras recuperaban el aliento.
–¿Qué tal tu primera vez? –preguntó Evan sonriente.
–Ha sido... una experiencia transcendental... –Se mofó ella, aunque en el fondo sentía que sí que lo había sido.
–El tío Samuel nos va a matar... –Se lamentó Evan, mirando cómo habían acabado de barro.
Se quedaron mirándose unos segundos y no pudieron evitar estallar en sonoras carcajadas, mientras trataban de articular palabras ininteligibles.
–Menuda... pinta llevas –dijo Amelia ante risas.
–Pues anda que tú.
Llegaron a la puerta del hostal como dos cachorrillos abandonados. Por supuesto, el tío Samuel les echó un buen sermón mientras les daba toallas para que se secasen.
–¡¿No sois un poco mayorcitos para estas cosas?! Mira cómo habéis dejado la entrada de barro... Venga, id a ducharos, que solo faltaba que os cojáis una neumonía... ¡Y luego venís a limpiarlo! –Les gritó mientras se iban cabizbajos, aunque aún aguantándose la risa.
Antes de que Evan comenzara a subir las escaleras detrás de Amelia, su tío le cogió del hombro y le susurró.
–Bien hecho chico, ¿no decías que se te daban mal las mujeres? –Le guiñó un ojo y se marchó silbando.
Evan pensó para sí mismo <<Quizás solo se me den mal las terrícolas>>. Y subió las escaleras, con una sonrisa tonta en la cara.
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