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Tres

Ese viernes, llegó antes al aula y se colocó en su caballete de siempre, con la esperanza de que alguien ocupase el que había a su lado y, así, no tuviese ahí a Max.

Después de lo del día anterior, no tenía ningunas ganas de verle la cara y, menos todavía, de tenerlo al lado durante dos horas.

«Eso no te lo crees ni tú, bonita», le llevó la contraria la vocecilla molesta que parecía vivir en el interior de su cabeza.

«Por supuesto que me lo creo», rebatió.

«Claro, por eso te has pasado la noche preguntándote si de verdad estaba preocupado por ti ayer, porque ese chico te es totalmente indiferente».

De acuerdo, acababa de perder aquella discusión consigo misma una vez más.

Algunos de sus compañeros ya habían llegado y los sitios vacíos eran cada vez menos. Decidió no pensar más en ello y dispuso sus cosas en su lugar, pensando en el nuevo cuadro que quería empezar aquel día. En cosa de segundos, tenía todo listo y, a su lado, alguien estaba ocupando el caballete libre. Giró levemente el rostro y observó al muchacho, el cual la miraba en silencio con expresión contrariada.

—Buenas —pronunció bajo ella.

—Hola —respondió sin dejar de mirarla—. ¿Te molesto aquí?

En un primer instante estuvo tentada a decirle que sí, que se buscase otro lugar, pero pensó que el hecho de que hubiese preguntado significaba que no quería importunarla y valoró ese punto.

—No, tranquilo —él esbozó una sonrisa, amplia y alegre como las que siempre lucía.

—Bien. Oye —se rascó la nuca mientras hacía una pausa—, ¿cómo tienes el pie?

—Bien. Es un simple mal gesto en el tobillo.

—Llevas una venda...

—Es de presión, simplemente es para intentar no hacer otro mal gesto hasta que se me pase un poco el dolor al andar. Estoy bien, en serio.

Él no parecía muy convencido y se sentía culpable porque fue por un descuido suyo.

—De acuerdo. Lo siento, Salma. De verdad que no fue queriendo.

—Lo sé, no te preocupes.

«¿Por qué estás siendo tan suave con él?», cuestionó la vocecilla. Salma meditó sobre aquello antes de responder: «Supongo que no puedo ser tan borde cuando no fue adrede, y parece que estaba preocupado de verdad».

—¿Qué vas a pintar hoy? —Quiso saber él.

—La soledad.

Se enfrascaron en una charla respecto a eso y, cuando quisieron darse cuenta, habían transcurrido las dos horas y la sesión había terminado. Salma había comenzado el cuadro y a él le quedaba, posiblemente, una sesión más para finalizar el suyo. Mientras observaban el avance de la muchacha, casi todos sus compañeros se habían ido, quedando ellos y un par de rezagados más que ya estaban acabando de colocar en un estante los útiles empleados. Max quiso aprovechar aquello, sin saber si lograría algo.

—¿Sabes? No dejas de sorprenderme —mencionó—. Haces cosas realmente buenas sin que te cuesten esfuerzo.

—Bueno, supongo que es porque me gusta realmente.

Él se situó tras ella, quien todavía observaba la pintura fresca de su lienzo. Se puso tan cerca que la notó tensarse un poco, pero aquello en lugar de hacerlo apartarse le impulsó a reducir todavía más las distancias.

Colocó una mano en la cintura de la adolescente, dio un paso más y sintió su espalda contra su pecho. Ella no se apartó, simplemente se quedó allí tiesa como una estaca. Con la mano libre señaló un punto concreto de la pintura.

—Me gusta el tono que has utilizado ahí —mencionó.

—Lo imaginaba, es un tono triste pero sigue siendo amarillo. Aquí es más luminoso, ¿ves? —Señaló ella sin llegar a tocar el lienzo.

—Me encanta el amarillo.

—Lo sé —dijo con voz temblorosa cuando él cubrió dicha mano con la suya y, en un sencillo movimiento, bajó ambas hasta la cintura de la muchacha.

No comprendía qué estaba sucediendo, pero no sentía necesidad de evitarlo.

«Te dije que te gustaba este chico, tonta», aclaró su mente. Y aquello, aunque sonase extraño, hizo que ella abriese los ojos de par en par por la impresión. «Por eso te fastidia tanto que él no te dirija la palabra fuera de aquí. ¿En serio eres tan corta que no te das cuenta tú pero yo, que soy tú misma, sí lo hago? Increíble».

Él, animado al no percibir rechazo, envolvió a la muchacha con sus brazos, uniendo ambas manos al frente, al tiempo que colocaba su cabeza al lado de la suya, apoyando la barbilla sobre el hombro derecho de la joven. Cerró los ojos e inhaló, profundo y lento.

—Me encanta cómo hueles...

—A cerezas —respondió con simpleza—. Escucha, deberíamos irnos.

No se sentía tremendamente mal en aquella situación, pero tampoco la asimilaba como algo normal y cierta incomodidad comenzaba a asediarla.

—¿Por qué? —Preguntó sin moverse ni un ápice.

—Se han ido todos ya.

—¿Y? La verdad es que estoy a gusto contigo, así sin nadie alrededor, sin preocuparme de nada, Salma.

Aquello la pilló desprevenida y no pudo responder, pues no terminaba de procesar las palabras que acababa de escuchar. Max hundió su nariz en su cabello, en un gesto lento y premeditado que la puso más nerviosa de lo que ya estaba, haciendo que ella se encogiese levemente.

—Max, detente —pidió—. Esto no es correcto.

Él se detuvo, como ella pedía. Su mano derecha se posó sobre su vientre y la empujó más a él, por lo que ella dejó escapar un gemido medio ahogado y, entonces, él no se movió más.

—No estamos haciendo nada que sea incorrecto —dijo—. Nada, tú simplemente estás mirando un cuadro que has empezado hoy y yo estoy abrazándote, nada más —susurró junto a su oreja.

—La cuestión es por qué me estás abrazando de este modo. Por qué estamos en este plan cuando... —reprimió el resto de la frase, pues sintió que se le cerraba la garganta.

—¿Cuando qué? —Quiso saber.

Llevó su mano derecha al brazo derecho de la chica, sin ropa que lo cubriese desde el codo para abajo, y dejó una leve caricia con la yema de sus dedos. Los deslizó lentamente, erizando el vello y poniéndole la piel de gallina.

—Cuando...

—Mmm cuando... —susurró casi seductoramente.

—Dios —no podía casi pensar—. Cuando, fuera de aquí, no existo para ti —logró decir finalmente.

Y, entonces, Max detuvo la caricia sobre el brazo, alejó su rostro del recoveco en el que lo tenía metido y suspiró derrotado. Cuando la liberó de sus brazos y su cercanía, ella sintió como si le faltase algo. Con la vista aún fija en el lienzo, aquella palabra resonó en su cabeza una y otra vez: Soledad.

Se sintió sola, desprotegida y ridícula. ¿Por qué le seguía afectando tanto que él no reparase en ella el resto del tiempo? Aquello sí que era ridículo.

—Simplemente seguí un mal consejo —musitó él. Ella se giró a verlo extrañada, pues creía que ya se habría marchado—. Fue un error, lo siento.

—¿El qué? —Preguntó necesitando que él no dijese que se refería a ese último rato juntos.

—Da igual, Salma. ¿Vamos?

—Oh, sí. Ve, yo no tardaré en acabar de coger mis cosas.

—Nos vamos juntos —sentenció él con una sonrisa—. No creerás que ahora que está oscureciendo, voy a dejar que una adolescente hermosa y con cojera vaya sola por la calle, ¿no? Ni en broma, serías un blanco demasiado fácil para cualquier zumbado de los que hay por ahí sueltos.

Ella mantuvo la mirada fija en él todo el tiempo en que estuvo hablando y, cuando finalizó, tomó su mochila, se la echó al hombro y comenzó a caminar hacia él, que la esperaba en la puerta con la mano extendida.

«Cógele la mano, tonta», se dijo a sí misma. Primeramente se resistió, pero viendo la amplia sonrisa en el semblante de su compañero y aquel brazo extendido, dejó de hacerlo y unió sus manos sin pensar en nada más.

«Eres un poco lenta, pero vas aprendiendo. Vamos bien», se burló su propia mente. Quizá tuviese razón su subconsciente y debería dejar de negar que había querido darle la mano desde quién sabe cuánto tiempo atrás.

Sin pensar en nada más, se dirigieron al exterior del edificio y pusieron rumbo a la residencia de la adolescente. Max no pretendía soltar su mano hasta llegar, porque, siendo realista, no las tenía todas consigo como para confiar en que aquello volvería a suceder.

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