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Siete

Ese día, en el aula de arte, Salma se ubicó en su sitio habitual con muchas ganas de pintar. No demoró en estar ocupado el lugar contiguo y, como venía siendo costumbre, Max se encontraba allí con su típica sonrisa. Lo observó un instante, hasta que él se acercó y posó una mano en su espalda mientras sonreía y la miraba a los ojos.

—Buenas, preciosa. ¿Cómo te ha ido hoy el día?

—Hola, Max. Bien, un viernes como otro cualquiera. ¿Y a ti?

Sintió su mano subiendo lentamente por la espalda y, cuando ésta llegó a su nuca y rozó la piel descubierta ella se estremeció.

—Bien, pero ahora mucho mejor —dijo antes de guiñarle un ojo y deslizar sus dedos hasta la oreja izquierda de la chica, donde dio un pequeño pellizco al lóbulo—. Hablamos luego, nena.

Y, tras eso, se colocó en su lugar y dispuso las cosas necesarias allí bajo la disimulada mirada de Salma.

Se sentía distinta últimamente, no de un modo negativo sino al contrario. Se veía a sí misma más interesada en él, y también se daba cuenta de que su parte lanzada y juguetona parecía estar tomando el control, dejando a la Salma tímida y comedida —en lo que a temas sentimentales se refería— opacada bajo el interés que el chico le despertaba. Pensar sobre aquello la hacía sentirse extraña pero había llegado a la conclusión de que era normal cambiar de aquella manera pues, al fin y al cabo, era adolescente y sus hormonas comenzaban a estar un tanto revolucionadas. Eso, al menos, era lo que había aprendido tras una charla secreta con su madre un par de tardes atrás.

Perdida en sus cavilaciones, trabajó en su cuadro durante las dos horas que duraba la actividad, sin casi hablar en aquella ocasión pues, en realidad, no estaba segura de qué decir. Max esperó pacientemente, enfrascado en su lienzo pues estaba dando las últimas pinceladas y quería que quedase perfecto, tal cual la imagen que tenía en su mente.

—Lo acabé —musitó sin apartar la mirada del cuadro.

—¿Puedo verlo? —Preguntó ella al tiempo que se aproximaba.

—Por supuesto, nena. Ven —extendió la mano haciéndole señas para que se pusiera junto a él.

—Es realmente bonito, Max —comentó ella embelesada.

—Gracias.

Echó un brazo sobre los hombros de la chica y la acercó a él. Ella estuvo detallando la pintura con gran curiosidad bajo la atenta mirada del muchacho.

—Es para ti —anunció él. Ella quedó sorprendida por sus palabras.

—Oh, no, Max. No puedo aceptarlo —respondió observándolo a los ojos.

—Debes hacerlo —dijo con decisión—. No en vano, eres tú.

Ella quedó atónita y regresó su mirada al lienzo.

Tras un rato mirándolo, y notando que ella no veía en el cuadro nada que la representase, le explicó la imagen. Ella no podía creer aquello, le resultaba realmente increíble que hubiese pintado un cuadro basándose en ella tras verla un día en el parque, a principios de curso. Sonrió como boba sin retirar su vista de la pintura, hasta que él, posicionado a sus espaldas, la envolvió en un abrazo de aquellos que a ella le gustaban tanto, desde atrás y colocando su rostro sobre su hombro.

Para Salma, en aquella ocasión, ese contacto fue diferente. Quizá porque era conocedora de los sentimientos del muchacho o, quizá, por tener consciencia de los suyos propios, no estaba segura, pero sí sabía que sentirse de aquel modo le gustaba. La envolvía la comodidad, la cercanía y un afecto que no recordaba haber sentido antes con otra persona, y eso la llenaba de calma.

«Y que Max es monísimo también influye, ¿no?», cuestionó su subconsciente.

«Vale, lo confieso. Es un lujo que además de alegre, cariñoso y directo sea jodidamente guapo», reconoció en su mente.

Max entrelazó sus dedos con los de ella, sobre su vientre, mientras la mantenía presa en la jaula de sus brazos. No quería que se moviese de ahí, siempre que pensaba en ella determinaba que ese era su lugar y ningún otro. Simplemente pertenecía a ese espacio entre sus brazos, y estaba decidido a tenerla ahí siempre que pudiera. Sonrió y se acomodó mientras se perdía en su olor, como siempre.

—Hueles delicioso —susurró.

—Ni que fuese un bizcocho —bromeó ella.

—Cierto, no puedo comerte como a un bizcocho, pero de verdad que me encanta cómo hueles —confesó.

La apretó más contra él y ella apoyó su cuerpo contra el suyo, descansando cómoda. El chico, sin poder evitarlo, dejó un breve y casto beso en su mejilla, pero ella no se quejó en absoluto pues, tras tanto debatirse consigo misma, había aceptado que se había colado por aquel muchacho y sus muestras de afecto eran ahora bien recibidas.

—Tendríamos que irnos —murmuró sin moverse ni un ápice.

—No quiero —respondió él—. Quiero quedarme aquí contigo, aquí estamos bien...

—Sí, lo sé, pero cerrarán y nos quedaremos aquí hasta el lunes, y como que no me apetece —dijo entre risitas.

Él, sabiendo que tenía razón, gruñó entre dientes mientras la hacía girar y mirarlo a la cara sin soltar sus manos. Se sentía tremendamente bien junto a ella y no quería que aquello terminase, por lo que su mirada se cubrió de tristeza al decirse a sí mismo que nada podía hacer para evitarlo.

—Está bien, preciosa. Marchémonos...

—Max.

—¿Sí?

Sin decir nada más, fue ella quien lo abrazó esa vez, rodeando su cuello con sus brazos y pegándose a él en un movimiento inesperado.

«Bien, vamos mejorando. Y ahora, ¿un beso?», preguntó la vocecilla que siempre atormentaba a Salma.

«¿Por qué no?», retrucó en tono jocoso dentro de su mente justo antes de mover el rostro y capturar los labios del muchacho en un beso lleno de cariño. Max se quedó paralizado al comienzo, pero en cuanto se recompuso no dudó en devolvérselo con el mismo sentimiento y llevado por la necesidad de sentirla. Lo estaba volviendo loco, y no había remedio alguno para aquel hecho.

Se sentían bien ambos, pero aún faltaba que ella se rindiera y reconociera que lo quería a su lado tanto como él deseaba tenerla con él. Max sabía que, tarde o temprano, Salma sería su novia. Al fin todo iba por buen camino, y no pensaba permitir que aquello cambiase de rumbo.

Cuando se separaron, unieron sus frentes mientras asumían la situación y, después, recogieron sus cosas en silencio dispuestos a salir del edificio. Max le tomó la mano y caminaron juntos a la salida y, como cada viernes, la acompañó hasta su casa y aguardó hasta que ella estuvo dentro del edificio y la supo a salvo. En aquel rato no dijeron nada más, solamente se hicieron compañía y se despidieron con un breve abrazo y un «hasta el domingo» por parte del adolescente. Ella sonrió y asintió con la cabeza antes de alejarse de él.

El sábado ella trabajó en el dibujo para el concurso, pero su mente estaba en su encuentro del día siguiente con Max. Se preguntaba qué le estaba pasando, parecía ennortada y no lograba concentrarse realmente en nada. Se sorprendía a sí misma, pues parecía otra y nunca hubiese creído que algún día estaría así de atontada por un chico.

El domingo, un alegre Max apareció tras ella como la otra vez y dejó un beso sobre su cabeza, mientras le hacía cosquillas en la cintura a través de los tablones del banco en que estaba sentada. Ella le contagió su risa y no pudo evitar sentirse más alegre de lo que ya estaba. Estar con ella realmente le levantaba el ánimo hasta las nubes, y le encantaba que fuese así.

Antes de despedirse, el chico le pidió verse el miércoles por la tarde y salir a dar un paseo sin prisa, para charlar y conocerse mejor. Quería saberlo todo de ella, debía reconocerlo. Ella accedió y se despidieron sin alargarlo más.

Se vieron el lunes en el corredor principal del instituto y, al pasar a su lado, Max dejó una caricia en su mano con disimulo que a ella le erizó todo el vello del cuerpo. Pudo verlo un par de veces más a lo lejos en los cambios de aula tanto el resto de esa mañana como el martes.

Los amigos de Max se reían cuando veían cómo sonreía al ver a la muchacha, pero a él poco le importaba ser el centro de sus burlas. Ellos eran distintos a él; para ellos las chicas eran como un juego y gustaban de cambiar de unas a otras sin más, pero él no era así. Menos aún en lo referente a Salma. Lo que sentía por ella era cálido, limpio e intenso y no se le antojaba ver a otra siquiera. Solamente veía a Salma.

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