Por momentos, Charlie se preguntaba si había algo roto en él. Nadie más se cuestionaba sus colores, ¿por qué él tenía que hacerlo? Debía haber algo mal con su cerebro, algo defectuoso pero no podía permitir que sus padres lo supieran. Tal vez si les decía dejarían de quererlo. Pero no podía dejar de pensar en todas las posibilidades. Si pudiese vestir como quisiera, usaría una camiseta lila con una falda larga amarilla que se movería cada vez que él lo hiciera. Se pondría botas negras y, en el caso de hacer frío, un saco blanco de esos que tejía su abuela.

Cuando Charlie se imaginaba como una gota colorida en medio de un mar de azules y rosas, a pesar de la emoción que lo embargaba, le daban ganas de llorar.

No quería destacar, no quería ser diferente.

Así que todas las noches rezaba para ser normal, para aprender a amar el azul y el pelo corto y los autos y pelotas sin anhelar también las muñecas y el ballet. Intentó jugar al fútbol, a pesar de odiarlo y ser incapaz de hacer un gol. La próxima vez que Anna le dijo que podía bailar le dijo que no, a pesar de que su corazón se rompía mientras lo hacía. Y mientras sus padres estaban trabajando, tomó unas tijeras y cortó su cabello. Quedó horrible y su mamá tuvo que arreglarlo pero lo hacía ver más parecido a sus compañeros. También lo hacía sentir más vacío.