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Charlie sabía que era diferente.
Nadie se lo había dicho pero él lo sabía. A pesar de tener solo diez años, era mucho más inteligente de lo que los demás creían y veía las diferencias entre él y otros niños.
A él le gustaba usar el cabello largo, no como su hermana Anna, que lo tenía por la cintura y siempre usaba moños y pinzas para sujetarlo, pero sí más largo que sus compañeros y su papá, que jamás lo dejaban crecer más de la barbilla.
A él le gustaba bailar ballet, aunque su mamá se enojaba si lo veía haciéndolo así que bailaba a escondidas. Anna le enseñaba algunas coreografías cuando sus papás no estaban y a veces incluso dejaba que usara su tutú. Eso estaba prohibido pero ella decía que no importaba.
A él le gustaba leer, escuchar música y pintar mientras que sus compañeros jugaban al fútbol en cada recreo sin excepción.
A él siempre le generó envidia que sus papás le regalaran muñecas a su hermana y a él le dieran pelotas y camiones. No es que no le gustaran, sí lo hacían, pero también quería las muñecas. Quería jugar a las princesas y ponerse una tiara en la cabeza.
Pero lo que lo hacía más diferente al resto es que no le gustaba vestir de azul. Él comprendía que era su color. “Las niñas se visten de rosa y los niños de azul”, le había dicho su mamá la primera vez que él preguntó. Lo dijo como si fuera algo lógico pero para Charlie no lo era. ¿Qué pasaba con los otros colores? ¿Nadie podía usarlos?
Charlie pintaba con rojo y verde y violeta y naranja y amarillo y muchos colores más. ¿Por qué podía usarlos en un papel y no en su ropa?
Su armario era casi doloroso de mirar. Azul. Distintos tonos, sí, pero todo era azul.
El armario de su hermana era rosa, lleno de vestidos y faldas y moños, pero a Charlie tampoco le gustaba. El rosa no se sentía bien.
Se preguntaba si algún día se daría por vencido y aprendería a amar al azul. Tal vez simplemente necesitaba tiempo. Tal vez todo el mundo odiaba su color al principio.
Charlie sabía que eso era mentira porque le había preguntado a Anna y ella le había dicho que amaba el rosa, que siempre lo había hecho, pero mentirse lo hacía sentirse un poco mejor. Un poco más normal.
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