Desde el ombligo del mundo, hacia abajo,
cruzando paisajes
y atravesando climas,
ellos vinieron.

Trajeron en su piel nuestro reflejo,
y en Cusco infiltraron
su despiadada presencia.
Su aplastante egocentrismo.

Trajeron consigo sus desgracias
que ni nuestra medicina,
más avanzada de lo que ellos cuentan,
nos pudo curar.

Moríamos, moríamos por ello.

Aprovecharon las debilidades
que los descendientes del Sol
le dejaron al imperio,

imperio que,
aunque muy absolutista y demandante,

no pudo hacer nada
en cuanto Atahualpa dejo su ejército.

En cuanto los invasores entraron
y esparcieron sus ojos
por mi Cajamarca prisionera.

Pero así les fue,
con honra y gloria
nuestro grande se presentó
ante la boca del lobo.

Ni qué plebeyo se salve,
ni qué noble o sacerdote lo advierta.
Que ni el mismísimo elegido del Sol
aguantó la peste española.

Que ni los mismísimos incaicos,
a manos de pocos hombres,
esperaban ser ensangrentados
y a su monarca ver atravesado.

Quemado, destruido.
Engañado y bautizado
por una fé absurda y aplastante.

Una fé que nos costó la vida,
que nos costó la tierra,
y que a lo largo de los Andes
y de todas sus riquezas

a más de uno
de nuestros tantos dioses
ha enfurecido.
Ofendido.

Pues "a nosotros nos falta,
ellos eran mejores"
y con sus cuerpos reflectantes
pretendieron engañarnos.

"Aún nos falta,
somos salvajes",
agarran un ayllu
y lo prenden fuego.

Engañan a nuestros líderes
y los envenenan.
Nos mienten a nosotros
y pretenden que seamos parte de su rebelión.

De su progreso,
civilización,
para después,
montados en caballos,
armados con pistolas,
de rodillas alabemos a su dios.

Que, sin importar
cuantos bailes le hagamos,
jamás nos quiso.
Jamás le importó.

"Ellos eran mejores,
aún nos faltaba".
Pero desde el ombligo del mundo,
hasta lo bajo de nuestros Andes,

le deseamos muerte a aquellos pálidos huesos
que nunca descubrieron nada

y solo se dedicaron a azotar
nuestra tan fértil tierra.