11. Un hechizo de esperanza
Mar
La luz empieza a lastimar mis ojos aún cerrados, y no tardo en darme cuenta de que estamos muy cerca de la superficie. En nuestro camino no nos encontramos con ninguna otra criatura o siquiera con algún animal pasando. Todos deben estar escondidos, encarcelados o lidiando con una guerra que no les corresponde.
A lo lejos escucho gritos extendiéndose por la superficie de agua, el choque de espadas contra aletas, humanos contra criaturas marinas. No necesito sacar mi cabeza del océano para saber el desastre que está sucediendo allá afuera, e incluso podría jurar que el agua, que antes estaba limpia y cristalina, ahora está turbia y manchada de sangre.
Abro los ojos, esperando el momento en el que Caleb me saque violentamente del océano y me lleve a rastras hacia Blake. Imagino el rostro que pondrá al ver que uno de los míos acaba con mi vida como la traidora en la que él me convirtió. Visualizo sus ojos escarlata y su rubia cabellera brillando bajo el sol. Pero, por más que me duela, en ninguna de mis fantasías él intenta salvarme o al menos, se siente aunque sea mínimamente triste por mi partida.
Espero ese momento, más que nada porque ansío el fin de todo, pero no importa cuánto espere, el golpe no llega.
Dirijo mi vista hacia Caleb. Estamos a solo unos centímetros de la superficie y él únicamente se queda observando el cielo, sintiendo los rayos cálidos del sol a punto de tocar su piel, y de inmediato sé que está pensando en Makena. En la luz que irradiaba cada vez que hablaba, en su porte y su gracia, en su deslumbrante sonrisa. Y sobretodo, en que ella ya no está aquí para seguir iluminando nuestras vidas.
Nos quedamos ahí unos minutos más. La espera está matándome, mucho más que el hecho de que el enamorado de mi amiga ahora quiere acabar conmigo. Pero cuando veo su rostro, cansado y dudoso, sé que en realidad no quiere hacerlo. Y las pequeñas lagrimas que ruedan por sus mejillas, uniéndose al océano, me lo confirman.
—Si quieres matarme frente a él, hazlo —digo, y la frialdad en mi voz me sorprende—. Pero si esperas que el príncipe suelte lagrimas de tristeza por mi muerte, como tú lo estás haciendo por la muerte de Makena, lamento decirte que te llevarás una gran decepción.
Las palabras que salen de mi boca duelen como si me estuvieran clavando una daga en el corazón, y no es por la severidad de ellas o por tener tan cerca la idea de la muerte, sino porque sé que son ciertas.
—Resulta que yo no valgo nada para él —digo, tratando de alejar el dolor, sin éxito—. No podría importarle menos si vivo o muero. Y la verdad es que a mí tampoco.
Siento como su agarre se va aflojando poco a poco y no mucho tiempo después, su mano suelta por completo mi muñeca.
—Entonces tú deberías verlo morir a él —dice, y noto como su vista se va nublando por el enojo—. Eso te dolería a ti tanto como me está doliendo a mí. Esa será mi venganza.
Un respingo sale de mí sin poder evitarlo. No sé si es porque ya no quiero ver a nadie más morir o si es por el hecho de que, de alguna manera, se sigue tratando de Blake.
—Espera aquí —dice Caleb, mostrando una severa sonrisa—. Te traeré su cabeza.
Él sale nadando rápidamente a la superficie, y las olas que crea con sus movimientos son capaces de arrastrarme unos metros atrás. Cuando por fin me estabilizo, ya está demasiado lejos como para que pueda intentar alcanzarlo.
Caleb matará a Blake, si es que el rey del océano o alguien más no lo ha hecho todavía. Ese hecho resuena en mi mente una y otra vez, y sé que, sea quién sea quién lo ataque, Blake no sobrevivirá. Quizá le fue fácil lidiar con una ondina tonta como yo, o con una sirena ingenua como Makena, pero los tritones son armas vivientes, dotados de fuerza y velocidad con la que un humano jamás podría rivalizar. De pronto me abruma la diferencia entre nuestras especies. Me siento tan débil y vulnerable ante esa enorme diferencia, al punto de sentir que parezco más una simple humana que una persona del océano.
Las lágrimas vuelven a surgir de mis ojos, aún cuando creí que no me quedaban más, y en silencio, las veo unirse al agua y hundirse en el fondo del mar. Noto que estoy justo arriba de las fosas marinas que tanto me gusta explorar, con sus encantamientos y su magia. Y una idea se instala en mí con más profundidad de la que debería. Sí hay algo que nos diferencia de los humanos y del resto de las criaturas marinas. Algo que nadie más tiene y que es tan poderoso que incluso el rey del océano teme.
Nuestra magia.
Antes de darme cuenta ya estoy nadando lo más rápido que puedo hasta las fosas. En el camino me encuentro a Sofía, que parece que no ha parado de nadar siguiendo el rastro enojado de Caleb.
Cuando estoy lo suficientemente cerca de ella, su rostro claramente asustado me recibe.
—¿Qué fue lo que pasó? ¿Dónde está él? —pregunta, pero antes de que pueda interrogarme más, hago lo que llevo queriendo hacer desde que fue a sacarme de la prisión: la estrecho entre mis brazos y le doy un cálido abrazo. Ella duda, pero no tarda en devolverme el gesto—. ¿En qué lío nos hemos metido? —pregunta con pesar.
—En ninguno que no pueda resolverse —digo, rompiendo el abrazo. No es que quiera hacerlo, en este momento ella es mi lugar seguro, y si pudiéramos seguir juntas hasta que todo esto termine sería lo mejor, pero aún me queda algo más por hacer—. Tengo una idea.
Vuelvo a nadar hacia las fosas, pero como era de esperar, no tardo en ser interceptada por ella.
—No, no más ideas ni planes ni nada —dice, tratando de seguirme el paso—. ¿Acaso no recuerdas como salió tu última idea?
—Ese fue un error —aclaro, admitiendo al fin lo que es—. Esto no.
—¿Y cómo estás tan segura?
Me adentro entre las paredes de la fosa, aún con la voz de Sofía detrás de mí. Siento entre mis dedos la sensación rasposa de las rocas y la suave brisa de las mareas. Y por alguna razón que no entiendo, me siento en casa. Sigo ignorando el sermón de mi hermana mientras busco entra las inscripciones una esperanza disfrazada de hechizo, una pizca de magia que me permita regresar el tiempo atrás y evitar la catástrofe. Pero, después de lo que hice, parece que no merezco tener tanta suerte.
—¿Ahora qué estas buscando? —pregunta Sofía, tomándome de los hombros.
—La magia podría solucionar esto.
—La magia está prohibida —recalca, como si hubiera sido capaz de olvidarlo.
—También salir a la superficie y empezar una guerra —defiendo con seguridad—, y no veo que el rey del océano tenga mucho problema con eso.
Vuelvo a fijar mi vista en las paredes, pero las manos de Sofía me detienen.
—La magia no está prohibida solo por eso, y lo sabes —dice, tomándome con más fuerza para que pueda entrar en razón—. Todo hechizo tiene un costo.
Eso no lo sé con certeza, incluso es posible que toda la idea de la magia sea una farsa. Pero ahora mismo necesito algo a lo que aferrarme, y aún si el costo es mi propia vida, es algo que estoy dispuesta a pagar.
Me libero de su agarre y continúo buscando. Sofía resopla y la decepción vuelve a invadir su rostro. Pero ella mejor que nadie sabe que soy tan testaruda que tratar de detenerme es un caso perdido.
—No encontrarás nada útil aquí —dice, llamando mi atención—. Entre más oscuridad, más peligro. Y entre más peligro, más poder —menciona, citando uno de nuestros viejos dichos. Ella dirige su mirada abajo, en las profundidades de la fosa donde la luz escasea y las tinieblas llaman. Y de inmediato sé que ahí están las respuestas.
Me sumerjo, luchando contra la presión del agua que me insta a regresar. Obligo a mis piernas a seguir nadando, y sigo avanzando hasta que lo único que veo es la oscuridad. Siento las rocas a mi alrededor, más rasposas y afiladas que las anteriores. Y la única fuente, aunque tenue, de luz, es la que proviene de un grupo de palabras marcadas en las paredes. Hay muchas, y cada una contiene un hechizo distinto, sigo avanzado, moviéndome entre el estrecho espacio hasta encontrar algo útil. Y entre el eco de las olas moviéndose y las oscuridad acechando en cada esquina, un hechizo me llama.
Lo siento como el suave cantar de una sirena, como la fuerte presencia de un tritón, como el poder de los monstruos del océano y como la majestuosidad de una ondina.
Las palabras brillan más ante mi toque y sé que éste es el hechizo. No tengo una idea clara de como se invoca la magia, así que solo sigo mi instinto y me acomodo frente a la pared. Pongo mis manos cerca de las palabras y las empiezo a recitar en voz baja.
Invoco aquí a aquellas que como yo son.
Llamo aquí su presencia, su fuerza y su maldición.
Unidas por un mismo error,
y atadas a un enemigo en común,
les pido que vengan y luchen con valor.
El brillo incrementa aún con lo bajo de mi voz, y de pronto, la luz lo consume todo.
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