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Capítulo 3: Malas infuencias


    Finalmente, el equipo del instituto hace historia y gana la final. El grupo de los populares lleva tres días plagado de gafas de sol, ojeras y expresiones resacosas. Incluso Maisy Bird, la distinguida capitana de las admiradoras, reina del instituto y hermana de mi nueva amiga Tiffany, ha descuidado su esmalte de uñas y hace dos días que no se recoge el pelo en uno de sus sofisticados moños. Sienta bien comprobar que incluso las divas son vulnerables a la falta de descanso.

    Y hablando de falta de descanso, nuestra labor de estos tres últimos días también me tiene agotada, sin necesidad de trasnochar: perseguir a Jason Cunningham. Tiffany y él se pasan notas a escondidas. No soy tan chismosa como para preguntar de qué hablan, pero ahora que la distracción de Maisy propicia el acercamiento entre ambos, me temo que será cuestión de tiempo que caiga en brazos del rarito. Me parece un desperdicio, creo que podría aspirar a un chico mejor… pero no soy quién para juzgarla.

Hace tres días que no soy dueña de mí misma. Me cruzo con él en los pasillos y siempre lleva auriculares de diadema con la música a todo volumen. Me fijo en los parches de su cazadora y memorizo inconscientemente los nombres que lleva: Metallica, Slayer, Mercyful Fate, Black Sabbath… Judas Priest. Es un hilo conductor entre ambos de tal insignificancia que no sé ni por qué me sorprendo de que no haya vuelto a hablarme… ¿Por qué iba a fijarse en el diminuto pin que llevo en la mochila? O aún mejor: ¿Por qué iba a querer yo aprenderme el nombre de sus grupos favoritos?

Nunca he prestado demasiada atención a los chicos, estaba demasiado ocupada padeciendo mis propios problemas familiares, madurando a marchas forzadas como para echar un vistazo alrededor e interesarme por el sexo opuesto. Y ahora, sin venir a cuento, hay uno que no sale de mi cabeza.

–¿Qué hacen ahora estos tarados? –pregunta Tiffany, y al girarme, descubro su alborotada melena y esa sonrisa que siempre consigue robarme el aliento.

El Culto a Baphomet al completo. Y aunque son Marlon Collins y Ferris Morgan quienes lo animan a intentarlo, finalmente es Wadie Mason el que se prende fuego en la manga de la cazadora. No tiene ningún tipo de temor, es más, parece orgulloso de su hazaña. Tiffany dice que son demostraciones de punkarra: no temer al fuego, no temer al dolor, ser decidido y transgredir la norma. A mí me parece que el pavo real macho siempre necesita desplegar su cola para fardar, y el ego de este chico no es una excepción.

–No entiendo a la gente que necesita llamar siempre la atención –gruño, contrariada–. Me parece un comportamiento patético.

–¿Llamar la atención? Míralos… si son unos pringados…

La gente los odia por sistema. Cada vez que aparecen con una nueva tontería cosechan más odio, más insultos y más burlas. No sé hasta qué punto les compensa ser unos apestados.

–No creo que estén representando un papel –opina Tiffany, mirándome de soslayo–. Creo que simplemente son así… Ni siquiera tienen que esforzarse por no encajar… Sobre todo, el bicho raro… Su actitud es lo que lo convierte en la mezcla perfecta entre un macarra y un nerd, ¿no crees?

Ojalá no tuviera razón, pero puede que ésa sea la clave. Puede que ver cómo un profesor dobla la esquina y pone el grito en el cielo al ver la escena, mientras él intenta apagar el fuego a toda prisa, además de estúpido también es divertido. Intuir que el mismo experimento que impedía que lo abrasaran las llamas, ahora se ha vuelto en su contra y alimenta una débil llama que no consigue extinguir, es digno del más grande de los patosos, pero también es entrañable. No puedo evitar reírme.

–¡Vaya, vaya! –se burla Tiffany, adivinando dónde centro mi atención–. ¡Parece que el bicho raro acaba de romper un corazoncito!

Le tapo la boca con la mano, antes de que la oiga todo el mundo.

–¡Eh! ¡Tu secreto está a salvo conmigo! –exclama, cuando consigue liberarse de mí–. Siempre que tú sepas guardar el mío, claro…

–¿Qué quieres decir?

Abre la puerta de su taquilla y usa mi cuerpo como barrera para asegurarse de que nadie más vea su nota. Me esfuerzo por descifrar lo que dice:

–”Cueva… del…”

–”Cueva del bosque” –simplifica Tiffany, poniendo los ojos en blanco–. No escribe tan mal…

–Si tú lo dices…

Me da un codazo en las costillas.

–Mi hermana no puede enterarse de ningún modo… ¿Puedo confiar en ti?

No sé si me gusta lo que va a proponerme. Otra vez esa sonrisa traviesa. Es una mala señal.

–Ryan Grayson me vigila muy de cerca desde que fue novio de Maisy –explica en voz baja–. Tiene algún tipo de complejo de hermano mayor conmigo o yo qué sé… La cuestión es que necesito que seas tú quien quede con Jason en la cueva del bosque.

¿Qué? Pego semejante brinco que estoy a punto de cerrar la taquilla en sus narices.

–¡Tiffany, no se me ocurre ningún plan peor que quedar con un aspirante a satanista en un lugar llamado "cueva del bosque"…!

–¡No te hará daño! –me asegura–. Yo misma quedé con él en un par de ocasiones, pero la última vez, Ryan nos vio juntos y no puedo volver a arriesgarme, ¿lo entiendes?

–¿Y para qué quedo yo con él? ¡Eres tú la que está loca por sus huesos!

–Nadie ha dicho que sea una cita. –Me guiña un ojo–. Tan sólo son negocios.

–¿Qué tipo de negocios?

Ni siquiera recuerdo si necesitó responderme o si la verdad cayó por su propio peso. Me cae muy bien esta chica, es divertida y muy agradable. Pero nada más llegar, ya me está liando.

Mi madre dice que siempre me dejo llevar por las malas influencias, lo que no es del todo cierto porque mi comportamiento siempre ha sido intachable: buenas notas, buena chica y buena imagen. Pero ahora que por primera vez en mi vida cometo la imprudencia de saltarme las clases, mi mala conciencia agradece que ninguna secta haya llamado a mi puerta, convencida de que ya formaría parte de ella si hubiese sido el caso.

El bosque de Crawling es una sucesión de troncos nudosos asentados en las lindes del pueblo, una vasta alfombra de hojarasca y maleza, tan silenciosa que tan sólo mis tropiezos en el sotomonte y el correteo de alguna ardilla rompen el silencio. Nunca creí que caminar por el bosque fuera como atravesar un campo de minas; intento no hacer ruido, por si alguien me acecha detrás de algún árbol, pero el mínimo movimiento crea eco. Es desesperante, tiene muy poco que ver con los idealizados paseos que se ven en las películas. Estoy comenzando a darme cuenta de que esto es una mala idea.

Anidada en el corazón de la arboleda, el desnivel forma un escalón rocoso, una gruta oscura y siniestra como la garganta de un lobo. Me asomo al interior, sin atreverme a entrar.

–¿Hola? ¿Hay alguien?

Desde que era niña, tengo pánico a la oscuridad. No me hace ninguna gracia tener que entrar, aunque lleve la linterna de Tiffany en ristre. A medida que me interno en la profunda tráquea, las paredes se van aproximando a mi cabeza, el fango pedorrea bajo mis botas y alguna gota que se filtra a través del terreno, consigue ponerme los pelos de punta. La negrura se intensifica, no veo dónde piso, hasta que…

Otra luz me recibe, al final de la galería. Tres destellos cortos, tres largos, tres cortos… ¿Es algún tipo de código?

–¿Jason?

No obtengo respuesta. La luz se desvanece y unos pasos resuenan, pero no tengo muy claro si se marchan o si se acercan… Hasta que dejo de oírlos.

–¡Espera, por favor! –chillo, a la media carrera tras la dirección en que los pasos se extinguieron.

Imposible. Aquí no hay nadie… ¿Dónde se habr…?

–¿Élodie?

Grito con tanta fuerza que mis tímpanos se sufren a causa del eco. Se me cae la linterna y la negrura lo envuelve todo. Una mano me tapa la boca para que no siga gritando, pero mi acto reflejo es hacerlo aún más fuerte. Pataleo con fuerza hasta que reconozco la voz que me habla:

–¡Tranquila, tranquila! ¡Soy yo! ¡No te haré daño!

Enmudezco, pero más por la vergüenza que por sus palabras. Su perfil se destaca por la linterna que porta y el aro que lleva en la nariz destella. Sus ojos quedan escondidos por la sombra que proyecta su desmechado flequillo, y aún así, sé me mira con preocupación. Sólo quiero  echarme a llorar.

–¡Siento haberte asustado! –asegura–. Es por los murciélagos, se vuelven locos con el ruido y no me hacen mucha gracia, ¿sabes?

–Va…vale –titubeo.

La cabeza me da vueltas.

–¿Estás bien?

–Sí.

No, estoy muerta de miedo. Siento que me falta el aire, y que me fallan las piernas. Y al susto se une la vergüenza de hacer el ridículo más espantoso.

–Será mejor que salgamos de aquí –decide por mí, y antes de que pueda opinar, me rodea con uno de sus largos brazos, evitando que me desvanezca.

En cuanto la luz exterior nos empapa, vuelvo a sentir el oxígeno llenar mis pulmones. Me siento sobre una roca musgosa. No se mueve de mi lado, como si esperara verme morir de un momento a otro. No sé si percibe que verlo mirándome así aún me pone más nerviosa.

–¡Lo siento! –vuelve a disculparse con sinceridad–. No reconocí tu voz. Era a Tiffany Bird a quién esperaba y me eché a correr…

–¿Haces esto muy a menudo?

¡Menuda pregunta, Élodie! Es obvio que este chico no se gana la vida en una oficina…

–¿Esperar a mis compradores dentro de una cueva o vender droga? –ironiza, con una tímida sonrisa. Acaba de recordar que está arrodillado en la hojarasca e intenta recuperar la dignidad sacudiéndose los vaqueros–. No me fío mucho de los nuevos compradores, así que me siento seguro en las cuevas, las conozco bien… y teniendo en cuenta que mis recursos se reducen a vender o robar, tengo que confesar que mis aptitudes para el sigilo son nefastas… prefiero la venta ilegal…

Me rio, recordando su torpeza al intentar apagar el fuego de su cazadora.

–Pero descuida, no es ningún secreto que Wadie Mason vende drogas… –Su sonrisa, aunque triste, sigue teniendo una luz especial–. Y desde que cumplí la mayoría de edad, mi tía ya no tiene ningún tipo de responsabilidad económica sobre mí, así que tengo que buscarme la vida…

–Lo entiendo, no te preocupes –lo calmo. Tampoco necesitaba darme explicaciones–. ¿Por qué has venido tú y no Jason?

–Dice que Ryan Grayson lo vigila desde que lo vio con Tiffany…

–¡Ella dice lo mismo! –Compartimos una sonrisa cómplice–. ¿Crees que es verdad?

–Pues… –Se hace el remolón, fingiendo escarbar con su bota en el terreno humedecido– creo que Ryan Grayson no vigila nada más allá de la marca cara de su ropa… Y si fuera cierto que vigila a Tiffany y a Jason, saltaría desde detrás de cualquier árbol ahora mismo y llamaría al ejército para detenerme por vender droga a una menor… ¿Qué digo al ejército? ¡A la armada de tierra, mar y aire!

Me echo a reír. No sé cómo lo consigue, pero siempre termina por animarme. Veo cómo se agacha y abre la cremallera de su mochila, esperando que me decida. El problema es que yo nunca he comprado droga. Así que me quedo mirando sus ojos parduscos como una tonta, hasta que llego a creer que por recitarlo más rápido las palabras no van a pertenecerme:

–Veinte dólares de cannabis.

Su reacción no es la que esperaba. Levanta las manos y pega un brinco hacia atrás, fingiendo asustarse. Como resultado, cae de culo en medio de la hojarasca y la concienzuda limpieza de antes se va al garete. Aunque al principio me asusto, termino riendo al ver cómo hace el tonto.

–¿Lo ves? ¡Por esto quedo con la gente en la cueva! –Resulta muy gracioso ver cómo finge lamentarse por haber ensuciado de nuevo el pantalón–. ¿Qué hay del disimulo y la discreción?

Arrugo la frente.

–Dame de eso que llevas. –Vacilo–. Por favor.

Intenta contener la risa, pero se echa a reír a carcajadas. Debo de ser la mayor pringada que ha conocido en toda su vida.

–Agradezco la buena educación –asegura entre risas–. Pero las malas interpretaciones pueden ser tan problemáticas como un exceso de información si la pasma está cerca…

Chasco la lengua con fastidio.

–Ilumíname, pues.

–A ver… no puedes pedirlo literalmente –me explica, como si fuera un profesor resolviendo las dudas de su alumno predilecto–. Debes hablarme en clave, de modo que yo te entienda, pero que nadie más sospeche, ¿lo pillas? Prueba a pedir con otros nombres: grifa, caballo, chocolate…

–¿Caballo? ¿Chocolate? ¿Qué…?

Se desternilla, aunque yo sigo sin saber si me habla en serio. En el fondo, me ofende que se ría de mi inexperiencia.

–¡Eres un idiota! –lo insulto, lanzándole un puñado de hojas secas a la cara.

–¡No te enfades! –intenta defenderse, mientras se revuelca por el suelo–. ¡Ha sido muy gracioso!

Emito un gruñido de disconformidad.

–¡Idiota! –repito, sin mirarlo.

–¡Lo siento! –Se seca las lágrimas de los ojos, aún sonriente–. ¡Has puesto una cara muy graciosa, en serio! Pero lo de insultar al camello nunca es buena decisión, que lo sepas…

–¡Te lo mereces! –Me cruzo de brazos, toda digna–. Por reírte de tu cliente…

–Se nota un montón que nunca has pillado… Pero ése no es un motivo para avergonzarse.

Hurga en su mochila, hasta dar con lo que busca, y me lanza una bolsita que atrapo en el aire. Dentro hay algo que se parece a una planta. Le doy el dinero y se lo guarda en el bolsillo de la cazadora.

–Según las preferencias de Tiffany, creo que le gustará –asegura, cerrando de nuevo la cremallera, antes de echarse la mochila al hombro–. Pero dile que no puedo pasar más verde hasta la semana que viene por… problemas de logística. –Se interrumpe a sí mismo y me mira fijamente–. ¿Estás bien? Te juro que no me reía de…

–No, no es eso.

Noto un nudo en la garganta. Ni siquiera sé si debería decir lo que ronda por mi mente.

–El primer día fuiste muy simpático conmigo –digo con voz endeble–. Pero el resto de la semana…

No necesita más para comprenderme. Suspira con desánimo.

–Quiero que entiendas que no conviene que te vean conmigo –suelta, sin rodeos, y acompaña sus palabras con un hondo suspiro–. El otro día necesitabas ayuda, pero tan sólo mírame… Mira lo que soy…

Se remanga las mangas de la cazadora y me muestra los trazos de tinta que surcan su piel, me enseña el esmalte negro de sus uñas, el mensaje ofensivo de su camiseta oscura, los desgarros hechos a propósito en sus vaqueros y los llamativos pendienes con pinchos. Y lo hace como si fuera lo más horrible del universo. Como si me mostrara la piel de un monstruo.

–¿De verdad quieres que te señalen al verme contigo? –insiste con gravedad–. ¿Te imaginas presentándome a tus amigos o a tu mami? Mírame bien y verás que no es buena idea…

Lo hago, Wadie. Te estoy mirando. Y no veo por ningún lado al monstruo del que hablas.

–¿Tan importante es lo que piense el resto?

Por lo visto, sí lo es.

–Élodie, me paso la vida cargando con una mochila llena de droga –añade, intentando encontrar más razones para convencerme–. Apenas piso las clases y cuando camino por la calle, las ancianas cambian de acera y algunas incluso se santiguan… ¿Es que no te lo imaginas?

Hace una graciosa demostración gráfica y la seriedad vuela de mi cara.

–Por no mencionar que los crucifijos se dan la vuelta a mi paso, y que cuando me roza el agua bendita me salen cuernos y rabo… –Se queda pensativo–. En realidad, dos buenos cuernos porque un gran rabo…

–¡Vale, ya basta! –lo atajo, rompiendo a reír–. ¡Ya me queda claro!

Se arrastra hasta mi lado, empeorando aún más la mugre de sus vaqueros, y apoya sus brazos en mis rodillas. Las mariposas de mi estómago se vuelven locas. No puedo dejar de admirar el tono rosado de sus carnosos labios, el acendrado marfil de su dentadura.

–Me caes bien, pero no quiero manchar tu reputación, ¿lo entiendes?

Trago saliva.

–Lo entiendo –miento de inmediato.

Y miento porque no sé cómo decir ni cómo explicar que nunca antes ninguna sonrisa me había acelerado el pulso de esta forma; que cuando está cerca, mi cuerpo empieza a temblar; y que es la primera vez que alguien me hace sentir que pierdo los estribos. Miento porque ni yo sé explicar lo que me pasa, por qué me quedo encandilada cada vez que demuestra que también es capaz de ser amable y divertido. Pero no me pasa con un chico cualquiera, me pasa con él, con Wadie Mason, el mismo que todos odian y temen en Crawling.

El mismo que cuando no hace méritos para quedarse sordo escuchando heavy metal a todo volumen, o llena el instituto de pringoso humo de colores, se dedica a demostrar que aún puede ser más imbécil y se prende fuego en la cazadora.

Y sé de antemano que estoy perdida.




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