Capítulo 5 - Efecto Mariposa.
El calor era sofocante, el sudor empapaba el ropaje de las personas que trabajaban en el bosque, mientras los árboles caían uno por uno.
Cuando el primer tronco tocó el suelo, algunos guardias decidieron acercarse e intentar sacar al hombre que yacía dentro. Su piel, a pesar de estar llena de estigmas, no secretaba sangre ni pus, solo estaba reseca, fría y pálida.
Por un momento, Fordeli creyó que habían muerto, sin embargo, cuando solo uno de ellos rozó un cuerpo, este se convulsionó, provocando un respingo en los testigos.
—¿Qué los mantiene vivos? —preguntó el científico a su compañera, a manera de que solo ella lo escuchara.
—No sé, esto es terrible, se niegan a que los quiten de los árboles, por eso se convulsionan.
—Señor, ¿Qué busca? —cuestionó Néfereth, acercándose lo suficiente a ellos.
—Necesito conocer el motivo por el cual se incrustan aquí, pero hay diferentes tipos de árboles y no hay ningún patrón.
—¿Qué pasa con la tierra?
—Nada, los estudios salen limpios.
—Al igual que todo en este lugar, los minerales en las minas también salieron sin mostrar alguna incongruencia —agregó Priscila.
Violette se encargaba de compartir vasos de agua, pero estaba lo suficientemente cerca para escuchar.
—Lo que sí puedo especular, es que están buscando algo en específico, probablemente un árbol en especial —comentó Fordeli, de eso podía estar seguro.
—¿Entonces por qué no se alejan más?
—Priscila, probablemente haya más cuerpos en las lejanías, pero ir hacia ese lado del reino solo significa una cosa: peligro.
—¿Por qué? —preguntó la joven.
—Porque está maldito o eso es lo que dicen aquí —interrumpió Violette, mientras sacudía sus manos del polvo—. Los primeros pobladores delimitaron algunas zonas en todo Inspiria y parte de Drozetis, es una ley local el no traspasar las orillas, no solo por la "maldición" de la que se habla, sino por la cantidad de animales desconocidos que hay a los alrededores.
—¿Maldición? —cuestionó de nuevo, incrédula a lo que escuchaba.
—Mira, no me importa si no me crees, aquí las leyes se respetan. Si tú gustas investigar, hazlo, pero si te mueres, solo recuerda que te lo advertí. —La seriedad en el rostro de la capataz provocaron en la médico un gesto de miedo. Quizá era mayor que ella, pero denotaba mucha más experiencia y ¿Cómo no? hablaba de sus tierras.
—Eso no importa —agregó el jefe de investigación—, es peligroso, he oído historias y no arriesgaré al equipo, además, debemos investigar esta enfermedad con lo que tengamos.
—Eso espero —masculló la joven de ojos violetas, dando media vuelta, con un gesto de desgano y decepción.
Yaidev cargaba los troncos con ayuda de otros pueblerinos que habían llegado a apoyar, mientras otros aguardaban en el pueblo para cualquier anomalía.
Podía sentir la impotencia al ver a los niños y mujeres incrustados sin piedad; se acercó a uno de ellos para ver las marcas en su cuello, observó la corteza abrazar con hambre la piel del desdichado; era como si se lo hubiera tragado. No pudo evitar sentir tristeza y, al mismo tiempo, el miedo que recorrió su cuerpo. Estaba seguro de que no era una enfermedad, lo sabía desde el principio.
En el pueblo de Amathea reinaba el silencio, y la perfecta compañía era el calor.
—¿Cómo está Rebeca? —preguntó Dafne.
—¿Cómo crees que está? —respondió Odelia, sentada a la puerta de su casa.
—No puedo concebir siquiera el dolor por el que está pasando.
—Tú no, querida Dafne, pero yo sí. —La mujer agachó su cabeza y recordó la muerte de su único hijo.
—Lo lamento, Odelia.
—No te preocupes, querida, mejor disfruta de tu muchacho ahora que puedes.
Dafne asintió, y las últimas palabras de su amiga la dejaron helada, ella sabía, al igual que todos en el pueblo, que se enfermarían tarde o temprano.
—Es lo único que tengo —susurró.
—Por eso disfrútalo, mira lo guapo y hermoso que está, ayudando a todos y siendo tan capaz, además, se me hace que Violette está enamorada de él —agregó, con una sonrisa coqueta, mientras movía su abanico con rapidez.
—No, no, no, claro que no, ya sabes cómo son aquí, no puede haber relación con gente como nosotros, solo metería en problemas a mi querido hijo.
—Ay, Dafne —bufó—, en el amor no hay razas ni etnias, ni clases ni nada de eso, solo deja que se amen si quieren hacerlo.
La madre de Yaidev sonrió y se sintió orgullosa de él.
—Tienes razón... —mencionó, observando hacia el bosque, sabía que su hijo estaba entregando todo sin recibir nada a cambio—. Iré a preparar la comida.
—Querida, ¿No quieres comer con nosotros? Tenemos de sobra, hoy nos tocó hacer los platillos para los científicos —Odelia seguía moviendo el abanico—, y le daremos a nuestros vecinos por el trabajo en el bosque.
—¿De verdad? —preguntó entusiasmada, si algo reconocía, es que su compañera hacía unos banquetes exquisitos.
—Por supuesto y le apartas un poco a tu precioso muchacho. Ven, vamos a comer. —Odelia se levantó con esfuerzo y subió dos escalones. Pero no escuchó los pasos de Dafne tras de ella—. ¿Todo bien?
Dafne se había paralizado, sintió que unas manos la mantenían en el mismo sitio, tomándola con firmeza de los tobillos. Quería gritar, pero le fue imposible. Solo transcurrieron segundos para que aquella fuerza invisible subiera por todo su cuerpo hasta llegar a su cuello, era pesado, apestaba y raspaba su espalda. La respiración del ente movió los cabellos de la mujer, y una voz —que ella en ese momento no pudo describir— le habló a su oído.
—Orgullosa de Yaidev ¿No es así?
Un escalofrío se hizo palpable, que después se convirtió en temblor esencial. Cayó de rodillas al suelo; el desconocido la sometió hasta que no pudo resistir. Sus ojos se nublaron, sus oídos se taparon y sintió un sabor metálico en su boca. Se desvaneció convulsionándose, pero desde ese momento, pareció olvidar todo.
—¡Dafne! —gritó Odelia. —Los vecinos y Phoenix salieron de inmediato; el grito resultó aterrador—. ¡Vayan por su hijo! —exclamaba desesperada.
Dos hombres se aventuraron al bosque, pero un guardia los detuvo antes de salir.
—No pueden ir dos —mencionó, y el furor de Odelia relució.
—¡Pero qué mierda les pasa! ¡Pues vayan ustedes! ¡Dafne está muy mal!
—¡Yo iré! —agregó Janis, sus pies corrieron sin detenerse, pasando cerca de los guardias.
Disdis tecleaba con rapidez sobre una mesa de madera delicada y excelsamente detallada. Lucía impaciente, pero seguro.
La puerta del gran salón se abrió con suavidad, los líderes de las familias restantes estaban llegando.
El primero fue Nasval, conocido por el hambre hacia el dinero, su aspecto físico destacaba en demasía. El traje brillante y de un color dorado llegaba hasta el suelo, luciendo como un rey. Las joyas adornaban cada rincón de su cuerpo y un perfume fuerte acaparó la habitación. La barba prominente remarcaba su mentón y los pequeños ojos mostraban profundidad en su mirada.
Su hijo, Jacsa, fue el segundo en entrar, era una copia de su padre, había heredado el "don" de la competición, para él todo era una carrera y solo debía de haber una ganador. Lo acompañaba a donde quiera que fuese, demostraba ser el mejor y Nasval lucía satisfecho, pues dejaba a sus otros dos hijos rezagados.
Darmed entró sin decir ni una sola palabra, el sujeto en cuestión era el líder más joven del concejo, y le era menester evitar las conversaciones que lo llevaran a un desenlace de problemas y guerras. Si pasaba desapercibido en cada reunión, para él sería mucho mejor. Su ropaje no daba sinónimo de riqueza, más bien, parecía ocultarse entre cualquier multitud. Sus ojos siempre apuntaban hacia el suelo y su pierna derecha se convertía en un ente propio, moviéndose sin control.
Era el único dentro de la mesa que no tenía pareja, y no era difícil deducir el porqué de su soltería, pero desde la muerte de su padre, no supo cómo desenvolverse ante los demás.
Valkev fue el siguiente, era un sujeto que iluminaba cualquier sala con su sonrisa, amigable y muy apuesto, su vestimenta simulaba ser un ávido cazador, le encantaba practicarlo y era muy bueno en lo que hacía. Sus pisadas resonaron en el piso amaderado, sus botas estaban manchadas de lodo y con el carcaj todavía en su espalda, se sentó a un lado de Disdis, pues lo consideraba su mejor amigo.
—¿Hubo buena caza? —preguntó el hombre de cabellos naranjas.
—Claro, por supuesto que sí. —Y soltó un respiro que movió los cabellos de su rostro, Nasval lo observó y rodó los ojos, lo odiaba, se había casado con la mujer más hermosa de Inspiria y ni el dinero había podido conquistarla.
Su hijo Daevell, también se sentó a su lado. Era de hermoso parecer y aprendía de la caza junto a su padre, era hijo único, por lo que la heredad sería servida en bandeja de plata; además, tenía planes de casarse con Violette. Al verla por primera vez, sintió que aquellos ojos violetas lo habían hipnotizado. Estaba obstinado a ser su esposo y lo lograría sí o sí.
Betsara entró moviendo un abanico en tonos negros y plateados, un fino corsé rodeaba su diminuta cintura y el vestido, de la más costosa tela, besaba el suelo con sutileza. Un sombrero pastillero de color rojo cubría su firme y severo rostro. Sus labios estaban sutilmente pintados, sus uñas largas y negras tocaron la mesa. Naor le separó la silla a su madre, y estuvo de pie junto a ella. Era su hijo y guardia, había asesinado a sus hermanos sin piedad y él tendría la herencia sin ningún problema. Se llamaba igual que su padre y también había heredado su mal genio y la poca empatía, no obstante, había sido su madre quien lo motivó a acabar con cualquier estorbo.
—No perdamos tiempo —comentó la elegante mujer solo al sentarse.
Landdis, el primogénito de Disdis, rodeó la mesa entregando unos documentos en donde se encontraba toda la información, eso incluía los decadentes quince días de investigación y el pedido de los utensilios y otros materiales que Fordeli necesitaba.
Todos leían con detenimiento. El jefe del concejo los observó, y sus rostros se transformaron a medida que avanzaban.
—Déjalos sin comer —masculló Betsara, la firmeza en su voz provocó que los demás levantaran sus vistas sin haber terminado de leer.
—Es una estupidez, no sabes lo que dices, necesitamos tener ganancias —bufó Nasval, que ya poseía un color rojo sobre su rostro.
—¿Ganancias? Tenemos todo lo que necesitamos, no nos hace falta nada.
—Provocaríamos una guerra, Betsara —agregó Valkev, demasiado tranquilo.
—¿Guerra? —preguntó la dama, riendo ligeramente—, por supuesto que sí, pero que lo intenten, estamos preparados, si creen que no tenemos guardias y que somos unos precarios, están muy equivocados. El hambre hará que cometan una estupidez. Enfermos y desnutridos no lograrán nada.
—Lo pensamos, pero necesitamos los elementos necesarios para la investigación de Fordeli, ya les había avisado del incidente que tuvimos con el laboratorio. —Disdis sabía que si la bélica, como él la llamaba, seguía hablando, todo terminaría en un caos.
—Por cierto —habló de nuevo—, no se me olvidó ese detalle, y en vista de que has estado ocupado haciéndote cargo de los pueblerinos y del grupo de científicos, me he tomado la molestia de exterminar a esos rufianes.
—¿Los mataste? —preguntó el jefe del concejo, abriendo los ojos.
—Por supuesto, aplicamos las leyes como deben de ser, ¿No es así?
—Betsara. —Disdis tragó saliva—. ¿Cómo diste con ellos?
—No fue muy difícil, pero ahora ese no es el tema. —La mujer hizo una pausa—. No podemos permitir que nos condicionen.
—Debemos esperar la respuesta de Hecteli, estoy seguro que tendrá una solución viable, no queremos tener una guerra con la enfermedad que ahora nos sigue el cuello. —Valkev sonrió, y de nuevo, Nasval rodó los ojos.
—¿Qué opinas, Disdis? —Betsara había ignorado por completo a su compañero, ella había votado por el jefe del concejo actual porque lo consideraba el más valiente de todos, diplomático y muy paciente.
—Aumenta los precios —añadió el codicioso Nasval, interrumpiendo la pregunta.
—Podemos hacerlo, pero solo será cuando sea necesario, esperaremos la respuesta, si no es como esperamos, podemos cerrar los salvoconductos. —Disdis suspiró.
—¿Una guerra? —Darmed por fin se había animado a hablar y evidentemente era una pregunta llena de temor.
—Por supuesto que sí, estoy segura que el rey inflado no meterá sus narices en este conflicto, y no te preocupes, que podemos mantener una guerra de treinta años sin sufrir por los alimentos. —Betsara sonrió y apretó sus labios sutilmente, estaba satisfecha.
Debajo de la enorme cúpula de Real Inspiria y de los palacetes de las familias, estaban los almacenes repletos de semillas y suministros.
La capital de Inspiria no solo se conformaba de los cinco linajes más importantes, también se encontraban las personas más adineradas de todos los reinos, aquellos sabían que dentro de la esfera de cristal estarían más seguros, pero no solo eso, también tendrían una fuente de viáticos de por vida. No estaban interesados en los sitios especiales del concejo, solo se aferraban a la idea de vivir en el más cómodo de los reinos.
—Confío en que el rey Hecteli recapacitará sobre este conflicto, de momento, debemos preocuparnos por los materiales del grupo de investigación. Valkev, espero que puedas apoyarme, necesito de más camillas para recrear las recámaras.
—Disdis, claro que sí, sabes que siempre podrás contar conmigo, ya hablaré con Nasval para dividir los gastos.
El hombre de traje fino no estaba de acuerdo, pero era su obligación, pues era el encargado de la moneda.
—¿Eso es todo? —preguntó Darmed.
—Sí, si necesito algo más, hablaré con ustedes en privado. —Disdis se levantó, estaba preparado para enviar la carta.
Los demás siguieron sus pasos, dejando la enorme sala de reuniones vacía. El jefe del concejo no perdió tiempo, y se dirigió a los Naele.
—Tío Disdis —comentó Daevell, lo llamaba así debido a la cercanía de ambas familias—, me gustaría que, cuando Hecteli envíe una respuesta, yo se la pueda entregar a Violette personalmente.
—Quieres verla ¿No es así? No te recomiendo que vayas a ese lugar, ella es una dama, pero es la persona más valiente que conozco, pero si todavía quieres verla, que sea completamente tu responsabilidad, y le avises a tu padre, porque eso es peligroso.
Disdis había conversado con Valkev respecto a la unión de sus hijos, sin embargo, uno de los últimos deseos de su esposa había sido dejar que Violette decidiera sobre su matrimonio, aquello no fue del agrado para Beka, la esposa de Valkev, no obstante, el hombre de cabellos naranjas sabía que su hija, probablemente estaba enamorada de Daevell.
—Señor, ya he hablado con mi padre y lo considera un acto de amor, así que estoy preparado. —El joven se irguió orgulloso.
—De todas maneras platicaré con él, eres hijo único y esto no es un cuento de amor.
—Pero estoy muy dispuesto, señor.
—Como sea, hijo, vayas o no, tu padre tiene que enterarse que esto no es un juego, pero es tu decisión.
Disdis dio media vuelta. Daevell se sintió seguro de ir a visitar a su futura esposa, no permitiría que Jacsa ganara esta vez, ni mucho menos que Naor se involucrara, aunque este último le diera un miedo atroz.
Velglenn se movía de un lado a otro, una mano tocaba su barbilla y la otra estaba en su cadera. Su vestimenta levantaba los ligeros pétalos de sus ingredientes, su sala principal estaba llena de cajas y condimentos que previamente había sacado de su sótano.
Naula, su guardia, lo seguía con la mirada, y sus nervios la contagiaron de inmediato.
—Señor... —susurró, en un intento de intentar detenerlo.
—No tenemos alimentos y sospecharán si pedimos de más —comentó el mago, casi de manera automática—, tendremos problemas, no podemos esconderlos para siempre, los malditos guardias están pendientes.
—¿Puede hablar con su jefe de esto? —preguntó su caballero.
Velglenn hizo una pausa, respiraba agitadamente y parecía buscar algo del suelo, pero solo intentaba hallar soluciones.
—No lo sé... —masculló—, ¿Crees que sea correcto?
—Él lo ha ayudado muchas veces, puede ser que esta vez también lo haga.
—Pero no es tan fácil, no sé... —Su guardia guardó silencio, si no hallaba una solución rápida, todos acabarían muertos—. Está bien —comentó el mago, veré qué puedo hacer.
No tenía tiempo, tomó una bolsa en la que llevaba algunos brebajes para poder escapar o hacer lo que fuera, según sucediera algún problema.
—Señor, tenga mucho cuidado.
—Por favor, escóndete con los jóvenes y no abras hasta que escuches mi voz —ordenó.
—Claro, señor, a sus órdenes.
El Comité de Magos y Hechiceros no quedaba lejos, su jefe, Vass'aroth, residía al norte de Drozetis, en una zona en donde exclusivamente vivían los de su dogma. Había sido el responsable de colocar a Velglenn como consejero del rey, por eso y para mala suerte, como él lo veía, tenía que vivir más cerca de la plaza y del castillo real. Él se encargó de buscar la residencia más alejada de la zona, aunque eso involucrara caminar el doble, pues odiaba los olores de su ciudad.
Pisó el suelo marmolado, era una residencia parecida a un templo, Velglenn rio para sus adentros, aquello no le resultaba agradable, le recordaba el porqué de su odio a los sacerdotes de Drozetis.
Debido a que llevaba tiempo sin visitar su hermosa comunidad, varios magos, hechiceros y brujos lo observaban con interés, creían que había cambiado gracias al puesto que ahora tenía y de la cuantiosa y jugosa suma de dinero que llegaba a sus manos. Sin embargo, no le tomó importancia, caminó directo al altar principal, sabía que su líder estaría allí, como siempre.
—¡Velglenn! —gritó el hombre solo al verlo entrar, su voz se adueñó de todo el lugar, era áspera y ronca, denotaba vejez y experiencia.
—Señor —musitó, e hizo una reverencia.
—Hacía tiempo que no te miraba, ¿Fuiste tú el de la absurda idea del rey? —preguntó y el mago se sintió confiado, probablemente su líder desaprobaba las acciones de Haldión.
—No, señor, y de eso quiero hablar, últimamente las ideas surgen de la mente de Russel.
Vass'aroth lo miró a los ojos, sonrió y tras una orden con su rostro, dictaminó que todos los presentes se retiraran de la sala, pues aquella conversación sería interesante.
—Prosigue —comentó, acomodándose en su acolchonado asiento. Los cojines de color rojo contrastaban con su piel negra y le daban un brillo extra.
—Antes que nada, quiero pedirle una disculpa por lo que le comentaré, pero también sé que me entenderá, es usted un hombre muy noble e inteligente. —Velglenn tragó saliva—. La verdad es que... el día del genocidio, me dediqué a rescatar a algunos niños de las garras del rey.
Vass'aroth no se inmutó, recostaba su cabeza en dos dedos de su mano derecha.
—Eres muy impulsivo, Velglenn, sabía que lo harías, por eso te escogí como consejero del rey, pero también sabes que eso podría ser sinónimo de muerte.
—Y por eso quiero que me ayude, señor, por favor, necesito alimentos y un lugar seguro para esconderlos. —El mago arrugó su entrecejo mientras observaba al hombre que no emitía ni un gesto. Si no aceptaba, él y todos los niños estarían en gravísimo peligro.
—Está bien. —Suspiró—. No te preocupes, no te diré que lleves los alimentos porque sería sospechoso, así que te pediré que vuelvas con ellos y después te enviaré lo que necesites. Pero más tarde, Velglenn, que ahora los guardias están como nugrales por todo Drozetis.
—¡Gracias, señor! —El mago se hincó y agachó su cabeza, estaba más que feliz.
—No es nada, querido Velglenn, no digas nada de esto, por favor.
—¡Entendido, señor! —Dio media vuelta, llevaba prisa, pero estaba animado, satisfecho.
La noticia lo había mantenido entretenido hasta llegar a su residencia. Abrió el sótano, llevando una sonrisa en su rostro, Naula pudo entender que su líder había cedido.
—¡Lo logró!
—¡Lo logramos!
La guardia se aventuró y abrazó a su señor; se retiró de inmediato, pues estaba prohibido, para evitar la vergüenza, siguió abrazando a los niños y evitó verlo a toda costa.
—Naula —comentó el mago y la mujer soltó un respingo, era la primera vez que decía su nombre—, quédate pendiente de la zona, necesito que me avises cuando lleguen, no quiero que los vean, traerán suministros, ¿Entendido?
—Sí señor.
Solo había transcurrido una hora desde que Velglenn había regresado. Naula permanecía erguida a un lado del camino. El silencio gobernaba la zona y el aire fresco recorrió la callejuela. El ruido de numerosos pasos cautivó su atención y sobre la ligera colina logró observar las astas y banderas de Drozetis. No era bueno.
Corrió hacia la casa y tocó repetidas veces.
—Señor —comentó, solo al ver un centímetro de la puerta abierta—, vienen sus hombres, pero vienen con caballeros reales, salga de aquí ¡Ahora!
—No puede ser, me engañó —respondió Velglenn, de manera atónita, sintió el mundo caer a sus hombros, por un momento quedó inerte, pero Naula no lo dejó.
—Salga, señor, no tiene mucho tiempo.
—No, vete de aquí, lleva a los niños, yo me encargo de ellos. —El mago giró y buscaba algo dentro de su hogar, su guardia no entendía nada.
—Señor...
—¡Vete ahora! —El grito la asustó, y sin decir nada bajó, sacando a los jóvenes del sótano, escuchando con más fuerza la marcha de los soldados. Se le aguaron las piernas—. ¡Te sigo después! —exclamó Velglenn, mientras se asomaba por la puerta principal.
La mujer asintió y se dirigió directamente al bosque, si no quería ser descubierta, tendría que traspasar la zona prohibida.
El hechicero tomó una caja llena de polvo parecido a la pólvora, la regó a orillas de la puerta formando un cuadrado, cruzó sus manos y las volvió a abrir, mientras las partículas se tornaban del mismo color que el suelo amaderado, también aplacó el fuerte olor. Dio media vuelta, recogía varias plantas, no tenía tiempo de molerlas, solo usó sus manos para hacerlo, y cuando hubo terminado, las escondió entre la rendija del portal.
Era poderoso, era inteligente, pero, sobre todo, muy rápido.
Los guardias tocaron la puerta con estruendo, y Velglenn no contestó. La manija giró sin esfuerzo y el primero en entrar fue su líder, Vass'aroth.
Escuchó que algunos de los soldados que habían quedado en la parte de abajo buscaban en el sótano, pero no encontraron nada. A juzgar por las voces y las respiraciones agitadas, supuso que eran de diez a doce caballeros.
—¿Dónde están? —preguntó su líder, sonriente.
—¿Cómo te atreves? ¿No comprendes que no están enfermos? ¡Son solo unos niños!
—¿Y qué? —arremetió—, No me interesan, todos moriremos igual, espero que lo entiendas.
—¿Entender? Estás mal, Vass'aroth. —Velglenn medía 1.88, pero el sujeto frente a él era un monstruo.
—¿De verdad no lo entiendes? Este es el momento que estaba buscando para retomar la fuerza en el concejo, tus comentarios fueron inservibles, por lo que, con este acto de valentía, recuperaremos lo perdido.
—¡Quédate con tu maldito puesto y chúpale las bolas al rey! —Velglenn empuñó su mano y su líder hizo el amago de hacer un hechizo, pero antes de intentar, el mago apretó lo poco de la mezcla que estaba en su palma, después, la sopló y regó por el lugar.
Inmediatamente una electricidad viajó desde el líder de los hechiceros, hasta el último guardia en la planta baja. El sonido de las armaduras fue hórrido cuando cayeron estrepitosamente hacia el suelo, quedando vacías y huecas. Todos los hombres se habían convertido en animales similares a los sapos.
Velglenn salió de inmediato y se aventuró en el bosque. Los berrigastres cayeron de las gradas cuando se abrió la puerta y rodaron sin poder detenerse.
—¡Maldito! —Escuchó de su líder, su voz fue graciosa, pues era aguda e irritable. —Los soldados no podían hablar, pero Vass'aroth, al ser un mago, emitía algunas palabras—. ¡Esperen! —gritó—, no será para siempre, solo cinco minutos.
Brincaban y chocaban entre sí, mientras las pequeñas tripas del jefe de los hechiceros se revolvían a causa del coraje.
—¡Yaidev! —gritó Janis, respiraba agitadamente, sus ojos cargaban lágrimas y sus pequeñas manos hacían señas de atención.
Todos los presentes voltearon y supieron que algo no estaba bien.
—¡Janis! —respondió con sorpresa, sintió un peso sobre su pecho, la tensión en sus piernas y los nervios carcomer su estómago.
—¡Tu mamá está enferma! —Y al término de esas palabras, el joven moreno se quitó los guantes con brusquedad y sin mirar atrás, corrió como nunca lo había hecho.
En su garganta se apelmazaba un bulto, ni tragando saliva constantemente pudo deshacerse de él, las rodillas lo traicionaban por momentos cuando, sin poder controlarlas, se le aguadaban del miedo. Sentía las piedras incrustarse en sus pies y supo que estaba dando pisadas demasiado fuertes, pero ¿Acaso importaba?
Violette lo siguió y Néfereth tampoco entendía por qué iba tras ellos, Fordeli no fue la excepción, tampoco Priscila.
—¡Mamá! —Y se desgarró la garganta—, ¡Madre mía!
Llegó hasta la puerta del nuevo almacén y Phoenix lo esperaba.
—¡Yaidev! No puedes entrar, entiéndelo, no permitimos visitas.
—¡Me importa un carajo! —El botánico empujó al científico y cayó sobre la puerta, golpeándose la cabeza, acto seguido, uno de los guardias residentes de Inspiria, también devolvió el golpe. Yaidev comenzó a sangrar de su labio, mientras caía sobre la calle.
—Yaidev... —masculló el Hijo Promesa y lo levantó de un solo movimiento—, espera, no puedes hacer nada, entiende. —Sus palabras eran conmovedoras, de alguna forma quería alentarlo, pero provocaron todo lo contrario.
—¡¿Cómo te atreves a decirme esto?! ¡Para eso están ustedes aquí! ¡Si no han hallado una cura es porque no permiten que la magia se use! ¡Pensé que eras diferente a los demás, pero no es así! ¡Eres igual que ellos! —Señaló con firmeza hacia el grupo de científicos y guardias, mientras la multitud del pueblo se asomaba con morbosidad.
Néfereth lo soltó, sintió que el cuerpo se le enfrió, toda su vida había tratado de ser diferente, pero aquellas palabras le traspasaron el corazón.
—¡Hijo! Por favor, entiende, estamos haciendo todo lo que podemos, te lo juro. —Fordeli no se quedó callado, pero su voz se fue apagando cada vez más.
—¡¿Lo intentan?! No les importamos, de haber querido encontrar la razón hubieran permitido otras alternativas, pero su maldito orgullo no lo dejó. Vino aquí por una sola maldita razón; por méritos, por logros, para que se le llenase el pecho de gozo cuando lo llamaran frente al púlpito y lo galardonaran como el mejor ¡¿No es así?!
Violette abrió la boca, jamás había visto de esa manera a su compañero; Néfereth no se movió ni un centímetro, tampoco los guardias; Fordeli tragó saliva tratando de bajar la verdad de ese comentario.
—¡Quieren buscar una cura no para ayudarnos, sino para que se larguen de aquí!
—Yaidev... —El caballero soltó su nombre como un suspiro.
—¡Tú también quieres irte! —contestó y no soportando más, se desgajó en llanto—. Me dijiste que arriesgaban sus vidas, pero viniste aquí porque los elegidos como tú no se pueden enfermar... En la peste de sangre ninguno de los Hijos Promesa se infectó... dijiste que... —No pudo más, se hincó a causa del dolor y se llevó la mano al pecho, queriendo arrancarse el corazón.
—Déjenlo entrar —comentó Violette, sus ojos brillaban con intensidad por culpa de las lágrimas, pero no derramó ni una sola—, es lo menos que pueden hacer.
—Señor —respondió un guardia, se dirigía a Néfereth—, ¿Qué hacemos?
—Déjalo entrar, solo déjalo... —Fordeli se adelantó, con la vergüenza carcomiendo su rostro.
—Pero... señor. —El guardia susurró a oídos del científico.
—¡Que lo dejes! ¡Hemos estado cerca de cada uno de ellos! ¡Hemos tocado los árboles y sus pieles pálidas! ¡Pasamos las noches compartiendo las mismas camas, comiendo de los mismos platos y nada pasó! ¿¡Cuándo entenderán que esto es aleatorio!? —Violette gritó de ira.
Sin esperar respuesta, levantó a su compañero y lo llevó directo al hangar, una de las guardias abrió retirando la madera, Phoenix observaba estando en el suelo. El pueblo se sumergió en total silencio, salvo los sollozos de Yaidev.
—Acércate —comentó Dafne, o más bien, la terrible voz que surgía de ella.
Su hijo la miró, y mientras su madre hablaba, su mano derecha se movía negando que se acercara, aquello casi le desprende el alma, pues sabía que estaba todavía consciente, que algo del inmenso amor que le tenía, estaba allí, dentro de ella.
—Madre... —musitó, se acercó a la recámara improvisada y la abrazó. —La multitud que le seguía quedó paralizada cuando observaron que la piel de esa mujer no tenía llagas. Parecía que solo la mitad estuviera infectada, pero la otra permanecía dormida—. Madre, yo te sanaré... —Y colocó su mano en la frente de Dafne y cuidadosamente la recostó sobre la camilla, su madre cedió sin mucho esfuerzo.
Era casi imposible para el científico que, entrando él solo, el enfermo no se abalanzara a su persona o hiciera el intento de escapar hacia el bosque. Todas las recopilaciones de su información se fueron a la borda cuando observó con detalle el cambio en la actitud de la paciente.
—¿Cómo? ¿Cómo hiciste eso? —preguntó sin entender.
El joven botánico no dijo nada, tomó en sus brazos a la mujer y salió del laboratorio.
—Yo trataré a mi madre. —Se alejó lo suficiente hasta llegar a un pequeño desván que le servía de almacén; apartándose de todos.
—¿Para qué quiere saber? Con drogas, como usted le llama —respondió Violette, mientras observaba a su compañero encerrarse con llave.
No hubo nada más, solo se escuchaba el llanto de aquel joven que resultaba como una melodía melancólica, en todo el pueblo de Amathea.
Leyval leía la carta para su rey y apretó los dientes cuando llegó a los términos y condiciones.
—Es claro que nos están amenazando, señor —comentó, mientras bajaba el papel y lo arrugaba fuertemente en su mano.
—No, Leyval, están desesperados y esa es una buena medida para salvaguardar su integridad.
—¿Y lo permitirá?
—¿Tienes otra idea? —Hecteli afiló sus ojos, observando al hombre frente a él que poco a poco se iba convirtiendo en un amasijo de impotencia.
—Por supuesto, señor. —El consejero suspiró tratando de recuperar su cordura—. Podemos empezar por salvar a su gente y dejar a ese pueblo en la miseria, creo que tenemos sustento necesario para no pasar hambre en caso de empezar una guerra.
—¿Necesario? La peste de sangre nos dejó muy mal, esta tierra no es fértil y no hay espacio para los sembradíos, no, aunque tengamos lo suficiente solo servirá para las familias acomodadas aquí en Prodelis, ¿Acaso pretendes, también, matar de hambre a las personas necesitadas de nuestro reino?
El consejero no contestó, por lo que el rey intuyó que estaba más que dispuesto.
—Señor... esto es una pérdida de tiempo, Fordeli no sabe hacer su trabajo...
—Y me gustaría saber qué harías tú en su situación, porque en la comodidad de este castillo es muy fácil hablar, Leyval. —Al rey se le remarcó una vena en la sien.
—Señor, ya debería tener respuestas...
—¿Tienes algún problema con Fordeli? —preguntó y se inclinó sobre su trono esperando una respuesta congruente.
—No, señor, cómo piensa eso.
—Pues entonces solo haz lo que te ordeno, le daremos el tiempo que sea necesario y enviarás lo que pide esa carta ¿Entendiste? Y la leerás después de escribirla, justo ahora. Cuando la termines, me la darás, pues la enviaré con tres de mis mejores hombres.
—¿De verdad hará todo eso? —Leyval arrugó su entrecejo, perplejo por la petición—, ¿Creerá ese berrinche?
—¿Me estás cuestionando? No te tomes muchas libertades, Leyval, toma la carta y escribe lo que te dicte. Que igual moriremos todos de no intentarlo.
El hombre de túnicas opacas exhaló con fuerza, dio media vuelta y se sentó para empezar a redactar la carta, apretó la pluma con ira, impotente ante la noticia.
Transcurrieron unos minutos en los que, con los dedos blancos de la presión ejercida, terminó de escribir. Caminó pausadamente hasta que el mensaje estuvo en manos de su rey, después, se retiró sin decir ni una palabra.
Sintió que le faltaba el aire. La presión había subido como espuma sobre su cuerpo y lo único que quería, era salir de ahí. Abrió el castillo, intentaba dirigirse a su hogar. Dos guardias encargados de su cuidado lo acompañaban como a su sombra.
La ira se remarcó en su rostro, también la incredulidad, estaba eufórico y nada podía detener su odio. Giró solo un poco y observó a un grupo numeroso de personas con pancartas a las afueras del castillo.
«Maldita gente sin quehacer», pensó.
Uno de los presentes se acercó con pasmosa calma, caminaba de manera erguida y con una mano extendida sobre su estómago, parecía ser de una familia adinerada, pues sus vestimentas rozaban el suelo y las costuras eran excelsas.
Los guardias de inmediato le negaron el paso, Leyval tampoco tenía intención de detenerse.
—Señor Leyval —susurró aquel extraño, su voz era de profunda solemnidad—, me gustaría hablar con usted.
—No tengo tiempo y tampoco me interesa —musitó.
—Me parece que sí le interesa, es sobre los enfermos y pecadores de Inspiria. —El consejero detuvo su andar y lo observó de reojo, el desconocido sabía que le daría unos minutos antes de retirarse por completo, no era la primera vez que veía esa postura—. No queremos que ninguna persona de Inspiria cruce para nuestro reino, eso incluye al grupo de científicos y guardias que llegaron a ese lugar. —El sujeto observó cómo Leyval levantaba una oreja y prosiguió—: Nosotros podemos realizar nuestros propios cultivos, estamos capacitados para eso, esta gente está dispuesta a trabajar, tememos que dentro de esos alimentos venga esa peste.
Leyval volteó con interés, aquello era nuevo, miró la expresión del tipo frente a él, era dramática, pero creíble.
—¿Y cómo planeas hacer eso?
—Señor, concédame una audiencia con el rey y le aseguro que podemos convencerlo. —Sus ojos se relajaron y sonrió, estaba dispuesto, preparado y muy confiado.
—¿Y cómo te encuentro? ¿Cómo te llamas? —cuestionó el consejero.
—No se preocupe, esperaré aquí, sentado frente al palacio, para que vea mi preocupación y determinación ante este caso. —Cerró sus ojos lentamente e hizo un pequeña reverencia.
—Veré qué puedo hacer. —Leyval no volteó, solo caminó hasta perderse entre la multitud.
El hombre de túnicas delicadas lo bendijo mientras le daba la espalda, se dirigió a su caravana y abrió sus manos como esperando un abrazo. Sus seguidores lo miraban expectantes, con ansias, pasión y fe. En sus ojos se vislumbraba el destello de las antorchas, el baile sublime de las llamas, emitiendo un brillo profundo y cegador.
—Oremos, hermanos míos, podemos tener una oportunidad —mencionó, alzando su rostro hacia el cielo, todavía con sus palmas extendidas.
El tumulto murmuró decenas de palabras, estaban gozosos, alegres y llenos de éxtasis. Alababan el nombre de su líder y congregación, era todo un espectáculo.
Los gemidos de una mujer eran detenidos por la mano de Ur, tapaba sus labios mientras metía dos de sus dedos a su boca. Sintió la lengua ajena jugar con ellos, después, los chupó con hambre. Ur los sacó y así, húmedos, volvió a introducirlos, pero ahora en su orificio más sensible.
La dama levantó las piernas y las reposó en los hombros del caballero, mientras él jugaba con sus dedos.
—¡Más fuerte! —gritó la mujer, alzó su rostro cuando, de un solo movimiento, había metido todo dentro de ella. Podría haber terminado en un orgasmo, pero la puerta sonó con estruendo—. Maldita sea, escóndete —susurró la dama, agarró su bata y se reincorporó de inmediato, estaba sudada, despeinada. Ur se vistió lo más rápido posible, mientras buscaba un lugar dónde esconderse.
—¿Esperabas a alguien? —preguntó, estaba molesto y con una obvia erección.
—¿Cómo voy a esperar a alguien? No seas imbécil.
Se dirigió a la puerta. Los toques eran más fuertes y consecutivos.
—¿Quién? —cuestionó, mientras se arreglaba el cabello.
—Balvict —respondió la voz detrás del portal.
—¿Balvict? Pero... —Ur empuñó su mano y la llevó a sus labios.
—Dile a Ur que quiero hablar con él —exclamó y los amantes dentro de la habitación se quedaron helados. La mujer volteó a ver al caballero que tenía los ojos abiertos de la impresión.
Con ira, abrió la puerta y observó al guardia, era alto y llevaba una sonrisa sarcástica.
—¿Perdón? Creo que te equivocas.
—Por supuesto que no, que no se haga, quiero hablar con él. —El hombre tenía una goma de mascar y sumado a su risa, era molesto.
—¿Por quién me tomas? —resopló indignada—. Sabes que puedo condenarte por eso.
—Qué preciosa está. —La observó con lascivia, de arriba hacia abajo—. No quisiera armar un escándalo con Ur dentro ¿No es así? Yo me escondería allí. —Señaló una puerta, la del sanitario.
—No digas nada de esto. —Ur salió de inmediato, alzando las manos en señal de rendición, aunque no le estuviese apuntando con una espada—. ¿Cómo sabes de esto?
—Qué importa, el rey quiere hablar contigo, ven, vístete, te espero.
Balvict levantó la comisura de sus labios, miraba a la mujer y acentuaba la sonrisa. Con toda calma se recostó en el marco de la puerta. La señora sudaba en exceso, y no era por el sexo, eran los nervios y el miedo.
—Vámonos —exclamó Ur.
—¿Puedo cuidarla si tú te vas? —preguntó su compañero, con malicia.
—¡¿Cómo te atreves?! —gritaron ambos al unísono.
—No sean descarados, pero vamos. —Balvict dio media vuelta.
Se alejaron del lugar, la dama cerró la puerta, temblando de incertidumbre.
—Qué sabrosa está —reafirmó, lamiéndose los labios—, quién como ustedes.
—No digas nada de esto, Balvict.
—Claro que no, ya lo hubiera hecho, pero querido Ur, creo que para tu silencio necesitarás más que unas simples palabras; o me das todo tu pago o a la mujer. —Ur dudó unos momentos, apretaba sus manos y su cuerpo estaba tenso—. ¿Lo dudas? —El guardia rio estrepitosamente—. Eres un hijo de puta, Ur, pero si me das alguna de las dos, no me quejaré.
—Maldito seas, Balvict, toma. —Extendió su mano y le otorgó una cantidad considerable de billetes.
—Uy, mi querido Ur, me encanta hacer tratos contigo, pero puedo abrir mi boca la próxima quincena, ya sabes, a menos que me vuelvas a pagar. —Guiñó un ojo y sonrió—. Ve con cuidado, mi amor, que yo la cuidaré por ti.
El caballero vio el rostro de su compañero, lleno de furia, rojo e iracundo.
—No intentes nada estúpido —sentenció.
—No te preocupes, seré tu mejor amigo, como lo eres con él. —Balvict se fue dando carcajadas y moviendo el fajo de billetes. Era moreno y tenía el cabello largo, para muchos de sus compañeros, él formaba parte de los mejores guerreros, junto a los Hijo Promesa. Ur no pudo evitar sentirse pequeño en todos los ámbitos, y lleno de impotencia se dirigió hacia el castillo del rey.
Caminó de manera ida, atravesó las calles como un muerto, inerte. El sonido a su alrededor le pareció una minucia, ni siquiera notó los saludos de algunos soldados conocidos, solo se dirigió al palacio, quería distraerse de lo que acababa de pasar.
—Hasta que apareces —comentó el rey Hecteli—. Súbete —ordenó.
—Lo siento, señor... yo.
—No me importa, te llamé hace quince minutos, esto no es un patio de juegos.
—Lo siento ¿Para qué me necesita?
—Llevarás esta carga hasta Inspiria —Ur abrió los ojos, era otro golpe a su pecho—, necesito que llegue sin ningún rasguño. Eres el mejor amigo de Néfereth, según me comentan.
—S... sí, sí señor.
—Bien, entonces no será problema que lo acompañes.
—¿Volveremos, señor? —preguntó, con la voz quebrada.
—Por supuesto que no, hasta que Néfereth vuelva puedes regresar, no te preocupes, dos de mis guardias Promesa irán contigo.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿No se quedará sin guardias?
Hecteli arrugó toda su cara, para ser amigo de Néfereth, le pareció un imbécil.
—No me cuestiones, tengo muchos más. —El rey dio una orden con su mano y los guardias de cabellos plateados se asomaron de inmediato.
El pequeño guardia alzó su vista, todos los elegidos compartían una altura similar, pero uno de ellos destacaba, repasando por cuarenta centímetros a la mujer que estaba de pie junto a él.
—Ellos son los gemelos Kalíd, el hombre se llama Kimbra y su hermana es Kendra.
—Mucho gusto —comentó el soldado.
Ambos hermanos subieron a la carroza sin saludar, Kimbra era el más grande de todos los prodigios, Ur no recordaba haberlo visto, pero tenía entendido que siempre les encomendaban misiones especiales o eran entrenados en sitios separados y escondidos.
—No eres el único amigo de Néfereth —musitó Kendra, sonrió y Ur sintió un escalofrío recorrer su espalda.
La mujer era hermosa, pero tenía rasgos fuertes y marcados, fácilmente podía confundirse con un caballero. Los músculos relucían en el traje de piel, por debajo de la armadura, aquella que brillaba y era diferente a todas las demás. Sus piernas eran firmes, y en los nudillos observó las severas cicatrices. Su hermano estaba peor, llevaba con orgullo todas las heridas impregnadas en su piel, y estaba seguro que su mano era más grande que su cabeza. Tragó saliva y por última vez, miró hacia la calle en donde su amada se encontraba.
—¿Qué tanto ves? —preguntó el rey.
—Creí que volvería, señor, yo...
—¿Estás enamorado?
—Sí, señor...
—Si haces las cosas bien y Fordeli logra encontrar la cura, todo se acabará, no te preocupes. —Hecteli le devolvió una sonrisa.
Kendra tocó el muslo del Losmus y partieron de inmediato. Ur no desprendió ni un segundo la vista de su hermosa e inmaculada ciudad, tragó fuerte y lamentó todo.
—¡Naula! —gritaba Velglenn a las afueras del bosque, un hilo rojo bordeaba la ciudad, de este pendían unos sellos en color carmesí. No escuchaba respuesta, ni un sonido, nada—. ¡Naula! —gritó de nuevo, y su corazón se estrujó, temió que hubieran cruzado por la zona prohibida, así que entró sin vacilar.
La llamaba constantemente, había transcurrido dos horas y no encontraba ni una respuesta, no había rastros, no había huellas.
—No puede ser —susurró, bajando la vista hacia el cieno que se esparcía en las raíces de los árboles—. Si tan solo te hubiera dicho dónde esperarme...
Se llevó una mano al pecho, la apretó. Se sentía mareado, escuchaba risas, pero él reconocía que eran las Lullares, mejor conocidas como las guardianas traviesas del bosque. Cerró los ojos y trató de concentrarse, no obstante, solo resonaban sus dulces vocecitas.
Tomó de su bolso un papel viejo, su mapa estaba al revés, le dio la vuelta y siguió estando al revés, lo giró un par de veces más, estaba perdiendo la consciencia. Se hincó sobre la tierra, aventó las hojas húmedas y podridas e hizo un círculo con su dedo, después, dibujó un sello dentro de él y de inmediato sintió una energía recorrer su cuerpo. Había hecho una protección.
Cuando vio su mapa de nuevo, pudo observar el camino, siguió avanzando, en donde él creería que sus niños y su guardia estarían.
Escuchó unas voces humanas a unos metros cerca de él, corrió en aquella dirección, pero solo encontró una hilera de animales peludos, una pequeña manada.
Sintió morirse, los había perdido, el bosque los había perdido. Su mente se llenó de pensamientos negativos, esperaba lo peor. ¿Todo había sido en vano? Simplemente estaba destrozado.
Un joven entró presuroso a la recámara principal, estaba ansioso por ver a Haldión. Cerró la puerta con llave y unas sutiles cortinas —en tonos café— cubrían las ventanas. Todo estaba en silencio y ningún trabajador permanecía cerca, así lo había dictado el rey.
—Te extrañé, mi amor —contestó el rey mientras observaba a su mejor sirviente, al más obediente, desvestirse de inmediato.
—Mi rey —gimió y se colocó de rodillas, casi de forma automática.
—¿Nadie te siguió? —preguntó, mientras comenzaba a disfrutar.
—No mi señor.
El joven no perdió tiempo, escupió en su glande y comenzó a lamer de arriba hacia abajo, lo hacía como un profesional, estaba enamorado de Haldión y aquella hora era su favorita. Mientras todos sufrían de abuso y traumas, él le dedicaba toda su alma. Era feliz.
—Señor, ¿Puedo pasar? —preguntó Russel desde la puerta.
—¡No! —respondió el rey dando un respingo, se molestó, estaban interrumpiendo su mejor momento—. No te detengas —susurró.
—Fue terrible la noticia de Velglenn —exclamó el consejero.
—No me importa, ya debe estar muerto.
—No, señor, se escapó por el bosque, en la zona prohibida.
—No importa —El hombre obeso soltó un gemido, su respiración era agitada—, igual se va a morir.
—¿Está bien?
—¡Sí! ¡Lárgate ya! —gritó y observó cómo su amante sonreía todavía con el miembro en su boca, no le despegó la mirada, estaba a punto de colapsar—. Te amo, eres el mejor.
Russel estaba harto, dio media vuelta y se fue.
—Ahí, ahí, no te detengas —susurró y recostó su cabeza en el asiento. Cerró los ojos, estaba extasiado, abrió su boca de placer, no lo soportaba más, ese joven quería arrebatarle todo. En efecto, comenzó a sentir que le exprimía, que quería jalar todo de él—. Me estás... lastimando —musitó—, más lento.
No hubo respuesta, hasta que una mordida lo sacó de su clímax, el dolor fue tanto que el rey se alejó de inmediato, los dientes de su sirviente desprendieron parte de la piel de su miembro, lo había raspado desde el tronco hasta la corona.
—¡¿Qué mierda te pasa?!
Lo miró, los ojos se le desviaban en todas direcciones, eran canicas dentro de un vaso de cristal, su sonrisa se alargó hasta sus oídos y desde sus dientes, todavía con los fluidos preseminales, comenzó a supurar sangre, algo estaba reemplazando su dentadura y no sabía qué era.
Haldión quedó paralizado, estaba horrorizado, tomó su bata y se cubrió, el ardor recorría cada parte de su ser, pero el miedo no lo dejó retroceder. Abrió la puerta y gritó a su guardia.
El joven seguía de rodillas sobre el suelo, sonriente, inerte.
—Mi amor, te amo, te amo, quiero tenerte, déjame tenerte —comentaba sin control. Comenzó a gatear para acercarse al amor de su vida, moviéndose de manera errática.
—¡Déjame! —gritó y en cuanto el caballero entró a la habitación, sacó su arma—. ¡Mátalo!
La espada recorrió toda la cintura y de un solo corte, lo partió en dos. Las piernas y el torso cayeron al suelo. El cuerpo seguía moviéndose, la sangre salió de prisa, y la sonrisa no desapareció de su cara. El rey se estremeció.
—¿Pero cómo entró esa cosa aquí? —preguntó el guardia.
—¡No sé! ¡Debería ser tu maldito trabajo! ¡Rápido! ¡Mátalos a todos! —ordenó.
—Señor, ¿A quiénes? —Estaba pasmado.
—¡A la maldita servidumbre! —El caballero asintió. Russel entró de inmediato, la escena era grotesca—. ¡Sáquenlo de aquí, quémenlo! —gritaba despavorido, junto a sus alaridos, se sumaron los lamentos de sus sirvientes que escapaban de los guardias.
El consejero permaneció en el mismo sitio, era una estatua.
—¡No, por favor! —escuchaba desde todas direcciones.
Transcurrido los minutos de terror, de gritos y llantos, de sangre y cabezas rodando, el palacio se llenó de silencio.
Russel no estaba en la habitación, se había encerrado en la suya, bajo llave. Los guardias estaban afuera, quemando los cuerpos y entre ellos estaba Roy, el amante del rey.
Haldión también se había escondido en una habitación alterna a la suya, tenía pavor de la sangre que seguía allí, pues ningún sirviente logró sobrevivir. Se limpiaba su miembro con delicadeza, le ardía en sobremanera.
—Maldita sea —susurraba una y otra vez, mientras los cueros de su piel quedaban sobre la manta mojada.
Leyval caminaba de un lado a otro, esperaba una respuesta de su señor, había regresado para conversar con él, pues estaba interesado por la audiencia. Si tan solo ese sujeto podría convencer al rey, sería lo mejor para todos en Prodelis.
Un caballero Promesa salió del despacho. El sonido de su armadura era un cántico que resonaba entre las paredes, emitiendo un eco acogedor.
—Señor Leyval —comentó, de manera tranquila, el rey no había accedido a verlo, pero estuvo dispuesto a escuchar lo que quería.
—¿Sí?
—El rey dice que la audiencia puede hacerse, sin embargo, no puso fecha.
—Está bien, con eso será suficiente.
El consejero estaba satisfecho, caminó directo a la calle en donde el sujeto desconocido le esperaba. La puerta principal se abrió y el manifestante se levantó lentamente, seguro de sí.
—Señor, lo estaba esperando.
—Tendrás la audiencia, pero no sé la fecha, procuraré que sea lo más rápido posible, pues el rey no está en su mejor momento —mencionó, sin más.
—Excelente, Leyval, estoy ansioso, un gusto hablar con usted. —Extendió su mano para un saludo y cuando hubo reciprocidad, apretó con fuerza.
Sonrió y el consejero observó en los ojos de ese hombre el resplandor de las luces, se inyectó de adrenalina, pues todavía con su mano aprisionada, divisaba en sus pupilas las mismas sombras del infierno.
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