Capítulo 4 - Brotes.
La hermosa Naele aterrizó sobre una de las vigas especiales para aves mensajeras, exclusivas del reino. Ur la había divisado unos metros atrás. Corrió hacia el mensaje colocado sobre una de sus largas y elegantes patas, pero se detuvo un momento para admirar sus garras y su pico aterrador.
Mientras intentaba quitar la carta, el ave ladeó su cabeza observando al nervioso general.
Ur había sido el mejor amigo de Néfereth desde la academia militar. Tenía el cabello negro como el carbón y unos ojos medio rasgados. Su nariz era envidiable y en su rostro se mostraba un extenso mentón.
En los inicios de la universidad había pasado parte de su tiempo retraído y alejado de los demás, encontró la popularidad cuando, accidentalmente, derramó un pequeño envase de agua sobre el estudiante estrella: el Hijo Promesa. En algún momento creyó que lo golpearía hasta dejarlo inconsciente, varias veces le habían avisado de que el sujeto de cabellos plateados era un hombre de pocas palabras, pero de puños dispuestos. Para su sorpresa, el joven no le dijo nada, al contrario, lo invitó a sentarse en su pequeño grupo. No solo entendió que fue un accidente, también supo que necesitaba ayuda para poder acercarse a la gente.
Desde ese momento, Ur no se despegó del caballero prodigio, estaba completamente seguro de que su nuevo mejor amigo, aquel que lo repasaba por treinta centímetros, lo ayudaría en cualquier problema. Estaba en lo cierto.
El sudor corría por su frente, se dirigía directo al castillo del rey Hecteli, en la puerta había dos guardias reales. El hombre a la izquierda ni siquiera lo observó y la mujer a su derecha colocó una lanza frente a la puerta, evitando su entrada.
—Tengo un mensaje para el rey, proviene de Inspiria, del doctor Fordeli —comentó, con una ira marcada. Néfereth era el único que podía entrar cuando quisiese sin que esos hombres de hojalata, como él los llamaba, lo interrumpieran.
La mujer no dijo nada y alejó la pesada arma. Ambos guardias eran Hijos Promesa, parecían gemelos y simples robots a un lado del portal, o eso es lo que Ur imaginó.
—Señor —exclamó, y sintió un par de miradas observarlo con recelo—, tengo noticias de Inspiria.
Hecteli alzó su vista con interés, hizo una seña para que su consejero recibiera la carta. El hombre de túnicas opacas y rostro adusto se acercó hacia el guardia quien sostenía el papel.
—Espero que sean buenas noticias —masculló el rey, mientras abría el mensaje.
Ur esperó pacientemente y no se retiró, pues Hecteli no se lo había pedido.
—¿Y bien? —preguntó su consejero, su voz era delicada, elegante y dominante. Aguardando tranquilo a un lado del rey.
—No puede ser —respondió. Reacción que marcó el interés y preocupación de todos los presentes, incluidos los guardias dentro de la sala—. No hay nada, ni cura, nada. —Colocó sus manos en su cabeza, arrugando el papel—. Esta mierda es peor que la peste de sangre.
—¿Algo qué hacer? —cuestionó el consejero.
—Cerrar por completo las murallas, todas las entradas, toque de queda a las siete de la noche y que ninguna persona tenga contacto con otra, solo en extremo caso de ser necesario. Todas las cosas se lavan y siempre deben llevar lo necesario para estar protegidos y poder desinfectarse.
El rey se levantó de su silla, paseaba de un lugar a otro, el consejero anotaba las palabras y cuando se detuvo, observó a Hecteli con seriedad, parecía que aquello no le afectaba en nada.
—Señor, ¿Quiere que responda algo en específico?
—Los traeré de vuelta —respondió firme.
—Señor, perdón que le diga esto, pero... ¿Arriesgará todo su reino solo por doce hombres? Creo que no es adecuado.
—No sé qué responder, Leyval. —Y su firmeza se turbó ante la pregunta.
—Si no hay cura, entonces hay que recurrir a medios más "efectivos", si no le importa, querido rey, estaría bien que arrasara con todos los enfermos de Inspiria, señor.
Hecteli alzó la vista, Ur tragó saliva.
—¿A qué te refieres?
—Un ataque a los laboratorios en la noche, simple accidente, nadie sabrá nada.
—¡Estás loco! Allí tengo a dos de mis mejores hombres.
—Señor —Leyval cerró los ojos por un momento—, si son importantes, podemos ir por ellos y colocarlos en cuarentena por un tiempo.
—¿Y quién encontrará la cura? Necesito que estén allá, además, solo ha pasado una semana.
—¿Y no es para que el doctor Fordeli ya hubiera encontrado algo? Simplemente no puedo concebir que no haya logrado nada, ¿Qué tal si le está mintiendo? Solo puedo llegar a la suposición de que no sabe lo que hace. Una purga sería lo más adecuado.
El rey agrandó los ojos, no podía creer lo que escuchaba.
—¿Y qué pasará con nuestros alimentos? ¿Y toda la gente que hay en Inspiria?
—Señor, podemos ir, acabar con los infectados, remover a las familias de Real Inspiria, usted sabe que ellos no han enfermado, y mandar a saquear lo que necesitemos.
—No, no, no, tendríamos un problema con Drozetis y su estúpido rey.
—¿El rey Haldión, problema? —El consejero rio—, Para nada, en ese caso, podríamos rescatar a su gente, a las familias y enviar a los presos a trabajar en Inspiria.
El silencio inundó la enorme y decorada habitación, por muy descabellado que sonaba su comentario, el rey Hecteli se halló conmovido ante la propuesta.
—No, no, les daré quince días para buscar una solución, de lo contrario, no regresarán a este lugar, ya veremos después qué hacer con el reino de Inspiria.
—Señor, yo opino...
—¡Tú no opinas nada! —El rey Hecteli alzó la voz cuando se dio cuenta de que Ur seguía dentro de la sala. El guardia se calló de inmediato y apretó su mandíbula con odio y vergüenza—. Lárgate, no deberías estar aquí. Puedes retirarte Leyval, escribe la carta y envíala con el mismo Naele.
—Entendido, señor, una pena lo que está pasando. —Leyval dio media vuelta, hizo una reverencia y salió de la habitación. Detrás le siguió Ur.
El caballero salió del castillo y el aire fresco recorrió sus pulmones. El frío de Prodelis era lo que más le gustaba. Sonriente, observó la calle y sacó un cigarrillo escondido dentro de su armadura.
—¿Quieres fuego? —preguntó uno de sus compañeros y le ofreció un encendedor.
—Gracias.
—¿Por qué tan feliz, Ur?
—¿Qué? ¿Hay algún problema? Mira qué hermoso está el día. —Ur cerró los ojos disfrutando de la brisa y llevó una mano a su miembro, rasco parte de él y apretó su glande con fuerza, una electricidad recorrió su abdomen y solo por un momento, se sintió excitado.
El guardia que estaba a su lado observó hacia la carretera tratando de encontrar lo "hermoso del día", pero solo pudo divisar a un pequeño número de hombres y mujeres marchando sobre el pavimento.
—¿Y estos qué? —preguntó.
—Déjalos, estúpidos fanáticos —resopló, pero antes de retirarse, sus ojos se clavaron en los miembros de aquella caravana.
Llevaban carpas, al parecer, protestaban en una marcha pacífica.
—¡Ya sabemos que esa enfermedad es peor que la peste de sangre! —gritaba la multitud.
—¡No queremos a enfermos aquí!
—¡Ni a maricones! —agregó una voz dentro del tumulto de personas.
Ur se dio cuenta rápidamente de los sujetos encargados del alboroto, pero de los tres hombres que iban al frente, destacaba uno en particular. Rodó los ojos, hizo caso omiso y se retiró del castillo.
—¿A dónde vas? —preguntó su compañero.
—A entrenar.
—¡Señor! —Corría un guardia en el castillo del rey Haldión—, ¿Qué hacemos? Las personas allá afuera se están amotinando por la falta de alimentos.
—Mátalos —respondió, tajante.
—Señor...
—O saca tu arma solo para amedrentarlos si no puedes hacerlo, maldito inútil.
El soldado no respondió, asintió y se retiró del lugar. Russel había escuchado aquella conversación y el rey estaba comiéndose las uñas.
—Señor, esto pasa por los pecados regados en Inspiria y aquí en Drozetis —comentó el consejero, viendo hacia el suelo y llevándose la mano al pecho. Era una escena más que dramática.
—Lo sé, dios tenga misericordia de nosotros, malditos enfermos...
—Escuché que tiene problemas con los alimentos, señor, ¿Ha pensado en disminuir las bocas?
—Lo he pensado decenas de veces. —El rey Haldión se detuvo un momento—. Diles a los hombres que se formen por toda la orilla de la carretera principal, que saquen a los enfermos a las calles y los coloquen en fila, quiero que los asesinen a todos.
—¿Incluso a los que no tienen los síntomas? —preguntó.
—Incluso a ellos, yo no sé si por medio de esas heridas se puede propagar esa peste, no cometeré ningún error esta vez, no repetiré lo de la peste de sangre. —El ademán que realizó con su mano, provocó que la grasa de su estómago se moviera violentamente—. Y también quiero que les digas que si entregan a sus enfermos, les daré una cuantiosa recompensa y mejores alimentos.
Solo dos horas trascurrieron para que decenas de soldados se desplegaran a las orillas de la carretera, uno por uno sacaba a los enfermos de los hospitales. Los tiraban en la calle junto a sus camillas, no importando la enfermedad ni las heridas. Los gritos se intensificaron cuando arremetieron dentro de las casas. Nadie entendía qué era lo que estaba sucediendo.
La plaza estaba repleta de guardias, los desdichados cercanos a ese lugar fueron los primeros en fallecer. Con sus espadas cercenaban las cabezas sin compasión, otros, adictos al fuego purificador, los bañaban de líquidos inflamables, y sin compasión encendían los cuerpos de cualquier persona, fuera hombre, mujer o niño.
—¡No hicimos nada! —gritaban los enfermos de los hospitales, golpeándolos sin piedad para callarlos.
Rápidamente la calle se llenó de sangre, humo y cenizas. La mayoría de las personas estaban de acuerdo con aquel acto atroz, aplaudían a su regordete rey. Otros, estupefactos de los crímenes realizados, no daban crédito a lo que veían fuera de sus casas.
—Ven, hija mía, ven conmigo —decía una mujer a su pequeña para ocultarla dentro del sótano de su hogar. El sudor corría por su frente y su corazón estaba a mil por hora.
La pequeña no podía moverse, tenía herida una pierna, y aunque su madre intentó llevarla al interior de aquel cuarto oscuro —que era más seguro que el exterior—, un caballero abrió la puerta de un golpe.
—¡No! —gritó la madre al ver que el hombre tomaba de los cabellos a su pequeña hija.
La niña gritó tanto que sintió que la garganta se le desgarró, y en el forcejeo intenso, el sujeto sacó su espada, enterrándola en el vientre de la mujer, cayendo de rodillas sobre el suelo amaderado.
—¡Maldita! ¡Por estos pecados Drozetis sigue así! —profirió el guardia, escupió al piso y se llevó a la niña arrastrándola sin remordimiento.
—¡Hijos de perra! —exclamó un joven saliendo de una casa vecina, llevaba en sus manos un hacha, estaba dispuesto a asesinar a cualquiera, sin embargo, uno de los soldados aventó una daga por su espalda, ensartándose en uno de sus pulmones.
El hombre cayó al suelo y rápidamente un caballero dejó caer el pesado escudo sobre su cabeza, sumado a la fuerza con que lo había empujado, el cráneo solo emitió un ruido quebrajoso. Había muerto al instante.
—¡Todos los enfermos que presenten cualquier síntoma serán... —El rey Haldión se detuvo emitiendo un gemido, parecía disfrutar de los alaridos fuera de su castillo—, serán asesinados! —En la bocina se escuchaba su respiración agitada, inusual para la situación que se vivía en las calles.
El movimiento de su cuerpo era excesivo, rodaba los ojos lleno de placer y éxtasis, su mano derecha sostenía los cabellos negros de un joven, lo hacía subir y bajar para introducir su intimidad. El sirviente expulsaba saliva y líquido preseminal sin control, las venas en su cuello se remarcaron, el sudor empapaba su cuerpo y las náuseas eran visibles. El rey gimió de placer cuando llegó a su clímax, no obstante, no lo soltó, al contrario, lo acercó con más fuerza para terminar dentro de su boca.
Lo alejó con fiereza, y su miembro salió del muchacho, para luego levantarlo y darle una nalgada.
—Quédate ahí y tócate para mí —comentó el rey, mientras el joven abría las piernas, complaciéndose temeroso—. Así no, ponte de a cuatro —reiteró.
El sirviente, que quizá tendría veinte años, dio media vuelta, guardando en su rostro el asco y desesperación. De inmediato sus ojos se llenaron de lágrimas, comenzando a estimularse.
Fuera del castillo la gente lo ovacionaba, pero el rey globo nunca abrió sus ventanas, pues a través de la bocina, fácilmente transmitía el mensaje.
—¡A mí solo me duele la cabeza, he tenido un mal día! —gritó un hombre con un puesto cómodo dentro de la ciudad.
Una hilera de sangre salió disparada, seguida de otra y otra, un guardia había enterrado un cuchillo sobre su cuello, repitió el proceso hasta que el pobre cayó al suelo.
La ciudad había entrado en un caos aterrador, en donde los padres entregaban a sus hijos para complacer al rey y a su dios, los guardias repartían y dividían los alimentos para los valientes. Mientras que otros, unos pocos, alcanzaron a esconderse de la masacre. Nadie podía escuchar los gritos, pues Drozetis era el más lejano de los reinos, con la muralla que abrazaba la ciudad al este y las Montañas Cómplices al suroeste. No había nada que se pudiera hacer, y salir del reino sería cometer suicidio, pues las fronteras ya estaban cerradas y era el lugar en donde se aglomeraba mayor cantidad de soldados.
Las horas habían transcurrido, el aire corría con fuerza por las callejuelas de Inspiria del sur, el pueblo Amathea se sumergía en un silencio consolador, no obstante, Fordeli aguardaba nervioso y desesperado ante la respuesta de su rey.
—Señor Fordeli —exclamó la capataz afuera del almacén, en su hombro, sobre un soporte hecho de cuero y metal, reposaba la inmaculada ave.
—¡Por fin! Gracias, señorita Violette. —El científico entró de nuevo al laboratorio, abrió la carta y leyó con extrema concentración. Sus compañeros esperaban a un lado, ansiosos, no obstante, dejó caer el mensaje, estaba incrédulo, absorto—. No puede ser —masculló.
—¿Qué pasa? —preguntó Phoenix.
—Solo nos dieron quince días de investigación...
—¡¿Quince?! —exclamó Priscila, la más joven del grupo de investigadores.
—No puede ser... los suministros serán enviados a través de animales, pero ningún residente de Prodelis pisará este lugar, si no conseguimos una cura, nos quedamos aquí para siempre —sentenció, y su estómago pareció convertirse en un nudo.
Todos se observaron entre sí, en los ojos de las mujeres ya se vislumbraban los primeros cristales de agua.
—¡No pueden hacer eso! —agregó Phoenix.
—Sí, sí pueden —corrigió Fordeli—, pueden hacer lo que quieran.
Néfereth entró sin previo aviso, con la mano puesta en la espada, el grito del científico había llamado su atención.
—Señor Fordeli ¿Todo bien?
—Nos abandonaron, en quince días no podré encontrar la cura. —El doctor hizo una pausa, se llevó la mano a sus ojos, tratando de limpiar las ansiosas lágrimas—. Estoy seguro que eso fue idea de Leyval...
—Señor, yo sé que usted podrá encontrar la cura... pero ¿Por qué dice que es obra de Leyval?
—No puedo estar presente para poder persuadir las decisiones del rey, ese desgraciado estará haciendo de las suyas, si tan solo pudiera hablar con él cara a cara, entendería toda la situación.
—Desconozco el comportamiento del consejero, pocas veces hablé con él, no sé qué decir de esto.
—No digas nada —Fordeli inhaló fuertemente—, solo ayúdame, no sé qué hacer, no tengo idea de dónde empezar.
—Señor —Néfereth tomó sus hombros, el científico alzó su vista debido a su estatura, y de nuevo, colocó toda su atención en las palabras del caballero—, no puede rendirse de esa manera, ya mencionó anteriormente que solo usted está interesado en investigar este lugar y confío plenamente en que está capacitado para hacerlo. Ya tomé ciertos atrevimientos en contactar a un "mago" para hacer algo que no debimos hacer, pero esta vez no planeo meterme en donde no debo, solo soy un guardia y nada más, tendrá que hablar con la capataz o su padre, Disdis, para explicar la situación y llegar a un acuerdo. Lo lamento mucho.
Fordeli entendió, los problemas de esa semana habían colocado a Néfereth como su confidente, casi su mano derecha, había olvidado que solo había llegado para defender, y aunque fuera lo suficientemente maduro o importante para el rey, no era más que solo eso, un guardia. Además, no solo su grupo de científicos estaba en peligro, también los caballeros, se sintió tranquilo, pero supo que estaba siendo egoísta.
—Tienes razón... discúlpame, solo tomaré un poco de aire para despejar mis ideas. Escribiré otra carta para Disdis y aprovecharé para hablar con Violette.
El jefe de investigación salió del laboratorio, no sin antes comentarle a sus compañeros que se tomaran un descanso dentro del hangar, él regresaría cuando todo estuviera terminado.
Néfereth lo acompañó a la salida y ambos tomaron caminos opuestos.
Esa tarde la guardia había rotado, esta vez, la parte trasera del almacén correspondía a Medleo.
Estaba de pie sobre una roca de gran tamaño, escuchaba cerca de una de las ventanas. Los dedos de su mano izquierda blanqueaban a causa de la presión ejercida por mantenerse firme y no caer. Dejó soltar un bufido cuando descendió y su rostro se tornó completamente rojo a causa de la ira.
Había pasado una semana sin noticias de nada y solo Néfereth recibía la información. Su familia debería estar preocupada, su cuerpo estaba lleno de incertidumbre ante la constante de no poder regresar, ahora sus sospechas se habían confirmado.
—Maldito seas, Néfereth. —Observó su mano derecha con un torniquete hecho de madera, improvisada por uno de sus compañeros, pues se suponía que la médico le realizaría un mejor tratamiento, no obstante, el guardia nunca llegó—. ¿Qué mierda te crees?
Estaba sumamente enojado, en verdad había subestimado su fuerza, pero ¿Cómo podía ser aquello? ¿Tanto aumentaba sus habilidades ser un Hijo Promesa? Tenían el mismo rango, si bien era su mayor por ser guardia del rey, en su pecho relucían las mismas medallas.
Ahora que sabía que los abandonarían en quince días, no podía permitir quedarse en ese lugar más tiempo, además, extrañaba a su familia, pero principalmente, a las prostitutas de Prodelis.
Recostó su cabeza solo de pensar en una de ellas, cerró los ojos imaginando las sublimes caderas de una cortesana y mordió uno de sus labios para seguir pensando en ello. Pero cuando quiso bajarse la cremallera, recordó tener la muñeca fracturada.
Su ira acaparó su cuerpo, abriendo los ojos con brusquedad. Con la pura malicia en su mente, intentaba idear algo para poder salir de aquel maldito lugar.
—Señorita Violette —Fordeli sonrió—, quiero hablar con usted y su padre, les daré la respuesta del rey ante el resumen enviado el día de ayer.
—¿No puede ser solo conmigo? —preguntó la capataz, con los brazos cruzados.
—Es un asunto delicado, y creo que las familias merecen escucharlo.
Violette no insistió demasiado, el hombre frente a ella le agradaba y al ver las canas en su cabello no podía evitar sentir respeto.
—Bien, ¿Trae una carta?
—Claro.
Al ave tan solo le había tomado veinte minutos en llegar desde el pueblo Amathea hasta Real Inspiria, en donde la cúpula se erguía majestuosa. Justo en la cúspide de la esfera de cristal, había un orificio preparado para los Naele.
Manfred recibió el mensaje y de inmediato se lo había entregado a su padre.
—Ya era hora —bufó.
—¿Quieres que te acompañemos? —cuestionó uno de sus hijos.
—No, no hace falta, necesito llegar rápido. Manfred, prepárame a Cerbero.
Aquel Losmus era el más rápido dentro de todas sus bestias. Su pelaje negro brillaba con los rayos del atardecer, su melena era larga y estaba delicadamente trenzada. El tamaño era considerable, no en balde era un sangre pura. Cuando Disdis lo obtuvo, le dolió desprenderse de una cuantiosa suma de dinero. Pocas veces había viajado con él, pues solo se dejaba montar por Violette.
El padre de la joven tragó fuerte cuando vio que, desde su nariz, el aire salió levantando el polvo de la calle y moviendo su nariguera de oro. Luego, escuchó el bufido, parecido a un rugido. Los pendientes colgaban y adornaban su piel negra. Disdis pudo entender que todos los adornos que la bestia llevaba no eran más que para hacerlo ver más terrorífico.
El animal se sentó sobre sus piernas traseras, dejando expuesta la montura que relucía en un tono turquesa, el padre de Violette se subió, literalmente, escalando su lomo, pues era en verdad más grande que los demás. Cuando retomó su postura original, su amo tronó la lengua, y Cerbero corrió sin medir la fuerza. El hombre tuvo que aferrarse del fuste o de lo contrario saldría volando.
Sus hijos solo pudieron observar cómo su padre era trasladado accidentadamente, y su espalda desapareció en tres segundos. Definitivamente, con esa velocidad no demoraría en llegar.
Disdis por poco besaba el suelo cuando bajó de Cerbero. Violette lo esperaba a la entrada del pueblo, y rio al ver los cabellos de su padre, era idéntico a un troll, con la cabellera anaranjada y dispersos hacia atrás.
—Será mejor que te peines —comentó la joven, sosteniendo con su mano izquierda su estómago, se acurrucó un poco con la vista hacia el suelo, pues no aguantaba la risa.
—No es gracioso —masculló su padre, pero le encantaba ver reír a su preciada hija.
Pasó sus dedos en su enredado nido, y cuando por fin pudo observar que Violette se había detenido, supo que lucía mejor.
Fordeli aguardaba dentro del almacén, y sabía que había llegado el jefe de familia debido a las voces aglomeradas acercándose cada vez más.
La multitud preguntaba, pero Disdis, consciente y familiarizado con su gente, transmitía más confianza que los investigadores, así que, con una cuantas palabras y la preocupación marcada en su rostro, pudo calmar al tumulto de personas. No sin antes aclararles que si esto no tenía cura, era inevitable la muerte de sus familiares. Aunque la noticia cayó como un balde de agua fría sobre los hombros de los pueblerinos, supieron que tenía razón, además, los había alentado a cubrir gran parte de los gastos funerarios y un excedente por la pérdida de su ser querido.
Cuando cada residente se retiró a su hogar, algunos calmados y otros disgustados, el señor Terell entró al laboratorio, no sin antes observar al Hijo Promesa que le abría la puerta.
—Un gusto volver a saludarlo, mi hija me tiene al tanto de todo y lo comparto a las familias, supongo que esto es más importante —comentó Disdis solo al estrechar su mano.
—Por favor, siéntese —mencionó el científico, señalando una silla frente a su escritorio.
Disdis miró rápidamente por todo el lugar, ocho infectados yacían en sus recámaras, se lamentaban y movían como espasmos, casi sincronizados. No pudo evitar sentir el terror carcomer su espalda, y no dudó en reconocer el valor que su hija cargaba. Estar cerca solo le provocaba un vértigo difícil de explicar, y supuso que todos los investigadores sentían lo mismo tras los gestos expuestos en sus rostros. Era una delicada y horrífica situación, en la que, por supuesto, nadie quería pertenecer.
—¿Alguna noticia de las familias? —preguntó Fordeli, antes de soltar la bomba.
—Todo en orden, ya sabe, dentro de la cúpula y con tantos problemas entre los herederos, pareciera no importarles demasiado, no obstante, es una carga más, así que también están atentos, aunque no lo parezca. Esperamos, también, respuesta de ustedes y del rey Hecteli.
—Sí, entiendo, primero que nada, debo explicarles sobre nuestros resultados, después le hablaré sobre la decisión de mi rey.
—Antes —agregó el jefe de familia—, ¿Por qué se mueven de esa manera?
—No lo sé, ayer no lo hacían, suponemos que es porque hay más infectados, estar cerca les provoca una reacción en cadena, parecida a una colmena.
—¿Quieres decir que si esto se llena, sería mucho peor?
—No conoceremos los resultados hasta no verlos juntos, pero esperemos que solo reaccionen así, porque si se animan a atacar, nos veremos en demasiados problemas.
Disdis tragó saliva, al unísono de un escalofrío, pues lo que le comentaban parecía más una maldición, una enfermedad agresiva que una simple peste.
—Bien, entonces, ¿Qué tiene para mí?
Fordeli aclaró su garganta, tomó un sorbo de agua y contó con extremo detalle todo lo sucedido durante la semana, eso incluía los registros enviados en la carta hacia el rey Hecteli. Habló sin detenerse, y solo podía observar cómo los rostros de Violette y su padre se transformaban a medida de sus palabras, hubiera preferido mentirles, pero no ganaría nada. Y justo al término de la información, agregó el tiempo dispuesto, quince míseros días. Aquello fue la gota que derramó el vaso, Disdis cambió por completo, y su hija compartía los mismos gestos.
—¿¡Quince Días!? —gritó el jefe de familia—, Eso es una estupidez.
—Lo siento, señor —mencionó Fordeli, en un simple susurro.
—No lo podemos tolerar —agregó Violette, hecha fuego—, quiero darte unas opciones. —Observó a su padre que todavía no creía el tiempo.
—¿Cuáles?
—Por mí no habría ningún problema en que ustedes se quedaran en este pequeño pueblo, pero supongo que no están acostumbrados a este estilo de vida y que no es lo mismo decidir mudarse a ser desterrados, además —Violette se levantó de su asiento y caminó tranquilamente rodeándolos a ambos—, encerrarlos aquí no será por querer castigarlos, sino para estar completamente seguros de que cuando decidan venir y exterminarnos, estemos todos aquí.
—¿¡Lo crees posible!? —exclamó su padre, con las venas remarcadas en su sien—. El rey Hecteli es una persona consciente.
—Estoy seguro que pueden hacerlo —añadió el científico, con la vista puesta al suelo—, su consejero es el peor de todos y tiene una fuerza muy grande para persuadirlo.
Hubo una pausa incómoda, todos habían quedado pensativos e incrédulos con la respuesta.
—Escucha, padre, debemos enviarles una carta en la que se describa que todos los salvoconductos serán cerrados si no otorgan más tiempo y aceptan el regreso de su gente.
Fordeli agrandó los ojos, jamás esperó una respuesta como esa, esa gente que le resultaba tan ajena, había metido las manos al fuego por su equipo.
—No quiero causarles problemas, podría desatar una guerra —comentó nervioso y con una felicidad desbordante, estaba animado, pero no permitiría un caos por su culpa.
—No creo que lo hagan —mencionó Violette, con una sonrisa—, sin alimentos no durarán mucho tiempo, además, no seremos unos groseros al redactar la carta, solo será una petición, un seguro de vida. Si el malo de la historia es el consejero, entonces debemos atacar al corazón del rey con las palabras tristes de este pueblo, pero con la amenaza marcada, vestida de pureza, dentro de sus líneas.
Disdis no podía creer lo que escuchaba, ni a él se le hubiera ocurrido una mejor idea, estaba orgulloso y convencido de que funcionaría.
—¿Y si no funciona? Si nos encierran aquí y deciden atacarnos, ¿Qué haremos? —No quería sonar aguafiestas, a pesar de que el plan podía servir, siempre había un margen de error y como científico, lo sabía muy bien.
—Ya veremos qué hacer para cuando eso suceda, de momento, tenemos quince días para buscar una cura, pensar en un contraataque y estar preparados para lo que sea. —Violette se sintió satisfecha, por supuesto que no podía negar el miedo que invadía su cuerpo, pero algo se le ocurriría, además, las familias apoyarían, si algo los caracterizaba, aunque fuesen unos hipócritas, es que solo tenían permitido lastimarse entre ellos, no nadie más. Inclusive se quedó con la idea de que, en el hipotético caso de surgir un enfermo en Prodelis, se les acabaría el cuento.
—Platicaré con las familias —comentó el señor de cabello naranja.
—Está bien, señor Disdis, y muchas gracias por ayudarnos.
—No es nada, debemos encontrar una cura y si usted lo logra, merece regresar con su familia.
El hombre regordete sonrió, sin conocimiento de que el caballero frente a él no tenía a nadie quien lo esperara. Pero Fordeli se sintió bien de todas maneras, pues si lograban aplazar el tiempo y encontraban una vacuna, todo su equipo y los guardias, sí podrían gozar de sus seres queridos.
Padre e hija salieron del almacén y el científico pareció recuperar el aire perdido durante toda la dura semana, el peso disminuyó y casi se le formó un nudo en la garganta. Sus amigos asentían compartiendo la felicidad y complacidos de la plática, tampoco lo esperaban, pero vaya que fue una buena inyección de ánimo.
—¿No irás esta noche? —preguntó Disdis.
—No papá, esta vez me quedaré en la casa de la señora Rebeca. —Su padre arrugó las cejas, ella estaba consciente de que él no la conocía, pero prosiguió—: Creo que me necesitan.
—Está bien. —Se acercó y le dio un beso en la frente, sonrió y rápidamente se subió a Cerbero.
—Bebé, sé bueno —comentó Violette y el Losmus bufó.
Cuando Disdis tronó la lengua, el animal corrió a una velocidad moderada. El hombre solo afiló los ojos en un gesto de decepción y pudo escuchar a su hija reírse por lo bajo.
Violette se dirigió rápidamente al pueblo. Los rayos del sol ya casi no eran visibles, el aire fresco comenzaba a correr y las luces poco a poco fueron encendiendo. Pero antes de que entrara a la casa en la que pasaría la noche, escuchó el graznido de su ave. Sabía que algo no andaba bien, por lo que se dispuso a verificar cualquier anomalía.
—¡¿Pero qué mierda haces?! —gritó la dama cuando vio a Medleo forcejear con el Naele, llevaba una nota y ya tenía varios rasguños profusos, supuso que se le había hecho complicado porque solo intentaba con una mano.
El soldado se sobresaltó, pero al ver que solo era una mujer, decidió no darle importancia. Nadie le arrebataría la idea de su cabeza de entregar el mensaje, y esperando por una respuesta, aprovecharía a largarse del lugar.
—¡No te importa! —exclamó exaltado.
—No tienes permitido estar aquí, lárgate —ordenó, remarcado la letra "r" de su última palabra. Tenía todo el derecho y la capacidad de mandarle, pero el hombre no parecía entender.
—Maldita —agregó, viéndola con lascivia—, me vendría bien una putita como tú.
Violette no emitió ningún gesto, pasado unos segundos se rio, lo observó de arriba hacia abajo, hizo una mueca de pena, y con delicadeza emitió un chiflido con sus labios. De inmediato, el Naele alzó su cabeza y se encarreró con fuerza hacia el ojo de Medleo. Este no se percató de nada, pues había avanzado unos centímetros perdiéndola de vista. El pico del animal era lo suficientemente largo para alcanzar su pupila y lo suficientemente fuerte para quitárselo de solo un picotazo.
El grito de Medleo casi la ensordece, pero no pasó mucho tiempo para que dos guardias y Néfereth llegaran al percance.
—¡Violette!
—Este imbécil intentaba enviar un mensaje sin autorización. —La capataz extendió la carta cubierta de sangre y el caballero la recibió.
Néfereth extendió el papel húmedo, pero lograba leer las palabras con claridad.
"Rey Hecteli, lamento comunicarle que he encontrado a su guardia real, el Hijo Promesa: Néfereth Provenance, tener encuentros secretos, al parecer, íntimos, con un pueblerino del reino de Inspiria llamado: Yaidev. Los he visto esconderse en el Bosque Lutatis, conversar sin vergüenza frente a la multitud, y defenderlo de cualquier problema. Tengo testigos que podrían confirmar este hecho, en verdad lo siento".
Agrandó los ojos con el contenido, apretó las manos hasta hacerlas rechinar, y rompió la carta en decenas de pedazos. El gesto del guardia fue extraño, pero Violette pudo deducir el porqué de su enojo.
—Néfereth —pronunció, y el caballero la miró con los ojos inyectados en sangre—, haz lo que tengas que hacer, yo no he visto nada.
La capataz dio media vuelta y las dos guardias se vieron entre sí.
—¿Todo bien, señor? —preguntó una de ellas.
—Váyanse, esto es entre él y yo.
Las mujeres asintieron, ni por asomo objetarían algo, Medleo era un imbécil que casi todos odiaban, especialmente las féminas de la milicia, que no soportaban el acoso excesivo de su "compañero".
Violette quedó cerca del pequeño jardín en donde las aves se encontraban, era un sitio no tan alejado de las casas del pueblo, si alguien gritaba, fácilmente sería escuchado.
—¡Me estás difamando! —gritó el guardia real—, ¡¿Sabes lo que hubieras provocado si esa carta hubiese llegado a manos del rey?! Pero por supuesto que lo sabías.
—¡Eres un hijo de puta engreído, estoy harto de ti y de tu maldita conducta de guardia perfecto! ¡No eres más que un maldito soldado igual que nosotros! ¡Ojalá la hubiera leído!
—¿¡Acaso no conoces mi vida!? ¿¡No conoces a mi esposa!? —Escuchar aquellas palabras provocaron un respingo en Violette—, ¡Actuaste como un estúpido inmaduro incapaz de soportar una derrota, no pudiste concebir que yo soy más fuerte que tú!
—¿Y qué? ¿Vas a partirme en dos? —preguntó Medleo, escupiendo por todos lados, no podía negar que estaba muriéndose de miedo.
—Por supuesto que sí —respondió el hombre de ojos grises y sonrió satisfactoriamente.
Néfereth se quitó el peto y lo dejó caer sobre el suelo, la capataz sintió la vibración llegar a sus pies a causa de la pesada armadura. La morbosidad invadió su ser y observó por una de las rendijas de madera. Miraba con detalle el cuerpo del caballero, se había quitado la parte superior del traje ajustado que se ocultaba por debajo de toda la osamenta metálica, su piel pálida y decenas de lunares eran la prueba fehaciente de su naturaleza anormal. Las tres lunas asomaron rápidamente, como dispuestas a apoyar a su preciado hijo. Y en un instante, justo al contacto con la luz blanca, su piel casi se volvió traslúcida. Un tatuaje en su espalda —en forma de tres lunas menguantes cóncavas— se iluminó, emitiendo un resplandor azulado. Movió sus brazos hacia atrás un par de veces, preparándose para la segura masacre que se avecinaba.
Violette podía jurar que el hombre que estaba frente a él lucía más pequeño a como lo recordaba.
—Peleemos —comentó, y se tronó los dedos.
El pequeño guardia se abalanzó demostrando el entrenamiento que había aprendido, pero que en ese momento parecía haber olvidado, su puño aterrizó en el abdomen trabajado de la figura nívea frente a él, sin embargo, no logró nada, ni siquiera lo movió y un dolor en sus nudillos se remarcó. Néfereth le propinó una patada. Voló unos metros y se precipitó al suelo, quedando su pecho impregnado en la tierra.
Lo tomó del cabello, y solo le bastó un puñetazo para dejarlo inconsciente, el golpe resonó por todo el pueblo Amathea, la capataz escuchó —por estar más cerca— cómo tronaban los huesos de sus pómulos. Pero el Hijo Promesa parecía no satisfecho, agarró las hombreras de la armadura de su rival y las arrancó en señal de traición, después, prosiguió a seguir hundiendo sus nudillos en la carne suave y endeble del ya deforme rostro de Medleo. La sangre salía como un río sin cauce.
La mujer miraba con asombro la espalda del guardia que lucía como una bestia, las lunas marcadas en su espalda le daban un aspecto más sublime, pues se movían al compás de sus músculos, era simplemente aterrador.
—¡Néfereth! —exclamó la joven, mientras vislumbraba a las personas acercarse ante el escándalo—, No lo mates, si lo marcas como a un traidor, tú no deberías ser el que lo termine, acabarías en una peor posición, bien conoces las reglas, deja que se vaya, solo destiérralo.
El comentario de la capataz colocó al caballero en la tierra, y en un instante, la luz de sus tatuajes se esfumó. Se levantó con las manos cubiertas del hermoso y espeso color carmesí, cayendo las gotas al suelo cual cascada.
Tomó su espada que reposaba en su cadera, el sonido resultó como bálsamo y los símbolos que estaban dibujados sobre ella brillaron con intensidad ante la luz lunar.
Llevó el arma al brazo de Medleo que yacía inconsciente sobre el suelo, y los jeroglíficos se impregnaron en su piel, humo surgió al contacto, lo había quemado y marcado, si bien el no tener ya sus hombreras era un claro mensaje de perjurio, aquello era lo peor que podían hacerle a un soldado, pues era símbolo de alta y máxima traición.
Yaidev quería observar, pero esta vez, su madre no le dejó acercarse, peor si era un disturbio entre guardias.
—Néfereth, dúchate y tómate la noche libre —mencionó Violette, Fordeli estaba a unos metros, no entendía la razón de la discusión, pero no decidió preguntar.
El caballero se colocó de nuevo la armadura, caminó de forma ida sobre la calle hasta entrar en una de las pequeñas cabañas. La capataz levantó los trozos de papel esparcidos por el suelo y le suplicó al científico que llevaran a Medleo por la parte trasera del jardín, para evitar a los mirones. Los guardias sobrantes alejaron a las personas y el grupo de científicos llevó al hombre hacia el laboratorio. Con la marca sobre su piel, sabían que solo tendrían que curar sus heridas y despedirlo, pues era imposible que permaneciera en ese lugar.
Casi de manera inconsciente abrió la regadera, y permaneció allí, hasta que su mente se puso en blanco. Salió directo a la cama y se durmió de inmediato, estaba cansado, exhausto, y con una extraña inconformidad.
Velglenn observó desde lo alto de sus ventanales las calles que se vestían de sangre y cenizas, el caos que su rey había provocado era una estupidez.
En todo su cuerpo se reflejó la impotencia, la ira provocó que un ligero destello reluciera de sus manos. Cerró los ojos para poder controlarse y empuñó fuertemente. Por supuesto que había asesinado a personas, pero estaba completamente seguro de que todos y cada uno de ellos se merecía el cruel destino que él les había otorgado. Pero de solo pensar que en la masacre ocasionada por Haldión involucrara mujeres y niños inocentes, encendió el furor por completo.
Un toque consecutivo en su puerta lo sacó de aquel trance, abriendo los ojos con tranquilidad.
—Pasa —mencionó, sabía que se trataba de su guardia.
—Señor, hay alguien debajo que lo busca, es una niña de la ciudad.
—Déjala entrar.
Escuchó el crujir de la madera a causa de las pisadas de su caballero, seguido del rechinar de su puerta. Unos segundos después, la pequeña entró a su hogar. Velglenn volteó a verla, vestía una bata percudida, de su pequeña mano colgaba una muñeca de trapo, se divisaba el camino de las lágrimas entre las cenizas de su rostro. Por su delicadas facciones, tendría de ocho a nueve años.
—Perdón, señor, no podía dejarla afuera —repuso la mujer soldado.
—No te preocupes, hazme el favor de desocupar el sótano, coloca las cajas aquí dentro, saldré a buscar a los que pueda encontrar.
Su guardia asintió y llevó a la niña en sus brazos. Velglenn se preparó para lo que sea, miró hacia el suelo provocando que sus blancos cabellos cayeran a un lado de su rostro. Sus firmes y delicados ojos se afilaron con furia, era un joven mago, pero había logrado muchísimas cosas a tan corta edad. Al pasar los años lo único que había alcanzado era la amargura, la seriedad y la hipocresía, no pudo evitar contaminarse de su entorno y copiar, repetidas veces, las acciones de los demás magos. Recibió "consejos" de sus compañeros que solo lo habían orillado, si bien al éxito, también a la soledad. Con la llegada de los sacerdotes, todo empeoró aún más, ahora no le quedaban muchas cosas, pues el comité de brujos estaba por desaparecer.
Bajó rápidamente y se dignó a buscar a quien fuera.
Tocaba puertas y al no escuchar respuesta, entraba sigilosamente con ayuda de algunos de sus hechizos. En muchas residencias no encontró nada.
—Señor Velglenn, por favor, ayúdenos —mencionaba una mujer.
—¿Quiénes tienen síntomas? —preguntó el mago.
—¿Nos ayudará? ¡Por favor, no le diga a nadie, nos matarán!
—Tranquila —susurró, colocando su dedo a sus labios para que guardara silencio—, solo dígame cuántas personas necesitan ayuda y qué síntomas tienen.
—Mi hijo, tiene doce años, pero sufre de sus pulmones desde nacimiento, por lo que siempre tiene ataques de asma.
—Está bien, confíe en mí, lo llevaré, pero no diga absolutamente nada de esto.
La dama asintió con los ojos rojos de tanto llorar, pero era desprenderse de su preciada criatura o simplemente los caballeros llegarían a su hogar, matándolo frente a ella.
Velglenn dio media vuelta y tomó al niño de su mano, el pequeño varón lo agarró con firmeza, también entendía la situación, miró por última vez a su madre y le dedicó un beso en el aire. La mujer soportó el nudo en su garganta hasta que se hubieron retirado, y se desgajó en llanto, desparramó sus lágrimas y no parecían dejar de cesar.
El mago tocó todas las puertas en las que pudo hacerlo, los guardias estaban atentos y muy despiertos. Regresaba una y otra vez mientras escondía y rescataba a los pequeños y algunos adolescentes.
En las calles se desbordaba la tragedia, no había rincón en donde no hubiese un cuerpo, ya sea quemado o mutilado. El olor a carne quemada y a sangre derramada se impregnó no solo en sus fosas nasales, sino en todo su ropaje, en su mente, en su alma.
No solo eran las personas enfermas las que yacían inertes, también había personas que se armaron de valor y trataron de encarar la injusticia, pero nada resultó, todos murieron.
Agitado y cansado, observó dentro del sótano, quedó frío cuando se dio cuenta del decadente número que había ayudado. Se sintió inservible, la sensación que agobió su pecho lo dejó sin aliento.
—Señor, no es su culpa —susurró su guardia, cuando lo vio en un estado de incertidumbre elevado—, los propios padres han entregado a sus hijos. —Y en sus últimas palabras, a la mujer se le quebró la voz.
Velglenn llevó las manos a sus oídos tras escuchar un sonido acúfeno, estaba absorto.
La noche había llegado de manera estrepitosa, había sido un día largo y lleno de sorpresas. El sereno bajó sobre el pueblo Amathea, el silencio gobernó en las calles angostas y el viento dejó de soplar.
La estridulación de los animales nocturnos eran los únicos acompañantes de la tranquila escena. Los pocos guardias que habían quedado al pendiente del almacén yacían separados y con extremo sueño, en especial uno de ellos. Se sentó en la gran roca y recostando su cabeza hacia la madera, se durmió casi de inmediato.
Unos pasos se escucharon en la hierba alta del Bosque Lutatis. Los pies estaban ensangrentados y llenos de ampollas. Dos hombres sudaban en exceso en consecuencia de esa noche acalorada. Observaron las luces a lo lejos y supieron que estaban cerca de su objetivo.
Caminaron de manera tambaleante, pero con determinación. A penas llegar, uno de ellos soltó un tanque lleno de líquido inflamable.
—Malditos sean —susurró—, están malditos, están enfermos, están locos —musitaba una y otra vez sin que nadie lo escuchara.
—¿Estás seguro que es aquí? —cuestionó su compañero.
—Sí, sí, yo sé que aquí es.
—Pues entonces hazlo de una maldita vez. —Ambos susurraban para que no fuesen sorprendidos.
El primer sujeto roció el líquido por todo el lateral izquierdo del laboratorio, para su buena suerte, ningún guardia custodiaba aquel lado. El bote se vació en cuanto el hombre llegó al extremo. Sin dudar, prendió un cerillo y lo aventó sin misericordia.
—Vámonos o nos matarán —mencionó el segundo cómplice, corriendo sin mirar atrás.
Las llamas se extendieron rápidamente por culpa de la hojarasca y la madera seca.
Fordeli sintió el olor fuerte y se levantó del escritorio, tosió con fuerza, y supo que aquel líquido era sumamente peligroso, especialmente porque era el más inflamable de todos. Giró violentamente para ver por las ventanas, que ya se consumían por el fuego.
—¡Salga de aquí! —gritó una mujer soldado rompiendo la puerta del laboratorio.
El científico brincó del miedo y se apresuró en levantar a sus compañeros que dormían plácidamente en unas camas provisionales al fondo del almacén.
La madera crujía y el hangar comenzó a llenarse de humo, los gritos de los guardias despertaron a los pueblerinos que, viendo la escena, se apresuraron en tomar cubetas llenas de agua.
—¡Hay que sacarlos de aquí! —gritó Jaqueline, al ver a los enfermos acercarse a sus puertas.
—¡Nos harán daño! —exclamó Phoenix, llevando a Jax sobre sus hombros.
Marta cayó al suelo y Fordeli tuvo que regresar por ella. Se había fracturado un tobillo.
—¡Solo corran! —agregó el jefe de investigación, que sentía las llamas a sus espaldas.
—Sálvenos —comentó uno de los enfermos y Fordeli se detuvo de inmediato.
Observó con asombro cómo los rostros de todos los infectados lucían limpios y sanos.
—¡Dios mío, están bien! —Marta no podía creer lo que veía.
—No... no, no son ellos —masculló el científico, parpadeando simultáneamente, algo dentro de él le decía que no eran ellos.
—¡Déjame entrar! —Jaqueline forcejeaba en los brazos de un guardia, pues la aprisionaba contra su pecho para no dejarla salir.
—¡Calma, niña, el fuego ha llegado al techo y esa madera vieja puede colapsar!
En efecto, la estructura del cielorraso se precipitó hacia el suelo, Fordeli arrastró a su compañera hasta la puerta principal, en donde los guardias lo auxiliaron de inmediato.
—¡No nos dejen! —gritaban los enfermos dentro del hangar.
—¡Mi hija! —Rebeca se abalanzó hacia la puerta y el científico pudo tomarla de los brazos.
—¡Espere!
—¡Suéltame! ¡Ella está bien!
Los pacientes golpeaban los cristales y cuando la vista se nubló a causa del humo y el fuego, supieron que todo se había consumido.
—¡Maldita perra, te dije que me ayudaras! —bufó Ivone, la hija de Rebeca, en su voz se remarcó otra en tonos más graves, su rostro se transformó y las llamas comenzaron a consumir los cuerpos.
Las pequeñas cubetas de agua no servían para nada, ese intenso elemento devoró todo cual monstruo voraz, hambriento de sangre.
—¡Hay que sacar a Elena! —Priscila se asomó para ver el cuarto número cuatro, logró observar a la mujer recostada en su cama... no había estómago abultado y cerró los ojos de la incertidumbre de no saber.
Yaidev pasaba cubetas, cargaba cuantas podía, pero nada se pudo hacer ante las llamaradas; Violette estaba devastada, ver a su gente sufrir de esa manera le estrujó el corazón; Fordeli estaba pasmado, estupefacto ante lo ocurrido.
—¡¿Quién fue?! —exclamó Néfereth, sacó la espada de su funda y se iluminó al instante con el tacto a la luz lunar—, ¡Maldita sea!
Observó a sus guardias, se sentía culpable, pero, al mismo tiempo, sabía que tenían responsabilidad de no dormirse, no entendía cómo era posible que en la noche en la que decidió descansar, todo se había arruinado. Todos tenían el mismo rango. Su cuerpo se llenó de furia y un humo blanco comenzó a salir de su cuerpo.
Todo aquello fue un espectáculo para Yaidev que lo miraba al centro de la calle. El porte destacable del caballero era impresionante, el brillo plateado de su armadura combinaba con el de su piel blanca y el destello de su espada. Verdaderamente lucía como el hijo de las tutoras. Quedó atónito, un sonrojo subió a su rostro y no pudo dejar de observarlo.
—¡Yaidev! —gritó su madre—, ¡Sigue pasando las cubetas!
Se recuperó casi de manera ausente, algo no estaba bien y él lo sabía.
Los familiares no podían creer lo que estaba ocurriendo, mientras algunos residentes del pueblo no estaban de acuerdo y querían a los culpables para vengarse, otros gozaban con la noticia, pues sabían que era mejor así. Las ideas se dividían, al igual que los sentimientos. Un mar de conflictos surgió en solo un momento.
Los guardias estaban apenados, buscaban —por orden de Néfereth— a los responsables en las orilladas del pueblo. Encontraron un tanque vacío y las huellas llenas de sangre sobre la tierra.
—Estaban lastimados —agregó un aldeano—. De seguro son del pueblo más lejano de aquí, ese líquido se extrae más al sur de Inspiria, cerca del mar.
—Malditos locos —comentó Fordeli—, ¿Cuánto tiempo tardaron en llegar?
—Quizá unos tres días, si tomamos en cuenta el comentario de este hombre. Inspiria es más grande que todos los reinos y toda su extensión es habitada por pueblos. Puede haber zonas en las que no, pero, a juzgar por las marcas, es seguro que vino de una zona muy alejada. —Néfereth lucía más tranquilo, por fin el fuego se había consumido.
—¿Puedo ayudar en algo? —mencionó Yaidev, acercándose nervioso.
—No. —Néfereth respondió tajante y el botánico no supo cómo reaccionar.
—Yo solo... solo quería saber si alguno resultó herido para sanar con hierbas y...
—Todo bien, Yaidev, regresa a tu casa. —Esta vez sonó como una orden.
El joven no entendía la tristeza que acaparó su corazón. Se limitó a dar la vuelta y dirigirse a su hogar.
Inspiria no era del todo maravilloso cuando la noche acaparaba el reino, todos los pueblos estaban rodeados de bosque dando un aspecto aterrador.
Podía haber hectáreas enteras sin ni una luz que iluminase a los alrededores, salvo las tres tutoras que parecían enojadas, pues se ocultaron abandonando a un solo hombre.
Medleo caminaba a orillas de una angosta y accidentada calle, el sonido de las piedras tras sus pisadas y el canto de algunas aves nocturnas eran su única compañía. Miró hacia los lados y lo que inundaba su vista fue la tétrica y lúgubre oscuridad del bosque. Sintió un escalofrío, el aire que recorrió la callejuela provocó que sintiera frío en su débil y magullado cuerpo. Si Néfereth no se hubiera detenido, probablemente estaría en coma. Pero no tenía fuerzas para sentir odio, solo deseaba llegar a su reino, aunque eso le tomase de cuatro a cinco días al ritmo que se trasladaba.
Sus pasos eran lentos y pesados, las vendas cubrían gran parte de su piel. Debajo de su brazo derecho llevaba una bolsa pequeña con un bote de agua y un alimento que él no reconoció. Jaqueline, la médico, le había ofrecido el diminuto solvente, sabía que no debía de haberlo hecho, pero era inevitable para ella que las personas fueran desterradas en esa deplorable condición.
Sus compañeros guardias no habían hecho demasiado por él, pues el sello sobre su brazo era un claro recordatorio.
Susurraba unos lamentos que nadie escuchó, pero unos ruidos sobre la maleza robaron su atención. Giró tan rápido que en su cuello se reflejó un dolor profuso. Le consternaba saber que no podía ver como quería.
Se detuvo tratando de escuchar con detenimiento. Algo parecía caminar sobre la hierba alta, avanzando lentamente.
—¿Un Nugral? —se preguntó.
El animal que él creía que era, normalmente era la mascota de todos los reinos, se reproducían en grandes cantidades y eran mansos por naturaleza. Caminaban a cuatro patas, tenían las orejas largas y una trompa pequeña. Hermosos por donde se les viese, especialmente los que estaban cubiertos de pelo.
El ruido se pronunció detrás y él no lograba discernir entre la hierba.
Bajó su cabeza y afiló su ojo tratando de verlo mejor, su sorpresa incrementó cuando un hombre salió de la maleza. Quedó estático ante lo que presenciaba, pues aquel sujeto avanzaba con sus codos, como si sus piernas no sirvieran.
—¿Qué demonios? —exclamó en voz alta y vio, por fin, que ese monstruo tampoco tenía un ojo.
El extraño ser le sonrió y se abalanzó hacia él, enterrando sus codos en la tierra cubierta de piedras. A Medleo se le acalambraron las piernas, pero pudo reaccionar a tiempo para poder correr.
Sentía el cuerpo destrozado, pero el miedo lo había motivado a tal grado de no sentir casi el dolor. Escuchaba el peso muerto arrastrase detrás de él y una risa parecida a un "ji, ji", eso fue lo más terrorífico que pudo haber presenciado, pero no miró hacia atrás, no quería hacerlo.
Al ruido grotesco se le sumó otro, eran pasos, decenas de ellos que corrían a su ritmo por las hierbas altas. Medleo se sentía perdido, no sabía si lo estaba imaginando, pues no lograba ver nada.
Por un instante dejó de sentir la presencia de ese sujeto, se armó de valor y volteó rápidamente, el torso había quedado unas decenas de metros atrás.
—¡Maldito, no pudiste! —gritó el guardia, riendo con fuerza, alejándose lo suficiente.
Siguió corriendo y mirando constantemente hacia atrás para verificar que se había quedado en el mismo sitio. En el último giro no lo vio más y arrugó su entrecejo, miró hacia el cielo y no pudo evitar dar un grito prolongado. El hombre brincaba solo impulsándose con los brazos, acortando una considerable distancia.
—Ji, ji, no te vayas —pronunció la aberración y Medleo sintió la respiración casi en su cuello.
La luz había llegado, pero la alegría faltó aquella mañana. Los rayos del sol cubrieron el pueblo en su totalidad, los árboles lucían serenos, sería un día caluroso.
Los residentes de Amathea permanecieron despiertos toda la noche. Los guardias habían sacado los cuerpos de los infectados, entre ellos estaba Elena y a su recién nacido, que, según lo avistado, determinaron que había salido de su estómago minutos antes del incendio, matándola dolorosamente. Fordeli se sintió tan miserable al ver que en las pieles no se hallaba marcas ni llagas, los estigmas habían desaparecido, cuestionándose si en verdad habían muerto enfermos.
—No sé qué está pasando —comentó Priscila, acercándose a su sitio. Todos los estudios arrojaron no tener ni una enfermedad y al ver los cuerpos expuestos lo comprobaron, pero entonces ¿Por qué se comportaban de esa manera?
El pequeño grupo de científicos permanecía de pie debajo de un árbol, algunos pueblerinos reacomodaban los pocos aparatos que pudieron rescatar, buscando otro almacén vacío para que ellos pudieran trabajar.
Se inició una exhaustiva búsqueda, pero no habían encontrado rastro de los culpables. Néfereth estaba dispuesto a viajar hacia el pueblo sospechoso, sin embargo, Violette le había comentado que su presencia era más importante en ese lugar, aclarando, también, que todos en algún punto morirían. Si bien sus palabras no fueron bonitas, cargaban razón.
Los familiares enterraron a sus infectados, comprendían que la enfermedad actuaba de manera extraña, Disdis los acompañaba, pues había llegado a primera hora tras la noticia enviada por un Naele.
Las ceremonias se llevaron a cabo en el cementerio cercano a Amathea, un anciano había oficiado el sepelio.
Yaidev se encontraba en el pueblo, acomodaba los escombros, ayudaba en la cocina y en lo que pudiera. Algunos jóvenes se sumaron, junto a otros pueblerinos ajenos a los afectados. Llevaban horas trabajando.
Violette estaba sentada en uno de los puestos del mercado, observaba de manera ida todo a su alrededor, pensaba que probablemente lo ocurrido era lo mejor, sin embargo, también le mortificaba ver a las personas sufrir por sus familiares. Rebeca estaba desecha, no entendía razones, su esposo permaneció junto a ella y Janis, la pobre niña, estaba junto a la capataz, sabía de lo ocurrido, pero, increíblemente, era la más tranquila de su familia.
Néfereth yacía recostado en una de las vigas de la cabaña, lucía perdido, inconforme, incómodo.
La dama de ojos violetas lo miró a lo lejos y cuidadosamente sacó los trozos de papel, no pretendía leerlo, solo quería ocultarlos.
—¿Qué es eso? —preguntó la jovencita al ver a la capataz doblar los pedazos.
—No es nada, no te preocupes.
—¿Todo bien, preciosa? —cuestionó Yaidev, agachándose un poco para ver a Janis. La pequeña no respondió—. ¿Quieres conocer al Hijo Promesa?
—¿En serio? —Se le iluminaron los ojos de la emoción.
—Claro, acompáñame.
Yaidev le ofreció su mano y la niña la tomó con firmeza. Violette sonrió.
—Hola —pronunció, y hasta él mismo notó el nerviosismo en su voz.
—¿Qué deseas? —respondió, había sonado como la última vez.
—Janis quiere conocerte. —Yaidev vio al horizonte, en la dirección en donde el cementerio se encontraba.
—Hola, pequeña —agregó, inclinando su rostro.
—¡Eres enorme! —exclamó, abriendo sus brazos en un gesto de querer representar su estatura.
—¡Y puede cargar hasta un Losmus! —Yaidev la observó y se sintió feliz de que pudiera distraerse un momento.
—No seas exagerado, no es para tanto, no creas todo lo que te dice. —Néfereth elevó la comisura de sus labios y de nuevo, su compañero no pudo despegar su mirada.
—¿¡Puedo ver tu escudo!?
—Claro, pero no intentes levantarlo.
Janis se alejó unos metros, rozaba la superficie del escudo con sus dedos, siguiendo el patrón de los símbolos que en él había.
—¿Qué pasó anoche? —preguntó el botánico, había perdido contra su curiosidad.
—No pasó nada.
El joven mago se acercó y tomó una de sus manos, la giró para ver sus nudillos, y aunque tenía heridas, lo que llamó su atención fueron sus venas. El guardia la retiró casi de inmediato e hizo el amago de retroceder.
—Perdón, solo quiero saber.
—¿Por qué? —Néfereth arrugó su entrecejo.
—Toma —contestó, y sacó unas hojas de color amarillo, las había molido—, te ayudará para que cicatricen y no dejen marca en tu... en tu piel.
El caballero observó el ungüento y lo aplicó a sus heridas, masajeando lentamente.
—Discutí con un guardia, quería enviar un mensaje y escapar de aquí, tuve que desterrarlo y acusarlo de traición —comentó sin verlo a la cara.
—Oh... yo, entiendo. —Guardó silencio, miró hacia el suelo y después a Janis, que seguía admirando el escudo.
—Deberías irte —agregó el Hijo Promesa.
—Sí... lo siento, que estés bien. —Lo miró a los ojos y esta vez, Néfereth giró su rostro.
Las personas regresaron al pueblo, entre ellos el grupo de científicos y el padre de Violette; Marta había quedado en una de las cabañas, debido a su fractura.
—Yo me haré cargo, utilizaré otro almacén y duplicaré los guardias, entiendo que no son de la calidad de Prodelis, pero estarán mejor protegidos —mencionó Disdis, caminando a un lado de Fordeli—. No podré ayudarles con los aparatos que ustedes utilizan.
—No hay problema, creo que el rey Hecteli sí podrá enviarlo si lo pedimos, aunque, a juzgar por la delicadeza de los objetos, estoy seguro de que tardarán de dos a tres días.
—Con ese tiempo y con la carta que ya tenemos pensado enviarles, estoy seguro que les darán más días de investigación.
—Eso espero, muchas gracias por todo.
—No hay problema, ahora mismo nos ponemos a trabajar. —El jefe de familia se alejó y ya se encontraba dando órdenes a sus guardias de reacomodar lo necesario.
Con las indicaciones de Disdis y Violette, el pueblo avanzó rápidamente, el almacén, que estaba a unos metros del primero, ya se encontraba listo para ser habitado. Los materiales para las recámaras seguirían llegando a medida de los días, no obstante, ya había camas provisionales por si algún infectado ingresaba antes de lo previsto.
El tiempo transcurrió lentamente para las personas que habían perdido a sus seres queridos y de manera fugaz para los que solo se encargaron de trabajar. El cansancio era presente, al igual que la tristeza.
El señor Terell ya se había retirado, dejando en orden y en calma a la mayoría del pueblo. Violette, de nuevo, decidió quedarse, Rebeca le recordaba a su madre y no podía dejarle en esa situación.
—¡Señorita Violette! —gritó Dafne, estaba de pie en su puerta y algo la aterró—, ¡Es la señora Griselda!
—¿¡Qué!? —exclamó, levantándose de golpe, era el nombre de la esposa del primer infectado.
—¡Dios mío! —Dafne estaba atemorizada, sus gritos provocaron un nuevo disturbio.
—¡Mamá, entra! —Yaidev la tomó de sus manos y la introdujo de nuevo a su hogar. La mujer lloraba desconsolada, pues la señora Griselda no venía en las mejores condiciones—. Quédate acá, por favor.
Yaidev abrió la puerta y Fordeli, con su equipo, ya estaban a su alrededor, al igual que Néfereth y los otros guardias. Priscila tomaba su presión y otros datos. La mujer que estaba frente a ella sufría de un trastorno severo, llegó deshidratada, con las pupilas dilatadas y no podía articular bien sus palabras. Sus manos y pies estaban dañados, completamente lastimados. Estaba fría y pálida.
—¿Qué pasó? ¿Encontró a su esposo? —preguntó Violette.
—Necesito que nos diga la respuesta —agregó Fordeli, ansioso de conocerla.
—Mi... están... están...
—Concéntrese —exclamó el científico, la médico sintió pena por la pobre mujer, pero también entendía a su jefe de equipo, todos estaban en la misma situación, buscando respuestas y alguna explicación.
—En el... bosque —tarareó.
—¡En qué parte!
—Señor —Néfereth interrumpió—, dele un respiro.
Hubo una larga pausa, el pueblo estaba expectante, pero los guardias, que ahora eran doce, vigilaban la zona.
—Está cerca del Río Noboa... en el Bosque Lutatis —mencionó, casi sin aliento.
—¡Rápido! —gritó el científico—, ¡Quiero a cuatro guardias, Néfereth, vienes conmigo!
—Señor, Yaidev y yo podemos ir —agregó Violette—, conocemos el lugar y él puede ayudarle, ya sabe, por su magia.
Fordeli no pareció escuchar, el sonido de los murmullos y los pasos acelerados de los guardias, más la noticia de encontrar al primer enfermo, mantuvo al hombre ocupado, sorprendido e ido.
—Ustedes cuatro, vengan conmigo —indicó Néfereth a sus guardias—, la señorita Priscila y el señor Fordeli irán al bosque, preferible que los demás se queden aquí por cualquier percance. Los ocho caballeros sobrantes cuidarán el almacén y completarán su ronda cuando el tiempo se termine, darán una vuelta por el pueblo para verificar cualquier anomalía. Ustedes, los residentes, a sus hogares, hay toque de queda, no saldrán a menos de ser necesario, regresaremos en cuanto podamos. ¿Entendieron? —La multitud quedó pasmada, la seriedad y la orden en su voz provocaron que todos asintieran.
—Bien hecho —susurró Fordeli.
Jaqueline tomó a Griselda y la llevó al almacén, trataría sus heridas. Los pueblerinos se retiraron, por supuesto que estaban angustiados. El pequeño grupo salió y Violette tomó a Yaidev del brazo para emprender el viaje.
—¿Cuánto duraremos? —preguntó Priscila.
—Una hora, dos, depende de nuestro ritmo —contestó Violette.
—¿Qué hacen aquí?
—Señor Fordeli, ¿Conoce el lugar? —arremetió la capataz.
—Olvídalo, olvídalo, ya, ya. —El científico no quería discutir y ya nada le importaba.
Tenía poco tiempo, pero nuevas esperanzas de encontrar algo que lo llevara a una solución, era todo o nada.
Avanzaron rápidamente y no supieron si era la ansiedad o la morbosidad lo que había provocado que llegasen más rápido de lo previsto.
—Debería ser aquí —comentó Yaidev, casi en un susurro.
Néfereth levantó su antorcha y se petrificó. Fordeli fue el segundo en quedar en shock. Y cuando el grupo alzó la vista, lo entendieron. Habían encontrado al esposo de Griselda incrustado en un árbol, su cabeza estaba dentro del tallo, y parecía que había crecido con la raíz.
Priscila emitió un pequeño grito y se tapó los ojos de la impresión, pero eso solo era el principio. Todos los árboles tenían a un enfermo colgando de sus troncos, desde ancianos, hasta jóvenes y niños, hombres y mujeres. Sus pies estaban ensangrentados y negros, sus piel era pálida, con llagas y estigmas, apestaban. Simplemente era horroroso.
Fordeli dejó caer la antorcha, abrió su boca, estupefacto.
—¿Qué es esto? —preguntó Violette y se aferró al brazo de su compañero, que también estaba frío ante la escena.
—Aquí están todos los que no alcanzaron a llegar de los otros pueblos. —Néfereth observó que los cuerpos pendían de diferentes distancias, miró a un recién nacido incrustado en lo más alto del tronco. Se estremeció.
—Es una maldición —comentó Yaidev—, de verdad están malditos.
No hubo nada más, salvo el silencio lúgubre del lugar, el ruido del río y el exagerado palpitar de los corazones.
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