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Capítulo 21 - Ojos Bien Abiertos.

Néfereth observó con desprecio el desplazamiento de los acaudalados desparpajados por el lugar, huyendo de su presencia, mientras le devolvían miradas de angustia y terror, pero pese a todo el asco que sentía por ellos, no podía distraerse de lo realmente importante.

Sus ojos viajaron por las vísceras esparcidas del guardia, hasta topar con el hombre que medía su misma estatura.

—¿Dónde está Yaidev? —inquirió, apuntando su espada, ignorando al guardia y dirigiéndose al rey Haldión que se escondía detrás de su único protector.

—¡No lo sé! —gritó el rey, conociendo perfectamente que la pregunta era enfocada para él, traspasando su consciencia y todo su ser.

—Tranquilo, mi señor —repuso Ráskamus—, yo lo protegeré, pero necesito que salga junto a esos guardias que no sirven para nada. Protéjanlo con su vida, en caso de que este Hijo Promesa haya traído a más consigo.

—¿Quiénes? Solo yo, y mi vieja espada. —Y golpeó el suelo con ella, retumbando en toda la habitación.

—Así que eras tú lo que Yaidev esperaba con tanto ahínco. Está claro que tiene un alma muy dulce. —El caballero relamió sus labios y prosiguió—: Aquí le quitarán toda la miel, pero por una parte me alegra que alguien fuerte haya llegado hasta aquí, así podré presumirle tu cabeza.

—Es la primera vez que me amenazan de esa manera, y debo confesarte que he peleado con muchas aberraciones. No quiero matarte —se sinceró—, eres uno de los nuestros, así que, por última vez, ¿dónde está Yaidev?

—Pues, que sea la última.

Ráskamus agazapó su cuerpo, hundiendo los pies en el suelo, quebrando los mosaicos de patrones simétricos, para luego lanzarse con brutalidad, mientras sacaba sus hachas enastadas. Néfereth le esperó con la espada incrustada en la tierra, deteniendo el golpe. La onda se expandió quebrando los diminutos y sutiles cristales del salón, provocando una hemorragia en los oídos de los que aún quedaban cerca.

Los guardias rezagados cuidaban de Haldión, colocando los escudos a su alrededor, evitando que los escombros y el sonido lastimaran su deforme cuerpo.

Una tormenta se vislumbraba dentro del domo, las luces cegaban a cualquiera y el sonido se arrastraba segundos después, evidenciando la fuerza de ambos seres. El polvo se levantó y las pavesas seguían los ritmos y choques eléctricos, culpa de las agresivas embestidas.

Los ataques rozaban la piel, pero ninguno de los dos demostraba una lastimada, no obstante, el Hijo Promesa tenía una clara desventaja. Ráskamus usaba una de sus hachas para detener la espada, intentando perpetrar un corte certero con la mano sobrante. Estaba claro que el entrenamiento del joven caballero había sido pulido para tener reflejos e increíble movilidad, esquivando los finos cortes de las armas que fácilmente pesaban veinte kilos cada una.

Solo bastó una ligera distracción y un segundo de primacía para que Néfereth impactara la cabeza de su rival, sin embargo, solo habría logrado abollar el casco. No hacía falta indagar más, la armadura era terriblemente fuerte y pesada, así que giró su cuerpo, colocando los pies en la pared, impulsándose de vuelta, esperando poder traspasarlo. Su contrincante le esperó paciente, moviendo su enorme cuerpo para luego tomar el cuello ajeno y arrastrarlo por el piso, levantando todos los azulejos, seguido de arrojarlo a una de las columnas, provocando su derrumbe. La bestia no esperó, se lanzó sin escrúpulos, sin darse cuenta que Néfereth se deslizaba por debajo de los escombros. Lo tomó de los pies y giró junto a él para somatarlo con la frágil cúpula del inmueble.

El Hijo Promesa sintió la pesadez de su enemigo, percibiendo cómo sus músculos se tensaban y sus venas se trenzaban para poder levantarlo. El animal se deslizó por el techo, partiéndolo a la mitad, demoliendo gran parte de él.

Ráskamus se levantó con los ojos encendidos de un rojo carmesí, sonriendo y exhalando el polvo del edificio, sintiendo el éxtasis subir por su piel, recorrer cada centímetro dentro de él, reviviendo de su eterno letargo. Pero su rival no compartía el mismo sentimiento, más bien, la ira carcomía su cerebro, el odio engullía todo su ser.

—Qué placer luchar con alguien joven, bien podría ser tu abuelo.

—No tengo nada que ver contigo.

—Quién sabe, Néfereth, nosotros siempre dejaremos raíces, y peleas muy bien. Tú eres el mejor de tu generación, yo lo era de la mía. —No esperó, lanzó una de sus hachas sin previo aviso, misma que fue tomada por su contrincante, sintiendo el ardor en su mano tras detenerla.

Pero el gigante ya estaba frente a él, aprovechando el despiste, alzó el arma que le quedaba, presto a partirlo en dos, pero Néfereth devolvió el ataque, levantando los brazos de Ráskamus, dejándolo expuesto. Tiempo suficiente para que, con su espada, golpeara el tórax ajeno, escuchando el hueso y la armadura crujir.

—Creo que me quebraste el esternón —musitó, riendo tranquilamente mientras se levantaba del suelo. Observó el cuerpo de un millonario aplastado por las paredes y tomó un trozo de su brazo, para luego comerlo en su totalidad.

—¿¡Qué mierda eres!? —espetó, arrugando su entrecejo del asco—. Hay puros monstruos aquí. ¿Qué te hicieron? Entiendo que no debo juzgarte, pero estoy seguro que en este lugar viviste un infierno... Hubieras regresado a casa.

—No sé de qué hablas, me gusta estar aquí, y al contrario de lo que piensas, yo también me he masturbado viendo todo lo que me ofrecen.

—Eres un hijo de puta.

—Y me masturbaré en la boca de tu mieleci...

No terminó la frase, el pie de Néfereth ya estaba en su boca, aventándolo hasta el fondo del lugar, continuo a la salida de emergencia.

—No te atrevas a mencionar su nombre en el tiempo que te sobra de vida —sentenció, lleno de ira—. Pensándolo bien, yo seré quien lleve tu cabeza a Prodelis, exhibiéndote ante todos, sirviendo de ejemplo para no repetir lo que estás haciendo.

Pero el humo del lugar no le permitió ver que su enemigo estaba detrás de él, solo pudo percibir una estela en tono rojo. Entendió, pues, que aquel hombre era una mezcla entre un Hijo Promesa y una magia extraña, a palabras de Velglenn, magia roja. No solo él, sino sus armas y toda su armadura.

Solo le bastó un segundo para imbuir su cuerpo en su habilidad especial, envolverse de ese nimio brillo azul para soportar cualquier golpe, pues ya no le daba tiempo para esquivar.

Observó cómo sus brazos lo rodeaban, intentando con todas sus fuerzas partirlo en dos. Dado la resistencia, Ráskamus dio un brinco sosteniendo a Néfereth, para luego dejarse caer e incrustar su cabeza en el pavimento. No obstante, su objetivo era inquieto, moviéndose con brutalidad, intentando zafarse, golpeando con el yelmo su pronunciado mentón.

—No desistiré, hasta quebrarte el cuello, principito azul —aseguró, con la quijada fracturada, terminando por desplomarse en el centro del domo.

Los asientos volaron, rompiéndose con el impacto. La onda derribó las decoraciones, y las paredes más frágiles, mientras solo se veían las piernas del Hijo Promesa sobresalir del suelo.

El dolor recorrió su espina dorsal, pudo oler la tierra, y ese sutil aroma a hierro. Por poco y se desmayaba, pero no podía perder.

Ráskamus se sacudió el polvo y buscó entre los escombros pedazos de gente, tratando de sanar la terrible herida en su mentón. Sin embargo, una piedra partió su mandíbula en dos; Néfereth la habría lanzado para evitar su regeneración.

Su lengua se movía de un lado a otro, en una cueva bífida y rodeada de un torrente de sangre.

—Te convertiré en basura, porque monstruo ya eres —sentenció—. A donde va tu rey, allí está Yaidev, ¿verdad?

—No sé dónde está, pero te puedo asegurar que se le ha tratado muy bien —vociferó, recuperando su quijada—. El rey lo ama y lo está guardando para un cometido que solo él conoce; yo solo sigo órdenes, y me gusta seguirlas.

Néfereth se colocó de pie, disimulando el dolor, entendiendo que, de no ser por su habilidad, estaría muerto. 

Más de una docena de candados y seguros se soltaron de golpe, mientras la puerta se abría y rechinaba a su paso.

—¡Yaidev, Yaidev! ¿Dónde estás? —inquirió Russel solo al entrar, observando una sombra sumergirse debajo de la cama, y a un joven botánico sentado sobre el somier.

—¿Qué pasa? ¿Qué quiere? —indagó, muriéndose de miedo tras escuchar los sonidos provenientes de la ciudad.

—Dios, estás muy delgado, pero no te preocupes, te sacaré de aquí, te llevaré a un lugar seguro; el rey no quiere que te pase nada.

—¿El rey? —ironizó—. ¡Todos son unos malditos enfermos! —gritó.

—Tranquilízate hijo —pidió, pero el botánico intentó salir por la puerta, no obstante, el sacerdote lo durmió tan solo tocarlo.

El cuerpo se desplomó en sus brazos. Con una sola mano, Russel lo arrastró a lo largo del castillo, mientras que con la otra esparcía un polvo blanco, impidiendo que Ren pudiera seguirle.

Sus ojos se desviaron hacia la avenida, divisando una bola de escudos y armaduras que, estaba seguro, eran los que protegían a Haldión. Miró hacia la lejanía, en dirección a la casa segura que resguardaría a ambos.

—Yaidev —susurró a su oído—, te esconderé con al rey y allí estarás seguro.

—No sé... no sé qué... —balbuceó, sintiéndose completamente mareado, solo avizorando las estelas azules y rojas surcar la oscuridad, para luego desmayarse por completo.

Llegó con dificultad, mirando los cinco minutos de tardanza en su reloj. Abrió la puerta de la cabaña vieja y dejó caer al joven sobre un delicado somier. El interior era cómodo y con decoraciones dignas de un coleccionista. Las paredes blancas y los bombillos amarillentos le daban un aspecto antiguado que resultaba acogedor, seguido de salir y devolverse a la ciudad.

Ya no quedaba nada de la cúpula del auditorio, todo se había derrumbado en las espaldas lastimadas y cansadas de ambos guerreros. Una oportunidad para Ráskamus, que había comprimido sobre sus puños piezas enormes de concreto, golpeando el pecho de Néfereth y sacándolo de las ruinas.

Escupió sangre por montones, tratando de no ahogarse con el líquido que se interponía entre su garganta y nariz, llegándole ese aroma a incienso mezclándose con el hierro, y un hedor peculiar de Drozetis; a maldad, a miedo y desesperanza.

Miró la fuente al centro de la plaza, un Braco tallado en piedra, luciendo cansado y lleno de cieno, agrietado por el tiempo y con el agua estancada a su alrededor. Su mirada petrificada le vio tan vívida, mientras el humo de la zona simulaba ser una respiración forzada, un bufido de ira e irritación.

Supo que estaba cerca por las vibraciones en el suelo. Su peso había aumentado por culpa de los implantes de cemento en sus manos. Giró un par de veces, esquivando los puñetazos que arrastraban el aire tras de sí, para luego cortar ambos bloques con su espada.

Después del violento movimiento, El Hijo Promesa colocó los pies en el pecho de Ráskamus, deslizándose y enterrándolo por el suelo, percibiendo la ancha hilera de sangre sobre los adoquines. Pero aquel caballero no lo dejaría ir tan fácil, tomó sus tobillos y los hundió junto a él, dejando expuesto la mitad de su cuerpo.

Parecía un delfín, saliendo de la tierra sin ninguna dificultad. No podía creerlo, pero todas sus malformaciones y ese tono rojo en sus armas solo le recordaban que no estaba peleando contra un hombre, sino con un animal. Solo pudo girar su casco, para recibir el puño que se avecinaba con la babera de su yelmo, y endurecer su cuello.

El daño recorrió su espalda y viajó por toda su espina dorsal, pero la mano de su enemigo no saldría ilesa; humo emanaba de ella, mientras la miraba y estiraba sus dedos para mitigar el terrible dolor.

Logró salir del suelo concentrando energía en sus piernas, pegando un brinco que desestabilizó a su rival, seguido de perpetrar una patada en la quijada ajena, tirándolo como un árbol, rudo, seco y sin poner resistencia. La hombrera salió disparada, dañando el asfalto sin problemas. Eran capas y capas de metal, encimadas y fundidas con el paso del tiempo, armadura sobre armadura, interpuestas como muestra de poder o simple tortura.

Se levantó así como cayó, en esa línea perfecta de 90°, babeando y rugiendo por el golpe. Néfereth no podía dejar que se recuperara, así que comenzó a magullar el peto con sus puños desnudos. Retumbando todo a su alrededor.

Sostuvo sus muñecas, dominando su fuerza y alzando sus brazos, pero el Hijo Promesa continuó dando cabezazos, evitando lo peor. Sin embargo, aquella bestia no parecía ceder, y continuó estirando, sintiendo un dolor hórrido en el pecho, hasta que, pasado eternos minutos e incontables golpes, soltó sus manos, colapsando en la fuente central.

Néfereth se hincó en una rodilla, con las venas remarcadas en su sien, con la sangre empapando su rostro, mareado por los ataques ofrecidos. Pero una patada golpeó su mejilla, cerrando los ojos solo por reflejo, rodando por todo el lugar.

Respiró entrecortado, percibiendo un dolor interno, consciente que no podía desviar su habilidad, pues, de lo contrario, perdería toda fortaleza en su armadura. Con el rabillo de su ojo vislumbró a Ráskamus correr a su dirección, dispuesto a matarlo. No tuvo de otra más que aumentar sus giros, esquivando las embestidas despiadadas que levantaban el piso, desgajándolo todo. Por la fuerza despiadada, su pie se estancó; oportunidad para que el caballero plateado quebrara su pierna, hundiendo su tibia hasta casi salírsele de su piel.

Pudo levantarse y robar un suspiro, viendo cómo el demonio intentaba salir con dificultad, no obstante, se quedó helado cuando, sin escrúpulos, comió parte de su propio brazo, escuchando sus huesos recomponerse de todas las quebraduras y zafaduras.

Se retorció de desesperación, aquello tardaría más tiempo de lo esperado y él solo se cansaba segundo a segundo, mientras su enemigo se regeneraba en cada oportunidad que tenía.

—¿Pero qué estás haciendo? —reclamó, incrédulo, sin recordar dónde había quedado su arma.

Extendió su mano, llamando su espada, y aunque no pudo penetrar la armadura de su espalda, fue suficiente para empujarlo. Néfereth brincó, dio un giro y se propulsó para tratar de partirlo en dos, sin embargo, las manos de Ráskamus sostuvieron el filo, desplazando una onda que terminó por aplanar los pocos árboles de la zona.

—No, no, principito, yo acabaré contigo —alardeó, cubriéndose, de nuevo, con el manto rojizo.

—¡Maldito hijo de puta! —gritó, empujándolo y emanando también de ese brillo azul.

Una explosión de colores detonó en la plaza, aventando a ambos en direcciones desconocidas, creando un remolino de polvo, piedras y escombros, una hecatombe, un espectáculo que podía escucharse en todos los rincones.

El Hijo Promesa terminó por estamparse en los kioscos de la ciudad. Ya no había fuerza para detenerse o tomarse de algo que lo ayudara a minimizar la caída. Ráskamus se hundió en las ruinas de las casas aledañas, revolviéndose entre los despojos. 

—¿A dónde lo llevan? —reprendió el consejero, viendo los pasos sinsentido de los guardias de Haldión.

—¡Al bosque! —respondieron algunos.

—¡No sean idiotas! ¡En el bosque morirán todos! ¿Saben qué hay allí? Allí están las Lullares, y no tardarán ni cinco segundos en ser despedazados.

—¿Pero dónde me escondo, Russel? —exclamó el rey, con la mirada perdida y las pupilas dilatadas, cansado de la movilización de sus soldados—. ¡Saca a la guardia ciega! Ese maldito solo vino a matarme.

—¡No, rey!, él solo quiere una cosa, quiere a Yaidev, solo déjelo ir y se acabó.

—¡No lo daré nunca! Así tuviera hijos, me los llevaría para violarlos y a toda su maldita descendencia. Lo que Ren me hizo no tiene perdón, él formó lo que soy.

Russel lo miró detenidamente, cuando Haldión hablaba sobre ese linaje, sus ojos cambiaban, su respiración se regulaba, incluso parecía estar lúcido y sabía que, por la seguridad de sus palabras, estaba diciendo la verdad.

—¿Hablo con el rey, con ese pervertido? Creo que sí —se respondió—, pero no hablo con un rey inteligente, nunca lo he hecho.

—¿De qué estás hablando?

—Lo que escuchó, no es inteligente mi rey, por eso debe hacerme caso, necesito que se tranquilice, lo llevaré junto a Yaidev, ¿le parece bien?

—Sí, sí.

—Pero sepa que estarán en diferentes habitaciones, de resultar Néfereth ganador, usted no debe estar en medio.

—¡No permitas que se lo lleve!

—Claro que no, y solo usted tiene conocimiento del buen mago que soy, del poderoso Russel, pero tranquilo mi rey —y le acarició la cabeza, compartiendo parte de su paz—, yo lo protegeré, de momento, necesito que estos idiotas lo lleven al lugar que les indicaré.

Los soldados asintieron ante la orden, cargándose de un miedo aterrador, ese que carcomía con voracidad cada parte de su cuerpo, mientras esa tormenta de espadas y escombros se escuchaba alrededor.

La caminata fue rápida, pero para el rey habría sido una eternidad, no obstante, estaba tan ensimismado, que no tuvo oportunidad de ver el despliegue de los hombres enmascarados sobre las azoteas de la ciudad, mismos que sacaban y resguardaban a los pocos residentes. Las máscaras eran similares al extraño séquito que Yaidev ya había tenido el placer de conocer, aquellos que lo entregaron ante el rey. Los soldados pudieron haberse dado cuenta, pero ¿qué podían pensar? Estaban —en su mayoría— seguros que era un escuadrón especial, esos de los que Haldión tanto le gustaba alardear. Además, tenían una misión clara, no solo era entregar a su regordete líder en el escondite, sino de sobrevivir en medio de la devastación, y de acatar la orden que Ráskamus ya había dado, pues, de no cumplirla, igual acabarían muertos por sus manos.

Pero algo era más que cierto, algunos de ellos no podían decir no. Otros soldados, el rey e incluso su guardia favorito, habían abusado de ellos de todas las maneras posibles, era un secreto a voces entre los barracones del cuartel y un trauma hecho con cincel. 

Se sentía diferente, era un clima extraño y se percibía en el aire, en la piel. Los destellos de colores en aquel atardecer de matices borgoña, solo significaban una cosa: una batalla descarnada, y los Hijos Promesa lo sabían muy bien.

Argentum miraba la tormenta desde lo más alto de uno de sus más grandes edificios, de un chapitel delicado y decorado en estilo barroco. El silencio apremiaba la velada, y su vista acechaba un momento en específico. Mientras sus más fieles hombres aguardaban a su lado, colgados de la torre, sin siquiera sufrir de cansancio.

Pese a su indómita tranquilidad, en el estrado de sus pies, a las faldas del castillo real, Kendra y Balvict ya habían encontrado a los responsables de la bomba mal empleada. No tardaron en darse cuenta de quiénes eran, y los culpables no superaban la mayoría de edad, un grupo muy pequeño, jóvenes valerosos, insatisfechos de que un traidor regresara a su tierra, encima, que lo aceptaran como héroe tras los rumores de su homosexualidad que, al parecer, no había negado.

—Están muy chicos —se sinceró el caballero, suspirando—, pero saben de lo que una bomba puede hacer. Cuando tenía catorce, por supuesto que era consciente de mis estupideces.

Pero Kendra miraba extrañada el comportamiento de su actual y provisional rey.

—¿Qué quieren ver? Está claro que Néfereth está luchando, pero no verán nada desde aquí. Lo entiendo, yo también estoy preocupada, pero creo en la victoria de mi hermano.

—No creo que sea por eso.

—¿Qué intuyes? —inquirió, pero de Balvict solo recibió un levantón de hombros.

La mujer comenzó a caminar entre el tumulto de Hijos Promesa regados por la calle principal, gritando a su hermano y pidiendo un motivo de su reacción, sin embargo, Argentum no escuchaba nada, sus oídos habían cerrado toda audición, tan concentrado y absorto, que no importaba quién fuera la dueña de la grave y fuerte voz.

Su vista viajó a su alrededor, dándose cuenta que todos sus hombres se alistaban las pesadas armaduras.

—¿Qué mierda está pasando?

—No sé, señorita, solo se nos avisó que nos vistiéramos —respondió uno.

Kendra no dijo nada más, mientras una corazonada se asomaba presurosa. Pero el ambiente era distinto, y una apacible noche acompañaba el ruido laminoso de las armaduras y su ritmo cardiaco acelerado.

Era lúgubre, sereno e inmutable, hasta sentir la pesadez del aire. Se les conocía por su increíble fidelidad y disciplina, pero la falta de un rey habría colocado a los caballeros en fiestas y un poco de derroche. No obstante, la vista cazadora de algunos Hijos Promesa demostraba más seriedad de la acostumbrada, y de la cual, Kendra era consciente.

El olor se alteró, incluso el polvo de la tierra pareció cambiar de color bajo la vista ida de las tutoras, percibiendo el silencio de la batalla en el horizonte, y las nubes que se arremolinaban sobre Drozetis. Los brillos plateados y extenuantes se vislumbraron con más regularidad, en una preparación delicada de espadas.

Era, sin duda, un atardecer distinto, un día especial, una noche sin igual. 

—Señor, aquí estará seguro —añadió Russel, sudando en exceso.

La habitación era distinta, con mayor inversión que la anterior. Los colores vibrantes eran sinónimo del conocimiento del consejero hacia su rey. Los tonos variaban y se entremezclaban tapizando la pared, cortinas y canceles.

—¿Dónde...?

—Entienda, esto solo es para su protección, le repito que nuestra prioridad es usted. Árgon ya debe estar saliendo junto a los magos, y una vez debilitado, mataremos a Néfereth y lo dejaremos en su pies.

—Malditos —espetó, con los ojos hundidos en la miseria—. Lo organizaron ellos, ¿verdad?

—No creo que eso sea cierto, mi señor, el Hijo Promesa parece haber venido por su propia cuenta, de lo contrario, no dude en que hubiese llegado con todos sus hermanos y... si eso pasara, créame, tendríamos más problemas, pero no se preocupe, en un momento iré por la Guardia Ciega.

—Por favor, Russel —susurró y asió de su consejero—, no puedo confiar en nadie más, no permitas que me vaya de esta manera. ¿Qué he hecho? Yo he sufrido más que todo el daño que he causado. ¿Les hace daño que haya despertado su inocencia? Les enseñé el mundo, el placer, les di dinero, oportunidades, están en perfectas condiciones, ¿por qué me hacen esto?

—Mi rey —comentó, sentándose a su lado, mientras los golpes y estallidos se escuchaban en la plaza—, en este mundo sufren los buenos, pero tranquilo, yo estaré para usted hasta en mis últimos días, y no dejaré que le pase nada. Hoy es un día muy especial, y le tengo una sorpresa, pero le adelanto que la Guardia mermará con ese hombre allá afuera.

—Confío en Ráskamus, pero... ese maldito caballero es fuerte, además, además —vociferó—, lo hemos modificado para estos momentos, y tu magia está en él.

—Y mis bendiciones, mi rey, pero mis habilidades no son como las que una vez colocaron en su cuerpo. Le debemos todo a nuestro maestro, ese hombre enérgico que concedió todo este poder.

—Es una pena no haberlo conocido.

—Pero su padre sí lo hizo, y no era bueno que la magia de ese mago haya caído en usted, de lo contrario, su cuerpo se hubiera deformado.

—Lo único que deseo es que todo se acabe, vengarme de Ren, pasear a Yaidev como trofeo y recuperar mi trono, para que esos deformes hijos de las tutoras, no lo pisoteen. —Suspiró—. Deformes para matar deformes, mis hijos ciegos para esos imbéciles.

—Así es, mi señor, nos ha costado mucho. —Se levantó, se sacudió el polvo y miró a su rey con determinación—. Pero todo termina hoy, y saldremos victoriosos, se lo prometo. Yo no tuve familia, no tuve a nadie, porque quería servirle entera y eternamente a usted.

—Gracias Russel.

—Y ustedes —añadió—, si viene alguien, cuiden a su rey con sus patéticas vidas, colocan su cuerpo en fila y se mantienen así hasta el último momento.

—¡Sí señor! —Se escuchó al unísono.

Se estaban muriendo de miedo, pero la osadía de Russel les había inyectado una increíble dosis de dopamina, valor y gallardía. Accediendo a su petición, aunque el rey no mereciera aquella fidelidad. 

La cabeza de una de las hachas habría volado minutos atrás, quedando la sobrante en situación decadente, mientras el filo de la espada desaparecía en muescas enormes y trozos faltantes. Las armaduras ya no relucían y poco a poco disminuían en los cuerpos gravemente heridos.

La ceja derecha y sus labios demostraban un corte severo y profuso, mientras la sangre empañaba el suelo destruido. Apretó su mandíbula para mitigar el dolor que se esparcía en choques eléctricos por todo su ser. Ráskamus ya no tenía un ojo, él mismo se lo habría arrancado porque le estorbaba en la batalla, cuando colgaba aún sobre su mejilla derecha.

La velocidad era la misma, pero el cansancio se triplicaba en sus músculos. La espada no parecía moverse y los astiles de las hachas lucían como hilos en la fría noche. Los huesos tronaban y en cualquier oportunidad se acomodaban sus extremidades, víctimas de zafaduras y luxaciones.

—Tú también eres un monstruo —replicó Ráskamus.

—¡Tú eres el único maldito monstruo aquí!, entrégamelo ya o tendré que partirte a la mitad. Entiende que no quiero hacerlo, eres uno de los nuestros.

—Por eso son unos cobardes, por eso no han hecho nada durante todos estos años, por eso se quedaron allí, como unos malditos imbéciles. Créeme —alardeó—, si hubiera más Hijos Promesa conmigo, ya los habríamos matado a todos.

—¡Con mis hermanos no te metas! —gritó, deslizándose sobre el suelo, para luego encestar un golpe en la quijada ajena.

Su mente retumbó con una intensidad arrolladora, y, a pesar de su asombroso peso y la fuerza que lo anclaba, comenzó a elevarse, separándose del suelo hasta flotar a cinco metros de altura. En un parpadeo, el Hijo Promesa se lanzó hacia atrás en un giro ágil y veloz, impulsándose con una precisión letal y alcanzando su sien con una patada brutal. La sangre brotó sin contenerse, sintiendo cómo su cráneo se hundía y el mareo se hacía evidente. Terminó por impactar en el suelo y rodar sobre los escombros sin oponer resistencia, sin darse cuenta de los trozos de armadura que salían volando tras el zarandeo.

Cuando los pies de Néfereth aterrizaron de nuevo, una punzada se manifestó en su rodilla, hincándose. Gruñó de dolor, reconociendo que el peso de Adze era el culpable de dicha lesión. No debía usar sus piernas, y el tiempo le apremiaba. Vislumbró a la bestia comer los últimos restos de su brazo y en su desesperación lanzó su espada, siendo esquivada con facilidad. Ráskamus rio al darse cuenta de su reacción, y disparó su radio. El caballero recibió el hueso sin poder esquivarlo, percibiendo un calor inyectarse y regarse con velocidad. Pudo detener el sangrado con su habilidad, pero el agujero lucía verdoso y muy grave.

—¿Qué mierda es esto? —espetó, sufriendo de más.

—Mi cuerpo es veneno, Néfereth. —El hombre se levantó con dificultad, su piel se regeneraba poco a poco, pero no con la misma rapidez ni eficacia de antes. Sudaba agua sanguaza, mientras emanaba un olor pútrido.

—Apestas horrible.

—Eso no importa, yo sanaré con el tiempo, pero tú no te regeneras como yo. Viniste a morir, príncipe azul. ¿Qué vas a hacer? Si yo también soy hijo de las tutoras.

Las nubes dieron paso a los tres satélites naturales, pasmosas y calladas en el firmamento plagado de colores rojizos y oscuros, una cascada serena de sangre y óxido, y fiel testigo de la masacre suscitada.

Néfereth suspiró, arrebatando un segundo de su tiempo para contemplar el hermoso panorama, pero nada podía calmar su ansiedad y preocupación. La sangre derramada, el polvo y ese hedor putrefacto de Drozetis, no le permitían sentir ese aroma tan delicado que Yaidev emanaba. Estaba exhausto de pelear, y no saber de él le incrementaba cualquier dolencia.

—¿Dónde está? —preguntó, sabiendo la respuesta—. Ya no puedo irme sin matarte, ¿verdad?

—Tú no podrás hacerme nada.

—No lo entiendes, pero dime, ¿cuál es tu nombre?

—Ráskamus.

—No, tu nombre antes de ser un monstruo.

—No recuerdo.

—Viviste, peleaste y morirás aquí; pero yo no, yo no —repitió para sí, levantándose con esfuerzo—. Morirás, y será con todo lo que yo tengo.

—¿Tienes más? —inquirió, sonriéndole—, porque yo también.

Néfereth cerró los ojos, concentrando su energía en la armadura y la espada. El brillo azulado se intensificó, hasta elevarlo unos centímetros por encima del suelo, aliviando la presión sobre su rodilla. Sabía, sin embargo, que el cansancio aumentaría con rapidez, consumiéndolo cada vez más.

Llamó su espada y se deslizó a una velocidad descomunal, danzando entre la oscuridad de la noche. Una estela le seguía fiel, un humo que asemejaba ser una decena de fantasmas detrás de él.

—También puedes hacer eso —exclamó el caballero, impresionado y excitado por la habilidad demostrada.

Pero no perdió tiempo, alzó sus brazos, juntó sus hachas, para luego sumergirse en las sombras, camuflándose con facilidad. La espada del Hijo Promesa pasó de largo, perdiéndolo de vista.

Los haces de luz salían de las fauces del abismo, con un tono rojizo que solo se podía apreciar a corta distancia. Una estocada patinó en su oreja derecha, provocándole un sangrado copioso y un ardor sin igual.

Retrocedió unos metros, moviéndose junto a su espada, esa que le servía como espejo, hasta darse cuenta de su ubicación. El movimiento fue sutil y rápido, y no se dio cuenta de que el corte ya había cercenado su estómago por la mitad, quitando toda sombra envolvente, dejando expuesto el cuerpo de su rival.

Su vista se dirigió a la herida, sosteniendo las vísceras que se precipitaban al suelo, tan negras como el más recóndito de los habernos.

—Maldita sea —se quejó—, ¿dónde está mi armadura?

—Ni siquiera te diste cuenta, pero hace tiempo que no la tienes contigo.

Era cierto; su mente excitada y el dolor que le carcomía el alma le habían inventado otras escenas. Creyó que todos esos fragmentos recogidos formaban parte de su armadura, pero no era así. Eran solo escombros, pedazos de tierra y metal quebrado que, al final, también se desprendían con cada golpe recibido.

Fue hasta ese momento que pudo darse cuenta de la gravedad del asunto. No obstante, de su brazo no quedaba nada, salvo el hueso cúbito que aún lograba sostener el astil de su hacha destruida. Así que no tuvo más opción que comer parte de sus intestinos.

El caballero no lo permitiría, comenzando a lanzar fuertes estocadas. Sintió cómo su espada se hundía con mayor facilidad, enterrándose en la piel verdosa y amarillenta. Ráskamus se cubría con la poca armadura que le quedaba, hasta colocarse en posición fetal y duplicar su dureza.

Néfereth intuyó el peligro, no solo porque sentía que sus brazos le pesaban 800 kilos, tampoco por el dolor en su pecho y su agitada respiración, sino por la forma en que aquel hombre aumentaba su energía, esa energía maligna que podía olerse con suma facilidad.

Se detuvo antes de que el hombre frente a él detonara, pero no pudo esquivarlo. Recibió la explosión a quemarropa, incrustándosele cientos de esquirlas en todo su cuerpo. Volando una decena de metros hacia la plaza, sin poder detenerse.

Abrió los ojos porinercia, por la adrenalina del momento, pero su vista acalló en la sangre queviajaba de un lado a otro dentro de su armadura. Ya no podía describir susufrimiento. Se sentó sobre el asfalto, y tardó en ponerse de pie. Vislumbrandoa su enemigo acercarse hacia él. La armadura ya no existía y las heridas sepronunciaban con más claridad. La cicatrización de su estómago solo era unacostura mal empleada, sin dejar de supurar líquidos desconocidos. Lo supo, supoque solo bastaría un golpe para que uno de ellos muriera definitivamente, peropese a todo el dolor que sentían, ambos buscaron sus armas, dispuestos a lucharotra vez. 

Russel descendió con cautela, con las piernas temblorosas por dar tantas vueltas, hasta sentirse mareado por las escaleras helicoidales del reino.

Cuando llegó al último escalón, encendió las tenues luces que alumbraron el inmenso y largo pasillo, que parecían no tener final. Se dirigió a la puerta más ancha, de doble grosor y de fuerte material, abriéndola sin mucha dilación. Todos los guardias consumían de las enormes ubres provenientes del techo, escuchándose los sonidos constantes de chupetones y tragos llenos.

El consejero observó cómo la leche resbalaba por sus cuerpos, descalzos entre charcos de líquidos desconocidos. Comprendió entonces, que la paranoia del rey había llevado a que la habitación de aquellos hombres permaneciera sin ser limpiada.

—Hoy —pronunció, sin miedo alguno—, serán liberados para un cometido mayor y espero que ganen por todos nosotros. —Inclinó su cuerpo y jaló una enorme palanca, seguido de escuchar las cadenas desprenderse y de apagarse las luces del angosto corredor.

Un silencio gobernó Drozetis, y Haldión pudo sentirlo. Se asomó hacia la ventana esperando encontrar las respuestas de aquel incómodo ruido, pero el castillo se alzó unos metros ante su pávida visión.

Ráskamus y Néfereth fueron testigos de la increíble y extraña bola que se inflaba por debajo de sus pies, desquebrajando todas las calles repletas de adoquines, partiendo las estructuras de los inmuebles viejos y frágiles. Fue muy tarde para esquivar la explosión, una detonación que terminó por destruir, no solo el palacete, sino todos los edificios aledaños y la plaza central.

El ruido carcomió toda Théllatis, dejando sordos a quienes estuviesen lo suficientemente cerca, mientras humo, escombros y un fuego anaranjado se alzaba ante todos.

El cuerpo del Hijo Promesa terminó por impactar en una pared, su vista borrosa determinó que estaba dentro de una casa abandonada, pero ni idea de dónde se encontraba él ni su rival. El pitido devoró sus oídos y la armadura de su espalda se desgajó en pedazos, hasta quedar inconsciente.

—¡Dios mío! ¡Mi castillo! ¿¡Dónde están mis guardias, Russel!? —exclamó el rey, tomándose los escasos cabellos de su mollera. Las lágrimas descendieron sin parar, mientras su cuerpo se helaba más de la cuenta.

Los nervios viajaron desde sus pies hasta su coronilla, aguándose sus piernas por tan mal sueño. O eso es lo que quería creer, pero el ruido provocado por los objetos cayendo, desmeritaron toda idea, devolviéndole su mente a tierra.

—¡Fue una trampa!

—¡Murieron todos! —gritaron los hombres que le custodiaban, no ayudando al nerviosismo y la paranoia de Haldión.

—¡El maldito de Néfereth se inmoló! —gritó, sin pensar con claridad—. No, no, no, debe ser algo más, ¡no permitan que venga por mí!

Pero calló de súbito al ver la intimidante luz que se alzaba por el firmamento. Un tono rojizo envolvió el cielo. Aquellos hombres enmascarados habían disparado tres balas de una bengala, saliendo dispersas hacia la inmensidad, arrebatando una docena de miradas.

No sabía de guerras, quizá pudo haber sido partícipe de una en su niñez, pero ¿él? Él no conocía nada de ellas, ni el temor que provocaban, ni las consecuencias que llegaban después. Pero en ese momento, al ver las luces en las penumbras arrebatar toda oscuridad de la noche, pudo sentir el miedo. No aquel que experimentó con Ren, ni el que sintió al quedarse sin su padre o su madre, sino ese pavor de que todo le fuera arrebatado: su castillo, su propia existencia, pues, cordura, ya no tenía. 

Kendra yacía a la mitad de la torre, trepando el inmueble con facilidad, extrañada del comportamiento de todos sus hermanos. Pero sus dudas se iluminaron al ver las bengalas en tierra ajena.

—¿Qué demonios...? —inquirió, debajo de su provisional rey.

—Bengalas, hermana mía —vociferó Argentum, remarcándose una sonrisa poco a poco en su rostro—. Luces de liberación.

—¿Qué?

—Hoy se acaba Drozetis.

—¿Quiénes fueron los responsables de esos disparos? —increpó, asustada por la siguiente decisión.

—Confía una vez en mí, Kendra. Yo estoy loco, pero ellos no tienen comparación, y acabaré con esa ciudad, así sea lo último que haga en este trono. —El Hijo Promesa alzó su mano y disparó otra bengala en respuesta, una de tonos azules y de sonido acaparador.

Los caballeros no entendían a dónde se dirigían, pero claro que conocían de aquella prometedora luz. Era una clara amenaza, una guerra anunciada.

—¿Desde cuándo planeaste esto? ¿En serio piensas matar a inocentes?

—De ser necesario, sí, pero ¿de verdad crees que todos lo son? Tú sabes que no.

—No, pero esta vez sí te sobrepasaste, nosotros no somos así.

—Kendra, por favor, nosotros somos originarios de aquí, Théllatis nos pertenece, solo date cuenta de cuánto daño le han hecho a nuestro hermano. Tú misma lo has dicho —se enserió—, solo ayudaré, y si esto se acaba, jamás volverán a lastimar a la persona que ama.

—No lo haces solo por eso, ¿no es así?

—No, pero ¿me dirás que nunca has querido asesinar a ese maldito rey? Lo buscaré personalmente para arrancarle las tripas, y le coseré la herida y lo volveré a abrir, regando sus vísceras en todo el camino de Drozetis, y haré lo que esté en mis manos para que se recupere y, de nueva cuenta, riegue su maldito relleno.

—¿Dónde está el Argentum que bromea? —preguntó, tragando saliva, impresionada de sus palabras.

—Se irá a la guerra, Kendra.

El caballero saltó de la torre, cayendo estrepitoso en el suelo de Prodelis, captando la atención de sus hombres.

—¡Saben lo que significa! ¡Ayudaremos a Néfereth y luego culminaremos con esos imbéciles!

A la orden se unieron cientos de gritos, y un valor que se regó por todos los presentes. Cada soldado montó su Losmus, mientras otros pilotaban los Naeles blindados en su totalidad. El brillo de las tutoras se reflejó en el fino metal, emprendiendo un recorrido que se carcomería rápidamente por las bestias elegidas, acortando los días en horas y los kilómetros en metros.

En tan solo unos minutos todo se encendió, inundando a la ciudad en ruidos vertiginosos, en gritos de ira y guerra. Las puertas se abrieron de par en par, dejando solos a una multitud de personas desconcertadas y confusas.

—¿Irás? —preguntó Balvict, de pie en la entrada de la metrópoli—. Aquí no hay nada que cuidar, solo yo, y hay maldades más grandes que un loco borracho. —Sonrió.

—Sí... iré —contestó, aún inerte.

—Ve y toma mi Losmus, yo me quedaré en la ciudad.

—¿De verdad te quedarás?

—No necesitarán muchos hombres para terminar con Drozetis, además, yo no soy como ustedes y, aquí entre nos, quiero asegurarme de que no pase nada.

Kendra asintió, para luego salir detrás de sus hermanos. 

Cuando el humo mermó y los trozos más pesados de concreto hubieron caído en la inexistente plaza, se logró vislumbrar la realidad. Partes de cuerpos, extremidades quemadas yacían esparcidas en todas partes; y no se tenía ningún conteo de cuántos ni quiénes eran.

El olor de la carne incinerada se esparció velozmente por el lugar, incrementando el característico y terrible hedor de Drozetis. Solo se percibían diminutos ruidos provenientes de la caída de objetos más ligeros, más un sutil ronroneo que descendía del bosque.

Néfereth dio una bocanada de aire, despertando con un dolor irreal. Escupió muchísima sangre, tosiendo ceniza y tierra. Sus ojos irritados cayeron en su brazo fracturado, haciendo una mueca de sufrimiento.

—Maldita sea —tarareó, con la voz entrecortada.

Desvió el último resquicio de energía y logró sanar la luxación, sonando estrepitoso. Esta vez, el grito se le escapó de su garganta, y cuando sus párpados se deslizaron de nuevo, observó a Ráskamus cerca de él, arrastrarse con su mentón, ayudándose de sus hombros.

—Dije que te mataría y cumpliré con mi promesa —sentenció, golpeando el suelo con su mano en forma de estaca.

—¡Maldito monstruo!

El Hijo Promesa abrió las piernas para esquivar la embestida, y propició un puñetazo con la mano sana. El animal rodó por los escombros, para luego recomponerse y convertir sus dos brazos en lanzas. Los ataques impactaron en la tierra como una máquina de coser, mientras Néfereth intentaba recomponerse. Vio la oportunidad de aventarse entre los despojos de edificios, y se escondió en ellos, respirando con dificultad.

—No te escondas, déjate matar ya —espetó, indagando con desespero, irradiando una ira desmedida—. En una hora me recuperaré, pero tú... No podrás matarme, no permitiré que un simple chamaco acabe conmigo, no permitiré que un maldito homosexual me mate, y te juro que iré por tu prostituta muñeca de miel.

El gigante se giró, en busca de Yaidev, levantando los vellos del Hijo Promesa, que a duras penas salía de su escondite, tratando de evitarlo.

—¡No! —exclamó, pero Ráskamus ya le había incrustado una lanza en el estómago, seguido de escupir el líquido espeso sobre el asfalto derruido.

—Te dije que acabaría contigo —afirmó su enemigo, subiendo y bajando su brazo, para provocar más daño.

Néfereth sintió cómo lo alzaban unos metros, apretando los dientes, retorciéndose de dolor. Sin embargo, dejó caer su peso, deslizándose hasta llegar al puño ajeno. Tomó las últimas fuerzas que tenía, y dedicó un golpe con ambas manos en los oídos de Ráskamus.

La pútrida piel se desgarró, partiéndose su cráneo en dos, salpicando el rostro del caballero de líquidos diversos. Sus ojos se expulsaron con brutalidad y los dientes cayeron en todas direcciones.

Pero tampoco terminaría allí, tras el sufrimiento, el Hijo Promesa aprovechó para, con ayuda de su cuerpo, realizar una llave que le terminaría de arrancar el brazo en forma de lanza.

Néfereth se colocó de pie, realmente asustado tras escuchar los berridos guturales ahogados en sangre. Inclinó su cabeza, recordando los gritos de los infectados, intuyendo que, quizá Ráskamus estaba bajo el efecto de una maldición.

Se alejó de la escena buscando una solución a sus heridas. Levantó un pedazo de concreto, aún rojo por el fuego y se lo untó en la punzada de su abdomen, cauterizando la abertura. Apretó su mandíbula, gruñendo del sufrimiento, tratando de terminar con rapidez.

Tomó más escombros, lanzándolos hacia el cuerpo de su rival, pues, aunque su cráneo no estuviera unido, sus piernas parecían actuar por cuenta propia.

—No puede ser —repuso, frustrado y desesperado por no encontrarlo—. ¿Dónde está? No siento su olor —susurró para sí, limpiándose la nariz repleta de polvo y sangre. 

Haldión se retorció de coraje, faltándole el aire, gimiendo y logrando sonidos anormales. Los guardias le observaron con horror, no solo por el trauma suscitado años atrás, sino por los gestos amorfos expuestos en su rostro.

Se dirigió a la cocina, tratando de encontrar sal o algún otro condimento, creyendo que eso lo ayudaría para invocar a Ren. Dibujó un óvalo, una estrella mal hecha y se hincó para recitar las palabras de aquel demonio.

—No me acuerdo —musitó, después de una larga pausa, desgajándose en llanto—. ¡Harel, te necesito! ¡Ven hacia mí!

Pero la sombra que se estiraba desde el subsuelo y que distorsionaba toda la realidad, no podía entrar. Un olor a azufre y a amoníaco se esparció por la habitación, mientras le seguían extraños susurros. Todo pareció vibrar, estirarse y fundirse en la oscuridad, pero no pasó nada más.

—¡No dejabas de molestarme en el castillo! ¿¡Dónde estás ahora!? ¡Me matarán!

—Señor —interrumpió un guardia—, usted ya no tiene castillo.

—¿¡Y eso qué tiene que ver!? ¡Yo sigo siendo el rey! ¡Deja de interrumpirme!

—Váyase a la mierda —espetó.

—¿Qué dices? —inquirió, asombrado y estupefacto.

—Lo que oyó, yo me voy de aquí. —El hombre miró a todos lados y después se quitó la armadura, dejando a los demás con serias dudas.

La multitud le siguió, abriendo la complicada y pesada puerta llena de seguros.

—¿¡A dónde van!?

—Lo siento, pero esto se acabó, la Guardia Ciega está muerta. —El último caballero levantó a su rey, y lo asomó por la ventana—. Ve todo eso regado en el suelo, son partes de sus cuerpos calcinados.

—¿¡Y mis niños!? —exclamó, dándose cuenta de la situación.

—No sé dónde están sus niños, pero de todo corazón, espero que estén muertos.

Salió sin mirar atrás, con un asco imposible de ignorar, vomitando solo al cerrar tras de sí, incrédulo de que ese maldito ser, pensara solamente en eso.

—Debo hacerlo por mi cuenta.

Haldión se acercó a la entrada, pero el miedo y su sobrepeso evitaron que pudiera salir, ni siquiera podía abrir. 

Yaidev despertó, hundido en somníferos. Sus pupilas bailaron de un lado a otro, hasta poder recuperar completamente el conocimiento.

Una cama se encontraba junto a él, ocupada por un hombre de piel negra. Le observó con detenimiento, enfocando al desconocido, hasta entender que se trataba de alguien importante, debido a las pulseras en la mano ajena.

Su visión siguió el catéter venoso, vislumbrando un líquido amarillento como el ámbar, sintiendo su corazón acelerarse, como si aquella sustancia le llamase. No había otra razón, y supuso que se trataba de la savia.

Se levantó de golpe, sintiendo un olor que ni Velglenn había percibido. El aroma parecía mezclarse entre el anís y la regaliz seca, junto a un extracto de canela.

—¿Quién eres? —preguntó, tocando su hombro, pero el hombre no despertó.

Notó el diario junto a la camilla y se detuvo. Las anotaciones sobre el procedimiento eran recientes, pero había registros más antiguos. Aquel pequeño cuaderno contenía una mezcla de información médica y científica, integrando elementos naturales y conceptos de magia. Sin embargo, su cuerpo se estremeció al confirmar sus temores: tenía razón. La sustancia que fluía bajo la piel del caballero no era otra que la savia de Adamas.

—¿Un médico y un mago? —se preguntó—. Son detalles excelentes, tan buenos como los de Velglenn y Fordeli. Vass'aroth —susurró, leyendo el nombre del paciente—. Es un mago... un mago, ¿atendido por quién?

Miró a su alrededor tratando de encontrar respuestas, y las obtuvo cuando vislumbró los sellos dibujados en las paredes, idénticas a las vistas en la extraña organización de aquel hombre misterioso.

—Ellos otra vez —repuso—, maldita sea, pero ni siquiera siento la presencia de ese monstruo. No sé qué pasó.

—No te muevas —sugirió el hombre cuando Yaidev le vio sentado en la esquina de la habitación.

—Usted...

—¿Te espanta que alguien como yo entre a tus aposentos? —cuestionó, quitándose la máscara.

—No sé quién es, ¡pero largo!

—Tranquilo, ya nos conocemos, y ahora sí puedo decirte mi nombre. Me llamo Edelric Thornevald, y estás en una de mis moradas. —Sonrió—. El hombre que ves allí es un mago muy poderoso... según, llamado Vass'aroth y rescatado de su destino incordio.

—¿Y eso qué importa? Necesito salir.

—Lo haremos, pero cuando sea seguro. ¿Sabes quién vino por ti?

—Es cierto... Escuché ruidos y me desmayé —comentó, revolviéndose todo en su interior, una fuerza mayor que lo orillaba a un amor exuberante.

—Néfereth vino por ti, y vendrá por ti si sale victorioso.

—Pensé —vociferó, recordando las palabras de Adze—. Dios, está peleando con ese enorme guardia, necesito ayudarlo.

—No, solo estorbarás, ¿a eso quieres ir? Siéntate —ordenó—. ¿Confías en él o no?

—Sí —repuso de inmediato, alzando la voz—, claro que confío en él.

—La batalla se escucha menos, está menguando, y mira que ha durado lo suficiente. Jamás había visto luchar semejantes bestias, qué aterrador, pero el castillo hizo bum.

—Pero había gente allí, oí que tenía niños...

—Tranquilo —interrumpió—, todos están conmigo, yo los saqué de allí. Lo único que había en ese deplorable inmueble, era la Guardia Ciega.

—¿Cuántos son? ¿Desde cuándo lo planearon? —inquirió, sorprendido.

—Somos pocos, pero selectivos, efectivos, y muy pacientes. Ahora estás ante la presencia del nuevo rey.

—¿Usted?

—Así es. Solo es cuestión de unas cuantas horas para que todo el batallón de los Hijos Promesa entre por las puertas de Drozetis. Y asesinarán a cualquiera que obstruya sus pasos; de momento, mis hombres están hablando con las pocas personas sobrevivientes de esta ciudad, preparándolos para los siguientes hechos... Y la reacción ha sido más espectacular de lo que imaginé.

Suspiró, satisfecho.

—Y con las promesas selladas bajo el agua, dirigidas a los ricos —prosiguió—, hemos cerrado con broche de oro. Ellos también han aceptado el trato, solo debemos darles lo que quieren, pero... acorde a su edad.

—Entonces, ¿por qué me entregó?

—Necesitábamos contarte el plan, queríamos que Haldión enloqueciera, si el Bogeyman te hubiese entregado sin previo aviso, no hubiéramos aprovechado tu visita, además, sabíamos que, quien venía por ti, era el único capaz de terminar con Ráskamus. Te lo dije esa vez, si ese guardia caía, el rey también.

El hombre bajó la mirada y continuó:

—Siento lástima por él —admitió—, pero no podemos hacer nada. En realidad, debería estar muerto. Regresó del más allá convertido en una bestia infernal, marcado por una maldición sin precedentes. ¿Ves toda esa peste allá afuera? Él la lleva dentro como si no le afectara. Un mago muy importante y poderoso logró hacerlo, antiguo maestro de Russel.

—Y ese mago, ¿dónde está?

—Afortunadamente está muerto.

—¿Y cómo se puede morir con ese poder?

—Solo a traición, Yaidev; murió durmiendo.

—¿Con magia?

—No, con una daga, maldita por supuesto. Así que, de la misma manera, esperamos años para matar a Ráskamus, pero si Néfereth no lo logra...

—Lo logrará —intervino, serio.

—Está bien, pero en el caso de que...

—Lo hará —intervino de nuevo.

—Bueno, por tu semblante, confiaré en ti. Si todo sale a nuestro favor, llegarás a tu casa y nosotros habremos ganado esta guerra, y cuando todo termine, iremos todos a cazar al maldito Bufón.

—Járandax —masculló, sonriendo—, ese imbécil debe estar muy débil.

—Vaya, eres grosero —rio—, no pensé que lo fueras.

—Estoy harto, señor. Deseo meterle magia verde hasta por el oído.

—Quizá te equivocaste de profesión, ¿no?

—Siempre quise ser mago, pero en mi reino no hay libros sobre eso, así que solo me dediqué a la botánica.

—Entonces, ¿cómo sabes de magia verde? Según sé, es la más complicada de aprender.

—No lo sé, y ya no importa.

—¿Escuchas esa tranquilidad? Esta casa está protegida en su totalidad, sé que quieres oír lo que pasa allá afuera, pero no te preocupes, mis hombres me avisarán cuándo salir. 

—¿Por qué no apareces? —musitó, sin poder derramar lágrimas, no sabiendo que, bajo todo el tapiz de las paredes, hervía de sellos y símbolos.

—¡Señor! —gritó Russel, entrando estrepitosamente, con sus vestimentas quemadas y la mitad de su rostro calcinado—. ¡Nos han tendido una trampa!

—¡Russel! ¡Dios mío!

—Casi no sobrevivo, señor. —Y comenzó a llorar desconsolado—. Llegué, abrí las puertas y todo explotó. No sé cómo ni cuándo, pero solo sé que nadie sobrevivió.

—¿Y mis niños? ¿Ni un pequeño? Yo aparté a los hijos de los residentes de los pueblos aledaños, sí, sí, ellos, ellos todavía me deben, además, mis acaudalados deben tener reservas para mí.

—Señor, entre ellos puede estar el traidor, eso es seguro... ¿Qué es eso? —inquirió, al ver el ritual mal dibujado sobre el suelo amaderado.

—Necesito reforzar la maldición —murmuró—. Ren me lo pidió y no tengo opción. Fue el único momento en el que tuve paz... sin reinos entrometidos, solo en casa. Al final —añadió, con los ojos desorbitados—, la peste no me haría daño.

Se calló, suspirando pesado.

—Mi placer era lo máximo —continuó—, pero he sufrido tanto que sabía que estaba indemne. Pero mira cómo has quedado, todas esas quemaduras, ¿te las puedes curar?

—Lo siento, mi señor, pero quedaré así por el resto de mi vida, no le sirvo ni como consejero ni como mago.

—No digas eso, Russel, eres el más fiel el único que me ha demostrado lealtad, solo mira cómo todos los guardias me han dejado, pero no te preocupes, cuando yo regrese al trono...

—Señor —interrumpió—, ¿cuál trono? Tronó todo.

—Me alegra que sigas teniendo tu sentido del humor intacto, pero ya no sé qué más hacer.

—Tenemos que salir, si usted quiere hacer la maldición, será mejor realizarla en el bosque.

—Pero Barzabis... las Lullares.

—Su fe lo puede todo, señor, afuera sería lo más idóneo, pero sigue siendo peligroso.

—¿Siguen peleando? —cuestionó, sorprendido.

—Eso es lo que menos importa, las luces del cielo solo han sido un aviso para Prodelis. ¿No lo escucha? Se acerca una comitiva de Hijos Promesa, y si Ráskamus aún está vivo, créame, no durará.

—¡Dios mío! ¡Que alguien le diga algo! No podemos dejarlo, no... no. —Sus ojos se llenaron de lágrimas, sin poder articular palabra—. Ayúdame, Russel...

—Señor, ¿pero qué quiere que haga? Ya no queda nadie, solo estamos Árgon y yo, le he mandado un aviso para que mate a Néfereth estando más débil, quizá, los Hijos Promesa se retracten cuando vean a su líder decapitado.

—Sí, sí, sí, tienes razón, quizá se devuelvan, ellos no saben lo que me ha costado este reino.

—Pero yo he visto toda su lucha, mi rey, tranquilo.

El consejero acarició los sudados cabellos de Haldión y lo acercó a su pecho, mientras lloraba sin control. 

—Escuchen, inútiles, ¿no están hartos de su estúpido rey?

—Más o menos, señor —respondió un mago—, pero el señor Russel ya ha dado las órdenes, ¿no es así?

—Sí, es cierto, pero en este momento, en la plaza se está llevando a cabo una batalla, y si Néfereth gana, quedará muy débil, y será presa fácil para mi magia y la de ustedes, pero si Ráskamus gana, también acabaremos con él.

—Señor Árgon, esas no fueron las órdenes.

—Pero yo digo que se hará de esa manera —sentenció—, nos vamos a liberar de esto, juntos. Están ante una persona que puede llevarlos a tomar mejores decisiones. Así que, síganme.

Ágaros dio media vuelta cuando vio la sonrisas retorcidas de sus nuevos inútiles súbditos. Era su oportunidad, sabiendo que solo era cuestión de tiempo para que aprendieran más de él.

Al llegar a la puerta, el rechinido rompió el silencio de la noche como un susurro afilado. Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando escuchó ligeras explosiones detrás de él, acompañadas por un tenue soplo de viento. Su cuerpo se tensó al instante, un escalofrío le recorrió la espina dorsal y juraría que ese helado estremecimiento llegó hasta sus pies.

Giró, esperando lo peor, encontrándose solo con las togas de los magos, algunos harapos ni siquiera habían tocado la tierra cuando su vista se clavó en la soledad del templo.

Se talló los ojos, le silbaron los oídos. Dentro de las túnicas, no había carne, no había rastro de ni un humano, salvo un sello escrito en una tira de papel, para después romperse su concentración en el quiebre de todos los cristales del edificio. Se tomó de los cabellos cubriéndose de los vidrios perforantes, absorto de lo sucedido.

Salió trastabillando, sin siquiera poder reconocer el símbolo de magia. El nulo aire de aquella noche helada entró de lleno en sus pulmones agitados. Todo lo envolvió, y el vértigo más fuerte le sacudió con fiereza, casi desmayándose de la impotencia.

—Me la jugaron —afirmó, con la vista danzante—, me la jugaron.

Se aferró a las paredes intentando no caer, incluso en no ceder ante la presión que le apretaba las piernas y el miedo que le carcomía la espalda, junto a ese susurro, un ronroneo gorgoreo que gobernaba el bosque.

—Rénfira —musitó—, necesito salir de aquí, necesito... —Comenzó a caminar, para darse cuenta de que sus pasos iban en reversa—. Rénfira, Rénfira, ¡Rénfira! —gritó desesperado cuando sintió cómo sus pies eran absorbidos por la misma tierra.

—Ágaros —respondió su dios—, voy para allá, tuve que hacer un trato con Járandax, ¿dónde diablos estás?

—No, no, no, me la jugaron, Rénfira, jugaron conmigo y hay algo aquí.

—Barzabis. Pero enfócate, necesito que encuentres el espíritu de Ren, ¿lo ves?

—No sé dónde mierda está, no veo nada.

—Solo dime en dónde estás e iré por ti.

—No, no vengas, es peligroso, espérame en la entrada de Drozetis.

—Está bien, entonces nos vemos dentro de la ciudad.

—No, Rénfira, no me estás entendiendo, quédate afuera, yo iré para allá. Me tendieron una trampa.

—Entendido, cruzaré las Montañas Cómplices, al suroeste de Drozetis.

—¡Qué no vengas! ¡Maldita sea, Rénfira! —exclamó, sudando en exceso, perdiendo la poca cordura—. ¡Iré al sur! ¡No vengas aquí!

—Nos vemos allí, Ágaros, no te preocupes, llegaré lo más rápido que pueda.

—No... —vociferó, dándose cuenta de lo sucedido, incluso su comunicación telepática había sido intercedida. Pese a todo su esfuerzo por de salir de allí, sus pisadas se adentraban al bosque, consumiéndose en la lúgubre oscuridad.

Se detuvo con el corazón a mil por hora, con un miedo que jamás había sentido. ¿Cómo no pudo haberse dado cuenta? ¿Eran magos? ¿Magia? ¿O no eran nada? Trató de recordar, en encontrar un sentido lógico, pero su mente divagaba sin poder controlarla. ¿Habían sido sus sonrisas o la de algo más? Se retorció.

¿Magia negra, verde, roja? Imposible, probablemente la magia azul, una de las más ancestrales, prohibida como muchas otras. Aquella que jugaba con tu mente con sueños e ilusiones, pero no podía, no le permitían pensar. 

No podía sentir más dolor. El animal frente a él caminaba de una lado a otro, bamboleando entre los escombros, recogiendo pedazos de carne calcinada, para luego comerlas y crecerle sus extremidades de manera amorfa.

Néfereth se detuvo en un piedra gigantesca, su pierna y su brazo estaban fracturados, mientras la sangre se le escapaba de todos lados. Las armas ya no estaban, pero los puños seguían allí, y de no caer alguien muerto, seguirían rompiéndose los huesos.

Los despojos eran las nuevas espadas, siendo lanzadas con brutalidad. Ráskamus se acercó con lentitud, rodeando el cuello del Hijo Promesa.

—Lo siento, príncipe azul, pero cumpliré mi promesa al llevarle tu cabeza a ese decrépito mago.

—¡Hijo de puta! —espetó, ahogándose y propiciando golpes en el cuerpo ajeno. Quedó impresionado al ver cómo la marca de su puño quedaba impregnada en esa verdosa piel.

—Nunca me habían lastimado tanto —admitió, pero aumentó su agarre, ahorcando con una fuerza desmedida.

Los ojos de Néfereth se tornaron blancos, mientras su mente oscilaba entre la negrura de la noche y la penumbra del desmayo. Sin embargo, el grito de su nombre lo sacudió, devolviéndolo bruscamente al presente mientras buscaba con desesperación la dulce voz de Yaidev. Fue entonces cuando comprendió que su cerebro había hecho un último movimiento, un esfuerzo final por no sucumbir.

—¡Yo no moriré aquí!

Sujetó con firmeza las muñecas de su rival, levantando su propio cuerpo con una precisión letal. Sus piernas se cerraron alrededor de la cabeza de la bestia como un nudo implacable, y con un giro brutal, desgarró la carne y arrancó la columna vertebral de Ráskamus en un acto de despiadada fuerza.

El cuerpo cayó sobre la tierra y la cabeza rodó unos metros, mientras el Hijo Promesa se desplomaba junto a él.

—Increíble —tarareó—, qué fuerza... Yo también vine en busca de una mujer, acepté el trabajo solo para verla —y su voz se transformó en una más serena—, pero ya me la habían arrebatado. Qué suerte que pudiste rescatarlo. Es lindo morir, Néfereth. Mi nombre era Kamus. Gracias.

—Lo siento mucho, lo siento tanto —musitó, sentándose con pesar—, descansa, hermano mío.

Se levantó, y todos los dolores se sintieron con más exactitud.

La columna le tronó, sentía cada pierna pesarle una tonelada, un pulmón le silbaba, probablemente por culpa de alguna costilla incrustada, sintió la sangre recorrer la nariz, sinónimo de un tabique roto. Necesitaba de un médico y pronto.

Su vista se enfocó con dificultad, vislumbrando la colina causada por la explosión, era una silueta que conocía muy bien. Yaidev se dirigía hacia él.

—¡Néfereth! —gritó, abrazándolo.

—Yaidev...

—Recárgate, yo te llevaré, ahora me toca ayudarte.

—¿Cómo estás? ¿Estás bien?

—Yo no importo, por favor, tenemos que irnos, no queremos estar aquí en el golpe de estado.

—Sí, sí —tartamudeó, percibiendo la fuerza firme de su acompañante, o era quizá, por estar magullado de todas partes—. Dime, ¿te lastimaron?

—No te preocupes, supe defenderme.

El Hijo Promesa sonrió, tranquilo, mientras ambos se alejaban de lo que alguna vez había sido la plaza central. 

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