Capítulo 20 - En La Cabeza Del Hongo.
No sentía nada, solo sed de venganza. Hundía sus manos con desespero, quebrando por partes la cúpula de cristal, tal y como un cascarón de huevo. Era un sonido vibrante y molesto, pues sus garras raspaban la superficie vidriosa.
Su sonrisa demostraba la satisfacción en su cuerpo, observando con deseo y placer cómo todos, en el estrado de sus pies, corrían por sus vidas. Lo amaba, amaba transmitir terror, ver la incertidumbre acrecentarse a pasos agigantados por las pieles ajenas.
No duró nada para que Los Brotes se movilizaran, cientos y cientos se mostraban ante la bestia que arremetía despavorida por encima de ellos. Cada grupo se dirigió a sus debidos deberes, sabían perfectamente cómo actuar ante situaciones de riesgo, por supuesto que nadie estaba preparado para la estatua de treinta metros desesperada por entrar.
Naor quedó asombrado, emocionado de enfrentarlo. De inmediato realizó un silbido casi imperceptible, de bajo nivel, alertando a sus mejores hombres. Renzo, su compañero, asintió, aceptando el llamado, preparándose para lo peor.
Los enfermeros fueron los primeros en levantar a los heridos, entre ellos a Dafne, junto a Maya, quien les seguía con terror.
—¿¡Qué está pasando!? —inquirió, pero su pregunta fue respondida solo al salir del hospital improvisado.
Una numerosa fila se formó fuera del inmueble y Los Brotes protegieron su camino hasta dirigirlos a las enormes compuertas subterráneas de la ciudad, camufladas con la misma tecnología de la milicia.
Algunos se paralizaron del terror, mientras otros empujaban sin medir su fuerza. Aunque los soldados interferían ante la hecatombe de humanos corriendo por la plaza, eran muchos los que se desviaban, causa del horror sobre ellos.
Landdis colocó a Alexander en su espalda, siguiendo los pasos de su hermana, no obstante, metros antes de llegar al sótano, entregó a su hermano en los brazos de Violette, devolviéndose a la ciudad.
—¿¡Qué demonios haces!? —espetó la capataz.
—¡Espera, se me olvida algo!
—¿¡Ahora!? —reclamó, incrédula y con miedo de perderlo.
No obtuvo respuesta, simplemente dio la vuelta, mientras los ojos de Violette se llenaban de lágrimas.
—¿¡A dónde va!? —preguntó el mago.
—¡No te atrevas a dejarme! —sentenció.
—Por supuesto que no. —Velglenn sonrió, dándole fuerzas pese al caos que se alzaba a su alrededor, ofreciéndole esa seguridad que necesitaba.
Selena, Hecteli y Leyval fueron transportados al lugar seguro, seguido de Betsara, pues ella entraría al final.
—¡No dejen que entren! —ordenó la líder de la milicia, percibiendo a los jefes de familia descender primero—. ¡Ellos irán al último!
—¡Nosotros tenemos derecho de estar allí! —sentenció Nasval, rojo de ira y de terror.
—¡No te atrevas a reclamar ahora cuando lo único que ofreciste fue tu silencio! ¡He dicho que los citadinos y toda esta gente vulnerable, entrará primero!
Los miembros del concejo no dijeron nada más, permitiendo el paso a todas las personas de Inspiria.
Aunque la cúpula crujía con voracidad, aún soportaba el resguardo de toda una ciudad, permitiendo el efectivo despliegue de una organización eficaz.
Las garras carcomían el vidrio, las manos descascaraban con vehemencia todo a su paso. Por cada intento, sus dedos se llenaban de balas y flechas; Los Brotes esperaban pacientes su intromisión, para concatenar todos sus tiros. No obstante, aunque cientos de ellos acertaran a su objetivo, la criatura no parecía sufrir daño alguno, viendo caer solo polvo y trozos de piedra.
Adze se alzó por los cielos, relamiéndose los labios resecos. Vislumbró el terror y se dejó caer, somatando su cabeza contra el vidrio y las vigas de metal, logrando entrar hasta su cuello.
Los gritos no se hicieron esperar, y mientras los soldados atacaban, él se alzaba de nuevo sobre los cielos, cayendo una y otra vez, hasta sentir cómo su cuerpo entraba casi por completo.
—Renzo —musitó Naor—, esta es la caza más grande que tendremos, sin duda alguna y por muy lejos, también la más difícil. ¿Crees que ya estén aquí?
—Por supuesto que sí, están esperando.
—¿Crees que están emocionados? —preguntó, sonriente.
—Claro que sí, todo el que entra a los Colmillos quiere ver una bestia como ese ser, lo único que hemos podido ver son enfermos y deformidades, y, con todo respeto, señor, ha sido muy aburrido.
—Me entristece no pelear contra el Bufón, pero nos tocará matar a su mascota.
Ambos rieron y comenzaron a escalar las paredes, en busca de una visión más amplia, conociendo que, estando en sus pies, no podrían hacer nada.
Llegando a la torre más alta, su querida y rústica casa, llamó a su más leal animal. Canimbra llegó en cuestión de segundos, con los pelos erizados y las orejas gachas, observando a la bestia que se arremangaba en los cielos.
—El dios con el que te enfrentaste, ¿Era igual que él?
—Claro que no —rio—, creí que era un dios, pero comparado a este ser, lo que vi era una simple Arrastrasa, esta criatura... es el diablo.
Naor vislumbró las siluetas de sus compañeros en los otros edificios, alzó su mano en señal de espera; pues no atacarían hasta que todos los citadinos estuviesen resguardados. El interminable ataque solo había durado cinco minutos, el tiempo suficiente para que Inspiria quedara completamente vacía.
Betsara vio a su hijo a lo lejos, asintió, para luego cerrar las compuertas, escuchándose solo el revoloteo incesante del animal. Casi al instante, una bengala roja se disparó al cielo, la máxima señal de peligro.
Adze se aventó, pero esta vez, todo su cuerpo pareció unirse en un triángulo enorme, colocando sus pies como arma, dispuesto a perforar la cúpula. El golpe resonó en todos los rincones de Théllatis, desquebrajándose el cristal. Solo al entrar, el ser extendió sus alas, derrumbando las edificaciones a su alrededor.
Los Brotes fueron los primeros en atacar, lanzando cadenas y lazos de enorme grosor, para intentar detenerlo, pero era inútil, solo le bastaba alzar sus brazos para lograr que los soldados saliesen volando, estrellándolos contra paredes y árboles.
—¡A ellos no los toques, yo bailaré contigo! —gritó Naor, captando su atención—, ¡Pero esta vez no escaparás como lo hiciste en el bosque!
Al término de sus palabras, su Lupuspectra aulló, levantando un inmenso ejército de Naeles de guerra, el hermoso plumaje era muy distinto al que se veía comúnmente en ellos, incluso su tamaño era mayor. Las bellas aves se concentraron en su rostro, en sus ojos, sin embargo, la bestia era rápida y despiadada, alzando sus alas intentando matarlas.
Kaelen Sagréf fue el primero en aventarse hacia una de las aves, seguido de disparar decenas de Carnobius. Los otros Colmillos hicieron lo mismo, exceptuando a Renzo y a Naor, que esperaban en tierra. Lyria Denóf y Hera Maelis —la segunda mujer miembro del clan—, aventaban bombas de humo, mezcladas con somníferos que utilizaban para la caza de grandes animales.
Cada guerrero llevaba una parvada de cinco Naeles, haciendo veinte en total. Adze se revolvía dentro del denso humo, arremolinándolo y esparciéndolo por todo el lugar. Mientras se cubrían sus fosas nasales, Iven Wynter —el más joven del grupo y mano derecha de Naor— esquivaba las embestidas y las enormes manos de la estatua, brincando de ave en ave, aferrándose, a veces, de lazos continuos a su cinturón, para poder engancharse a las paredes.
Los Brotes tenían clara su tarea, por órdenes de Naor, concentrarían los ataques hacia las alas, pues su envergadura era gigantesca.
—Qué escondidos estaban —habló el ser, sonriendo—. Quizá ustedes sean el ejército más fuerte de esta maldita isla.
—¿Isla? Esto solo es un continente, no existe nada más allá —replicó Naor, moviéndose y escalando los edificios aledaños, mientras aventaba bombas y arsenal pesado.
—No seas ignorante, nadie de ustedes ha logrado salir de este pútrido lugar.
—¡Y nadie quiere hacerlo!
—Es que ni siquiera pudieron...
La plática habría servido como distracción, pues Iven ya se encontraba en el cuello del animal. Cargó su brazo metálico y golpeó varias veces, intentando cercenar, no obstante, los movimientos de Adze eran erráticos, logrando desestabilizarlo. El joven Colmillo se deslizó por toda la espina dorsal, hasta caer en otro Naele.
Pese a todo el daño perpetrado a la estructura viviente, ningún deterioro se avizoraba en su piel y el somnífero no parecía funcionar. Polvo y escombro se dispersaba por las calles, y nada más.
—¿Qué hacemos? —inquirió Iven solo al bajar—. No parece herirle nada, ni siquiera los ojos.
—Pero de alguna forma ve, además, esa cosa no es de ese tamaño.
—¿Estará escondido en algún lado? —preguntó Renzo.
—No, ese maldito debe estar dentro de todo ese concreto, la última vez que lo vimos, también tenía un color parecido, así que sí, piedra siempre ha sido. Su corazón debe estar protegido.
—Pero no tenemos armas que puedan traspasar todo ese grosor, salvo los cañones del estrecho Sutra —aseguró Iven—, pero solo la señora Betsara tiene autorización para eso.
—Se te olvida que es mi madre y yo dispongo de lo que quiero. —El líder del clan disparó una bengala de color azul, dando una señal que los demás desconocían.
La bestia localizó al trío sobre uno de los edificios, alargó sus garras para luego enterrarlas en la base de las casas, planeando derribar todo a su alrededor. Naor se movía de azotea en azotea, intentando escapar de las filosas uñas, más grandes que su cuerpo.
La gigantesca mano se enterró con fiereza, dispuesto a traspasarlo, sin embargo, el líder de los Colmillos logró girar y cruzar a través de los dedos, huyendo con éxito. Por otro lado, el más joven del grupo se aferraba a las garras, golpeándolas para romperlas. Su brazo metálico rechinaba por todo el lugar, colgándose y descolgándose de las paredes para evitar ser agarrado. No obstante, Adze habría logrado rozar uno de sus lazos, enviándolo a una ventana.
—¡Iven! —gritó Naor, esperando la respuesta de su mejor hombre.
—¡Estoy bien!
—No te olvides de patinar —bromeó, respirando de alivio.
Harto, la estatua comenzó a comer a los Naele, moviendo su cabeza en dimensiones anormales. Solo en ese instante, Naor logró ver cómo su cuello se alargaba, mostrando unas grietas —parecidas a las branquias— en tonos rojizos que se abrían para dar más movilidad a sus extremidades, emitiendo un calor sofocante.
—¡Allí, en las grietas! —gritó, alertando a su equipo.
—¡Entendido! —Sonó al unísono.
Lyria lanzó su Orbenza a una de las coyunturas, enterrándose con éxito. Adze sintió el ataque y apretó su cuello para prensar el arma. La mujer no tuvo más remedio que acercarse lo más rápido posible, gracias al pistón de su mango, y encestar una patada para recuperarla.
—¡Naor! ¡Hay sangre en el filo y... apesta a mierda! —afirmó Lyria.
—Eso no es piedra —susurró para sí—, ¡Es pudrición lo que lo protege!
La bestia comenzó a girar, levantando un tornado enorme. Kaelen, encargado de las aves, silbó para retirarlas, pues Adze ya había comido varias y no pensaba perder más.
—¡Lo siento! ¡Solo me quedaré con las necesarias! —afirmó—. ¡Pero esa cosa no piensa detenerse!
—¡Canimbra, es tu turno!
El Lupuspectra se aventó directo a la garganta ajena, deteniendo el giro sobrenatural. La estatua tomó al animal, pero solo pudo arrancar mechones de pelo. Canimbra había logrado escapar, esponjándose más de la cuenta.
—¡Vete de aquí, es todo para ti! —ordenó su amo, temiendo perderlo.
—Los puedo ver —aseguró—, solo son seis los que me comeré.
—No te confíes, puedo ver tus alas más roídas.
—Muchacho ignorante —replicó, riéndose, no tomando en cuenta a Los Brotes—. Déjame mostrarte algo.
Se alzó por los cielos y fácilmente se sacudió las púas, los lazos y ganchos impregnados en su rústica piel, pero ni siquiera se percató de la mujer detrás de él. Hera cruzó su látigo repleto de abrojos metálicos, alrededor de sus ojos, para luego halar el arma con tal brutalidad, que resonó el concreto por toda Inspiria.
Gritó de dolor, dejando entre ver las miles de pupilas que eran cubiertas por una delgada capa de cemento, camuflándolo junto a su cuerpo.
—¡Sí sangra! —gritó la mujer, extasiada, sin embargo, el animal sacudió su cabeza para lanzarla a otro lugar, mientras Kaelen recibía a su compañera en el único Naele que le quedaba.
—¡Ataquen con todo! —ordenó Naor, aprovechando el dolor del enorme ser.
—¡No me quedan muchas cosas! —agregó Renzo, viendo cómo el armamento mermaba poco a poco.
—Maldita sea —espetó, dándoles la razón—, déjenmelo a mí.
El líder sacó un rifle de caza, modificado de todos lados, y disparó decenas de Carnobius. Los insectos pretendían traspasar la piel, y Adze intentaba quitárselos del cuello, suficiente distracción para encestar dos balas en el ojo expuesto.
Supo que había tenido éxito cuando la criatura se tomó la cabeza y se quitó el cráneo, mostrando un cerebro, que más bien era una vulva inflada, que palpitaba y emanaba un hedor demencial.
—¡A él! —gritaron algunos.
—¡No! —sentenció Renzo, demostrando la experiencia que le sobraba por ser el más viejo de todos—. ¡Es una trampa!
Las últimas balas resonaron de las armas de los Colmillos, seguido de ver cómo el enorme animal salía de las entrañas de la estatua, dejando su armazón como un viejo castillo, petrificado al centro de Inspiria.
—¡Allí está! —Señaló Lyria.
El cuerpo de Adze medía solo tres metros, y aunque su cuerpo estaba solidificado, su espalda, cuello y cráneo todavía conservaban parte de carne humana.
Kaelen fue el primero en atacar, sacó su estoque —siendo el más diestro con esa arma— y se dirigió directo al demonio, sin embargo, fue recibido por una línea de lava, lanzada solo con su dedo. No tuvo otra opción que girar su cuerpo y deslizarse por el suelo, a costa de una espalda raspada, logrando atravesar el pie del animal con éxito.
Pero todo se complicó, pues Adze cercenó su propia pierna, aventándola junto a la espada incrustada, haciéndose muy pesada y regenerándola al instante.
—¡Mi arma está prensada! —gritó, no dándose cuenta de la criatura, yendo directo hacia él para matarlo.
Lyria lanzó su Orbenza de nuevo, y aunque le pareció terriblemente duro, traspasó el abdomen del ser, cortándolo a la mitad. El torso de la bestia seguía intentando asesinarlo, para después sacar otra cabeza desde su estómago, completando su cuerpo, otra vez. La parte sobrante se petrificó y Adze intentaba incrustarse en la tierra, sin embargo, Hera lo detuvo con su látigo.
Los seis colmillos se acercaron de inmediato cuando estuvo acorralado, pero su fuerza era descomunal, y, al final, habría logrado escapar dentro del suelo.
—Maldito cobarde... ¿Cómo están? —preguntó Naor, verificando las heridas y raspadas de su equipo, rogándole a quien sea para que ese animal, no encontrara a los citadinos.
—Bien, bien —agregó Iven—, pero ya no tenemos nada más.
—Estamos bien, pero Los Brotes... —Hera miró a su alrededor cuando el humo se hubo dispersado, y una triste escena se mostró ante sus ojos.
La sangre escurría de las paredes, las vísceras se dispersaban por todos lados y un silencio acompañó la masacre, junto a un olor a carne cruda.
—¡Estamos bien! —exclamaron algunos soldados, rezagados pero con armas en mano, valerosos aún—. Pero el señor Iven tiene razón, ya no tenemos nada.
La tierra comenzó a temblar, hasta que Naor vio salir —a una velocidad descomunal— otra estatua, pudo discernir que medía entre diez y doce metros, pero dada su rapidez, supo que caería desde el cielo.
—¡Salgan de aquí! —ordenó, y al término de sus palabras, Adze se dejó caer, matando a decenas de Brotes, destripándolos al toque. La onda expansiva empujó a todos hacia los escombros, lastimándolos y golpeándolos, y un sonido hórrido se percibió por la zona. Vio cómo el humo se arremolinaba al centro de Inspiria y entendió que ya había subido de nuevo. —¡Dispérsense! —ordenó de nuevo, pero un estruendo resonó por segunda vez.
Naor salió volando, el ataque había sido justo a su lado. Sintió un calor sofocante carcomer toda su piel, cómo le faltaba el aire y un pitido estridente en sus oídos. Escupió sangre en inmensa cantidad, para luego chocar con un muro de concreto. Sus ojos se cerraron por un momento, su cerebro por poco y se desmayaba, pero no podía rendirse ahora.
Renzo lo vio con claridad. Las piernas del ser, su principal arma, se juntaron con precisión, como un picahielos afilado. Al impactar contra el suelo, Renzo juraría que aquellos pies retrocedieron, como si rebobinara el cuerpo hacia la cabeza, para luego transformarse en un hombre de sombrero de copa alta, que caminaba tranquilamente por el centro de la plaza. Era alto, con zapatos grandes, de esmoquin negro y un bastón del mismo color, con la punta blanca.
Naor lo contempló atónito, mientras se tallaba los ojos. Apuntó su arma, pero fue golpeada por el delgado y delicado bastón.
—Debo admitir que son increíbles, en mis tiempos no existían tales pericias, me han hecho daño, y eso es de admirar —aseguró, mientras un hilo de sangre escurría por su boca.
—Así que esa es tu forma original, pero dime, ¿Por qué decidiste aparecer de esa manera tan grotesca?
—Un demonio tiene que aparecer de formas en las que tengas miedo.
Adze preparó su puño, y estando a unos centímetros de Naor, Iven se aupó a su brazo, deteniendo el golpe. El ser se agrandó de nuevo y sus alas rasgaron el rostro del joven, girando para aventarlo hacia los escombros. Una línea horizontal traspasaba toda su cara, mientras un torrente de fuente carmesí descendía sin detenerse.
—¡Iven! —gritó su líder—, ¡Salgan de aquí! —decretó, pero sus palabras fueron opacadas por otro estruendo. La estatua había caído de nuevo, a un lado de Hera Maelis.
Sin embargo, otro ruido perturbador resonó junto al ataque, la mujer había acumulado los últimos explosivos a un lado de ella, pues sabía que era la próxima víctima al estar más cerca.
Fue aventada —en posición fetal— hacia las casas destruidas. Los demás colmillos se percataron de las extremidades petrificadas regadas por las calles, pero, haciendo un remolino y absorbiendo los escombros más cercanos, se formó de nuevo, volando por los aires, percibiendo su cuerpo más pequeño, quizá de ocho metros.
Se localizaron con las miradas y no faltó decir nada para darse cuenta de lo sucedido. Naor se colocó de pie, gravemente herido, al igual que sus compañeros, golpeados y lastimados, y, a lo lejos, escuchó un silbido, una melodía conocida.
—¿Qué es eso? —cuestionó Renzo.
—Lo conozco... lo conozco. —Pero se vio interrumpido cuando una garra solidificada se enterró en su espalda, traspasando su pecho y haciéndolo hincarse de dolor y cansancio.
No se aventaría de nuevo, y rezagado en una de las partes colgantes de la cúpula, la estatua lanzaba sus uñas.
—¡Naor! —exclamó Renzo, colocando su cuerpo como escudo, conociendo que dispararía de nuevo. Todas las garras se enterraron y abrazó su estómago para que los proyectiles no saliesen. Cayendo de frente a su líder.
—¡Renzo!
—¡Sigue, hijo mío! ¡Yo ya estoy muy viejo!
—Pero... ni siquiera he podido contar tu historia —vociferó, faltándole el aire—. Tú fuiste mi mentor, mi...
—Deja de decir estupideces —interrumpió—, aquí no hay cursilerías.
—¡Renzo! —gritaron los Colmillos, mientras a las jóvenes se le llenaban los ojos de lágrimas.
Kaelen e Iven se dispusieron a perpetrar los últimos y contados disparos, alejando al ser de la escena.
—¡Dejen que venga! —afirmó el líder del clan, con sus desgastadas fuerzas.
—¿Crees que iré a una trampa?
—No, no vendrás, porque eres un cobarde, mejor ve a refugiarte con tu padre, ese bufón sin gracia.
Se le afilaron los ojos, haciéndose sus pupilas una línea vertical. Apretó sus piernas y se lanzó a una velocidad descomunal. A su paso, partió el látigo de Hera, la Orbenza de Lyria, el estoque de Kaelen, y el brazo metálico de Iven. Mientras en su cráneo crecía una estaca enorme, solo para matarlo.
Naor corrió hacia un edificio inclinado, casi destruido, y acercándose al final vio cómo el atardecer iluminaba la ciudad. Se agachó al escuchar otro silbido, seguido de un sonido filoso que parecía partir el aire. Un arpón rozó sus cabellos y el líder colocó las manos en sus oídos para no quedar sordo, pues la lanza medía más que el cuerpo del animal.
Adze se detuvo abruptamente, pero era muy tarde, el arma se incrustó en su cuello y se vio arrastrado por un fuerza terrorífica y anormal, fracturándose sus alas en un esfuerzo por detener la embestida. Toda la piedra que le cubría comenzó a desmoronarse, y los Colmillos sabían que ese sería el único momento de lastimarle. Sacaron sus dagas de caza y se aventaron a la estatua desnuda en los escombros, ensartando las armas punzocortantes con demasiada fiereza. Buscando con desespero algo humano, algún órgano, un pedazo de carne que diera paso a su inevitable muerte.
Cuando por fin el cuerpo irreconocible de la bestia llegó a los extremos de la cúpula, a unos cuantos metros del estrecho Sutra, el jaloneo paró. Un hombre le esperaba sentado fuera de la esfera de cristal y Naor pudo verlo de cerca.
El caballero, de barba larga y de harapos por ropa, alzó una cerveza, mientras fumaba un cigarro alargado y amarillento. Escuchándose de fondo el canto de una Belleta.
El líder del clan asintió, dando las gracias. En algún punto creyó que solo sus Rabingos llegarían tras la bengala azul, pero sintió alivio y un poco de vergüenza tener que agradecerle.
Las embestidas no paraban y aunque Adze buscaba recuperarse, ni la sangre ni los escombros regresaban a él. Se retorcía intentando huir, pero sus movimientos cada vez se hacían más lentos y pesados.
—¿Morirás como estatua o como hombre? —inquirió, acercándose.
—Como un demonio —repuso—. Son fuertes aquí, pero me alegra haber diezmado a tus soldados y de haber asesinado a ese viejo que parecía importante para ti... Tuviste suerte de que no pude encontrar a tus refugiados... su olor, no logré descifrarlo, todo olía tan igual, a bosque, légamo y sal.
—Mataste a muchos, lo reconozco, pero volverán, tenlo por seguro. —Naor empuñó su mano y perpetró un golpe que le hizo dislocarse el brazo, enterrándolo en su rostro, para luego ver cómo la sangre escurría por sus nudillos—. Maldita basura.
Todos guardaron silencio y se dejaron caer sobre el suelo, a un lado del cuerpo de su compañero.
—Estás perdiendo mucha sangre —habló Kaelen, colocando su hombro para que su líder se recargara.
—Estoy bien —afirmó, pálido—. Ni creas que te devolveré el favor, viejo... pero gracias.
El misterioso hombre sonrió, fumando aún de su cigarrillo. Se levantó con calma para luego desaparecer en el denso follaje.
—Gracias por todo, Renzo —comentó Lyria, agachando su cabeza en señal de respeto.
—¿Cómo están? —preguntó Iven, con parte de su piel caída.
—Solo Naor, Hera y tú están graves —afirmó Kaelen, viendo las quemaduras de la joven.
—Estoy bien, era un idiota, supe que tenía mala puntería desde el principio, pero ahora no hablemos de esto, necesitamos darle un digno descanso al viejo.
Lloraba desconsolado en el interior de la caverna. Sus gritos y murmullos se propagaban con eco por todo el lugar, sonando aún más terrible. Ya no era como antes, ahora lucía como un humanoide, con un sombrero de bufón roído, y sus ropas aterciopeladas llenas de agujeros y humedad.
La mitad de su cuerpo yacía aprisionada en la pared, mientras de los muros supuraban líquidos diversos y de fuerte hedor, rellenando el espacio de vísceras y pudrición.
—Malditos —se lamentó, con los ojos hinchados—, malditos, malditos sean los de Inspiria.
Se detuvo al escuchar el crujir de las piedras, el vibrar de la tierra. Miró expectante y con terror uno de los enormes agujeros dentro de la cueva, hasta ver salir un horrible rostro, viejo y sin ojos. Los pocos cabellos se le desprendían con extrema facilidad y su piel escamosa apestaba sobremanera.
—Si lo único que haces es llorar, es mejor que me concedas la maldición —sugirió.
—¿Tú que sabrás, Rénfira? Eres un dios a la fuerza... como yo, que tuve mis poderes por esa maldición, por la sed de venganza que vive en mí, por todo lo que viví. —Se enserió—. Solo hay dos cosas que gobiernan este mundo; lo que le deseas a otra persona y el dios que rige estos pueblos, y tú y yo sabemos quién es... Y nos está ganando.
—Por eso estoy acá. Tu maldición ya no sirve, la gente se aglomera en las plazas, evitando flaquear ante la debilidad mental, evitando ser felices, y este lugar es un maldito problema. Fuera del agua no tengo fuerzas y mi edad ya es demasiada. Este reino debería estar repleto de nosotros.
—No lo entiendes, yo solo busco matar, ¿Acaso me conociste? Yo era alegre, yo reía y hacía reír.
—No me interesa tu historia, payaso de mierda —espetó—. Al igual que tú, odio este lugar como no tienes idea, a todos, y nuestro único aliado, el estúpido de Haldión, ese que les hizo tanto daño, incluso al que maldijo toda la tierra, también está entrando en paranoia; y no podemos confiar en alguien que sucumbe ante la locura, ni mucho menos en alguien que piensa con su pene. —Rénfira se enroscó, saliendo del angosto lugar—. Mi único súbdito no está, y ahora que ya fuimos descubiertos, no podemos quedarnos tranquilos. Ni en Inspiria, Prodelis y Drozetis, ¿A dónde iremos? Si no unimos fuerzas, nuestro dominio se acabará y Barzabis vendrá por nosotros, y dime, ¿Qué haremos sin fe?
—Yo he vivido sin fe —aseguró—, mientras alguien pida algo con odio, yo haré que se cumpla, mientras alguien sea tratado injustamente, yo seré quien interceda, la gente no entiende que yo soy bueno.
—No nos hagamos pendejos —afirmó la Arrastrasa—, somos tan malos como aquel que te hizo daño, o peor.
—Pero nunca seremos tan malos como Ren Harel. Jamás sufriremos y haremos tanto daño como él, ¿Verdad?
—¿Ren hizo la maldición?
—Sí, él, aún conservo su cadáver.
—¿Lo guardas? —inquirió, interesado.
—Por supuesto que sí, toda esa maldad que emana de sus huesos hasta su piel.
—¿Y qué has hecho para extender tu maldición, maldito payaso? ¿Qué has hecho?
—Lo he intentado, pero la energía se me está acabando, intento comunicarme, pero hasta salir se me hace complicado, mis súbditos se diluyen con el agua, se deshacen al viento, se esparcen por la tierra... He perdido todo, me estoy desapareciendo. No lo preví... solo me enfoqué en madurar la maldición, pero nunca creí encontrar tantos obstáculos. —El bufón miró hacia el suelo, repleto de pudrición y agua sanguaza—. Pero ese maldito supo tanto de mí, ahora sé que es familiar de Ren, y aunque huele igual, piensa diferente. No es malo y no puedo hacerle cambiar de opinión, ¿Qué hago, Arrastrasa?
—No me digas Arrastrasa —sentenció—, entiende que nuestra magia está limitada, y en el Bosque Lutatis hay una zona que está prohibida para nosotros. Siempre tuve la duda de qué era lo que había ahí, pero es un santuario purificado, divino e inmaculado.
—Dominio del Braco —aseguró—, él mismo debió haber sido.
—No nos preocupemos por eso, si hay alguien de apellido Harel, solo es cuestión de que cambie la maldición.
—No sé nada de Yaidev, pero estoy seguro que ya se presentó ante él, lo quiere mucho, es su familiar.
—Lejana... —corrigió—. De ese sujeto se escucharon cosas terribles, y te puedo jurar que cualquiera de nosotros es bueno frente a él. Yo solo cultivo, enloquezco a personas, quiero una parte de la isla, pero sé que en el norte no duraría ni un segundo. Mi especie es inteligente —asintió, tratando de convencerse—, pero en cualquier lugar seríamos cazados, ya pasó en el pasado. Y tú, payaso, con ese rostro tan endeble, terminarías igual. Mejor dime, ¿Estás conmigo? Lo único que nos queda es mi súbdito, aún puedo llegar a él, y llegaría más lejos si unimos nuestras fuerzas. Sé que uno de tus hombres fue para allá.
—Murió —se adelantó, llorando de nuevo.
—¿Murió?
—Uno de esos malditos hijos de las tutoras, una copia, acabó con él y no entiendo cómo esa raza, incluso, es más vieja que nosotros... Ya han pasado por generaciones y generaciones, aunque solo reconozcan dos, pero ¿Por qué ellos tienen ese privilegio? Ellas nos miran y se burlan, saben que fingimos ser dioses.
—¿Y si así fuera? —razonó la Arrastrasa—. No podríamos hacerles nada de todos modos, solo verlos y contemplar. ¿Estás conmigo?
—No tengo de otra, pero dame de tu magia, necesito un cuerpo, necesito salir de aquí. Dejaré mi corazón aquí y esperaré su actuar.
—¿De quién hablas?
—¡De Ren! Sé que está haciendo cosas, que está ingeniando un plan.
—Pero su cuerpo está contigo...
—No lo entiendes, es tan malo que su maldad puede trascender todo espacio, si la maldición no ha funcionado, es por mi culpa, por mi ineptitud. Él está allá, y sé que puede poseer a Yaidev, es muy débil de mente, si tan solo logra conquistar su cuerpo...
—No te adelantes —interrumpió—, no lo hagas, ese muchacho es un buen mago.
—¿Mago?
—Lo es, sé que es muy raro y no sé cómo lo logró, pero por lo que según me dijo Ágaros, ese sujeto puede controlar la magia verde, dime, ¿Ren manipulaba dicha magia?
—Eso no existe.
—Claro que existe, tú existes, además, la he visto con el mago pescador.
—Meramente eres un animal viejo.
—Viejísimo —afirmó.
—¿Y qué hacía ese mago allá?
—Revivía la flora y la fauna, se encargó de cuidar los animales y bestias a la orilla del mar, cerca del estrecho Sutra, era un personaje singular y al único que no le tuve odio.
—¿Y cómo murió? Si era tan poderoso.
—No confundas las cosas, hay magia que no se usa para lastimar y hay las que sí.
—Lo asesinaron, ¿Verdad?
—Como siempre haría alguien inferior, que se siente amenazado por lo bueno y por lo nuevo, pero no perdamos más tiempo, compartiré de mis privilegios para que no te esfumes, porque si desapareces, de nada servirá lo que Ren esté haciendo, solo necesito escuchar qué es lo que están planeando, hablaré con Ágaros y de alguna manera someteremos a Barzabis.
—Estás yendo muy lejos, Arrastrasa —agregó el Bufón, retorciéndose de miedo solo al escuchar su nombre—, tú quieres llegar muy lejos.
—No seas estúpido, la maldad de Ren podría encerrarlo, podría expulsarlo de Drozetis, ¿Qué hay igual en la vida que odie tanto como esa persona? Nadie, solo date cuenta, él solo te trajo de vuelta.
—Es cierto...
—Te revivió con sus palabras y su sangre negra, maldijo a toda una isla, cometió las peores atrocidades a los ojos de Barzabis, las tutoras, y la estrella mayor, Neretis. Destazó, mató, violó, destrozó, conspiró, envenenó almas, odió a todos y él era la víctima.
Dejó de hablar, percibiendo un silencio anormal, se acercó al bufón atascado en la pared y tomando su cabeza, le ofreció de su poder.
—Te urge, ¿No es así? —preguntó, viendo su pie moverse sin descanso, mientras algunos soldados le acomodaban la armadura—. No soy nadie para detenerte... Vamos, nadie puede hacerlo. No sé lo que él signifique para ti, Néfereth, pero no te juzgaré jamás. Se murió Kimbra y... si a él le hubiese pasado lo mismo, también iría por Yaidev, y estoy segura que yo repetiría lo que tú estás haciendo.
—No te entiendo —vociferó Néfereth, arrugando su entrecejo, tratando de ocultar los nervios y su corazón acelerado.
—Eres noble, e ingenuo también.
—Siempre han sido ustedes, las mujeres, que me tratan de ingenuo.
—Es que a veces lo eres —rio mañosamente, para luego sentarse a su lado—. Déjame ir contigo, sé que no estarán solos, es obvio que tendrán algo que los ayude a lidiar con los Hijos Promesa.
—Y probablemente tengan otra cosa, Kendra.
—¿Por eso llevas tu primera espada? ¿Hace cuánto no la usas?
—Desde que dejé los entrenamientos, además, su filo está inmaculado.
—¿Qué es exactamente con lo que te enfrentarás y por qué tiene que ser solo?
—Porque tú te enfrentaste sola con quienes te quitaron tu alegría, ¿No es así?
—Así es.
—Y no me dejaste ir contigo.
—Así es.
—Entonces, ¿Ya sabes la respuesta?
—La sé, pero con lo que yo peleé no se va a comparar con lo que tú te vas a encontrar, supongo.
—En efecto, no se comparará, probablemente me encuentre con un percusor de los hijos de las tutoras, a alguien que fue arrebatado de su lugar; utilizando su poder sin permiso. Rescataré a Yaidev y, de paso, sacaré a ese hombre de su sufrimiento. Somos Hijos Promesa y nuestro hogar está aquí, Drozetis no debe existir. —Néfereth miró el suelo, sintiendo vergüenza—. Me doy asco, por dejar que por tantos años hicieran lo que quisieran. Teníamos el poder para arrebatarlo todo y no mostramos nada. Hecteli fue displicente, fuimos cómplices de comodidades, y nos gustó, nos alegró estar parados en una simple puerta, por asistir temprano a las plazas para que todas las personas nos idolatraran, mientras toda la gente a nuestro alrededor moría. Si encuentro al maldito de Haldión lo mataré yo, rescato lo único que vale la pena, y se acabó.
Kendra se colocó de pie, con un semblante similar a su hermano.
—Eres sensato, sin duda alguna nuestro líder y el más inteligente de aquí. Si debiera haber un rey en Prodelis, ese serías tú, y Argentum tiene razón en eso, podrá estar loco, ser un idolatra de lo peor, pero te respeta. Ve pues —afirmó—, solo prométeme que volverás con la victoria en mano, como nos acostumbraste. Yo regresaré a Inspiria, a ese pueblo que odian tanto... Aun no comprendo el porqué.
—Porque de allí viene la bondad —se adelantó—, porque de allí viene todo.
—Y también el amor.
—Ya me voy. —Se enserió, viendo al horizonte, ocultando el rubor.
—Bien, grandulón —sonrió—, no mueras, por favor.
Se levantó y evitó mirarla, tomó sus pertenencias mientras la vergüenza lo asolaba. No negaba que lo amaba, solo que no estaba acostumbrado a demostrar esa clase de sentimientos, menos frente a una multitud de hombres y mujeres tan fríos como el hielo, pero no solo era ese el problema, sino que, ni haberse casado con Leila le había provocado tanto amor, y eso lo abrumaba sobremanera.
Llegó a la calle repleta de soldados, que le miraban con admiración desbordante, tomó el Losmus de Kendra, subiéndose sin problemas.
—Querido jefe —interrumpió Balvict—, no me gustaría atrasarlo, pero necesito que revisen su montura.
—No tengo tiempo —espetó—, necesito partir ya.
—Solo me tomará cinco minutos.
Uno de ellos se acercó, revisó y examinó con cuidado todos los recovecos, hasta encontrar en los genitales del Losmus, una bomba, discretamente oculta entre la larga cola de la bestia.
—¡Señor! —gritó el soldado, acercando el dispositivo hecho de un material parecido al yeso—. Aquí tiene.
—Está desactivado —afirmó Balvict, examinándolo—. Podría ser por activación remota, o tal vez esperaban que estallara con el movimiento del Losmus. Aunque, sinceramente —añadió, con una sonrisa irónica—, quizás simplemente esté mal ensamblado.
—¿Bomba? —inquirió Néfereth—. Ni siquiera un misil podría matarme.
—Yo sé que no, pero ellos no lo saben, además, por lo menos aseguraban dejarlo herido, qué imbéciles, de alguna u otra forma, el animal hubiera terminado por desactivarla.
Kendra miró para todos lados, tratando de localizar a un culpable.
—Vaya con cuidado, señor Néfereth —continuó—: nosotros no encargaremos de esto, y por favor, devuelva todo a la normalidad, me urgen los días de juerga.
—Eres un descarado, Balvict. —Y sonrió.
—El mejor que encontrará, señor, aquí lo esperaremos como usted se merece, y si puede, traiga la cabeza de ese gordo también, por favor.
Néfereth no dijo nada más, alzó su mano en forma de despedida y salió sin mirar atrás, dejando a una multitud expectante y ansiosa.
—Tengo que salir de aquí, los niños ya se acostumbraron, pero necesito saber de mi amigo.
—Señorita Naula, pero el bosque...
—No te preocupes, la bendición de Barzabis está conmigo, y sé que Velglenn no lo creerá —rio emocionada—. Pero me es menester saber de sus planes, sobre todo, saber si está a salvo, tengo un mal presentimiento... ¿Me ayudarías?
—Señorita, aún no tengo la mayoría de edad, en la aldea hay hombres más capaces.
—No confío en ellos —afirmó, enseriándose—, tú me has ayudado todo este tiempo, te conozco y los niños también, la gente del pasado trae consigo ideas que ya caducaron. Yo confío en ti, y te prometo que todo esto terminará pronto.
El joven asintió, conociendo de lo que hablaba, mientras Naula se preparaba para salir del lugar. Se acercó a la brasa para tomar un poco de alimento, no obstante, la llama le habló de nuevo, provocándole un respingo. Todo a su alrededor se detuvo, y solo podía sentir las vibraciones en el suelo y la voz retumbante dentro de su cerebro.
—Naula, no vayas —ordenó—, tu amigo tiene mi bendición, al igual que tú, y no sabes cuánto he disfrutado de ese endeble brazo. —Se detuvo, al ver que la joven tenía los ojos puestos en la tierra—. Te hablo y aún me tienes miedo, pero dime, si te digo que ese muchacho eventualmente te encontrará, ¿Te tranquilizarías?
—Sí, señor, mucho... No me miente, ¿Verdad?
—Jamás —repuso de inmediato—, pero... quizá no te guste cómo lo encuentres.
—¡¿Le pasó algo?!
—No, es solo que tu corazón es muy dócil; el corazón de los humanos es tan frágil, que una simple brisa hace que lloren, que sangren. Quédate con los niños, con tus jóvenes —determinó—, ellos son los únicos fieles a mi nombre, y su fe me fortalece, pero Drozetis... es mejor que no regreses allí, hasta que yo te diga. Ellos han puesto sus manos a trabajar, mientras yo pondré mi dedo a planear, ya no más pereza, no más bondad. —Y desapareció, dejando un vacío en su mente, devolviendo la paz.
Ágaros abrió las puertas del templo de par en par, caminó determinante, pasando entre los jóvenes magos inexpertos, irguiendo su cuerpo, orgulloso de su conocimiento, recibiendo las miradas de sus nuevos aprendices.
Miró a su alrededor, llenándose de vergüenza al verlos practicar magia simple, esa que no tenía ningún color.
—¿¡Qué están haciendo!? —recriminó, llevándose la mano a su cabello, absorto.
—¡No nos grite!
—¡No sabemos ni quién es! —gritaron de la multitud.
—¿Y qué planean hacerme? ¿Piensan matarme con chispitas de luz? —Y al término de sus palabras sus ojos se encendieron. El gentío retrocedió tras su presencia, guardando silencio—. Son una bola de inútiles, por eso ningún buen mago ha salido de aquí, solo ese estúpido de Velglenn... Ahora lo entiendo todo, no son nada.
Sonrió de satisfacción, imaginando su escenario perfecto, cientos de planes, reconociendo que solo Ráskamus era lo que lo separaba del reino; muriendo aquella deformidad, tendría toda Drozetis comiendo de su mano y la Guardia Ciega sería su arma más mortal.
—Buenas tardes —hablaron detrás de él, interrumpiendo la mente excitada de Ágaros—. ¿Intervengo en algo?
—Buenas tardes, señor —respondieron los magos, sentándose de inmediato.
—No, no interrumpe, ¿Quién es usted?
—Perdón que lo interrumpa, me parece haberlo visto en el templo de Drozetis, mi nombre es Edelric Thornevald.
—Sí... entonces usted debe ser miembro de la comitiva de Barones.
—Así es. —El sujeto extendió la mano y cuando el gesto fue recíproco, Ágaros sintió el fuerte agarre, un saludo firme y de poder.
—Se nota que hace ejercicio —obvió, riendo sarcástico.
—Para nada, no debes estar acostumbrado a estos saludos, ¿No es así? ¿De dónde eres?
—Una larga historia, vendí muchas propiedades para darlo todo al templo y ahora me enviaron aquí.
—Así que tú serás el nuevo líder del Comité de Magos y hechiceros. —El hombre sonrió, levantando solo una comisura de sus labios.
—Espero adaptarme rápido, por lo que veo, son magos aprendices.
—Entonces no tendrás problemas.
—Por supuesto que no —afirmó el consejero, decidido—. Les enseñaré muchas cosas.
—Eso espero, porque los demás... ya sabes dónde terminan.
Ágaros afiló los ojos y tensó la mandíbula, recordando a Vass'aroth.
—Nuestro rey es a toda madre —repuso el desconocido—, no sé por qué no lo entienden.
—Sí... sí... —tartamudeó, incrédulo de escuchar tal confesión, era irrisorio que de verdad todos los hombres de ese calibre, bajo el mando de Haldión, se expresaran tan bien de su rey—. De verdad agradezco la oportunidad que me ha dado con el comité de magos.
—Sé agradecido con él y te llenará de gozo —intervino—, de mucho gozo. —Y sus últimas frases sonaron coquetas.
—De verdad que son muy devotos con él... ¿Qué les ofrece?
—Las mieles de la locura y el encanto, todos vamos de la mano por un campo lleno de flores, respirando el aire más puro y dulce; es simplemente magnífico, justo ahora acabo de salir de una mis sesiones. —El caballero de galante porte, de gabardina gruesa y bufanda de seda, bajó el cuello de su camisa, dejando entre ver pequeños hematomas. Ágaros se paralizó, intentando controlar su cuerpo ante la grotesca imagen, imaginándose lo peor—. No te espantes, no me gustan esas cosas... son enanas. Tranquilo, no te espantes —repitió, colocando su mano en el hombro del mago, todavía paralizado—. ¿Apoco tú no tienes perversiones?
—Disculpe yo... —vociferó, atado.
—Eres un hombre de fe —agregó el caballero, sonriendo—, los que más tienen. Ten una buena estadía, hombre de fe.
El consejero regresó la sonrisa por inercia, llenando su mente con imágenes repletas de colores, pero a la vez tan sombrías por dichas descripciones. Eran tan vívidas, tan retorcidas, que no pudo contestar, tragándose el asco y la incertidumbre. Su declaración habría sido ambigua, llena de fuerza por la autoridad de su palabra, llena de verdad por el tono de su voz.
Creía que la maldad de Haldión trascendía más allá de lo desconocido, pero fue muy ingenuo al no creer que todos sus seguidores eran iguales o peores que él. Acabar con el rey podría ser fácil, pero ¿Qué pasaría con todo el séquito que confiaba ciegamente en el regente? No solo se trataba de reyes, sino de todo lo que se movía detrás; los verdaderos conflictos residían en el poder y las jerarquías.
Él, más que nadie, sabía que el hombre frente a él era un manipulador de primera, que la seguridad que irradiaba se debía a que se consideraba intocable. No podía leer nada de su interior, no lograba descifrar si le estaba mintiendo, si intentaba transmitir algo o si simplemente estaba jugando, poniendo a prueba todo su conocimiento.
—Qué horror, ¿Estás espiando al rey? —inquirió Russel, viendo a Ráskamus recargado en la puerta de la enorme recámara.
—Cállate y mira.
—Yo no soy un depravado.
—¡Qué mires! —ordenó.
—Ya voy, ya voy. —El consejero se acercó, observando por la mirilla el interior de la habitación—. ¿Qué le pasa?
—Así ha estado desde la noche anterior, se mueve de un lado a otro y habla solo, está visiblemente espantado, pero no siento ninguna presencia allí.
—¡Mi dios Barzabis, que nos libre del mal! Siento ese olor putrefacto.
—¿De qué habla? —inquirió el guardia, incómodo.
—Es él, está con él, abre la puerta.
No lo dudó, golpeó la madera seguido de abrirse sin esfuerzo.
—¡Te dije que no abrieras la puerta! —gritó Haldión, con las ojeras remarcadas, con los nervios casi palpables, con el terror en sus ojos—. ¡Me dijo que no entrara nadie, ahora me va a matar!
—Señor, nadie lo tocará mientras yo esté con usted.
—¡No lo entiendes!
—Tranquilo, mi rey —comentó Russel, acercándose sin temor—, yo estoy con usted.
—¡No me sirve de nada! Prefiero estar muerto.
—No me hiera de esa forma —suplicó—, hoy vine a contarle sobre algo muy importante, que le abrirá los ojos a nuevas ideas y soluciones, pero necesitamos salir de aquí, huele a miel con sangre...
—¿¡Cómo sabes cómo huele!? —exclamó, tomándolo por sus túnicas.
—Confíe en mí, nuestro dios Barzabis me lo dice.
Salieron de la habitación, con Haldión casi a rastras. Russel se inclinó en la entrada de la habitación y pasó su dedo, marcando una línea.
—¡Ya no me molesta!
—Está encerrado —aseguró—, pero le pido que no duerma allí.
—¿En qué otro lugar huele así? —preguntó el rey.
—Lamentablemente, en la habitación de Yaidev, dime, Ráskamus, ¿Cómo está el muchacho?
—Está bien, siempre junto a la ventana, ¿A quién esperará?
—Muchos esperan la respuesta de su dios, o a un héroe —repuso el consejero—, pero recuerda que él no puede ser tocado, es importante para la obra de nuestro reino, de nuestro rey.
—Lo sé.
El sacerdote miró a Haldión, con la vista perdida y con un desagradable olor, quizá tendría quince kilos menos, así lo evidenciaba sus pieles flácidas.
—Señor, le contaré algo muy importante, pero prométame que después de esto se bañará, la suciedad atrae maldad.
—¿Me estás criticando, Russel?
—Sí, señor, lo estoy criticando, solo le pido que vuelva a tomar su reino, ponga orden de nuevo, no lo han visto y todos creen que es un cobarde, no les dé a las turbas más ideas de dónde encontrarlo y cómo matarlo.
—¿Qué dice? —reprendió el guardia.
—La verdad, Ráskamus, ¿Se te olvida que soy su consejero? ¿Qué demonios está pasando? El rey no se ha presentado.
—¿Qué hago? —Y sonó como una súplica.
—La Junta de Barones, necesita que todos estén ahí, ¿Sabe por qué? Me puse a pensar y... ¿Si la rebelión no viene del pobre, sino de un rico?
—Yo le doy todo a mis mejores hombres, les doy todo, ¡Todo!
—Todo, excepto su silla, señor.
Abrió sus ojos de la impresión, un rayo de luz traspasó su cerebro, quedando ciego por un momento. Todo se le iluminó, cambió de color, tomaba sentido y toda lógica. Su mandíbula se dejó caer poco a poco, presa del impacto que había dejado pasar por alto.
—Malditos —vociferó, ido—, nunca había pensado en eso.
—Tenemos enemigos por todos lados, mi rey.
—¡Habrá junta esta misma noche!
—Ye me adelanté, señor, y he enviado a Argos al Comité de Magos y Hechiceros, en nombre del traidor de Vass'aroth.
—¡Gracias Russel, no sé qué estaba pensando! Malditos, traeré a todos y los mataré.
—Tranquilo, señor, piense con calma, las moscas en un mismo sitio y todos sabrán dónde está la mierda, tranquilo.
—Sí, sí... sí Russel. —Asintió, llenándose de calma al verle los ojos, mientras Ráskamus observaba con asombro, ni a él se le había ocurrido tal situación.
—¡¿Landdis?! —gritó Violette, siendo la primera en salir del refugio—. ¿¡Dónde está mi hermano!? —inquirió, buscándolo entre una multitud que se formaba a las afueras de todas las puertas seguras.
—¡Estoy aquí!
—¡Maldito Landdis! ¿Dónde estuviste? —preguntó, con las lágrimas prontas a salir.
—Estoy bien, te lo juro, estuve aquí, esa cosa no me vio, estoy bien, estoy bien.
La capataz avizoró su cuerpo, examinando su condición, no obstante, no había nada.
—No hagas eso, por favor, Alexander te necesita, ¿A qué demonios fuiste?
—Por sus juguetes —afirmó, dándole los objetos a su hermano menor, que lo miraba extrañado.
—¿Qué demonios te pasa? —susurró la joven para sí, no entendiendo nada—. ¿Y los demás?
—Aquí estamos, querida —pronunció Betsara, con el corazón a mil por hora, por demás preocupada, pero sin mostrar ningún sentimiento—, estuve observando la pelea desde los diminutos agujeros del búnker, pero no te preocupes, que de mis muchachos, me encargo yo. —Salió con las manos temblorosas, junto a los cientos de enfermeros dispuestos a ayudar.
—Dios mío, casi morimos, Yaidev ya debe estar muerto —comentó Maya, llorando y sosteniendo a Dafne, dormida por somníferos.
—No digas eso, niña, no lo conozco —dijo Selena—, pero ustedes me han enseñado que tienen muchísimo valor y debe estar bien, con ustedes me siento como en casa.
—¡Por favor, perdónenme!
—¡Ya cállese! —reprendió Leyval, escuchando desde hacía horas, las súplicas de Hecteli—. ¡Lo hubiera entregado como ofrenda! ¡Hubiera muerto desde un principio!
—Leyval —interrumpió Fordeli—, déjalo, primero debemos organizar todo, ayudar con lo que esté en nuestras manos y después vemos qué hacer.
Gran parte de los citadinos lloraban por lo perdido, por Los Brotes muertos por el lugar, eran hermanos, padres, hijos.
—Les juro —exclamó la capataz, tragando el nudo en su garganta—, que todos los gastos saldrán de la comitiva.
—Puedes tomar lo que quieras de mi cuenta bancaria —agregó Daevell, con los ojos hinchados de tanto llorar.
—¡Y del mío! —Comenzaron a sumar.
—¡Ahora sí! ¡Malditos convenencieros! —Betsara se quitó el sombrero pastillero, dejando caer su hermoso y negro cabello, harta de todos los ricos de Inspiria.
Todo el bullicio terminó cuando los enfermeros y los voluntarios entraron a las pocas casas de pie, con los heridos en las camillas. El silencio asoló de golpe, mostrando la triste realidad. Miles de cuerpos yacían sin vida en el pavimento, otros sin alguna extremidad. A los soldados, se les había enseñado a no gritar, y así permanecían, tragando el sufrimiento que sentían, con el dolor de perder a un ser querido, un compañero o a un amigo.
Los más jóvenes se dividieron para construir, de nueva cuenta, un sitio para colocar a los cientos de heridos, y otro para los fallecidos. Aquello era un cementerio, un genocidio.
Lyria asomó, con algunos huesos quebrados, seguido de Hera, la mujer más alta que Violette hubiera visto. Kaelen se sentó en la plaza, junto al cuerpo de Renzo, mientras Iven ayudaba con los afectados.
—¡Dios mío! —La joven no podía creer lo que veía, sus heridas, una guerra fría, sus rostros: un terrible testigo, un testimonio silencioso.
La mayoría no sabía de su existencia y el desfile era sinónimo de admiración y vergüenza, vergüenza para quienes siempre los rechazaban, para quienes menos ayudaban.
Landdis se acercó a los Colmillos, saludándolos y alentándolos, ofreciéndoles agua o lo que necesitaran.
—Sal de ahí, tú no eres enfermero —sentenció, viéndolo.
—No, pero los vi, son increíbles, yo los vi, los vi, y son geniales, ¿No los conocías?
—No... pero tú no tienes ningún rasguño. —Miró a su alrededor, contemplando la destrucción—. Es increíble que no te hicieras daño.
—Soy yo, pues.
—Cállate —bromeó, rodando los ojos—, mejor ayudemos.
Fordeli y Velglenn ya se encontraban en el sitio, curando y atendiendo con velocidad, ayudando a todos los que podían.
—Estoy bien —respondieron todos los Colmillos, parecían sistemáticos en contestar lo mismo. El médico estaba impresionado, aquellas heridas hubieran asesinado a cualquiera, y solo en estas circunstancias, estaba plenamente convencido de que la voluntad los mantenía de pie, con esa energía que solo los de Inspiria parecían tener.
Naor caminó y al llegar junto a su madre, escupió sangre, cayendo de rodillas.
—¡Hijo mío! Te pondrás bien —aseguró Betsara, estrujando su pecho para no llorar.
—Tengo hambre —replicó Naor, ya acostado en una camilla.
—Tu estómago está perforado.
—Tranquila, Velglenn y yo nos encargaremos de él.
—Gracias, Fordeli, te lo agradezco.
—Muchacho —intervino el mago—, toda esta gente, la salvación y protección que has brindado... ¿De verdad eres tan malo? Si de verdad lo fueras, mi magia no actuaría en ti.
La capataz no dijo nada, desde el comienzo, ella sabía que el único en quien podía confiar, era en ese brabucón. Su hermano tampoco habló, conscientes de la valentía del cazador.
—Casi te matan —agregó Selena, acercándose a él—. ¿Cómo te sientes?
—Siempre bien —alegó de inmediato, sentándose de golpe—. Esto no es nada.
Betsara rodó los ojos, lo conocía mejor que nadie.
—Siéntense, no se preocupe por él.
—¿Acaba de sentar a la reina? —preguntó Fordeli, asombrado.
—Sí, pero ahora no es momento de charlas.
—Maldito viejo.
—¿De qué viejo hablas? —inquirió la jefa de la milicia.
—Mi papá, si no fuera por él, no lo matamos.
—¿Qué hizo? ¿Le aventó humo de cigarro? ¿Botellas vacías?
—No, madre, sabes lo que ese hombre puede hacer, no en balde fue el primero en domar a las Belletas, el único cazador bajo el mar.
—Lástima que no cazara bajo mi falda, es un imbécil, pero duerme, te recuperarás mejor así.
El recuento se hacía a cada momento, el centro había sido el más afectado, con cientos de Brotes fallecidos y muchos otros heridos.
—Son impresionantes —afirmó Fordeli—, ni siquiera los habíamos visto.
—De verdad que lo son, pero estaban camuflados, en todos lados —secundó Priscila.
—Juran lealtad para esconderse así, por eso no hay asaltos aquí —agregó Betsara—, créeme, morir ante algo como esto, debe ser un orgullo para ellos.
—Me encantaría que hubieran sabido de magia. —Velglenn cerró los ojos—. Nacimos en el lado equivocado.
—Pero ya estás en el correcto —exclamó Violette, sonriéndole.
—¿Qué quiso decir?
—Que estás bien —se adelantó Landdis, riendo—, que aquí estás bien.
—Mejor sigue ayudando —ordenó Fordeli—, sigamos, sigamos.
Sería una larga y triste noche, reconociendo cuerpos, llorando a los seres queridos, moviendo escombros, sanando heridos.
A lo lejos, en una rezagada cabaña, a las afueras de la cúpula, se encontraba Naor, el esposo de Betsara, su rostro era adusto, serio y sereno, con los rasgos marcados y de semblante discreto. Su mentón se tupía de vello, y su cabello desaliñado se mezclaba con su descuidado aspecto. A un lado, una cerveza fría, mientras admiraba el firmamento, y a las tres tutoras alumbrar todo el lugar.
—¿¡Quién fue el que quiso asesinar a mi hermano!? ¡Cuando lo encuentre estiraré su piel de aquí hasta Drozetis! —gritó Argentum, irreconocible.
—¡Te aseguro que no es ninguno de nosotros! ¡Eso es obra de un humano! —respondió un Hijo Promesa—. ¡Podemos matarlos!
—¡Tampoco es el caso! —reprendió Kendra—, solo escuchen lo que están diciendo, estamos haciendo lo que nuestro hermano nos pidió que no hiciéramos, él mismo lo dijo, ni siquiera un misil podría acabar con él, solo fue un alerón, algún pobre envidioso escurridizo.
—¡No, no, no! Lo mataremos a él y a su familia, y a todos sus seguidores, es obvio que si estás con él, simpatizas con sus pensamientos —replicó Argentum.
—Estás en lo cierto, pero sabes que no es lo correcto, primero necesitas tranquilizarte.
El rey provisional resopló, tratando de retomar el aire faltante en su cerebro.
—Con todo respeto, mi hermana —intervino Balvict—, si esto lo hicieron en contra de Néfereth, ¿No cree que también puedan hacerlo en contra de ustedes? Yo los admiro muchísimo, y no me gustaría que pasaran por un altercado. Esas ideas se riegan y si no se castigan como es debido, pasarán a un plan más elaborado, después será un séquito de cinco personas, después conseguirán inversiones, seguido de tener ayuda de afuera...
—Ya te entendí, Balvict, es difícil dialogar contigo, tu cerebro no corresponde a tus acciones, lamentablemente, está preso en un cuerpo ebrio y depravado, es una verdadera pena. —La mujer se acercó y acarició su larga cabellera, mientras el aludido se quedaba pasmado, incrédulo de sus palabras.
Se fue, dejando a todos los presentes en completo silencio.
—Qué imbécil eres —agregó Argentum, viéndolo.
—De verdad desearía que mi cerebro estuviera en tu cuerpo.
—No me insultes así.
El Losmus iba a una increíble velocidad, a una que no se permitía. El animal emitía quejidos, preso del dolor en sus patas. Néfereth recostó su cuerpo, arrugando su entrecejo, sintiéndose culpable hasta morir, mientras le pedía perdón una y otra vez.
—Perdóname, perdóname, haz esto por mí, por Yaidev —susurró, escuchando el bramar de su bestia, como una respuesta, una afirmación.
Se detuvo de súbito, derrapando por la calle llena de piedra, el caballero alzó la rienda, logrando levantar las patas delanteras, buscando el motivo de su parada. Se extrañó al ver un hombre que le saludaba, mientras una docena de Bracos cruzaba el solitario camino.
—Disculpe, necesito pasar lo más pronto posible.
Un Braco de cuernos enormes se acercó al anciano y volteó hacia el Hijo Promesa, observándole sin parpadear, hasta ver cómo sus ojos se encendían de un rojo carmesí.
—Oh gran Néfereth —habló el animal y el guardia retrocedió de la impresión, sacando su espada.
—Esa es una luz que sí lastima, ¿Sabes quién soy?
—No siento hostilidad de ti, ¿Qué quieres? ¿¡Qué quieres!?
—Te han hecho daño —contestó, viéndolo temblar de coraje, quizá de dolor—. Ahora, eres una de las pocas personas que puede acabar con esto, yo no puedo entrar donde ellos están, pero en mi lado hay más maldad que en la de ellos. Sé a dónde vas.
—Tú eres Barzabis, y no puedo negarme a decir que eres tú —se sinceró—, ya me amenazó un payaso y pienso cortarle la cabeza.
—Y te creo —el animal sonrió—, te creo, eres muy imponente, llevas ira y prisa.
—Y necesito pasar, así que dime, ¿Qué quieres? Y que sea rápido.
—Vaya, que le digas así a un dios... No tienes miedo.
—Nada.
—Alguien que me habla sin miedo, al fin, pero Yaidev está en peligro, una maldad más grande que mi divinidad está con él.
—¿El Hijo Promesa?
—No, él no, ni mucho menos Haldión. Algo que odia por odiar, algo que hace daño nada más porque existes y no es malo, es una víctima. Cuídate de él.
—¿Por qué me dices esas cosas?
—Porque vas solo y entrarás a su territorio, pero esta noche todos los ricos estarán en una reunión, los huelo, huelo su pudrición salir de sus recovecos, y tú irás para allá.
—¿Y en qué me ayudarás exactamente?
—Tienes muchos huesos quebrados, y si vas así, te va a matar.
El anciano se acercó y colocó la mano en una de sus rodillas, para luego sentir cómo todos sus huesos se removían de lugar. Néfereth emitió un quejido de dolor y apretó sus labios para no gritar, pues sus rodillas eran las más afectadas.
—Gracias —admitió, después de transcurrido el dolor.
—Ahora sí, buena suerte. —Y en un segundo, todo desapareció, quedando solo una manada de Mansabras.
—¿Está bien, señor? Quedó ido un gran rato —agregó el anciano.
Néfereth no contestó, y, de nueva cuenta, aceleró en su Losmus, pensando en las palabras de dicho dios, preocupado ante el ente que no conocía.
Era un silencio gutural, muy diferente a las otras noches, con el nulo ruido de los insectos nocturnos y un frío acompañando todo el lugar. El aire sopló silente, fiel testigo de la maldad.
—¡Llegan tarde! He esperado por diez minutos, ¿Y apenas se dignan a llegar?
Los acaudalados ocuparon sus respectivos lugares, eran esos hombres y mujeres que no se mostraban en las calles, que manipulaban todos los recursos de la ciudad, los más ricos e importantes de toda Drozetis.
—Tranquilo, mi rey, ¿Qué es lo que pasa? Hemos dado todo el dinero que necesita.
—Por supuesto, trabajadores, hombres, mujeres, jóvenes... Todo le hemos provisto.
—¡Así es! ¿Por qué nos grita? —inquirió un tercero.
—¡Porque alguien de ustedes me está traicionando!
—¿¡Cómo se atreve a señalarnos? —gritaron de la trifulca.
—No me contestes así, que aquí está Ráskamus conmigo —amenazó, mientras el guardia sacaba su espada. Los participantes callaron, para seguir escuchando.
—Mi señor —comentó Edelric, entre la multitud—, eso no está bien, ¿Quién está envenenando de esa manera sus pensamientos? Está cayendo en la locura.
—¡No, no! —repetía Haldión.
—De ser así —secundó otro—, su guardia también sería sospechoso.
El rey giró brusco solo para verlo, con los ojos sumidos en el desvelo, desconfiando de todos. Llevó las manos a su cabeza, absorto.
—¿Lo ve? Está sucumbiendo a la paranoia.
—Está enloqueciendo —comentaron entre los presentes, bajo para no saber quién era, pero lo suficientemente alto para que se escuchara dentro de la habitación.
—¿¡Quién dijo eso!? —reprendió, pero nadie contestó.
—Está escuchando cosas...
—Está loco —susurraban.
—¡Cálmense! —repuso Russel—, todos sabemos que son los pobres.
—¡No, eres tú!
El consejero dio un respingo, no creyendo las palabras ajenas.
—Mi rey —prosiguió—: no haga caso de...
—¡Suéltame! ¡Todos quieren mi trono! ¿Qué les he hecho? Les doy todo lo que tengo, ¿Es porque los gobierno? Tengo a los mejores jóvenes, sí, y si alguno de ellos eran sus hijos con sus mucamas, perdónenme —suplicó—, pero mi silla no la tendrán y antes de eso, prefiero que todos mueran.
—¡No podría matarnos a todos! —respondió uno—, parte de lo que usted tiene allá abajo, es nuestro.
—¡No puede hacerlo! —comenzaron a gritar.
Todos se alteraron, se levantaban de sus asientos lanzando mentadas, hasta que la puerta del salón salió disparada a una velocidad hórrida. Un trozo salió directo hacia Haldión, no obstante, Ráskamus ya había puesto su cuerpo como protección, aventando el objeto con su brazo.
Los gritos de los ricos no se hicieron esperar, acaparando la tranquilidad de toda la ciudad, seguido de ver el cuerpo de un guardia estallarse en el piso, esparciendo todas sus vísceras sin problemas.
Haldión se orinó, inerte ante el caos que divisaban sus ojos.
—¡Yaidev! —escuchó, casi destripándose sus oídos, retumbando en las solitarias callejuelas de la ciudad, en las casas vacías de Drozetis.
—¡Es un Hijo Promesa! —gritaron desde los asientos, acrecentando el terror, y dando paso a quienes no se habían movido de sus lugares, aventándose, empujándose y cayendo desde todos los lugares.
—Malditas alimañas —sentenció Néfereth, moviendo su espada, para luego enterrarla en el piso y ver recorrer la grieta que llegaba a los pies del rey—. ¿En dónde lo tienes? —inquirió, afilando los ojos con odio inmaculado, apretando los dientes de tanta ira.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro