Capítulo 2 - Contención.
El viaje había sido largo, cansado y sin descanso. Fordeli alzó los ojos contemplando el maravilloso paisaje. El aire fresco recorrió sus pulmones e inesperadamente, suspiró con fuerza. Parecía que la calma que envolvía el magnífico escenario nunca se vería turbada, pero ya sabía que eso sería mentira. Para la mala suerte de Inspiria, la peste de sangre, las guerras antiguas y otros problemas, siempre surgieron de sus tierras, y ahora, a juzgar por las imágenes que ya había analizado y que se habían quedado grabadas en su mente, entendía que la nueva "enfermedad" sería espantosa.
Dos torres de vigilancia de cincuenta metros, a un lado de las entradas del reino, adornaban la gran puerta de madera. Estaba cerrada y custodiada por soldados locales. A esas alturas y con la noticia sobre el cierre de las fronteras, era de esperarse que no hubiera acceso.
—¡Los científicos y guardias de Prodelis! —gritó un soldado a lo alto de una de las torres. De inmediato, la puerta comenzó a levantarse, al unísono de un sonido de cadenas pesadas.
Néfereth solo alzó su mirada, y el reino frente a sus ojos le impresionó. Los árboles de diferentes colores se entrelazaban por todo el bosque, el aire con decenas de olores se mezclaba para crear un aroma excelso, el sonido de un río acaparó su atención y algunos animales, que nunca había visto, se asomaron con intriga.
El Hijo Promesa sonrió, era la primera vez que viajaba a ese lugar, ya había visitado Drozetis, pero nada se comparaba a la cantidad de verdes, amarillos y diversos tonos que llenaban sus pupilas. El reino del rey Haldión podía describirse como una mescolanza de construcciones enormes con estructuras sublimes, pero con un fuerte olor a humo y esencias. Aquello no había sido agradable para el caballero de cabellos plateados, le pareció excesivo, con un hedor intenso y difícil de olvidar, sobre todo, de quitar, pues recuerda que tuvo que bañarse de dos a tres veces en un solo día solo para que la pestilencia desapareciera.
Poco a poco el ancho camino se tornó en uno más angosto, la calle de tierra se tornó en simples piedras que se dividían en varios senderos. Y, a lo lejos, observó la gran cápsula de cristal.
—Real Inspiria —comentó Fordeli cuando vio a Néfereth arrugar su entrecejo para ver mejor la ciudad que se divisaba en la lejanía. El Losmus del caballero viajaba a un lado de la carroza.
—Sabía que estaban en una cúpula, pero no esperaba verla desde aquí ¿Fue por la peste de sangre? —preguntó, viéndolo a los ojos.
—Sí, fue a raíz de ello, y porque no toleran que la gente de su propio reino meta las narices en sus asuntos y territorios. Podrá no tener una muralla, pero estoy seguro que las familias de Inspiria gastaron el doble que el rey Haldión, y les funciona mejor. —Fordeli rio ligeramente.
Néfereth guardó silencio, pues a los lados del estrecho camino comenzaron a divisarse las primeras casas, para nada lujosas y algunas en una deplorable situación.
Es entendible que en todo reino haya pobreza, pero nunca lo había visto de cerca. Sintió algo en su pecho, bastante extraño a lo que estaba acostumbrado. Le fue inevitable no pensar en las enormes y notables diferencias entre Inspiria y Prodelis.
Era como traspasar por una dimensión. La enorme puerta que "resguardaba" la seguridad de ese reino, en realidad cubrían con recelo su situación.
Intuitivamente bajó la mirada. ¿Por qué siempre a la gente más necesitada le esperaba tanta desgracia? Era un chiste, una maldición.
Escuchaba los comentarios de algunos residentes, parecían venerarlo, alabarlo y hasta orar por él. Un escalofrío recorrió su espalda y no se sintió para nada cómodo. Quería decirles que todo estaría bien, pero la tristeza que remarcaban sus miradas, junto a la esperanza y su condición, le ganaron la partida. Enmudeció, su rostro serio, como siempre, relució ante la multitud que clamaba por respuestas y salvación.
Observó a decenas de niños con sus pies descalzos, sucios y lastimados, no eran maltratados en su hogar, pero eran explotados para trabajar. Recordaba bien una de las leyes de Inspiria: "toda persona que resida en este reino debe laborar. Varones mayores de seis años, hasta los ochenta años. Mujeres desde los ocho, hasta los cuarenta y cinco". Mordió fuerte y exhaló.
Pasaron largos y tortuosos minutos en los que observó la desdicha de cientos de personas, hasta llegar a una zona rural. Allí, las casas estaban bien construidas, los territorios se expandían y algunos animales de granja ya eran visibles.
Miró su muñeca, contaba con un reloj tridimensional, que no solo marcaba la hora, sino su posición y algunos nombres de pueblos resaltados en el mapa, pero nada más. "Pueblo Amatista", leyó rápidamente, y volvió a ver hacia al frente. Algunos minutos más y estarían llegando a su destino.
Inspiria fue el segundo reino en aparecer y aquellos que osaron a establecerse en aquel lugar, fueron "contratados" de por vida, primero, por la ciudad de Drozetis. Haber nacido en la zona te hacían, inmediatamente, partícipe de la esclavitud.
Con el paso del tiempo, y con los cambios de reyes y la urbanización de Prodelis, Inspiria tomó un camino diferente. Tras el decreto y las leyes establecidas por la Cámara de Aenus, logró mejorar en todos los aspectos. Si bien las familias, líderes de Inspiria, eran amables en cierta medida, manipulaban un rigor degradante, no obstante, con las nuevas normas y los nuevos herederos, organizaron mejor a los pueblos, generando oportunidades de trabajo, un sueldo estable y viáticos gratuitos.
Observaron que, cuando se les daba un premio o se les incentivaba con regalos, estos producían con mayor avidez, trabajaban con esmero y no se quejaban por horas o trabajo extra.
Las familias se dividieron teniendo un mejor control en los pueblos y así, tras largos años de trabajo, Inspiria prosperó. Sin embargo, no evolucionó para la educación, pues no cuentan con escuelas ni universidades. Si los residentes quieren estudiar, se tiene que notificar, mediante un proceso legal, que son lo suficientemente solventes para costear una carrera, pues los colegios y academias solo son privilegio de la capital y de los reinos aledaños.
El pueblo Amathea está a cargo de los Terell, y el jefe de la familia es Disdis, su esposa falleció hace algunos años por culpa de la peste de sangre. La humilde y divina mujer, como el pueblo la conocía, le dio seis hijos; los primeros cuatro habrían salido idénticos a su padre, y los últimos dos, eran como ella. Tras su muerte, Violette se convirtió en la favorita de su padre, y eso le dio la oportunidad de luchar por la herencia. Aunque, lo que verdaderamente le apasiona, es ser la próxima capataz de los pueblos de los que están a cargo. Es consciente de que sus hermanos la odian, y allí, en Real Inspiria, el asesinato entre herederos está permitido, especialmente si se compite por un rango de prestigio.
La carroza y los seis generales llegaron a Amathea, con rapidez, bajaron a las entradas del pueblo, y en el marco del portal, estaba Disdis, representando a las otras familias, junto a sus cinco hijos. Indiscutiblemente, Violette destacaba, el parecido con su madre era abismal. Sus hermanos eran pelirrojos, pecosos y regordetes, salvo Manfred, que era el más alto de todos, y Alexander, que no había llegado por ser el menor.
Fordeli lucía entusiasmado, se apresuró y estrechó la mano del representante con fuerza, seguido de los demás científicos. El pueblo a sus espaldas lucía limpio, sereno y tranquilo.
—Un placer recibirlo, señor Fordeli —mencionó Disdis, llevándose la mano a su cabello casi naranja. Se notaba preocupado, pero aliviado de su llegada.
—El mío, supongo que el rey informó sobre mi visita.
—Claro, mi mensajero nos dijo que mandarían ayuda, pero que cerrarían las fronteras y tras una charla con los miembros de la familia, entendimos que era razonable, supongo que los salvoconductos se verán después. La información extra, como su nombre y compañía, llegó a través de un Naele.
—Entiendo, me alegro de que mi rey esté atento a los detalles, pero me gustaría hablar con usted de los protocolos que tenemos que manejar con los residentes, he visto las fotos y no es nada bueno. Después, bajo la información que yo le dé, tendrá que oficiarla a su pueblo, aunque, bueno, ya sabe, solo un poco, para evitar la paranoia.
—Claro, señor Fordeli, pero antes, déjeme enseñarle el lugar en donde usted estará trabajando, nos hemos dedicado estos días a que ustedes tengan un excelente servicio.
—¿Comeremos de sus cosechas? —preguntó un científico, el tono de su voz fue con desprecio y desdén.
Néfereth sintió vergüenza y genuino malestar, observó a Fordeli esperando por una respuesta, si algo sabía de él, es que nunca se quedaba callado y que las injusticias no pasaban desapercibidas ante sus ojos.
—¿Traes alimento? —cuestionó Fordeli, todos guardaron silencio—. Porque si traes, no hay ningún problema, pero si no, te recuerdo que no eres un caballero o un Hijo Promesa como para evitar el hambre. Necesitas comer, pero si no quieres, te puedes quedar sin cenar y morirte de hambruna por los días que pasemos en este sitio, que estoy seguro, no será una semana. —Sonrió, su forma de hablar era tan natural que no parecía que estuviese molesto o siquiera que mostrara irritación, era un excelente actor y ocultaba sus verdades en una sonrisa sarcástica.
—No, señor, no traje.
—Entonces cállate ¿Sí? Mejor trabajemos, que estoy seguro que Disdis y su familia ya han hecho algunas pruebas sobre sus alimentos, ¿No es así?
—Claro, señor, ya lo hemos hecho, según nuestros científicos dijeron que no había nada malo, que algo más lo estaba provocando. —El representante logró bajar el color rojo de sus mejillas, el comentario de su vecino le había provocado una ira muy difícil de ocultar.
—Excelente, guíenos, por favor.
El numeroso grupo partió hacia un lugar cerca del mercado, aquel sitio era el punto medio de las personas infectadas y la mina. Sobre un jardín extenso y un pasto verdoso intenso, habían sido colocadas, provisionalmente, unas cabañas que servirían como departamentos, y en la parte trasera un almacén, que fungiría como su laboratorio. Dentro, había demasiados cuartos, no tan grandes, pero lo suficientemente espaciosos para una persona. Estaban protegidos por un cristal con un grosor considerable y habían reunido lo necesario para la comodidad del grupo de científicos. Todo aquello había sido financiado por las familias y la cooperación del rey Hecteli, que previamente había avisado sobre los requerimientos mínimos de la expedición.
Fordeli se impresionó, todo lo habían realizado en tan solo tres días y medio, se notaba el poder adquisitivo de las familias, pero también su preocupación.
—Es más que suficiente —comentó—, también traemos nuestro equipo, por eso hemos tardado más de la cuenta, es cargamento delicado.
—Me alegro de que así sea, no se preocupe, pero por favor, ocupen sus recámaras y en cuanto estén listos, podemos hablar de lo que sea necesario.
—Cinco minutos —exclamó Fordeli para su grupo.
—¿Usted no irá?
—No hace falta.
Sus compañeros se retiraron y los guardias comenzaron a contar a las personas del pueblo, a los únicos que permanecían fuera de sus casas. Algunos se asomaban desde las bardas para ver, no al grupo de científicos, sino Néfereth, que lucía y brillaba despampanante ante los rayos del sol. Sabían de antemano que esos cabellos plateados y los ojos grises, solo eran característica de los Hijos Promesa, por lo que la impresión era evidente.
Los soldados apuntaban los números y detalles específicos, ya era un protocolo normal, bastante habitual y muy común; una costumbre entre los tres reinos.
—¿Dónde están los infectados? —preguntó Fordeli.
—En sus casas, bajo llave, no quisimos moverlos, tenemos mucho miedo —respondió Manfred.
—Entiendo ¿Cuántos son?
—Eran cuatro, uno se extravió.
—¿Se extravió? —cuestionó un guardia.
—Sí, se fue, corrió hacia el bosque y no lo volvimos a ver.
—¿No fueron por él?
Violette rio y resopló.
—Claro que no, si ustedes lo hubieran visto, créanme, tampoco lo hubiesen perseguido.
—Su esposa fue tras él, pero tampoco sabemos algo de ella —agregó Disdis.
Un silencio incómodo se apoderó del laboratorio, pero se vio interrumpida por la llegada de los científicos.
—Bien, les diré las normas que siempre llevamos a cabo. —Fordeli se sentó en una silla y prosiguió—: primero que nada, tenemos prohibido brindar información, solo si tenemos solución o alguna idea de lo que es, podemos mencionar detalles sobre la investigación, y primeramente sería enviado a Prodelis. Esto, porque no podemos alarmar a las personas y que se vuelva un caos, no queremos repetir lo que pasó con la peste de sangre.
La noticia no agradó, pero Disdis no mencionó absolutamente nada, verse involucrado en una discordia podía provocar el abandono de la expedición y se quedarían sin respuestas, pero también entendía que la enfermedad no era un juego, y pasara lo que pasara, ya estaban comprometidos con la investigación, pero ¿Para qué llevarlo a los extremos? Solo siguió escuchando.
—No queremos a familiares cerca —continuó—: no sabemos si es contagioso o no, y no recibirán visitas hasta que nosotros lo veamos conveniente. Deberán lavarse las manos, productos y todo lo que consuman, tomar distancia y evitar, aunque sea por tres días, el ir a sus respectivos labores, estas normas estarán vigiladas por nuestros guardias.
—Pero esto afectará en nuestra economía —respondió uno de los hermanos.
—Las fronteras se cerraron, solo servirán los salvoconductos, todos perderán dinero, pero no creo que quieras perder tu vida ¿Verdad? —De nuevo, Fordeli sonrió, aquella sonrisa provocaba una inexplicable incertidumbre.
—Pero...
—Prosigo —interrumpió, sin prestarle atención—: tendrán que aislar a la persona si presenta los síntomas que ya conocemos e inmediatamente iremos por ellos, pero tendrán que avisarnos, por favor, necesitamos información fresca, conocer los primeros pasos de la enfermedad, ¿Entendido?
—Entendido, señor, pero necesitamos dejar a los trabajadores verificados para la preparación de sus alimentos y algunas ventas de lo que ustedes requieran —mencionó Violette, que parecía haberse calmado tras la participación de Fordeli.
—Perfecto, no hay problema. Esto sería todo, si vemos alguna irregularidad se lo haremos saber, quédense tranquilos, tendremos todo bajo control.
—Gracias, señor Fordeli, es un gusto tenerlo aquí, cualquier cosa podemos comunicarnos a través del Naele, mi hija Violette se quedará a cargo del pueblo, ella tendrá acceso a las aves mensajeras. También avisará de las reglas a tomar y yo avisaré a los pueblos cercanos.
—Muy bien, un gusto, Violette. Trabajaremos muy bien juntos. Que le vaya bien, señor Disdis.
Disdis no había estado de acuerdo ante la decisión de su hija, pero sabía y entendía que Violette no cedería y que, por supuesto, sus otros hijos no eran capaces de mantener la situación. Con molestia e irritación partió del lugar con sus herederos, dejando solamente a la dama más valiente. Le dio una mirada de enojo, pero no se atrevió a decirle algo más.
Los Naele estaban preparados para cualquier mensaje. Rápidamente los guardias se dividieron por el lugar y los científicos comenzaron a trabajar, el objetivo prioritario era llevar a los enfermos a las nuevas zonas de cuarentena y evitar, a toda costa, otro contagio. Los alimentos serían investigados, no obstante, ya habían recibido documentos y exámenes de los científicos locales en donde se dictaminaba la limpieza de estos. Así, cerraban puertas de investigación y solo se centrarían en cosas mucho más específicas, como las Minas Siamesas. Fordeli estaba seguro de que, probablemente, la enfermedad había surgido de allí, pero todos los infectados eran ajenos al trabajo de minería. Sería complicado, muy complicado.
Violette tocó una campana en una pequeña plaza al costado del mercado. Poco a poco algunos residentes comenzaron a salir.
—Voy contigo —mencionó Dafne.
—No, mamá, quédate aquí, por favor.
Yaidev salió y se colocó detrás de la multitud, visualizó su entorno y contó cinco soldados de Prodelis; tres damas y dos caballeros, arrugó su entrecejo al no encontrar el sexto y último varón.
—Queridos residentes de Amathea, como ya saben, llegó un grupo de científicos y nos ayudarán con este proceso. Nos han pedido cooperación, así que les diré las reglas que tenemos que llevar a cabo ¿Entendido?
La gente asintió, y mientras unos dudaban, otros daban gracias de saber que llegaría una solución.
Yaidev escuchaba con atención, los requerimientos eran razonables, salvo uno: no habría visitas, de inmediato supuso que tampoco habría información.
—Yaidev —exclamó Violette y no le fue difícil encontrarlo entre la multitud—, ¿Podrás estar a cargo de las tiendas tú solo? Necesitamos de tu eficacia.
El joven dudó por unos momentos, volteó a ver su hogar y pensó en su madre.
—Sí, puedo hacerme cargo —musitó.
—Perfecto, muchas gracias Yaidev, entonces ya saben qué hacer y por favor, cumplan con lo que se les pide. Ahora, a sus casas.
El palacio permaneció cerrado por dos días y nadie entendía la razón, pronto los residentes se dieron cuenta del cierre de las fronteras, aunque solo parecía ser por parte de Drozetis. De nuevo, comenzaron las teorías y las quejas, conocían muy bien que su rey pudo haber hecho del reino un próspero lugar, pero nadie descartaba que estaba loco y que sobre exageraba todas las cosas. Ya sabían lo que vendría, una nueva etapa de paranoia y leyes degradantes en donde los únicos afectados, eran ellos. Pero ¿Cuál era la razón de su nueva obsesión?
—¡Pásame una toalla! —gritó el rey Haldión desde su enorme y lujoso baño, su voz con eco retumbó en toda su habitación.
Rápidamente un joven llevó el paño que había pedido, el hombre sacó su brazo flácido y se lo arrebató de las manos.
—Es la tercera vez que se baña en el día —susurró una mujer, sirvienta de su castillo.
—No sé qué demonios le pasa, otra vez empezará y no sabemos por qué —respondió otra dama vestida de la misma manera.
—¿Por qué se encierra así?
—¡A ustedes no les incumbe nada, lárguense a trabajar! —exclamó un guardia asomándose detrás de ellas, las pobres mozas salieron despavoridas, si aquel hombre decía algo, sus vidas estarían en riesgo.
Haldión salió con una velocidad pasmosa, el joven sirviente lo vistió con mucho esfuerzo, y dejando caer por accidente una de sus prendas, recibió una bofetada que le rompió el labio inferior. Cayó al suelo lustrado y se llevó la mano a su rostro, sin embargo, no dijo nada, agachando la mirada, inmediatamente sus ojos se vidriaron, pero ni estando tan loco derramaría una lágrima.
—¡Eres un inútil! —Haldión dio media vuelta, abrió sus puertas con brusquedad y se dirigió al balcón de su castillo.
—Rey, un gusto verlo de nuevo. —Su consejero lo esperaba afuera de su recámara.
—Cállate, Russel, necesito dar un mensaje al pueblo.
—¿Sobre la enfermedad? —preguntó, curioso.
—¿Y de qué más sería, imbécil?
El consejero rodó los ojos a espaldas de su rey y se alejó unos metros.
—Rápido, toca la campana y la trompeta —ordenó.
Un guardia salió junto a él, tocó una gran campana y segundos después la trompeta, era señal de que el rey daría un discurso. La gente estaba ansiosa, no tardó mucho tiempo para que la plaza central —aquella en donde incineraban decenas de cuerpos— se llenara por la intriga y la morbosidad.
—¡Una nueva peste ha surgido! —gritó con intensidad—, necesitamos protegernos, ningún hombre o mujer, ni trabajador o turista viaje a Inspiria, de nuevo, la enfermedad ha brotado de ese apestoso y pecador reino.
El tumulto de personas compartía murmullos, incertidumbre y miedo, pero las palabras del rey siempre fueron ciertas, y no sabían a qué medida aquello sería tan peligroso.
—Tomaremos los mismos protocolos que manejamos en la peste de sangre. Si tienen los síntomas de fiebre, piel enrojecida, café o verdosa, vómito y ojos amarillentos, serán ejecutados en la plaza para evitar la propagación. —La reacción de su pueblo no fue la que esperaba, pero ¿Acaso le importaba? Por supuesto que no—. ¡Laven todo, no salgan de sus casas! Lo demás se lo compartirá el consejero, cualquier duda, con Russel. —Rápidamente regresó y cerró la puerta tras de sí, dejando a un grupo de personas sin saber qué hacer y con cientos de preguntas sin responder—. Russel, hablaremos y te harás cargo del pueblo.
—Señor, no me ha querido comentar nada desde que vino de la Cámara.
—Ahora te diré, solo siéntate.
Era una habitación digna de una princesa, el papel tapiz de tonos azulados combinaba a la perfección con el suelo parecido al mármol, las extensas cortinas caían como cascadas cubriendo con solemne timidez el sol de la mañana. El frío recorría la recámara, pero el sudor no cesaba. Dos cuerpos desnudos se compenetraban. Los gemidos de una mujer irrumpían con el sutil silencio y al finalizar el acto, el caballero tomó un cigarrillo, recostándose sobre el costoso somier.
—Estuviste maravillosa —susurró en su oído, y exhaló el humo retenido.
—Lo sé —respondió, conocedora de su talento—. ¿Ya te vas?
—Lo siento, tengo guardia, además, por cómo está la situación, no debería estar aquí, ten en cuenta que me escapé.
—¿Por eso duraste tan poco? —agregó, y el caballero se tensó. Caminó al espejo del baño que estaba pulcramente ordenado y cuando se observó, sintió vergüenza—. ¿Qué? —preguntó la dama, creyéndose inocente ante la ofensa dada.
—Olvídalo. Después de Néfereth, yo soy el segundo guardia del rey al mando y no tendré mucho tiempo. Por cierto, lo han enviado a un suicidio, pobre, espero que esté bien.
—Ustedes son unos imbéciles, se pueden ir días, semanas y hasta años con tal de agradar a un simple hombre, dejando a las doncellas solas y en peligro. Además ¿De qué te quejas? Si él no hubiera ido, tú ocuparías su lugar y no estuvieras aquí.
—En parte tienes razón, pero no te olvides de que tenemos responsabilidades y una ley que cumplir, incluso por ese gesto de "agradar", es que tienes todo lo que ahora tienes. Te recuerdo que mi compañero es el favorito del rey, así que lo enviarán primero a él antes que a mí para cualquier misión.
—Yo solo puedo escuchar que sientes celos, Ur, pero solo te rectifico que me merezco todo lo que me den. En fin, que te vaya bien. —La mujer se cubrió con una sábana para dormirse de nuevo.
Ur mordió fuerte, sintió una ligera molestia, pero sin decir nada tomó una ducha, se colocó la pesada armadura y salió de la mansión.
—¿¡Pero qué demonios es esa cosa!? —gritó uno de los científicos al ver a un bebé sobre la camilla.
Todos los que estaban dentro del almacén quedaron aterrorizados, la pobre madre había dado sin problemas a su hijo, apenas un recién nacido. La enfermedad lo había atacado, e incapaz de mantenerlo en su hogar, decidió entregarlo. Ante la vista de cualquier persona, aquello resultaría inhumano, sin embargo, ya no sabían lo que era, pero todos estaban de acuerdo en algo: no era un niño.
Néfereth estaba en la entrada del almacén, escuchando con cautela las noticias de Fordeli, que no eran buenas.
—Dios mío, las fotos me mostraban solo la piel, pero esto... esto se me escapa de las manos.
El caballero frunció el ceño, si uno de los mejores científicos le decía esas palabras, no sabría dónde encontrar respuestas.
—Ven, te mostraré.
—Lo sigo.
Fordeli abrió una cortina pesada que reposaba afuera del cristal de la primera habitación, no obstante, Néfereth no vio nada.
—¿Dónde está?
—Debajo de la cama —respondió, señalando hacia el suelo.
La vio y la piel se le erizó al instante. Lo observaba sin parpadear y el sentimiento que embargó su ser fue similar a la muerte. Ivone, la hermana de Janis estaba agazapada, con las piernas a los lados de su cabeza, ni él entendía su postura, pero sus ojos no eran los de ella. Sintió un vértigo profuso, y con tremenda calma, le sonrió. Ya no tenía dientes, solo era una mezcla de baba, la pus de sus llagas, y costra.
—¿Qué le pasa? —preguntó, después de tragar saliva, llevando por inercia la mano derecha a su espada.
—Los síntomas son los mismos, pero lo más extraño es que no parecen ser ellos, pierden toda conciencia, toda razón. Te hablan, no obstante, sus familiares me dijeron que no son sus voces. Sígueme. —Fordeli cerró la cortina y prosiguió al segundo cuarto.
—¿Qué pasó con los padres de esta chica?
—Están deshechos, según me informan, iría a una universidad de Prodelis, había sido aceptada por la institución. Están cooperando ¿Y cómo no? Solo observa la situación en la que están. Él se llama Christopher, al igual que la joven, tiene veintidós años, él trabajaba en el campo junto a su padre, tenía una novia, y no se sabe nada más de él, sus padres alegan que era alguien muy alegre, buena persona y que ayudaba a los demás.
Néfereth guardó silencio cuando lo observó, estaba hincado en un rincón, mirando hacia la pared.
—¿Por qué ninguno está en sus respectivas camas?
—Son muy fuertes, estamos considerando encadenarlos, pero impediría mucho el trabajo con las agujas y no estaría bien para nuestra profesión y ética.
—Parecen idos, ¿Por qué?
—No lo sé, lo único que hemos podido identificar, es que cuando una sola persona entra a la habitación, estos se empeñan en dañarlos, o les hablan, pero si entran de dos a tres científicos se comportan de una manera más tranquila.
—¿Qué dicen? —cuestionó, sin apartar la vista del cristal.
—Cosas como: "Ven, sígueme, te conozco" o cosas parecidas. —Fordeli se secó el sudor que recorría su frente, se notaba cansado y muy preocupado.
El científico cerró la habitación y se dirigió a uno de los cuartos más lejanos del almacén, Néfereth se sintió intrigado. Observó para todos lados, pero solo había tres luces prendidas.
—¿Adónde vamos?
—Al caso más especial de todos.
—¿Pero qué demonios? —exclamó el caballero dando un paso hacia atrás, era la primera vez que algo lo hacía retroceder. El entumecimiento llegó a sus piernas, seguido de un hormigueo en su estómago.
—Es terrible.
El recién nacido estaba de pie sobre la camilla, no había nada que lo mantuviese firme, salvo sus piernas. Miraba fijamente hacia su dirección, sus ojos amarillentos y una sonrisa que llegaba hasta sus oídos, casi le paralizan el corazón. Tenía sus manos cruzadas a la altura de su estómago y las llagas invadían todo rincón de su cuerpo.
—Es lo más aterrador que he visto en toda mi vida...
—Lo sé, pero no sé por qué está así, ningún niño, jamás, haría algo como eso.
—Señor, eso... eso... eso no es normal, todos aquí... —comentó un científico.
—Jax, cálmate, necesitamos seguir investigando.
—Pero, señor, me habla, mire sus ojos, tan profundos y lejanos, es como un hombre dentro de un niño, ¿Qué clase de enfermedad hace eso? Mire cómo se sostiene, es solo un recién nacido, jamás podría hacer eso, dios nos abandonó. Marta dice que ese bebé le habla sobre su familia, es un maldito demonio...
—¡Cálmate, Jax! Solo sal de aquí y haz tu trabajo, tomen un descanso de cinco minutos. —La habitación se llenó de silencio e inconformidad, ninguno podía explicar lo sucedido y ante las palabras del científico, nadie tuvo respuesta. Con miedo y rapidez abandonaron el laboratorio—. No sé qué sea... —Fordeli se llevó las dos manos a la cara, frotándose hasta llegar a sus cabellos—. Tengo miedo de no encontrar una cura, tengo...
—Señor, la encontrará, solo tenga paciencia.
—No lo sé, las investigaciones no sueltan ninguna enfermedad, están sanos. Por ahora solo nos queda investigar las minas y rezar a los dioses de que allí encontremos la solución. —Néfereth guardó silencio—. No te preocupes por mí, solo son momentos de tensión en los que necesito respirar un poco para volver con más fuerza. Puedes retirarte.
—¿Estará bien?
—Sí, estaré bien.
El caballero asintió y con rigidez dio media vuelta. Caminó por todo el almacén teniendo la sensación de ahogo en todo el trayecto, su corazón se aceleró, algo lo estaba viendo. Abrió con rapidez, casi sin observar por dónde caminaba, pues el sol llegaba directo a sus ojos y el miedo gobernaba su espalda.
Un sonido tosco se escuchó, junto a uno metálico de la armadura. Néfereth se llevó la mano a su frente para tapar la luz, y vio a un joven tirado sobre el suelo. De inmediato sus collares, joyas, pulseras y aretes cautivaron su atención. Las alhajas no eran comunes en Inspiria.
—Fíjate por dónde caminas —comentó, pero en su tono de voz no había ningún reclamo.
—Perdón, señor, creo que ambos estábamos distraídos, no es la primera vez que golpeo a alguien el día de hoy. —Yaidev se levantó sacudiendo el polvo de su ropa, su piel bronceada relucía entre los pequeños destellos de sus amuletos.
El caballero lo observó unos segundos, era más alto que el promedio, quizá mediría 1.83, con cabello castaño, ojos color miel, moreno y con un olor sutil a canela.
—¿Eres mago? —preguntó, con genuina intriga.
—¿Yo? —respondió Yaidev, y al ver los ojos grises del hombre frente a él, se detuvo un momento—. No, no soy, bueno, sí, un poco... ¿Tú eres un Hijo Promesa?
—Sí. —Asintió levemente y observó cómo en las pupilas del joven, un brillo se manifestó.
—¡Vaya, es increíble! Son más altos de lo que creí... Perdón, yo, yo nunca había visto uno, solo sabía que tenían las mismas características.
—¿Dónde conseguiste esos amuletos? ¿Los compraste?
—No, yo los hice.
—¿Tú los hiciste? Están muy bien logrados —respondió, mientras observaba con detalle uno de sus dijes, era hermoso—. ¿Con qué material los creas?
—Con simples tapas de envases, y... gracias.
—¿Y cómo conoces los símbolos?
Yaidev miró a su alrededor, algunos soldados los observaban y al instante se sintió incómodo.
—En un libro que me obsequió mi padre... —mencionó, casi en un susurro.
—¡Hola! —gritó Violette, los dos varones la miraron al mismo tiempo.
—Buen día, señorita.
—Buenas, Néfereth, te requieren en las recámaras de los doctores.
—Pero yo... —Se detuvo, su vista viajó de un lado a otro y entendió—. Claro, linda tarde a ambos.
La joven capataz miró al horizonte hasta que la espalda del Hijo Promesa desapareció.
—¿Necesitas algo, Violette? —Yaidev solo rio, estaba apenado.
—No, no... yo solo venía a saludarte...
—¡Señorita Violette! ¡Señorita! ¡Viene otra enferma! —gritó su guardia, detrás de él le seguía una multitud que ella desconocía, al parecer, eran de otro pueblo.
Los gritos provocaron que los investigadores salieran de las recámaras y ayudaran de inmediato. El uniforme en tonos verdosos y grisáceos tapaba por completo sus cuerpos, en sus espaldas llevaban una pequeña máquina que se conectaba en la parte superior del traje, justo en la cabeza. Lucía aterrador, pero estaba hecho de los mejores materiales y la avanzada tecnología de Prodelis.
Violette, Yaidev y Néfereth se acercaron al instante, pero lo que vieron sus ojos era difícil de creer. La mujer que era transportada en una camilla gritaba de dolor. Su vientre estaba abultado, quizá tendría de ocho a nueve meses de embarazo, no obstante, se revolvía con violencia en su interior.
Fordeli la observó y el cuerpo de la joven lucía normal, sintió un miedo terrible cuando supo que lo que estaba enfermo, era su hijo.
—¿¡Por qué me habla!? —exclamó la madre, aferrándose a los trajes de los científicos y gimiendo de dolor, no estaba lista para dar a luz, pero ella sentía que aquello la reventaría en dos.
—¿¡Te habla!? —inquirió el médico, incrédulo ante lo que escuchaba.
Yaidev quedó paralizado, el bulto que se retorcía dentro ciertamente hacía ruidos extraños y grotescos. El aire se le esfumó, incluso pudo escuchar a su corazón detenerse por un momento.
—No sé qué mierda está pasando. —Violette colocó sus manos en su rostro.
—¡Néfereth, ingrésala a la habitación cuatro! —gritó Fordeli, sabía que el único que podría moverla sería él, pues no solo forcejeaba con extrema fuerza, sino que pesaba en demasía.
Néfereth no tardó ni un segundo en tomarla en sus brazos, la mujer se aferró a ellos mientras apretaba sus hombros a causa del intenso sufrimiento. Sus gritos y la mezcla de los extraños sonidos erizaron la piel del caballero. Sabía perfectamente que podía contagiarse, pero estaba preparado, para eso había entrenado toda su vida.
No tardó mucho tiempo para que las personas del pueblo se aglomeraran, algunos no podían creer lo que veían, era espantoso. Cientos de murmullos, gritos, oraciones, alaridos y dudas comenzaron a surgir. La gente buscaba respuestas y ninguno estaba preparado para darlas.
—¿Pero qué está pasando? —preguntó el padre de Ivone a las puertas del laboratorio, mientras Fordeli y dos guardias más la custodiaban.
—No sabemos, entienda, señor, no hemos tenido mucho tiempo para investigar, por favor, mantengan la calma.
—¡Pero tenemos a nuestros familiares allí!
—¡Y haremos todo lo posible para salvarlos, lo juro por mi vida! —Fordeli gritó y el pueblo pareció entender. La determinación en aquellos ojos sorprendió a más de uno.
Las puertas se cerraron y enseguida un silencio embargó todo el lugar. Dafne observaba desde el interior de su casa el estrago, no sabía lo que estaba pasando, pero era horroroso.
Los gritos ahogados de la joven madre se escuchaban al interior del almacén, junto a órdenes del médico principal. Era una batalla que se libraba al interior, un exorcismo.
Fordeli suministraba algunas inyecciones, medicamentos y otras sustancias, mientras el amasijo que se acumulaba en su vientre se revolvía dentro de ella.
—¡Miren! —gritó un compañero, señalando el estómago de la mujer.
El rostro del bebé resaltó en la piel verdosa, sonreía con descaro, su cabeza era enorme y sus manos hacían el intento desesperado de hacer una salida. Nadie estaba preparado para lo que veían.
Néfereth salió de la recámara con un dolor en su sien y con el corazón agitado a mil por hora. Respiró fuerte y agitadamente solo al cerrar la puerta tras de sí, pero su calma no había llegado, pues los otros enfermos aplaudían y gritaban de placer. Lo más retorcido fue ver al recién nacido de pie sobre la cama, observando con orgullo desde el fondo del almacén. El caballero sintió un entumecimiento en sus piernas, pero con toda la voluntad que le sobraba, se acercó y corrió la gruesa cortina. De inmediato, los gritos cesaron y solo se escuchaban los lamentos de la nueva paciente.
Tardaron algunos minutos antes de poder sedarla por completo, uno de los científicos quedó tomando y registrando los datos, mientras sus compañeros lo observaban para cualquier inconveniente.
Fordeli estaba casi de manera inconsciente sobre una banca cerca de una de las ventanas del hangar, se había quitado la máscara y miraba al suelo sin ningún gesto.
—¿Está bien? —preguntó Néfereth.
—No... la mujer es proveniente de uno de los pueblos cercanos al estrecho Sutra, no tiene nada qué ver con la mina. —Tomó aire y prosiguió—: Es que simplemente no puedo creer que los resultados no arrojen nada, no sabemos lo que es, qué lo provoca y cómo se propaga, no sabemos nada. —Su voz se fue apagando a medida de sus palabras.
—Señor, confío en usted. No puede ser hoy ni mañana, pero le aseguro que la encontrará.
—¡Señor Néfereth! —exclamó un guardia a las afueras del almacén. El Hijo Promesa salió rápidamente.
—Encontramos a este muchacho merodeando en una de las ventanas del laboratorio ¿Lo asesinamos? —cuestionó.
Néfereth observó a Yaidev, que no parecía preocupado.
—¿Qué dices ante esto? —preguntó con curiosidad.
—Es cierto, quería escuchar, porque no tenemos ninguna respuesta y creo que debemos saberlo. Todo el pueblo puede morir y seguirán sin decirnos nada, tengo a mi madre y no quiero que nada le pase.
—¡Respeta las reglas! —reprendió el guardia, mientras lo empujaba con fuerza hacia la calle.
Yaidev se levantó de inmediato y colocó sus manos sobre el pecho metálico del soldado, por un momento, sus palmas se iluminaron y logró aventar al hombre unos cuantos metros, al instante, el guardia llevó su mano a la empuñadura de su espada.
—¡Basta! —el grito de Néfereth inundó el lugar—, ¡Soldado, ¿Hace cuánto tiempo que no pelea?! —preguntó y el hombre no entendió nada.
—Señor, yo... ¿Por qué?
—Mire de dónde quiere tomar su arma.
El guardia observó que su espada estaba al otro lado de su cadera. La vergüenza se apoderó de él y quedó callado.
—¿Cómo te llamas?
—Yaidev —respondió.
—Escucha, Yaidev, todos tenemos familia, sin embargo, estamos aquí, arriesgando nuestras vidas. Admiro tu valor, pero bien sabes que esto se puede pagar con la muerte. Regresa a tu casa y no molestes más. —Néfereth hizo un gesto con su mano para que se fuera y junto a este, un guiño. El joven botánico respiró profundo y entendió el mensaje.
—Lo siento, está bien, una disculpa.
Yaidev entró a su casa con cierta duda, tenía muy claro que los soldados, todos, eran crueles y abusivos, pero él parecía ser diferente.
—¿¡Qué crees que estás haciendo!? —reclamó su madre solo al verlo entrar.
—Mamá, no podía dejarme, ¿Cómo sabremos si no presionamos?
—¡Te pudieron haber matado y hubiera resultado lo mismo! Si de verdad quieres protegerme, deja de meterte en problemas. Eres igual que tu padre de explosivo, necesitas controlarte, estaremos bien, pero aprende a confiar. Esos soldados te pueden hacer daño, por favor... —Dafne llevó la mano a su boca para evitar llorar.
—Lo siento... pero ese caballero, el Hijo Promesa es...
—¿Qué dices? —cuestionó, en verdad no lo había escuchado.
—Nada, olvídalo.
La noche llegó y los gritos ya no se escuchaban. Los pueblerinos seguían respetando el toque de queda, sin embargo, Yaidev ya se encontraba caminando hacia uno de los laterales del almacén, había procurado que ninguno lo viese, y tuvo éxito.
—¿Violette? —preguntó al ver a la capataz de puntas sobre una de las ventanas.
—¡Santo Dios! —exclamó, llevándose una mano al pecho—, ¿Quieres matarme de un susto?
—¿Qué haces aquí?
—¿Tú qué haces aquí?
Ambos guardaron silencio, Violette resopló moviendo uno de sus cabellos.
—No pensé que estaría aquí. —Yaidev no pudo evitar sonreír.
—Shhh, calla, calla, en realidad es normal querer saber ¿No es así? Supe que te metiste en problemas, si sabes que pudiste haber muerto ¿No? Parece que no conocieras las leyes de la Cámara.
—Las conozco, es solo que me enojé y no podía permitir que me tratara así, tenemos todo el derecho de saberlo.
—Es cierto, pero las reglas ya se habían dado y todos estuvimos de acuerdo. —Violette se cruzó de brazos—. Pudiste habernos metido en un problema.
—Lo lamento... Por cierto, ¿Cómo ganaremos nuestro dinero?
—Las familias les pagarán con alimentos, viáticos completos, no se preocupen por eso, pero, por favor, no digas nada, no queremos más conflictos. —La joven tragó fuerte, en su rostro había firmeza, pero era claro que tenía miedo y preocupación.
—Lo siento y gracias, solo espero que podamos salir de este problema.
—¿Sabes qué? Mejor regresemos, ¿Qué te parece? —Violette sonrió.
—Está bien, regresemos...
—¡Anda pues, levántate! —La capataz gritó, sin embargo fue comprimido para que solo Yaidev lo escuchara.
Velglenn vivía a orillas del Bosque Olvidado, su casa se alzaba unos cuantos metros sobre el suelo, parecido a una torre de vigilancia.
La madera crujía, las ramas de algunos árboles chocaban con sus ventanales y el sonido del aire irrumpían con brusquedad aquel hogar. No obstante, el mago estaba acostumbrado.
Como de costumbre, estaba sentado frente a su altar; una mesa de cemento, en ella se encontraban decenas de plantas, pociones, brebajes, y amuletos en formas extrañas. Mezclaba delicadamente una pasta, y un olor a podrido se apoderó de sus fosas nasales, de inmediato observó el recipiente, pero no vio nada, buscó entre sus condimentos algo que pudo haber emanado el olor, sin embargo, lo había hecho cientos de veces ¿Cómo pudo haber fallado esta vez?
Asomó el frasco a la luz de las tres lunas y el color que miró lo hizo retroceder unos centímetros, era verde con una mezcla de amarillo y marrón, por supuesto que no era la correcta, debía de ser roja.
Arrugó su entrecejo y colocó la extraña combinación sobre el altar. Sus ojos vieron con más detalle sus objetos; sus plantas, hojas, ramas y raíces, ya se estaban pudriendo, no entendía cómo, pero no era normal. Todo lo que él utilizaba duraba de semanas a meses. No pudo evitar sentir un escalofrío.
La tierra no estaba bien, algo le estaba diciendo y él no parecía entender. Apretó sus puños sin comprender demasiado y dejando todo a un lado, prefirió dormir, quizá solo estaba cansado.
Se despertó a medianoche, el sudor corría por todo su cuerpo y no podía contenerse. Su respiración era agitada, era como si cientos de kilos oprimieran sus pulmones. Se levantó de golpe, miró a todos lados y escuchó miles de gritos por debajo de su hogar. Rápidamente se asomó al gran ventanal y observó a decenas de personas estáticas en la calle. Las antorchas iluminaban con vehemencia y sus sombras jugueteaban al ritmo de las flamas. Dejó de escuchar los alaridos, pero por más que intentaba vislumbrar sus rostros, solo podía ver unas manchas negras.
Velglenn salió de su hogar, bajó las gradas y se acercó poco a poco. El llanto de un bebé cautivó su atención, buscó por todos lados hasta dar con el lugar exacto. El sonido provenía desde la plaza. Y lo vio, el recién nacido colgaba de una de las vigas metálicas, la soga rodeaba su dócil cuello y un hilera de sangre caía de él.
Su estómago se estrujó, sintiendo el calor recorrer rápidamente toda su piel.
—¡¿Qué mierda hacen?! —gritó, y al unísono, en solo un segundo, todos los rostros voltearon a verlo. De nuevo, sintió un terror indescriptible.
Sin poder decir nada y no resistir las miradas, aunque no las viese, dio media vuelta, seguido de chocar con un muro; era imposible, no debería de estar allí, pero cuando abrió los ojos estaba frente a él. Era el rostro de un bebé que ocupaba gran parte del lugar, sus ojos dieron vuelta cual muñeca de plástico, mientras poco a poco desaparecían para hundirse en lo más oscuro de sus cuencas. Sonrió solo al verlo y dejó mostrar su dientes, siendo los de un adulto promedio.
Velglenn gritó del terror y abrió los ojos, las tres lunas lo observaban por la ventana, tragó fuerte, sudaba frío, tenía erizada la piel y sensaciones extrañas. Jamás había soñado algo como eso, se sintió vacío y con una preocupación que se apelmazaba en su pecho. Tanto, que parecía estrujarle el corazón.
El Rey Hecteli caminaba por un largo pasillo, llevaba la mirada hacia el suelo y una mano en su barbilla. Pensaba en la enfermedad, en las imágenes que rondaban en su cabeza, en el miedo que le provocaba. La peste de sangre había sido diferente, pero esta vez, algo dentro de él no le permitió sentir paz.
Cruzó una puerta de gran grosor, seguido de otra, otra, otra y otra, hasta dar con una de color rojo, aquello parecía un laberinto, pero él conocía muy bien el camino. Dentro de la triste, desolada y alejada habitación, estaba la mujer de su vida.
—Amor, amor ¿Cómo estás? —preguntó.
—Aburrida —musitó, sin apartar la vista de una diminuta ventana—, ¿Cómo quieres que esté?
—No digas eso, corazón, solo te estoy protegiendo, ya te platiqué el porqué.
—Pero desde que nos casamos he estado encerrada, el pueblo creerá que estoy muerta.
—No, claro que no, ellos saben que te amo, que te cuido y que siempre estás gozosa de estar aquí.
La hermosa joven suspiró. Su cabello parecido a la seda caía sobre sus hombros, tenía una figura impactante, piel blanca y ojos verdes, era divina por donde se le viese.
Hecteli había buscado por todo el reino a la mujer de sus sueños, no tardó demasiado, pues la hija de un familiar cercano era lo que él estaba esperando.
La secuestró solo al ocupar su reino, sin embargo, ella estaba a punto de casarse con otro hombre, un simple soldado, pero antes de hacerlo, su pretendiente falleció en circunstancias extrañas. Meses después fue obligada a casarse con Hecteli. La familia cercana aceptó el regalo, una gran suma de dinero a cambio de su hermosa hija. La pobre joven se casó con dieciséis años y, hasta ahora, ha pasado el tiempo sumergida en aquella habitación.
—Hay otra enfermedad —comentó, preocupado.
—¿Cómo la peste de sangre? ¿Peor?
—Mucho peor, ya he enviado a mis soldados y científicos, espero que encuentren una solución y que sea rápido.
Escuchó sus palabras y algo en su pecho se estrujó, sabía que no habría esperanza de ver el firmamento, de observar los árboles, disfrutar del viento de la mañana, y volvió a bajar su mirada. Lejos estaba la posibilidad de hacer lo que tanto deseaba.
—¿Qué pasa con la gente? —inquirió, sin demostrar emoción.
—Ellos ya saben, pero no quise alarmarlos, he hablado con tranquilidad y parece que lo han entendido, confían en mis hombres y eso es más que suficiente.
Fordeli descansaba sobre su escritorio, cerca de las habitaciones del almacén. Hasta escuchar con intensidad un ruido que lo despertó por completo, vislumbró con el rabillo de su ojo un movimiento en las cortinas del último cuarto.
Cuando pudo discernir las siluetas, observó a uno de sus científicos dentro de la habitación.
—¡¿Jax, qué haces?! —gritó, solo al ver que su compañero sostenía al recién nacido de su cabeza, y en su mano derecha, tomaba fuertemente un cuchillo.
Le había traspasado el corazón, y el cuerpo del bebé parecía haberse desinflado.
—Lo siento... —respondió, y cuando sus miradas se cruzaron, parecía un desquiciado—, pero no podía dejarlo vivo, me habló, me hablaba a todas horas.
—¡¿Qué hiciste?! —preguntaba una y otra vez.
—¿Cómo sabía de mi esposa? ¿De mis hijos? ¡Están malditos!
Las quejas levantaron a los demás médicos, que tampoco daban crédito a lo que veían.
—Jax... —comentó Fordeli, sabía que no terminaría nada bien.
—Maldito, era un hombre, un hombre, era un hombre, no era un niño, era un hombre...
Sus compañeros le arrebataron el arma blanca y el cuerpo flácido del infante, tuvieron que sedarlo, pues no podía controlarse.
—Señor... —añadió Néfereth al verlo salir del hangar.
—Yo... no sé... si no nos enfermamos, enloqueceremos. —Fordeli cerró los ojos, los apretó con fuerza, pero al abrirlos, seguía ahí.
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