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Capítulo 17 - Heikegani.

Salió con dificultad desde la pared de la caverna. El golpe propiciado por la enorme bestia había permitido que el lugar estuviera pronto a derrumbarse. Sus ojos avizoraron de izquierda a derecha, solo para darse cuenta de que el Bufón no estaba. Muy seguramente habría escapado, aglomerando gran cantidad de tierra a su alrededor, imposibilitando, aún más, el avance del caballero.

Se encendió en cuestión de segundos, mientras el haz de luz envolvía su armadura al unísono. No solo la hacía más fuerte, sino que le daba más durabilidad, tal y como su habilidad especial se lo aseguraba.

Quiso desenvainar su espada, pero recordó con coraje que no la tenía junto a él. De inmediato se posicionó en modo defensivo, esperando cualquier embestida. Así fue, un monstruo parecido a un gusano, baboso y viscoso se abalanzó a su brazo, el guardia pudo esquivarlo y tomarlo antes de caer, aplastando su cuerpo. Todas las vísceras salieron por sus ojos, seguido de recibir el ataque de otro ser malformado, este, por su parte, contaba con tres cabezas largas, así que optó por atacar las piernas del caballero. Fue una mala idea, pues el enorme hombre pudo patearlas sin problemas.

—Néfereth, podrás hacer lo que quieras, pero esta será tu tumba —aseguró el primer general de Járandax—, somos miles y podemos juntarnos cuantas veces queramos.

—No importa cuántos sean —afirmó, sosteniendo las cabezas de dos esbirros—. Mira a tu alrededor, es muy obvio que a tu líder le está faltando fuerza, ni siquiera la tierra se los está tragando. ¿Cuál es la desesperación del Bufón?

El ser miró hacia el suelo, repleto de un líquido anaranjado, muy diferente a la sangre; un fluido podrido y maleable.

El monstruo —que tenía el aspecto de una araña enorme— se llenó de ira, comenzando a lanzar estocadas con sus múltiples patas. Néfereth se defendía con su antebrazo, sonando chirriante por cada embestida, para luego notar que las extremidades se le quebraban dada la dureza de su armadura.

—¡No puede ser! —exclamó, con una mezcla de dolor. Y, al no tener sus patas delanteras, su rostro cayó de lleno en el suelo, quedando a su merced.

En tan solo un segundo de vulnerabilidad (pues estaba pronto a recomponerse), Néfereth clavó sus dedos en el cráneo expuesto, casi sin esfuerzo.

—Siempre me he preguntado si sentirán dolor o solo están actuando cuando pasa algo como esto —indagó, alzando el cuerpo del animal. Para cuando sus rostros se encontraron frente a frente, sin que la bestia dejase de gritar, este último lanzó su lengua, no obstante, su contrincante pudo esquivarla sin problema—. Son tan predecibles —bufó, harto de ellos.

Con la mano desocupada, encestó un golpe en el cuello ajeno, logrando una palanca con su propio brazo, cayendo su cabeza al suelo polvoriento. Ninguno de los fallecidos pudo devolverse a la tierra. La sangre y el olor trascendieron, era inhumano, pues cientos de maldecidos habían coludido en los mismos cuerpos, una y otra vez, por decena de días, y, al no poder regresar, aquello ya no podía ser real.

Cientos de seres empezaron a sucumbir en los puños del caballero, incluso daban sus golpes sin fuerza, solo caían directo a sus nudillos, prestos a morir, pues el Bufón ya no contaba con la energía necesaria.

Ni siquiera los cuerpos llegaban a formarse, a veces, solo se podía observar los huesos expuestos (que tampoco tenían la dureza de un hueso normal), con la carne podrida y las vísceras salidas.

Por supuesto que los Hijos Promesa son buenos en sus armas dictadas, no obstante, solo los verdaderamente capaces de soportar los entrenamientos, podían llegar a esos extremos. Consistía en colocarlos en cuartos pequeños, peleando entre sí, con las luces apagadas y el agua hasta el pecho. A muchos, la falta de aire les impedía seguir; otros, se sofocaban por la claustrofobia; o simplemente no podían igualar el ritmo de combate de sus contrincantes. Pero era muy sencillo determinar al líder: aquel que pudiera sostener los embates de esa magnitud.

No fue fácil para Néfereth, todos se exigían un perfeccionismo irracional. Las heridas en su cuerpo, los golpes y muchas otras cosas persistían diariamente. Su método de sanación —a pesar de ser mejor en los hijos de las tutoras— tenía que ser muy específico, de igual manera, tortuoso, pues eran sometidos a calores y fríos extremos, ceras calientes, algunas veces se utilizaba la trepanación, cauterizaciones con metales de plata, mezcladas con brebajes amargos, comidas secas e hidromiel.

—Respóndeme, Ágaros, por favor —pidió, mofándose de su reacción—. Dime una cosa, tú jodiste a nuestro rey, ¿No es así? —Y se levantó del trono—. Leyval me contó algunas cosas antes de partir. Es cierto que dejé que se llevara a Hecteli, y también a la reina... ¿Me estás escuchando? —El susodicho no reaccionó, la palidez en su rostro no se debía a la pérdida de sangre, sino a la situación tan apretada en la que se encontraba—. Si intentas hacer una magia tuya —intervino Argentum, notando el impulso detenido del consejero—, antes de que parpadees, tu cabeza estará en la punta de mi espada, así que no hagas nada, que te vas a morir, es obvio.

Ágaros sintió morirse sin siquiera experimentarlo, sus pupilas viajaron con rapidez hacia los recónditos lugares del castillo, no solo estaba arrinconado, también tenía una información valiosa y peligrosa.

—¿De verdad pensaste que te creería más que a Leyval? Estando él junto a nuestro rey, era muy distinto —prosiguió—: era un hombre sabio, o por lo menos, era decente. Sí, un completo inútil y un maldito secuestrador, pero dime, Ágaros, ¿Qué rey no tiene secretos? A la señora no le faltaba nada, pero ¿Qué querías lograr? ¿Qué quieres? ¿Cuál es el plan? Porque de verdad que no entiendo a gente como tú, son estúpidos a más no poder. —Y parecía tener un soliloquio—. Realizan un caos dentro del reino, pretendiendo escalar para poder controlar, pero ¿Qué planean reinar, un cementerio? Me parecen unas personas muy tristes, pero hagamos algo —se enserió—, te daré la oportunidad de que coloques tu cabeza en el escritorio, o si lo prefieres, puedo hacerte una ejecución pública. —Se llevó la mano al mentón, realmente interesado—. No me has respondido nada, ¿Cuál es tu verdadero nombre? ¿De dónde vienes?

—No puedo objetar nada de eso, tienes razón, Argentum... He medido muy mal las cosas.

—¿Tan siquiera las mediste? Me extraña, se supone que eres muy inteligente.

—No insultes mi inteligencia, ni mi conocimiento.

—No lo hago, solo estoy diciendo la verdad. Solo quiero recordarte que a donde quiera que vayas, estás perdido, ahora yo asumiré el mando de este reino, y tú te dirigirás a mí como "su majestad". ¿Cómo me vas a decir?

—Tú no eres el rey —enfatizó, pero se arrepintió casi de inmediato, cuando en el rostro ajeno desapareció la sonrisa—. Su majestad, si voy a morir, ¿Para qué me tortura de esta manera? Solo quiero saber una cosa, ¿Hace cuánto tiempo partieron?

—No sé, quizá quince o veinte minutos, no sé, Ágaros, ¿Acaso me ves cara de reloj? —Argentum se alejó del escritorio, para luego rodearlo y acercarse más al consejero, no obstante, la pequeña acción provocó el momento perfecto para la huida de la víctima, que había pegado un brinco enorme, desde el centro de la sala, hasta la ventana más cercana.

El caballero dio un paso hacia atrás al ver el acto tan atroz, creyendo que Ágaros, indudablemente, se había reventado, pues la altura era muy grande. Sonrió, algo incrédulo, seguido de acercarse unos segundos después, dispuesto a ver el cuerpo sobre el jardín, pero no vio nada.

—Vaya —comentó para sí, con la sonrisa impregnada—, este sujeto no es cualquier persona, prefieres molestar a otro. De igual manera, allá está Néfereth... donde quiera puede morir.

Se alejó, acomodándose la armadura y de inmediato prosiguió con las órdenes, que incluían la limpieza del castillo, mejorar la guardia, sacar las frutas, y, por supuesto, se prepararía para su discurso.

—¿¡Qué has hecho!? ¡Tengo que ir a máxima velocidad! —recriminó Rénfira, arrastrándose sobre suelos de Inspiria, iba tan rápido, que Ágaros tuvo que aferrarse de los pocos vellos de su cabeza—. ¡¿Hace cuánto tiempo salieron?!

—¡Deja de hacer preguntas estúpidas! —espetó, con dolor en todo su cuerpo, golpeándose con ramas, troncos y demás—. No podemos permitir que lleguen, tienen que morir antes de pisar ese podrido suelo. Ya ni siquiera sé qué es lo que estoy buscando, ¿No lo entiendes? El problema más grande ahora es Argentum. Me tienes que ayudar.

—¿Matar a un Hijo Promesa? Lo puedo hacer, cuando duerma.

Ambos afilaron los ojos al ver, en el horizonte, la pequeña carroza de Leyval.

—¡Allá están!

—Te acercaré y en cuanto puedas, córtale la cabeza, que yo me encargo de tragar a Hecteli y a Selena.

La Arrastrasa pareció transformarse, su velocidad aumentó y la sonrisa se le extendió hasta los pómulos, dejando entrever los dientes viejos y largos, tan podridos y apestosos como sufrir periodontitis.

No pudieron alcanzarlo, algo los embistió desde su costado izquierdo, era un animal grande y muy rápido. Ágaros salió volando unos metros, para luego rodar sobre el suelo lleno de piedras.

El sonido fue aparatoso, gutural y horroroso.

El consejero escupió sangre tras ser embarrado. Tratando de entender lo sucedido, sus ojos avistaron a una bestia enorme, que, con solo sus fauces, podía tragar la cabeza de su dios. Por suerte, Rénfira había logrado sacar de su cuerpo, dos manos, uniendo sus dedos con unas membranas interdigitales, sosteniendo la letal mordida.

—¿¡Quién es este imbécil!? —inquirió, aplicando todas sus fuerzas para evitar ser devorado.

—¡Es el estúpido de Naor! —respondió, viendo al cazador descender con una voltereta hacia atrás.

—¡Haz algo! —ordenó, siendo sacudido con estruendo.

Sacó dos brazos más, más cortos que los primeros, para intentar lastimar a su opresor, sin embargo, sobre el pecho de Canimbra relucía una armadura típica de Inspiria.

—Dale con todo —pidió—. Tú eres el consejero de Hecteli, mira dónde vienes a morir.

Se colocó de pie de inmediato, ver la sonrisa de Naor le provocaba un dolor en los testículos, más fuerte que la caída sufrida. No lo pensó dos veces, con su único brazo lanzó un hechizo hacia el suelo, empezando por agrietarse hasta los pies de su rival.

El hijo de Betsara esquivó el ataque, para luego introducirse en el frondoso bosque, no obstante, el mago se alejaba, quedando en medio de la calle; así tendría una amplia visión de su objetivo.

—De nada te servirá ocultarte, sal de ahí, si no quieres que queme todo el bosque.

—Pues hazlo —sugirió, desde la copa de un árbol; su contrincante no lo vio subir—. Por Dios, soy un cazador, ¿Cómo es que te llamas? —No recibió respuesta, al contrario, el consejero escupió una espina, que fue detenida por las placas en sus antebrazos—. Eres lento, o muy estúpido, yo paré las balas de ese imbécil y tú estabas ahí, ¿Lo recuerdas? Soy genial, ¿No lo crees? Pero mejor responde, ¿Qué es esa cosa?

—Eso no te incumbe, agradecido deberías estar de ver a un dios.

—Pues... —Naor bajó su mirada hacia la creatura siendo apresada por su bestia, las manos de Rénfira no eran lo suficientemente largas para poder zafarse de la mordida.

—¡Hazle algo! —gritó el mago con desesperación, al notar cómo su ser divino era revolcado en la hojarasca.

—¡No puedo! —vociferó, tosiendo, mientras de su cuerpo emanaba un color verdoso, un olor fétido que, pensaba, podría alejarlo.

—Es una pena que tu dios se esté enfrentando a un animal mítico, quizá el propio guardián del reino, mi Canimbra está capacitado para lo que sea. —Descendió de un solo salto, y vio a Ágaros alejarse unos metros—. Tranquilo, no pensaba atacarte, solo bajé para tener una pelea cercana, ¿No es lo que querías?

—Te mataré, maldito imbécil.

El mago lanzó un polvo intentando envenenarlo, pero solo sirvió para perderlo de vista, pues el cazador se encontraba agazapado cercano a sus pies, tomándolo del cuello y alzándolo en el aire, aunque este fuera unos centímetros más pequeño. Le apretó sin remordimiento, tronando la piel sobre su palma.

—¿Piensas que no sé pelear con magos?

Se le fue el oxígeno en segundos, y solo tuvo unos breves instantes para tomar desde su túnica una pequeña botella, bebiendo del líquido casi a la fuerza. Su cuerpo comenzó a inflamarse, acrecentando su masa muscular, hasta rebasar el radio del agarre.

Su instinto para alejarlo fue propiciarle un golpe, un movimiento sin experiencia que fue esquivado por Naor. Este último dio un contragolpe en el ahora marcado abdomen, sacándole, aún más, el aire de sus pulmones y provocando un vómito de tonos cafés, una bilis repleta de cosas extrañas.

Trató de recomponerse, pero los ataques no cesaron, de pronto, todo su cuerpo se sintió entumecido, por culpa de los nudillos prestos del cazador, no obstante, la cola de Rénfira encestó un latigazo en su costado derecho, aventándolo hacia los anchos troncos.

—¡Gracias! —exclamó Ágaros, sintiendo respirar.

—¡Hago lo que puedo! —bufó, zafándose, por fin, de la terrible y acaparadora mordida. Preparó un hechizo, una bola de fuego que lanzó hacia Canimbra tan solo al despegarse. El enorme animal dio un salto descomunal, apoyándose de los árboles, para luego volver a caer por su presa, pues la luz del poder había segado su posición.

La Arrastrasa movió su cabeza, evitando toda embestida, pero los colmillos de la bestia se enredaron en sus cabellos, arrancándoselos sin esfuerzo. Su único plan fue sacar más pelo, para así perder al animal, que seguía mordisqueando sin detenerse.

—Creo que eso fue una costilla —susurró para sí, verificando la gravedad del golpe—. Qué emocionante. —Se levantó, dándose cuenta que su rival se acercaba a gran velocidad. Su mano y parte de su brazo se llenaron de agujeros, lucían irritados y escamosos.

—¡Te voy a derretir la cara! —Un disparo se escuchó retumbante, la bala dio justo en su estómago—. Eso no me hará nada. —Ágaros comenzó a sanar la herida, pero su sorpresa fue mayor al percatarse de lo que llevaba en su interior.

—Es un Carnobius.

El mago gritó mientras el insecto le comía —con demasiada rapidez— sus órganos. Metió su mano tratando de sacarlo, olvidando por completo el veneno que escurría de sus dedos. Su piel comenzó a podrirse y cuando hubo desactivado su magia, otro proyectil se encarnó en su pierna.

El cazador rio con estruendo, al ver la desesperación ajena.

—No conocen nada de nosotros y eso les hará perder. —Jaló por tercera vez el gatillo. Ágaros se tiró al suelo antes de recibir un cuarto proyectil, y sacó su lengua envuelta de espinas, zigzagueando por el suelo. Su rival realizó acrobacias hacia atrás, hasta llegar a tal punto en que el ataque se detuvo—. Parece que hasta aquí llegas. —Y dejó caer un Carnobius. El consejero retrajo su lengua, viendo al insecto sobre ella, carcomiendo con voracidad, no teniendo más opción que cortársela.

—Maldita sea, tendré que recorrer a mi medallón, Rénfira —vociferó, levantándose con dificultad, al tanto de ver a su dios como una bola gigantesca de pelo, mientras el susodicho se hacía más pequeño para escapar de las mordidas.

—¡Cállate imbécil, estoy haciendo lo mío! —recriminó, huyendo del olfato agudo de la bestia.

Tenía clara su misión, se introduciría en el oído del Lupuspectra para reventarlo desde dentro.

—Ahora entiendo —razonó Naor—. ¡Orejas abajo! —ordenó, observando cómo se le movían hasta hacerse un pequeño triángulo.

—¡Ese imbécil! —rezongó, mirando al cazador con una ira abrazadora. Era ahora o nunca, así que optó por lanzarse hacia él, siendo tan pequeño, sería difícil que lo viera, no obstante, se paralizó de inmediato, pues entre los árboles percibió una enorme sombra, supuso que Naor también lo había vislumbrado, pues su mirada le erizó los vellos de su cuerpo alargado.

—¡¿Qué pasa?! ¡Lo tenías! —reclamó el consejero.

No se dio cuenta cuando Rénfira lo tomó de los pies, arrastrándolo por todo el bosque, cruzando la calle y perdiéndose hacia la costa. Los gritos de Ágaros se dejaron de escuchar y Naor sacó su cuchillo, preparándose para lo que sea.

—Canimbra, ¿Estás bien? —preguntó, sin dejar de ver hacia los árboles, juraba haber visto la sombra de algo muy grande—. ¿Lo has visto? —Su animal gruñó, agachando sus orejas y resollando; lastimado por las garras del ser divino.

Se sentó sobre la hojarasca, cansado y prosiguió:

—Así que ese es Rénfira... qué dios tan débil.

Yaidev iba rebotando dentro de la bolsa viscosa. Había vomitado un par de veces, casi ahogándose con la lengua ajena que apresaba su garganta. Todo se revolvió dentro del pequeño espacio, provocando un olor fétido, mezclado con los líquidos gástricos del animal.

Por poco cae inconsciente, sin embargo, comenzó un soliloquio, sintiéndose frustrado con la situación.

«No puede ser», se lamentó, «no puede ser que no pueda hacer nada si él no está conmigo, no sirvo para nada, no hago nada. Sé que me está buscando, y sé que esta cosa me lleva hacia un lugar que desconozco; es veloz, terriblemente veloz. ¡No te duermas, estúpido cerebro, es lo único que te pido!». Abrió los ojos de pura inercia, recordando de súbito las pocas enseñanzas de Velglenn:

—La energía es tan potente como el corazón de quien la domina, aplica lo mismo para la magia, ustedes los de Inspiria, tienen la ventaja de amar la naturaleza desde su nacimiento, especialmente tú, que eres un botánico. —Se paseó por un pequeño desván, repleto de herramientas y algunas flores secas, que Yaidev había usado tras su llegada a la capital—. Estudias las plantas, pero ellas te estudian también, entonces, qué mejor mago que tú.

El botánico se apenó. Que un reconocido mago se lo dijera, encendió dentro de él una llama que creía nunca iba a prender. Con los ojos llenos de fulgor, siguió escuchando las palabras de su maestro:

—Empezaremos por el color verde, pues nuestra magia se divide por matices. ¿Conoces algunas leyendas de esta gama?

—No señor, sinceramente no.

—Dicha magia es letal para quienes conservan energía maligna, pero te puedes bañar con ella si tu corazón es puro, sanando, incluso, tus dolencias. —Se detuvo—. Nunca lo he intentado, la verdad, pese a que tengo un poco más de experiencia, considero que mi magia verde no es tan buena, además, no creo ser tan íntegro, pero déjame contarte un poco de la leyenda que recorre nuestras tierras: En los albores de la magia, nuestros magos descubrieron una llama de un verde profundo, oculta en el corazón del Bosque Lutatis. Se decía que esta flama, conocida como la Flama Esmeralda de Veritas, tenía el poder de discernir la verdadera naturaleza de aquellos que buscaban su calor. Para los corazones puros, ofrecía curación y renovación, destilando dolencias y pesares, pero para aquellos marcados por la maldad, se volvía un fuego voraz, consumiendo todo rastro de corrupción. Así, la Flama Esmeralda se convirtió en un símbolo sagrado de juicio y purificación. Muy difícil de aprender, no obstante, siento fervientemente que puedes lograr cultivarla y refinarla.

Yaidev frotó sus dedos, imitando los movimientos rememorados, hasta percibir las pequeñas chispas provenientes de sus yemas. La idea era simple: provocar una explosión que lo librara de su secuestrador. Sería ayudado con los gases gástricos del ser, y rezaría a quien fuera para evitar ser lastimado con su misma magia, esperando tener un corazón puro como le hubieron contado.

Se escuchó un estallido en la penumbra del bosque. La bolsa viscosa se infló a tal punto de reventarse, mientras los ojos de su raptor casi se salían de sus órbitas, rebotando con estruendo dentro de sus cuencas.

Miró su espalda que yacía abierta, expulsando líquidos de diferentes olores por el suelo húmedo y lleno de hojarasca.

—¡Muñequito de miel! —gritó, no viendo a su víctima por ningún lado—. ¡Muñequito de miel! —exclamó con más fuerza, agudizando su mirada hasta percibir los cabellos de Yaidev en la lejanía.

El joven se limpiaba de toda la asquerosidad que rodeaba su cuerpo, vomitaba por intervalos, sintiendo un sabor persistente y que muy difícilmente olvidaría. Corría como nunca lo había hecho, tropezando y golpeándose con las ramas traviesas de los árboles perennes. El Bogeyman se trepó a ellos, haciéndolos a un lado con terrible fuerza, despejando su camino y visión. Los vellos del botánico se alzaron al percibir la mirada sobre su espalda y el terror se apoderó de él al escuchar cómo aquello brincaba de tronco en tronco, sonando aguanoso y muy pesado.

Su respiración se apretó, obligando a sus pulmones a funcionar de manera sobrehumana. El miedo asolaba sus pisadas y el ser solo jugaba con él.

—¡Eres mago también! —hablaba, mofándose—, ¿Quién te enseñó, muñequito de miel? ¡No corras! Nos divertiremos juntos en las cuevas, Járandax siempre nos hace reír.

El monstruo se abalanzó hacia su presa, este último dio un salto hacia la nada, evitando ser atrapado de nuevo. Sus brazos se rasparon, su estómago se golpeó con brusquedad, pero no se detuvo allí, se tiró por una pendiente llena de rocas filosas, cubiertas de musgo y légamo.

Fue una extrema batahola, en donde los protagonistas eran los huesos del pobre muchacho.

El Bogeyman se metió a la tierra para evitar bajar por la ladera. Yaidev levantó su cabeza a duras penas, guiado solo por la inercia, por las ganas de huir y sobrevivir. Los hematomas se mostraron al instante, y su frente se tupió de un rojo carmesí.

Gateó sin hacer ni un solo ruido, aunque en su garganta se acumulara el grito más fuerte, queriendo pedir ayuda a quien lo escuchara. Ni la magia podía ser expuesta, de lo contrario, aquello lo vería. Temblaba sin poder impedirlo, percibiendo los dolores con más intensidad. Escuchó a la tierra abrirse, una clara advertencia de que su enemigo salía de nuevo.

Se sentó sobre una piedra, detrás de un enorme tronco, mientras los insectos se paseaban por su cuerpo. Evitó verlos, y hasta dejó de respirar.

—Cuánto bullicio —se quejó, dándose cuenta de que los animales nocturnos hacían más ruido de lo habitual, como ayudando al mago a salirse con la suya—. ¿Dónde estás, mielecita?

Yaidev cerró los ojos, apretando sus labios para no llorar. Solo quería que una luz plateada lo rescatara. Lo anhelaba, pero solo podía imaginar.

La primera camada de Brotes se devolvía a Real Inspiria, encontrándose con Velglenn y Kendra en medio del bosque.

—¡Señora! —exclamó un sargento, dirigiéndose a la Hija Promesa—. El señor Néfereth ha caído a un enorme, no —negó—, a un gigantesco hueco en la tierra. Fue una emboscada, pero al salir primero, no contamos con las herramientas necesarias para sacarlo de allí.

—¡¿Con quién está?!

—Está luchando con varios, lo suponemos por los ruidos grotescos, pero ni siquiera podemos verlo.

—¡Maldita sea! ¿Se escucha bien?

—Sí... es Néfereth, y no creo que tenga problema con ellos, pero iremos a por los Taladradores, para poder extraerlo de ese lugar.

—¿No puedes tener una idea de cuántos son? —inquirió el mago.

—No, señor, lo siento, pero le aseguro que son muchísimos.

—Apurémonos, Velglenn, si alguien puede bajar, definitivamente soy yo. No puedo permitir que mi líder, mi hermano mayor, muera, no puedo quedarme sola.

—No está sola, ni quedará —corrigió—, y perdonen, Brotes, pero necesitan apresurar sus pasos, no soy quién para darles órdenes, pero se los pido de todo corazón.

—¡No hay problema! —exclamó el soldado, erguido—. Sabemos lo que tenemos que hacer, vaya con cuidado, nosotros regresaremos de inmediato. Sus Lumináridas han marcado el camino.

Las cabezas cercenadas se encontraban a su alrededor, combinando a la perfección con el movimiento rápido de la armadura, a la altura de su peto. Su respiración era intensa, y del color que antiguamente podía iluminar la oscuridad, ahora estaba repleta de sangre viscosa, tan extraña como todo lo ocurrido las últimas semanas.

El silencio gobernó la caverna, escuchándose solo las gotas carmesí caer en los charcos de líquidos y fluidos desconocidos.

Sus movimientos se calmaron, no estaba cansado, estaba enojado, y sus ojos se afilaron en un intento de concentración. Preparó sus piernas, presto a realizar el salto más grande de su vida, si no saldría al primer intento, zigzaguearía en las paredes del enorme agujero.

Su cuerpo reflejaba experiencia, pero su mente se revolvía de infinitas posibilidades. Sabía, de ante mano, que no alcanzaría y que probablemente no encontraría a la aberración. Aquello traspasaba su cerebro de un lado a otro, carcomiendo con intensidad la apacible sintonía de su entrenamiento. Era cuestión de tiempo. Suspiró entrecortado, reteniendo la tranquilidad.

La quietud se vio interrumpida por el sonido quebrajoso de los huesos bajo sus pies, de la fuerza ejercida de sus piernas, pisando con ferocidad los restos de sus enemigos. Dio el salto, hasta sentir un golpe extremadamente fuerte en su cabeza. La onda se expandió por la cueva, provocando el deslave de la tierra.

El ser cayó sobre él, interrumpiendo su huida. El impacto fue tal, que la sangre comenzó a salir de su nariz. Solo al tocar el suelo, Néfereth se barrió hacia atrás, esquivando una barrenadora cerca de su rostro. El ruido de los giros casi lo deja sordo.

Se recompuso, solo para ver al monstruo frente a él. Era una especie de cangrejo gigante, en donde su caparazón rebosaba de cabezas de diferentes tamaños. No tenían piel, solo la carne al rojo vivo. Lo que parecía ser su rostro, solo se conformaba por una boca circular repleta de dientes, que más bien, lucían como clavos. Y, al centro, sobresalía un taladro.

—Néfereth —pronunciaron todos a la vez. Era muy distinto, el aura que lo envolvía triplicaba cualquier maldad.

Todos los cuerpos desperdigados en la cueva se unieron a la terrible bestia.

—Mierda —exclamó el caballero, incrédulo—, sí que está desesperado ese payaso, pero no importa, tú también morirás aquí.

—Me estás amenazando de muerte sin siquiera conocerme, pero permíteme presentarme, me llaman Heike, y los más supersticiosos, Heikegani.

—A mí no me importa cómo te llames. Acabemos con esto de una vez por todas, me quieres matar, ¿No es así?

—Es lo que más quieren, créeme. Pelear con un Hijo Promesa, y el mejor de estas épocas, no se ve todos los días, pero cuando yo vivía, nunca se me cruzó por la mente enfrentarme con uno de ustedes.

—¿Cuándo tú vivías? Son muy diferentes, eso está claro, ¿Quién los maldijo? ¿El Bufón?

—Claro que no, mi alma está atada a pecados que cometí en el pasado, sin embargo, tengo que cumplir. Yo no estoy desesperado, pero el Bufón sí. —El ser se acercó, retumbando todo a su alrededor—. Nos divertimos en su tiempo, pero tú sí te ves muy desesperado por salvarlo; yo sé dónde está, lo sentimos todo, o eso quiero creer... Pero dime, Néfereth, ¿Podrás salir de aquí? ¿Cómo sabes que no hay otro como yo allá arriba?

—Porque estuviera junto a ti, me aventaron cientos al principio, y ahora solo estás tú, de estarlo, ya se les hizo tarde. —El guardia volvió a enfocarse—. Acabemos de una vez, maldito marisco.

—¿No te aterra ver todas estas caras? —inquirió, mostrando su espalda.

—No, no los conocí, su seguridad no pendía de mí, así que el fracaso de sus cuidadores y de sus vidas, no me compete. Solo apresúrate, porque estoy muy enojado.

—Cumpliré tu petición. —Y al término de su frase, se aventó hacia él, intentando aprisionarlo con una de sus enormes pinzas. Era clara la diferencia en su velocidad.

El Hijo Promesa recibió el embate sosteniendo las quelas del animal, seguido de sentir sobre su armadura el taladro de la boca ajena, intentando traspasarlo. El chirrido y las chispas se intensificaron, al mismo tiempo de percibir el calor provocado por la fricción del ataque.

Néfereth presionó con fuerza su talón, para sacar —desde la punta de su bota— una daga, que luego enterró en el pecho de Heike. Empujándolo unos metros y logrando salir de su fiero agarre, no obstante, la bestia se devolvió con más brutalidad, dándole solo la oportunidad al caballero de rodar por la cueva.

Heikegani pasó de largo incrustándose en la pared, sin embargo, aquello no le había costado nada, ni siquiera se emitió un ruido; era un pez fluyendo en el agua.

Néfereth afiló los ojos tratando de comprender, sintiendo por debajo de sus pies una terrible vibración. Dio un salto hacia atrás, mientras el ser emanaba de la tierra sin ningún problema, lastimando solamente su labio inferior.

Se dejó caer, riéndose con estruendo, pero esta vez, el caballero le esperó con una patada cargada, propiciando un golpe que lo aventó directo a un muro.

—¡Qué terrible fuerza tienes! —gritó Heike, retorciéndose de dolor, atónito ante la demostración que le había quebrado su caparazón en la zona baja. De inmediato su estructura se regeneró.

—Eres fuerte —afirmó, sintiendo la calidez de la sangre escurriendo de su labio y nariz—, es la primera vez en mucho tiempo que me lastiman.

La ira lo envolvió, encendiendo sus ojos como el reflejo de las tutoras. Se abalanzó al animal, impactando ambos puños. Salieron volando, vibrando todo en su proximidad. Néfereth no perdió tiempo, tomó los huesos esparcidos en el suelo y los comenzó a endurecer, para lanzarlos con bestialidad, sin embargo, Heike los esquivaba moviéndose a los lados.

Se acercó por cada zigzagueo, dispuesto a golpearlo, pero eso era lo que esperaba el Hijo Promesa, que ya había endurecido e imbuido su mano con una dureza sin igual. El impacto volvió a repetirse, no obstante, el puño de Néfereth traspasó la enorme pinza.

El berrido hubiera dejado sordo a cualquiera, pero el caballero se aupó al brazo ajeno, intentando desprenderlo. Al no tener tiempo, su único pensamiento fue azotarlo con alguna pared, o de lo contrario, perdería una extremidad.

Néfereth escupió sangre al sentir el choque, seguido de otro y otro, pero se aferró con tal fuerza, que la articulación de la bestia sonó quebradiza.

—¡Eres un osado de mierda! —espetó, llevando el cuerpo del guardia hacia el taladro de su boca. Este último se percató de la hazaña, por lo que dio un giro para que él mismo traspasara su propio brazo. Néfereth aprovechó a bajar del ser, escuchando solo que su plan había funcionado—. Pero no lo perdí —bufó, no obstante, la tenaza colgaba con extrema fragilidad.

—Eres bueno para recuperarte de tus heridas, pero no funciona igual para tus extremidades, ¿No es así? —Suspiró—. Soy un caballero, soy el líder de los Hijos Promesa, y no sabes qué responsabilidad llevo, pero dime, ¿Tú qué eras?

Los ojos de Heikegani brillaron más de la cuenta.

—Yo..., yo, yo —se limitó a decir, contemplando el mar. Dada la altura de su recuerdo, quizá tendría de siete a nueve años—. Yo..., ¡Eres una mierda! ¡No compares tu posición con la mía! —gritó, juntando ambos brazos para tratar de embestirlo.

Néfereth lo detuvo, pero la fuerza del animal lo arrastró hasta enterrarlo en la pared. Sentía cómo las placas de piedra se incrustaban en su espalda, aprisionando su cuerpo de manera exagerada. Intentaba huir del túnel que se había formado, pero no pudo, solo observó al taladro tratar de inyectarse directo a su corazón, no tuvo más opción que endurecer su mano y detener los giros con sus propios dedos, logrando desviarla. Aprovechó la ocasión para agacharse y salir por debajo de él, y, con su propia espalda, se levantó para clavar a Heikegani en el techo de piedra.

Corrió, mientras la monstruosidad lo seguía de vuelta. Néfereth se aferró a la salida de la cueva, mirando a su rival pasar de largo.

Descendió, adolorido y preocupado, pues su armadura estaba perforada y tal proeza era muy difícil de lograr.

—¿Te das cuenta que no importa quién hayas sido? De igual manera estás sufriendo, maldito, ¿Qué se siente ser así desde que naces, bendecido por estas malditas tutoras?

—No es mi culpa que hayas nacido como un maldito fracasado —espetó el caballero—, no te conocí y dudo mucho que me haya interesado, qué bueno, qué bueno que no lo hice, ¿No lo entiendes? Fui bendecido porque solo yo podía serlo. ¿Quién más te enfrentaría? Saldrían corriendo al verte, pero tú a mis ojos no eres nada.

—¿Tienes miedo de morir, campeón?

—No, tengo miedo de que alguien muera, me urge salir de aquí. Te propondría posponer nuestro duelo, pero dudo mucho que lo entiendas, por eso tengo que matarte, independientemente cuál haya sido tu pasado, ya no te corresponde esa vida, eres otro. ¿Lo entiendes?

—No soy un estúpido.

Se miraron expectantes, lastimados. Su taladro giraba con más lentitud, con la caparazón hundida y perforada, con una extremidad colgante, mientras Néfereth sangraba de su rostro, al igual que su pecho. Sus dedos dolían por la fricción y estaba seguro que pronto se cansaría.

Cualquiera estaría muerto, nadie sería capaz de batir un duelo de esa magnitud. Quizá, solo los hermanos gemelos, juntos, hubieran podido defenderse de aquel animal.

Desde la entrada este de Real Inspiria, se generó un estruendo. Los soldados que custodiaban se impresionaron al ver un Losmus especial de Prodelis, pero, sobre todo, al notar una carroza real.

—¡Abran, soy Leyval, consejero del rey y necesito asilo! —gritó, mostrando su placa desde la lejanía.

Los guardias dudaron, pero dada la velocidad del animal, se estrellaría directamente con la cúpula. Solo al abrir la puerta, la ráfaga de aire, polvo y hojas los alcanzó, provocando que se taparan los ojos.

Se escuchaba como una caravana; el carruaje derrapó y la bestia relinchó.

—¿¡Leyval!? —inquirió Violette, al verlo descender accidentadamente.

—¡Señorita, ayúdenos por favor!

—¿¡Qué haces aquí!? —cuestionó, completamente impresionada, mientras todas las personas de la plaza se acercaban, incluidos los jefes de familia.

—Disculpe —musitó, con los ojos llorosos y la garganta reseca.

—¿Vienes huyendo de tu rey loco? —increpó Betsara.

—No... pero se sorprendería. —El consejero se acercó a la carroza y la abrió lentamente.

—¡¿Hecteli!? —gritaron al unísono, llenos de incredulidad.

El hombre dentro del vehículo era el rey que conocían, pero no era ni un 10% a como lo recordaban. Balbuceaba intentando gritar, se revolvía queriendo huir, pero sus huesos estaban tan débiles, que ni siquiera podía levantarse del asiento.

—Dios mío, es la reina —vociferó la capataz, al verla sentada y completamente demacrada.

—¡Rápido, traigan a los médicos! —ordenó Landdis, pero Priscila ya se encontraba allí.

—¡Aquí está el maldito! —espetó un citadino—. ¡Sáquenlo para que lo quememos!

—¡Que lo ahorquen! —sugirieron otros.

—¡No, basta! —Violette se interpuso en la entrada de la carroza, viendo cómo la mayoría de la gente se armaba de diferentes maneras.

—¡No podemos hacer eso, todavía es el rey de Prodelis! —interrumpió Gaunter, poniendo su cuerpo para proteger a la capataz.

—¡¿No lo entienden?! Si lo matamos ahora, se acabará parte de nuestro problema.

—Por favor —clamó, uniendo sus manos—, solo pido que me escuchen y traten de entender, el verdadero culpable se llama Ágaros, y fue él quien enloqueció a nuestro rey, ahora solo huyo por mi supervivencia y con la mínima esperanza de que, si lo alejo lo suficiente, pueda recuperar su cordura.

—Ese maldito que vi en la reunión del concejo.

—Ese mismo, señorita.

—Leyval —resopló—, lo trajiste, pero no sé qué hacer con él.

—Úsalo como moneda de cambio, o por lo menos espera unos días, como ya te mencioné, si deja de comer lo que Ágaros le daba, quizá pueda recobrar parte de su consciencia.

—¿Y qué hago con la señora? —preguntó la joven, viendo cómo llevaban a Selena al interior de los cuartos improvisados del hospital de la plaza.

—Hacer que regrese a su antigua vida, si es que se termina toda esta pesadilla.

—Ya veremos, Leyval, pero, por el momento, por favor, ve a que te atiendan esa herida y come un poco.

El consejero se alejó, hasta encontrarse con Fordeli cara a cara.

—Así que has huido... Me cuesta creer que ese bulto es el rey.

—Lo quieres matar, ¿Verdad?

—Sí, también a ti, pero dadas las circunstancias... ahora solo quiero llorar, no puedo creer que mi tierra se haya convertido en esto. ¿Qué ha pasado allá, Leyval?

—No tengo tiempo para explicarte, amigo mío, solo me alegro de verte de nuevo, pero vayamos adentro, siento que la gente puede matarme en cualquier momento.

—Tranquilo, Los Brotes ya se están haciendo cargo de ellos.

—¡Nadie haga nada en contra de la gente de Prodelis, o los devolveré a sus lugares de origen! —gritaba Betsara, al fondo del lugar.

—Se acabaron, por lo pronto, los celos profesionales, ¿No es así?

—Se acabó todo —reiteró, suspirando de tristeza—, pero no importa, por ahora les haré un examen, quiero que todos estén bien, Priscila me ayudará con Selena.

—¿Qué pasó? —preguntó la muchacha, viendo a Leyval algo cabizbaja.

—Lo conoces, ¿Verdad? No te enojes con él, no es su culpa.

—Sí —bufó—, venga conmigo, junto a la reina.

Ambos médicos lo guiaron hacia la recámara y a Fordeli se le estrujó el corazón al ver a su reina de esa manera. La última vez que la vio, fue hace algunos años, donde rebosaba de belleza y amabilidad, de color y olor a grosellas.

—Mi reina —musitó—, no puede hablar.

—Sí puedo.

—Lo lamento tanto...

—Me da gusto verte bien.

—Curaremos a Hecteli.

—No me importa, ahóguenlo —ordenó.

—Dios... yo.

—Dios no está, Fordeli.

—Lo siento, solo fue una exclamación, es solo que nunca la había visto actuar así, pero ahora mismo nos ocuparemos de usted.

En la orilla de la plaza estaban todos los inconformes, siendo vigilados por Betsara y Los Brotes.

—Señor Hecteli —comentó Violette, viendo cómo lo bajaban de la carroza, tal y como un costal de papas. Escuchaba los quejidos y no hacía falta quitarle la mordaza para entender que los estaba insultando—. No me apetece escucharlo, señor, tenemos problemas más importantes que atender, ¿Verdad, Fordeli?

El forcejeo se intensificó, al igual que los berridos.

—¿Sigue diciéndome traidor? Es un maldito —espetó, empuñando su mano presto a golpearlo.

—No, aún no, Fordeli, espera a que se recupere un poco, estoy segura que con uno basta para matarlo, míralo, parece que ya viene lastimado. —El impacto resonó en el lugar, el puño del médico yacía en la mejilla de su antiguo rey—. ¡No!

—Se lo merece, es un hijo de puta. Solo vea lo que nos hizo, viejo... Cuando regrese, si es que su cordura lo hace, quiero que le dé la vuelta a todo lo que nos ha hecho pasar, a mí, a Priscila, a Néfereth, a este pueblo y a los Gemelos Promesa... a Kimbra, que ya falleció.

Los movimientos de Hecteli cesaron, y agrandó los ojos al escuchar la noticia.

—¡Es mentira! —tarareó.

—Llévenselo de aquí, o de lo contrario, lo mataré aquí mismo.

Perdió la noción del tiempo, pero a juzgar por sus rodillas ensangrentadas, suponía que ya habían pasado algunas horas.

Hacía el mínimo ruido posible, mientras se apretaba los labios para no llorar. El cabello se pegaba a sus mejillas, por culpa de la sangre. Miraba borroso a causa del sudor y sentía un dolor profuso en el cuerpo.

Su característico olor a canela se había esfumado, ahora, solo apestaba a vísceras y a líquidos que no sabía lo que eran.

Bogeyman lo buscaba por todos lados, haciéndose largo como los árboles y pequeño como los insectos.

—Ya me cansé de jugar, muñequito de miel... En mis tiempos también había personas como tú; es raro, sentiría una extraña satisfacción si te mato. —Suspiró, al verlo gatear a una docena de metros, y, de inmediato, brinco hacia él—. ¡Te encontré!

—¡Auxilio! —gritó, cuando los vellos de su cuello se alzaron al mismo tiempo que los berridos de la aberración.

En un instante, un humo se esparció por el bosque y el botánico cayó hacia un agujero, no supo cuánto medía, solo sintió el dolor propagarse por su espalda y el aire escapársele de sus pulmones.

Pareció amanecer, pero en realidad eran cientos de luces que apuntaban hacia el Bogeyman. Este último se acurrucó al estar tan expuesto, no obstante, observó cómo le aventaban unas bolsas repletas de animales, que más bien, eran Lullares.

Las creaturas salieron exclusivamente para atacar al animal, que ya se revolvía de dolor por las mordeduras. Se arremolinaron en su espalda, persiguiéndolo, pues no se quedaría allí, comenzó a correr, tratando de escapar de las protectoras del bosque. Bien sabía que no podían morir en territorio de Barzabis.

La monstruosidad levantó sus patas delanteras, corriendo como una bestia bípeda y abrazó la bolsa que colgaba en su espalda, para agilizar, aún más, sus movimientos.

Aquella parte del bosque —desconocida para la mayoría de Théllatis— es habitada por animales salvajes. Solo los cazadores más habilidosos y aquellos que conocen un poco de magia se atreven a pisar el lugar. Pero lo sucedido esa noche, fue por de más extraño para el Bogeyman, él sabe, mejor que nadie, que tal hecho no debería haber ocurrido.

—¿Dónde estará crucificado Hecteli? —preguntó Naor para sí, viendo alrededor.

Llegó hasta la plaza, mientras le ordenaba a Canimbra ir a su escondite.

—Naor, ¿En dónde te metes? Bueno, no importa —mencionó la capataz, sin dejar de ver a Los Brotes que sacaban a los Taladradores.

—¿Pasó algo?

—Nos dijeron que Néfereth cayó en una emboscada, un agujero enorme.

—¿Emboscada? Mejor para él, incluso los dejará ya sepultados, qué noble el Bufón. Pero bueno, hola Leyval —pronunció, mirándolo fijamente—, yo fui quien leyó tu carta, tuviste suerte, por poco Canimbra y yo nos íbamos de Real Inspiria.

—Gracias, Naor, llegaste justo a tiempo.

—¿Carta? —inquirió la joven.

Ah —bufó—, no te lo quise decir porque eres una aguafiestas.

—Pero debes de comunicarme —reclamó, rodando los ojos.

—Tranquila, era de vida o muerte, no podía perder más tiempo, además, hay secretos que se deben mantener, incluso me tocó pelear.

—¿Con quién?

—Adivina quién venía detrás de ti, Leyval, por poco y te alcanza.

—¿Quién?

—Ágaros.

—¿¡Corriendo!?

—No, venía montado en su Rénfira.

Todo se silenció, Fordeli, Priscila, Betsara y los demás, voltearon al unísono.

—¿Qué?

—Exacto, Rénfira.

—Estás jugando —agregó Landdis, arrugando su entrecejo.

—Yo no miento. Hay dos cosas que hago bien: Matar y decir la verdad, y ese tipo, montaba esa maldita Arrastrasa.

—¿¡Y cómo ganaste!?

—Está muy vieja, o viejo, hirió un poco a Canimbra, pero no es gran cosa. Gané —sentenció, sonriendo sarcásticamente.

—¡Ese es mi hijo! —exclamó Betsara, irguiéndose con orgullo—. Por eso eres el líder de los Siete Colmillos de Grimblade.

—Vaya, todo un prodigio.

—Cállate —espetó Naor, viendo a Landdis solo de reojo.

—¿Qué tan herido se fue? Porque estoy segura que huyó de ti, ¿No?

—Por supuesto, es un roedor escurridizo, pero le metí cuatro tiros de los Carnobius, ¿Los conoces?

—Sí —afirmó la joven—, pero no tengo ni la mínima idea de cómo los atrapan.

—No es bueno revelar secretos, pero aunque se lo haya incrustado en el cuerpo, estoy seguro que podrá recuperarse, es un buen mago. Lo único que pude sacar de todo esto, es que quiero que le pidas a la gente que se meta a sus hogares y que no salgan por nada.

—¿Por qué? —inquirió, extrañada de que alguien como Naor se lo pidiera.

—Hay algo en los cielos, y no es Rénfira.

—¿Pero qué pasa... Y la cúpula?

—No importa, solo hazlo, Violette, por favor —interrumpió—, que te ayude el bueno para nada de Landdis.

—¿Bueno para nada? Estoy tratando de contener la turba de ancianos, escondiendo machetes y palos.

Uy, no vayas a cansarte o morir por los golpes de los viejos, pero a todo esto, ¿Dónde está Hecteli?

—Encerrado como si fuera un ladrón.

—Un cobarde, eso es lo que es —bufó—, ni pienso ir a verlo, mejor iré a tomar un trago.

—Vences a un dios, ¿Y ya te vas a tomar?

—Por supuesto, Violette, esto es para celebrarse. Hoy no duermo, se cuidan, iré a buscar mi ballesta.

—Dime qué era eso, ¿Un Naele?

—No, era más grande... y muy feo.

—Naor —intervino Leyval—, ¿Puedes decirle a Los Brotes, que antes de que parta el último animal, pueda llevar esto?

—¿De qué hablas?

—Yo no pude cargarla. —El consejero levantó una manta y dejó entrever la espada de Néfereth.

—¡Vaya, es el arma de esa bestia! ¿Cómo la trajiste?

—Otro Hijo Promesa me la dio, te diría que es de fiar, pero... creo que está loco, es un loco bueno, eso quiero creer, la verdad no he encontrado a alguien más cuerdo que Néfereth, puesto que los Gemelos también vacilaban un poco en sus acciones. —El cazador rio al escucharlo, sabiendo que el líder había actuado estrepitosamente tras la muerte de Kimbra.

—Entiendo, pero un Taladrador llegará muy tarde, será mejor que se lo dé a mi mascota. ¡Canimbra! Lo siento, pequeño, pero tendrás que ir. —El animal se acercó, lamiéndose las heridas en sus patas—. Huélelo, está en un agujero, solo dáselo a Néfereth, y regresas.

Canimbra mordió el mango de la espada y pegó un salto enorme, provocando que el aire moviera a todos los presentes. Leyval estaba impresionado, jamás había visto algo como eso, ni a los Taladradores, que fácil medían cinco metros de largo por seis de ancho.

—¿No tienes miedo de que le pase algo? —preguntó el consejero.

—Para nada, ahora todos los malditos están intentando acabar con Néfereth, además, ahora lleva una espada y pobre quien se encuentre con ese animal.

La iluminación traspasó la piel de sus párpados, despertando con extremo esfuerzo. Sus manos le dolían y entendió que estaba amarrado, sentado en una silla muy incómoda. Solo pudo distinguir a una docena de extraños a su alrededor, vistiendo túnicas completamente negras, y máscaras satíricas, formando desde penes pequeños, hasta vaginas que cubrían por completo la cabeza de la persona en cuestión.

Cerró los ojos con fuerza tratando de despertar, todo le parecía irrisorio, pero escuchó una voz avejentada, profunda y tenue.

—Muchacho, no tengas miedo.

—Creo que es mejor estar acá que allá —balbuceó.

—Escapaste de Bogeyman.

—¿De quién?

—Del monstruo que te llevaba, uno de los cuatro hombres que fueron ejecutados junto a Járandax.

—¿Qué? —Yaidev despertó por completo, arrugando su entrecejo ante la noticia dada—, ¿Es una trampa? ¿Quién es usted?

—No, pero sí caíste en una trampa, que irónicamente te salvó. Pero déjame explicarte unas cosas. —El hombre pareció enseriarse más—. Te pareces tanto a alguien... Mira, no creo en las coincidencias ni en las casualidades, pero es como si el mismo Barzabis te hubiera enviado hacia acá.

—¿Barzabis?

—Tranquilo, sigo diciéndote, si te quisiéramos muerto, ya lo estarías. Según tú eres —Y vio cómo otra sombra se acercaba al dueño de la voz—, Yaidev Harel... Ahora lo entiendo todo, eres un regalo de dios, hijo.

Yaidev percibió que las sombras se hablaban entre sí, extenuando secretos, sintiéndose incómodo.

—Para empezar, díganme dónde estoy.

—Estás bajo tierra, a unos cuantos minutos de Drozetis.

—¿¡Tanto me llevó!? ¡No, tengo qué regresar! —exclamó, retorciéndose en su asiento.

—Tranquilo, muchacho, eres valiente, eso está claro. —Suspiró—. Lo que te diré será difícil de digerir, de creer y lo que te pediré, será difícil de ejecutar, muy difícil de ejecutar, pero cuando escuches mis razones, quizá lo entiendas, aunque, realmente no tengas más opciones.

—Por favor —pidió, algo cansado—, déjese de misticismos.

—No puedo decir que seas de confiar, pero tampoco puedo deducir que seas un traidor, si el Bogeyman te llevaba, era porque quería entregarte con Haldión.

—¿Por qué? —Se exasperó.

—Has estado investigando, pero estás perdido, porque lo que te falta por descubrir no está en los libros, hijo, y lo poco registrado, yo lo tengo. ¿De dónde crees que vienen todos los males, Yaidev?

—Perdóname, señor, pero... ¿Están locos todos?

—Eso quisiéramos.

Las luces se apagaron y los ojos del botánico se encandilaron.

—Acompáñame, por favor —ordenó una voz joven, quitándole los amarres y levantándolo de la silla.

Lo llevó directo a otra recámara y Yaidev observó todo en su camino. El lugar era espectacular, digna inversión de un millonario. Muchas pinturas pendían de las paredes, fotografías de la antigua Drozetis, reyes pasados y a un hombre de espalda, portando una máscara. La madera relucía por todos lados, y el olor se mezclaba con el de perfumes caros. Vislumbró estatuillas de mármol y otras piedras que deslumbraban con las luces amarillentas.

Volteó tras escuchar otro suspiro y el hombre detrás era más alto que él, por la túnica en su cuerpo, pudo deducir que era robusto, y por sus manos, que no era un tipo cualquiera, pues aparte de tener anillos en cada uno de sus dedos, los nudillos se notaban lastimados. No creyó que fuera un campesino, pero sí algún ex militar.

—¿Primera vez que sales de Inspiria?

—Nunca había estado en Drozetis, este maldito lugar. Yo me debo a mi pueblo —afirmó—, y estoy preocupado por quien viene a mi rescate.

Oh, claro, de él quiero hablarte y estoy seguro de que vendrá por ti.

—¿Vendrá? —cuestionó, pero no era una interrogante para ese hombre, sino para él mismo.

—Muchacho, necesito que me hagas un favor, y requiero de tu valentía.

—¿De qué se trata? ¿Por qué yo? No tengo habilidades.

—No, pero tu rostro es la de alguien que otro odia.

—¿De qué habla?

—Toma asiento, empezaremos por el principio. No te diré mi nombre, para evitar que seas tentado a decirlo. Estas creaturas pueden leer la mente. Por suerte, el Bogeyman no puede verte ni oírte, todas esas marcas nos protegen de él, y de cualquier monstruo de su calibre.

Yaidev miró hacia lo más alto de las paredes. En cada esquina se dibujaba un símbolo de magia, perfectamente realizado, tan avanzado que no supo distinguirla.

—Sí, somos de Drozetis —continuó—: y mi meta es matar a Haldión, desaparecer la dinastía Land, destruir toda estirpe, envolverlo dentro de sus pliegues anales, lograr que flote, hasta reventarse por el sol. —El botánico tragó saliva—. Te juro que lo destazaría con mis propias manos, me tardaría 365 días en torturarlo, ¿Me entiendes?

El botánico respiró agitadamente, arrugando sus cejas de miedo y terror, pensando en las pocas posibilidades de que alguien lo encontrase.

—Tú, eres importante —prosiguió—: porque hace tiempo alguien que se parecía a ti, violó a Haldión.

—¿¡Cómo!? —Y Yaidev se pegó a su asiento, sintiendo un golpe en su esófago.

—En efecto.

—Pero ¿Cómo? ¿Parecido a mí? No tiene sentido.

—No tú, ni tu familia, pero un pariente cercano sí. Haldión no solo lo vivió, sino que tenía que soportar ver cómo el que lo violaba todas las noches, se acostaba también con su padre. ¿Por qué crees que Bogeyman te llevaba hacia él? Y si me ayudas, te explicaré y entenderás todo.

No había nombre para los sentimientos que se arremolinaban en Yaidev, su rostro se encogió de la noticia, del horror.

—¿Qué... qué quiere que haga? —tartamudeó.

—Lamentablemente no puedo sacarlo de su escondite, porque su maldito guardia siempre está junto a él, el maldito de Ráskamus.

—Pero, ustedes son más, ¿No es así?

—No, nos matará a todos. Ese guardia era un Hijo Promesa.

—¿¡Aquí en Drozetis!?

—No hijo, ese hombre es un monstruo de generaciones pasadas, una aberración que debió haber muerto mucho tiempo atrás, un experimento, una máquina que solo está hecha para matar... Y solo quiero que sobrevivas, hasta que tu amigo venga por ti, quiero que entres y destruyas a Haldión psicológicamente. —El hombre se inclinó en su asiento, colocando sus codos en la mesa—. Te juro que no te tocará, estoy completamente seguro.

—Pero ¿Y si me hace algo?

—No, no, no, tu cara, muchacho, será tu salvaguarda. —El hombre abrió un libro antiguo y mostró dentro de sus hojas, una foto—. ¿La ves?

—¿Soy yo?

—No —Y cerró el libro—, ese tipo era el amante del padre de Haldión, el mismo que le quitó su virginidad y no solo eso, muchas cosas más. ¿Puedes ser malo unas noches, unos días? ¿Puedes sacar todo lo que odias? Entiéndeme, Yaidev, si todo va bien, Néfereth matará a Ráskamus, y sin su guardia, el rey... morirá.

—Pero... a ver, yo solo quería.

—¿¡Lo puedes hacer o no!? No tienes opción, de igual manera, podemos devolverte al bosque, para que el Bogeyman regrese por ti, terminarás de la misma manera. ¿Qué plan te parece mejor? Dímelo. Sí, lo entiendo —razonó—, será difícil, probablemente te vuelen algunos dedos.

—Está loco.

—Sí, todos lo estamos.

—No me deja opción... ¿Él vendrá?

—¿Confías en él?

—Hasta la muerte.

—Entonces vendrá por ti. Muy bien, Yaidev, buena elección. Muchachos —ordenó—, báñenlo, denle de comer lo que desee, y vístanlo con las mejores ropas, hagan que se parezca a esta foto, por favor.

Yaidev bajó su rostro, no podía estar más aprisionado. Se sintió vacío, acorralado. Los hombres lo levantaron, listos para prepararlo. Era un banquete, del cual no sabía si saldría siendo comido o abandonado en la mesa.

«¿Qué sería lo mejor para mí en estos momentos?», pensó. Iba ido, absorto, en estado catatónico. Era un problema tras otro, pero «¿Por qué solo le pasaba a él?», se preguntó, completamente resignado.

Járandax yacía escondido en lo más profundo de la caverna, y, junto a él, se vislumbraba una espalda encorvada, de cabellos largos y maltratados, con una respiración gruesa y agitada.

—¿Qué te pasa? —preguntó el Bufón, viendo a Bogeyman regresar trastabillando.

—Perdí a Yaidev.

El Bufón se tiró al suelo, parecía haber disminuido en tamaño. Se revolcó y berrinchó, gritando de impotencia.

—Eres un estúpido —añadió el tercer ser.

—Cállate, Jorōgumo. ¿Cómo se te perdió, imbécil?

—Explotó mi estómago.

—El culo, te explotó el culo —replicó Járandax, riendo estrepitosamente—, pero corremos riesgos, eso no es un chiste.

—No señor, eso no es chistoso.

—Perra —espetó, dirigiéndose al monstruo encorvado—, qué perra suerte, quise decir. —Y fingió llorar—. ¿¡Y qué esperas para buscarlo!?

—Le perdí el rastro, hay unos sellos que protegen una enorme zona, nunca los había visto tan adentro del bosque, pero sé que pertenecen a esa familia.

—¡Cállate! ¡Ni los menciones!

—Están saliendo...

—Malditos, ni muerto me dejan en paz.

—No señor, nosotros somos los que no los dejamos ni muertos —replicó Jorōgumo.

—Tienes razón —afirmó, riendo de nuevo, hasta ahogarse del cansancio.

—Señor, ya no se ría, se le está yendo la vida.

—Está bien, Bogeyman, irás a buscarlo, de Drozetis no puede salir, si viste uno de esos sellos, quiere decir que esa familia sigue viviendo allí, y lo quieren para un fin, no soy estúpido. Tú, Jorōgumo, acércate preciosa, que te contaré una misión.  

Néfereth se detuvo para respirar, pues el aire por poco se extingue. Se habían internado a más profundidad, por culpa de los bruscos movimientos y fuertes golpes.

Su armadura estaba rota, sangraba y su brazo derecho le dolía en demasía, no obstante, Heikegani había perdido una extremidad, la misma que no pudo regenerar. Varios de los rostros de su espalda yacían destrozados, junto a parte de su caparazón hundida.

—¿Qué eras, entonces? —preguntó una vez más—, ¿Un guerrero para pelear así? ¿O la maldición te concedió ese don?

—Cállate —susurró, harto, pero el rostro de un niño emergió de él, desde lo más profundo de su caparazón.

—¿Me atacarás con bebés?

—No —musitó, metiendo la cara de nuevo.

Recordó vívido el olor del mar, y a su padre pescar en la orilla. Miró su vestimenta, entendiendo que eran muy pobres.

Lo recuperado durante la pesca, se iba en los tarros grandes de cervezas, mientras que, a su familia, solo le tocaban unas cuantas monedas.

Sabía de su pútrida vida, pero recordaba más el amor que le tenía al mar. Quería abrir su propia pescadería, y sacar a su madre de la pobreza.

Nadaba como un pez, amaba la sal en su piel, la arena en el estrado de sus pies y el picor del sol en su espalda.

Con el tiempo, su madre perdió toda capacidad motora, impidiéndole cocinar, y, tras el hambre que sufría día con día, aprendió a consumir los peces crudos. Sin embargo, una tarde calurosa, mientras degustaba de su pequeño banquete, los niños del pueblo le vieron comer. No era normal para un niño como él, por lo que solo recibió burlas y piedras.

La noticia se regó en los jóvenes del pueblo, y estos solo se encargaron de aventarle pescados podridos a las ventanas de su hogar, sabiendo que ni su padre ni su madre le salvarían de tal vergüenza.

La aldea no era reconocida como parte de Drozetis, eran moradores que no pudieron asentarse dadas las leyes del rey, no obstante, los habían dejado vivir al noreste de la capital, a las orillas del reino.

La vida se aseguró de maltratarlo, y la gente procuró humillarlo.

Una noche fría, una de las pocas que se disfrutaban en el año, un hombre tocó a su puerta, para ese entonces, ninguno de sus padres vivía y su estilo de vida había cambiado por completo, volviéndose agresivo, salvaje y hostil.

—¿No gustas venir conmigo? —preguntó el caballero, solo al abrirle—. He oído que comes cosas crudas y quiero pagarte por eso, además, consumirías lo que más te gusta. ¡Todo será parte de un espectáculo!

El niño le vio, y los colores le gustaron, abandonando, esa misma noche, todo lo que le había hecho tanto daño. Se subió a la carroza de aquel circo ambulante y esa fue la última vez que se le vio en la aldea.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y el caballero pudo percibirlo, negó con su cabeza y prosiguió con los ataques, esta vez, sacó de su boca una especie de bulbo (pues su taladro estaba roto), y de él propagó un humo, Néfereth quiso esquivarlo, sin embargo, el desprendimiento de una parte del techo pegó de lleno en su cabeza, no permitiendo su huida. La sustancia llegó a sus ojos y sintió un ardor profuso que obligó su distracción.

Se talló con fuerza, gimiendo de dolor, escuchando los pasos huecos de su rival.

—¡Eres un maldito privilegiado! —rezongó, tomándolo de la cintura con su enorme tenaza, arrastrándolo hacia una de las alejadas paredes de la cueva, apretándolo para partirlo.

El guardia comenzó a escupir sangre, y en tan solo un instante, su mente se llenó de imágenes, imágenes con el rostro de Yaidev. Su corazón se desvivía por él, pero su orgullo no permitía reconocerlo, era una batalla que libraba y le costaba más que cualquier otra.

Una tras otra se acumuló en su ser; su sonrisa, sus alhajas que le combinaban, el sonido tan característico, su olor... y, por supuesto, el beso suave dado en la cabaña, sus labios junto a los suyos, y el calor que subió en su cuerpo en aquel momento.

Sus venas se remarcaron en su cuello, viendo hacia el cielo, cielo que pudo ver, pues su enemigo lo había empujado hasta el lugar exacto de su caída. Escuchó el filo de su espada partir el aire, lo reconocería en cualquier parte, y vislumbró una enorme sombra cruzar la circunferencia del agujero.

Néfereth logró zafarse, perdiendo la piel de ambos brazos en el acto, Heikegani no pudo detenerlo, y tomando su arma en el aire, colocó sus pies en el mango, para luego impulsarse, dejándose caer en la cabeza del animal, traspasando toda su caparazón.

Se encendió por la energía y el peso fue tal, que partió en dos a su víctima. Las vísceras se regaron, las cabezas rodaron y sus extremidades cayeron flácidas.

Se hincó del cansancio, solo con las ansias de saber su historia, con la interrogante de sus ojos vidriados, del nítido reflejo de su tristeza.

—¡Néfereth! —escuchó lejano.

Supo que era la voz de Kendra, que ya tenía tiempo gritando su nombre.

—¡Aquí...! —intentó decir, pero la voz no le daba para más.

Las Lumináridas de Velglenn descendieron el enorme pozo, sin embargo, era tan profundo, que la iluminación se perdía en la densa oscuridad.

—¡No te vemos! ¡Está terriblemente hondo!

—¡Dime que sigues vivo! ¡No puedo perderte a ti también!

La tierra vibró a su alrededor, pero no pudo moverse, apretó su espada, esperando lo peor, y de la pared salió un enorme animal, un Taladrador.

—¡Señor! —exclamó un Brote, el primero en haber salido de Real Inspiria—, ¡Súbase! Lo sacaremos de aquí.

Los planes ya habían comenzado, era necesario cavar en diagonal y perpendicularmente al primer agujero, de lo contrario, todo se derrumbaría. La excavación tendría que estar pegada a las minas y eso hacía más complicada la maniobra, sin mencionar la gravedad de sus heridas.

Kendra y Velglenn llevaban tiempo en la orilla, la altura era más de la que se hubo mencionado. Supieron que la batalla había desordenado la demografía de la zona, hundiéndose aún más.

—¿Contra quién peleó? —cuestionó Velglenn a su acompañante, al verlo salir, por fin, en ese estado.

—No sé, pero estoy segura que era más fuerte que todos los que nos atacaron esa noche, además, mi líder no tenía su espada.

—¿Por qué la bestia de Naor le dio su arma? Más bien, ¿Por qué la tenía él?

—Ya lo sabremos, pero es un pesar deberle favores a la gente —bufó.

—Así es esto, pero no se preocupe, señorita, me encargaré de sanar los ojos de su líder.

—Eres el mejor para esto.

—¿Usted qué hará ahora?

—Tengo deudas por saldar, aprovecharé toda esta confusión y no quiero que nadie me acompañe.

Arribaron a Inspiria, próximo a salir el sol. Violette aguardaba despierta, junto a Landdis, que permanecía a su lado.

A Hecteli lo habían sedado, y su cuarto estaba custodiado por algunos Brotes. La población seguía enervada y estaban seguros, podían matarlo.

Las tropas llegaron, a la par de los Taladradores. En uno de ellos se encontraba el Hijo Promesa. Velglenn iba a su lado, tratando las quemaduras de sus ojos, y las terribles heridas en su piel. Pese al tumulto de Brotes y bestias, los acompañaba un solemne silencio.

—Ya está listo todo, llévenlo al cuarto que hemos hecho especial para él —ordenó Fordeli, guiándolos hacia una recámara.

Las ojeras estaban presentes, al igual que el cansancio. Eran días sin dormir, sin detenerse y descansar.

—Señorita, vaya a dormir, por favor —pidió el mago, al verla en ese ánimo—, yo ayudaré a Fordeli en lo que necesite.

—Vaya, nosotros estamos acostumbrados a jornadas largas de trabajo —aseguró.

—Gracias, solo descansaré un momento—. La capataz se alejó con pasos lerdos, mientras el hombre de túnicas largas le seguía. Se recostó en una silla de la plaza y el susodicho la cubrió con una manta—. ¿Por qué los hombres se complican tanto? ¿Por qué no son más sinceros?

—¿A qué se refiere, señorita?

—Nada, Velglenn, nada. —Y le dio tres palmaditas en la espalda. El mago se avergonzó un poco, asintió, y la dejó descansar.

Néfereth parecía delirar, aún seguía despierto, incluso con todos los sedantes que Fordeli ya había suministrado.

—Tengo... tengo que ir por Yaidev.

—Néfereth, por favor

—Tengo que ir... déjame ir.

—Perdiste mucha sangre, estás muy herido, lo siento, pero irás cuando te recuperes.

—Te untaré un poco de la savia —intervino el mago, sacando el pequeño envase.

—¡No la gastes en mí!

—Tranquilo, solo usaré un poco, sé que es milagrosa, me lo dijo Barzabis.

—¿Otro de esos dioses? —inquirió, irritado.

—Sí, pero este es muy peligroso, señor, solo me toca hacer esto con fe.

Los minutos pasaron y Betsara organizaba las tiendas para un descanso decente. Observó a Violette, que no tenía intención de despertarse con nada.

—Muevan a la jovencita —pidió.

—Que la lleve Velglenn —sugirió la Hija Promesa, riendo un poco.

—Yo... yo.

—Eres fuerte, ¿No?

—Pero tú eres una prodigio.

—Lo siento, me duele el brazo, iré a ver a mi líder, además, no me siento con los ánimos de hacerlo. —Y aunque su cuerpo estaba intacto, en verdad su corazón estaba destrozado.

El caballero despertó, con los ojos irritados. Si bien el dolor de su cuerpo había disminuido, aún faltaba mucho por sanar.

—¿Dónde está mi espada? —preguntó, moviéndose bruscamente.

—Hermano —agregó Kendra, sosteniendo sus pies—, aún no estás bien, vuelve a dormir.

—Descansa, Néfereth, por favor —añadió el médico.

—¡No, déjenme! —balbuceó, hasta sentir el ardor en su cuerpo. Las vendas se empaparon de sangre, y recordó haber perdido la piel de su espalda y brazos.

—Así como tú te sientes, me siento yo, pero hay que ser pacientes. Todo estará bien, mañana irás a rescatarlo y yo... iré a vengarme.

—¿Qué? ¿No me esperarás?

—No, ya te dije que eso me corresponde a mí, tú harás todo por la persona que quieres, yo hago esto por mi Kimbra.

—Recuéstese, Néfereth —mencionó Fordeli, rompiendo el silencio lúgubre. Se sentía extraño, ajeno a la conversación, pero debía velar por su salud—. ¿Confía en Yaidev?

—Sí —respondió al instante.

—Pues él confía en ti, solo quiero que entiendas que tú, aquí en Inspiria, eres el más fuerte, la única esperanza y no debes arriesgarte de esa manera.

—Está bien. —El caballero bajó su mirada, una cristalizada, y sintió deshacerse en la camilla, hundirse en un abismo—. Nunca había fallado una misión.

—No falló —repuso su amiga—, con lo que sea que peleó, señor, era muy fuerte, ¿No es así?

—Solo sé que era alguien que sufrió demasiado, Kendra, y lo insulté, lo insulté mucho, y no me siento orgulloso de ello, ni siquiera soy así... No sé qué vivió, era alguien noble que la vida se encargó de maldecir, soy un privilegiado —tarareaba, interponiendo las palabras—, somos unos privilegiados, ahora solo quiero proteger a quienes fueron mancillados. Qué asco.

Néfereth se dejó caer, dando la espalda, dejando a los dos acompañantes con más dudas que respuestas, pero, de alguna manera, Kendra compartía su dolor.

Nadie pudo haber escuchado los insultos, pero la creatura estaba allí, reviviendo su experiencia en sus palabras, y eso le carcomió la consciencia. Ciertamente había hablado desde su privilegio, y pese a los consejos de Yaidev, no pudo controlar su ira, llevándolo a cometer tal acto atroz. Sí, era un hombre poderoso, el mejor de su milicia, pero ¿De qué le servía? Había seguido el mismo ritmo que en Prodelis, lleno de premios, halagos y elogios, repleto de ego, orgullo y vanidad. Recordó que, desde su llegada, aquel joven de cabellos castaños le había enseñado la diferencia de sus posiciones, y que siempre, desde que tenía memoria, hubo servido al rey, no teniendo decisión propia.

Mordió fuerte, rechinando sus dientes, cansado de él, triste por su actuar, deshecho por perderlo.

Naor estaba en lo alto de una torre de vigilancia, hacía mucho tiempo abandonada. Tomó de su botella, que luego compartió con dos hombres detrás de él, miembros de los Siete Colmillos de Grimblade.

Los tres cazadores compartían risas, y movían sus ballestas, jugando con ellas.

—¡Eh! Viene alguien —mencionó uno, observando en la traslúcida puerta la silueta de una mujer—, ¿Quién es ella?

El segundo hombre silbó con tremenda fuerza, dando señal a su compañeros en tierra, mientras Naor descendía con facilidad.

—¿Quién es? —inquirió Fordeli, dándose cuenta del pequeño alboroto.

—No puede ser... No, no, no —repitió Velglenn.

—¿La conoces?

—Sí, ¡Es Naula, mi guardia!

—¡Atrás! —gritaron los guardias, custodios de la entrada.

—Por favor, no, no me hagan daño, conozco al mago, a Velglenn.

—¡Naula!

—Señor, yo pensé, pensé que estaba muerto —musitó, llenándose sus ojos de lágrimas. Lo abrazó solo al abrirse la puerta y recostó su cabeza en el cuello ajeno.

—¿Y los niños?

—Haldión... —Y al mago se le revolvió el estómago—, Haldión los encontró... se los llevó de nuevo, yo solo pude huir y no tenía a dónde ir.

—No me digas eso.

—Lo siento Velglenn, es mi culpa, pero no pude hacer nada, llegó con muchos guardias y yo... yo solo quería pedir ayuda.

—Pero ahora no puedo, Naula, no podemos, tenemos muchos problemas. —Apretó sus labios—. Escucha, solo es cuestión de tiempo, y Drozetis caerá, solo dame tiempo.

—Está bien —vociferó—, te creo. —La mujer colocó las manos en el rostro del mago, acercándolo poco a poco.

—No hagas eso —pidió, tomando sus muñecas—, quizá solo estés cansada... Señorita, ¿Puede quedarse?

—Está durmiendo —replicó Betsara desde una alcoba—, y yo también quiero dormir, pero hay suficiente espacio, anda, deja que duerma, y dile a Fordeli que se encargue de ella.

Asintió y la dirigió a una de las carpas, mientras Naula iba de manera ida y preocupada.

—¿Amiga del mago? —preguntó un cazador, saliendo de las sombras.

—Sí, pero dime, ¿Cómo están las aldeas?

—Menos enfermos y los que quedan lucen cansados, lo que sea que estén haciendo, está funcionando, de todas maneras, explicamos que dicha peste se contagia por medio de la felicidad, así que nada de risas.

—La señora que está en la habitación principal, ¿Es la reina de Prodelis? —cuestionó otro, ambos caballeros apenas regresaban de una supervisión a los pueblos aledaños, Naor sabía que Violette tenía demasiada carga, tomándose la libertad de dirigir las caravanas.

—Sí, Selena.

—Pobre mujer, está toda desgraciada —agregó un tercero, mano derecha de Naor—. ¿La has visto?

—No, no he tenido el gusto, pero prepárense, hoy estoy cazando algo, por eso los llamé.

—¿Y qué es, señor?

—Algo que vuela, amigos, algo malo... muy grande, pero qué diablos, vamos a festejar, porque Néfereth derrotó a un monstruo y yo luché contra un dios.

—¡No te creemos! —Rieron con estruendo.

—¡De verdad!

El Griffón cantó a la mañana, cacaraqueando a los primeros rayos del sol, seguido de tres toques sutiles a la puerta de roble imperial, del castillo real.

—¡Abran! —ordenó Haldión, retorciéndose en su costoso somier, sin embargo, nadie acudió a su llamado—. ¡Maldita gente! ¡Ráskamus!

—Enseguida. —Rechinó la madera, por culpa del frío—. Increíble, señor... baje a ver, por favor.

—¡¿Qué mierda es?!

—Le conviene verlo con sus propios ojos.

La bola de carne descendió las gradas con extrema dificultad, hasta encontrarse cara a cara con la visita inesperada.

—¿Y este quién...? —enmudeció, deteniéndose a unos pasos de la puerta, pero se estremeció aún más cuando leyó la nota en su pecho, con el nombre de "Yaidev", con letras enormes.

—¿Lo conoce? ¿Señor? ¿Señor? ¿Mi rey?

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