Capítulo 16 - Bogeyman.
El cuerpo de Kimbra se precipitó hacia el suelo, sin embargo, su hermana no lo dejó caer. Lo miró borroso, pues las lágrimas ya inundaban sus ojos. Quiso reanimarlo, pero un gran agujero traspasaba su cabeza; simplemente era imposible.
Lo abrazó con tanto dolor, que la armadura crujió de la fuerza ejercida. El grito fue profuso; desgarrador.
Tan solo en un segundo, la ira de Néfereth se apoderó del escenario, y, de inmediato, detectó la estela —casi nula— de la bala. Tomó el mango de su espada y pareció cargarla de fuerza, imbuyéndola de energía, para luego lanzarla a la torre que se divisaba a lo lejos. El trayecto era de dos kilómetros, pero había llegado en tan solo tres segundos.
—¡Para atrás! —gritó Ágaros, jalando el cuerpo de Agaeth para alejarlo de la balaustrada.
El arma quedó a unos centímetros de su corazón, enterrándosele solo la punta.
—Dios mío —vociferó, atónito ante la habilidad demostrada.
—¡Salgamos de aquí! —exclamó el consejero, viendo cómo la espada caía y partía el chapitel sin ningún esfuerzo.
Néfereth observó el inmueble desmoronarse como arena, cabalgando y dando vueltas con su Losmus, que se había puesto nervioso tras la agitación de su lanzamiento.
Los Hijos Promesa que se acercaban, se detuvieron tras notar la onda de energía, exaltándose al percibir cómo la torre se derrumbaba a sus espaldas. Al instante, Argentum sustrajo su catalejo, dándose cuenta de la gravedad del asunto. Kimbra yacía en el suelo, sobre los brazos de su hermana y un iracundo hermano mayor, alumbraba casi todo a su alrededor.
—¡Hijo de puta! —gritó, dirigiéndose a sus hermanos—, ¡Disparó a Kimbra desde la torre, ni siquiera esperó el acercamiento!
—¿¡Kimbra!? —Se asombraron, no solo había roto un pacto, sino que no había sido su objetivo.
El caballero dio media vuelta, mientras otros le seguían, y cuando hubieron llegado a la iglesia, subieron sobre sus paredes, para encontrar a Agaeth.
—No tienes tiempo —espetó Ágaros, viendo al hombre frente a él. De suerte, habían sobrevivido ante la caída del edificio.
—¿De qué hablas?
—No te hagas. —Y enterró sus dedos en el lado derecho de su pecho, con una energía extraña, dejando un agujero parecido al de una bala.
Agaeth gritó con estruendo, sintiendo la quemadura en su piel y músculos.
—¡Maldita sea!
—Deja de llorar, ya sabes lo que tienes qué decir.
—¿Y cómo justificaré mi ataque?
—Les dirás que te dispararon y que reaccionaste por reflejo, por eso asesinaste a otro que no era tu objetivo y por lo menos pensarán que tienes habilidad para traspasar su cráneo.
Las presencias se intensificaron, tal como una ola sobre un pequeño grano de arena. Argentum los alcanzó sobre uno de los techos de la iglesia y los miró sin parpadear. Ágaros "sanaba" su herida, sin siquiera devolverle la mirada.
—Dame una razón para no matarte en este instante.
—¡Espera! ¡Espera! —clamó, retorciéndose en el tejado.
—Señor —interrumpió Ágaros, recordando su posición ante los Hijos Promesa, esos que solo le debían respeto al rey y nadie más—, le han disparado.
—¿De qué hablas?
—Eso no puede ser posible.
—Ellos no tienen armas —aseguró Argentum, escuchando la duda de sus hombres.
—Parece que en Inspiria le han fabricado una, señor.
El guardia se acercó al moribundo y metió los dedos en la herida, provocando un grito.
—No te atravesó el corazón, es una perra lástima —sentenció, moviendo su mano para causar más dolor—. ¿Dónde está Hecteli? Necesito hablar con él.
—Espera un poco —intervino el consejero—, deja que lleve a este hombre a enfermería, si quieres asesinarlo sin que tengas problemas, es más seguro que fallezca en el hospital, pero hay que ser más cuidadosos y civilizados.
La reacción de Agaeth fue aparatosa, mirando al sujeto que le entregaba sin pena.
—Soy civilizado, maldito engendro, a mí no me dices qué hacer, conozco los protocolos y sé muy bien cómo actuar, ¿Oíste? —Sus ojos grises brillaron con intensidad y Ágaros sintió un escalofrío recorrer su espalda al ritmo de la luz fulgurante de su mirada.
El caballero dio media vuelta, bajando de un salto del inmueble, para luego percibir los cientos de murmullos de sus soldados, parados en la acera. Era imposible, era un caos, lo peor que había pasado durante toda la existencia de los Hijos Promesa.
El consejero observó a la multitud retirarse de la zona de peligro y pudo arrebatarle un suspiro al aire.
—Escóndete —ordenó, golpeando la frente ajena con la yema de sus dedos—, escóndete donde quieras y sepas, porque Hecteli no está bien de la cabeza y este Argentum tampoco lo está.
—¿Y adónde irás tú? —preguntó, llorando.
—Me están llamando desde hace rato —explicó.
—¿Quién?
—Olvídalo, estúpido —bufó, apretando su sien, pues cada llamada le generaba un tic nervioso en el ojo.
Leyval escuchó el estruendo, pero nada lo hizo desistir de su objetivo. Se encontraba en la cocina, comiendo algunas sobras, robando algunas frutas podridas, mientras las guardaba en un bolso remendado.
Se desplazaba de un lado a otro, cojeando por la herida que él mismo se había hecho. Llenaba de polvo la comida sobrante, esperando que Ágaros la tomara y muriera por envenenamiento.
Alzó su vista solo para percibir el moho saliendo de las paredes, las telarañas en las esquinas, la suciedad en los recovecos y la pintura cayendo desmedida. Arrugó su entrecejo, era como si la maldad hubiera devorado el castillo.
Los animales se mostraban, roedores, alimañas. Apestaba, y el frío calaba cada vez más los huesos.
Hacía tiempo, él nunca creería en algo como eso, pues era un hombre de ciencia, así como Fordeli lo era, y no pudo evitar recordar aquellas peleas, que no eran más que eso, discusiones políticas, debates sanos. Extrañaba esos días, en donde, al final, todo se arreglaba con unos tarros de cerveza y una palmada en el hombro. Ahora, el veneno era la única solución.
Hecteli entró casi agazapado, con miedo de enfrentar a su amada, que yacía acostada, sin mirarlo. Selena lucía más demacrada, con los labios partidos y las ojeras marcadas.
—Amor mío —susurró—, ¿Estás molesta? Tienes todos los labios resecos, bebé —afirmó, acercándose a ella—. ¿Quieres agua? —cuestionó, pero la mujer solo negó con la cabeza.
La reina miró el cerebro de su amado partirse en dos, volar por los aires y despedazarse, regándose su sangre. Cuánto deseó que su imaginación fuera cierta, que su visión se cumpliera.
—Eres un cobarde —vociferó, mientras miraba al rey servirle un vaso de agua—, eres un maldito imbécil, jamás, escúchame bien, jamás, en ningún aspecto de tu vida, superaste al hombre del que alguna vez me enamoré.
Hecteli se pasmó, aquello le dolió más que un cuchillo en la espalda. Volteó, lento, y cuando su vista acalló en su esposa, esta le golpeó con un candelabro de plata. También le dolió a ella, pues se había quebrado el pulgar con tal de desprenderse del amarre.
El impacto se regó por la habitación, escuchándose la mandíbula desprenderse y un quejido aterrador, seguido de dos muelas caer al suelo lustrado.
Cayó estrepitoso, con la sangre que ya asomaba, su cabeza le vibraba, el escozor en su mejilla quemaba y su cerebro zigzagueaba dentro de su cráneo. Escuchando el siseo de las arrastrasa, y no sabía si era el golpe o su imaginación. Se alejó de ella con un miedo aterrador; ya no la conocía.
—Jamás —replicó la mujer—, jamás me dirijas la palabra, te deseo la peor de las muertes, y si nadie se atreve a hacerlo, espero que tengas la decencia de suicidarte como un verdadero hombre.
Leyval agrandó los ojos ante lo escuchado, estaba retirado del cuarto principal, pero debido al silencio del castillo, aún podía distinguir lo que hablaban.
Vass'aroth se miró en el espejo de su habitación, esa que Haldión le había ofrecido por ser su nuevo consejero. Los ojos viajaron en su rostro, y pudo vislumbrar la molestia que emanaba de su piel. Reconocía que era una persona desleal, oportunista y competitiva. Sin embargo, desde hace unos días venía escupiéndose los pies, pues se daba asco, eran los mismos que lo llevaban a cometer actos ilícitos.
Se retorció de coraje, no solo por saber de las terribles cosas de su rey, sino porque, al final, Velglenn tenía razón, y no lo había entendido hasta que lo vivió en carne propia. Ahora entendía el porqué de la actitud de su alumno, esa repulsión hacia la capital de Drozetis, la razón por la cual se había alejado a las afueras de la ciudad, y no querer permanecer en el castillo de Haldión. Las pestes, el perfume, el incienso y las lociones, ya de por sí lastimaban la nariz, pero no era nada comparado a la podredumbre de los que vivían en el palacio.
Salió de su recámara y se halló en un silencio gutural, recorrió los pasillos sin encontrar a una sola alma que limpiara, cocinara o simplemente cuidara del palacete. Parecía que no solo la gordura le estaba cobrando factura, sino que su memoria también estaba sufriendo las consecuencias. Recordó la puerta por la cual Haldión había descendido el día del ataque y las palabras dichas de su rey: "nadie podía seguirlos", ni siquiera Russel, el que se suponía, era el más leal.
Llegó a la angosta entrada, sorprendiéndose de que su señor cupiera en aquella franja. Y bajó las gradas con suma cautela. Se extrañó de la distancia recorrida, hasta detenerse en la oscuridad de un pasillo y algunas recámaras.
Un ruido cautivó su atención, parecían ser bebés chupando un biberón, no obstante, no solo era uno, al menos era más de una decena. Se acercó a la raíz del sonido y usó, con la yema de sus dedos, una flama de magia.
Se paralizó, frente a sus ojos había hombres chupando de unas ubres sintéticas que colgaban del techo, pechos similares al de la mujer, podía jurar que eran de piel, pero debía ser irreal, porque pendían de unos cuantos metros.
Apagó su ascua por completo y comenzó a caminar hacia atrás, tan lento como su cuerpo se lo permitía, supo entonces que le habían visto, pues el sonido se detuvo. Cerró sus ojos del terror; por lo menos, si lo asesinaban, no los vería. Sintió el peso del mundo aferrarse a sus piernas, la gravedad devorarse su voluntad a bocados enormes y la presión inflar su cabeza.
«¿Quiénes son estos hombres?», pensó, «¿Son los secuestrados por Haldión? De seguro es la gente que desaparece... ¿Por qué están así? ¿Qué mierda les están dando? Parecen de otros reinos, sus pieles no coinciden con los citadinos de aquí, ¡Dios mío! ¡Dios mío!».
Sintió la brisa proveniente de la entrada, sin darse cuenta, había subido todas las gradas. Sin embargo, tuvo que girar su rostro casi 90° solo para encontrarse con la mirada de Ráskamus.
No tuvo tiempo de reacción, la mano de aquel enorme guardia rodeó por completo su cráneo, jalándole sus cabellos de manera grotesca, seguido de un grito desgarrador.
De su palma creó una llamarada de fuego, el jaloneo dolía como el infierno, pero no se dejaría intimidar, no obstante, el caballero tomó sus muñecas con la mano sobrante y quebró sus huesos sin ningún esfuerzo. Otro berrido se escuchó y esta vez, Vass'aroth no pudo hacer nada más, pues el miedo había consumido todo conocimiento.
Mientras el castillo se llenaba de dolor y de un futuro incierto para Vass'aroth, Russel se paseaba por el templo, gritando y llamando a su más leal servidor.
—¡Árgon! ¡Árgon! —exclamó, ya teniendo veinte minutos de búsqueda en su repertorio.
Ágaros llegó rozando la puerta principal, parecía haber corrido un maratón, el sudor caía de su rostro, y los nervios le invadieron. Transformó su cara en cuestión de segundos y justo al terminar, el consejero le vio en la entrada.
—Dígame —alcanzó a balbucear, cansado.
—¡Aquí estás! ¡Gracias a nuestro dios Barzabis! ¿Dónde estabas? Te he estado buscando por todos lados.
—Disculpe, hoy me tocó rezar por una familia pobre —mintió.
—¿Pobre?
—Para el estándar. —Se recompuso, pues las familias más necesitadas eran vetadas de la ciudad, a las orilladas del reino, donde no había luz ni ningún servicio.
—Entiendo, entiendo, pero eso no importa ahora, el rey quiere verte.
—¿A mí? —inquirió, y le pareció extraño, sabiendo que nada bueno podía salir del Haldión.
—Sí, ven, acompáñame.
Cuando hubieron subido, el rey se limpiaba las coyunturas de su estómago, su obesidad era peor de lo que imaginaba.
—Entra, Árgon —ordenó.
Ágaros se paralizó, pues a un costado, Vass'aroth lucía irreconocible, con una cascada de sangre escurriendo de sus labios. Supo que era él, solo por las vestiduras de magos reales, no obstante, Russel no parecía importarle en lo absoluto. Tragó saliva al ver a Ráskamus de pie junto al desvalido.
—¿Desea algo?
—No estoy de humor hoy —sentenció, pasando las mantas húmedas—, ¡No he podido coger con nadie! —Soltó sin más.
—¿Quiere que... que rece para que tenga una erección?
—¡Cállate, Árgon! —gritó—, no te estés burlando de mí, y este imbécil —espetó, viendo a su consejero cubierto de sangre—, fisgoneando donde no debe.
Ágaros cruzó miradas con el mago, poco podía ver en él, pues sus ojos estaban llenos de sangre. Sin embargo, el miedo que le transmitió fue irrisorio, si todo salía mal, terminaría de la misma manera, no habría forma de escapar de ese maldito guardia.
«Maldita sea, ¿Si tan solo los mato a todos y salto por la ventana», pensó, considerándolo muy seriamente.
—Me harás feliz si me haces un favor —continuó el rey—: Mi miembro está muriendo, y que quede claro que solo para esto lo quiero, porque la gente estúpida me vale un comino. Al fin y al cabo, todos estos malditos enfermos son débiles al fuego, sobrevaloramos esta peste. Quiero que vayas por la savia, así veremos si es tan eficaz como dicen y si logra levantarlo, estaré más que satisfecho. La fe que tanto dices tener te ayudará.
—Señor, claro que tengo que fe, pero yo nunca le he fal...
—Ya lo sé —interrumpió—, nunca me has faltado al respeto, pero quiero afianzarte conmigo, porque, como verás, Vass'aroth tiene dos opciones. —Ráskamus levantó el rostro del mago, que tenía las mejillas hinchadas y llenas de hematomas—. Primera, te puedo enviar con Árgon; o segunda, te puedes unir a mí, como miembro de la Guardia Ciega.
—¿Guardia ciega? —preguntó Ágaros.
—¡Mierda! No lo sabías... pero bueno, confiaré en ti, una cosa es husmear y otra muy diferente es que yo lo diga. Llévate a ese mequetrefe afuera, el silencio otorga —ordenó, mientras su guardia arrastraba al mago dentro de la habitación, quien ya no emitía ningún sonido—. Ponme atención, Árgon.
—Sí, señor —repuso, devolviendo la mirada.
—Lo único que tendrás que llevar son tus oraciones, es simple.
—¡Qué honor! ¡Qué honor! —gritó Russel, extasiado ante la decisión de su rey—, ¡Eres el elegido! —repetía una y otra vez.
Árgon se retorcía de asco y coraje, movía su lengua en diferentes direcciones, parecida a una corneta. Quería traspasar su garganta y atravesar los ojos de Russel para callarlo. Pero, lo peor de todo, era saber que el imbécil no se inmutaba por Vass'aroth, ignorándolo por completo, siendo un idiota. Reconocía que era un hijo de puta, pero no lo suficiente como para dejar en el olvido a un amigo. Era una arrastrasa revolviéndose y sacudiéndose entre un nido de arrastrasas.
Casi asomaban los rayos del sol, el frío poco a poco se había intensificado, pues ya arribaban los primeros días de invierno.
Era una cabalgata fuerte y veloz. Por suerte, gracias a los poderes de Velglenn, los Losmus de los Hijos Promesa no se cansaron, permitiendo una llegada pronta y sin pausa.
El primero en descender fue Néfereth, que no esperó a que su bestia se detuviera, para luego dirigirse al cadáver de Kimbra, para ayudar a su hermana, que lo había cargado durante todo el trayecto.
Los Brotes aparecieron segundos después del disparo, cubriendo a los Hijos Promesa con sus cuerpos, y así los habían acompañado durante todo el viaje, camuflando sus espaldas, pues no permitirían que llegasen a las entradas de Inspiria.
La multitud se aglomeró de inmediato, después de escuchar los gritos de auxilio de la pobre mujer.
—¡Mi hermano!
—¡Dios mío! —exclamó Fordeli, llegando a verificar su estado, pero el color de su piel era más blanco que el papel, el brillo de sus ojos se había extinguido y un agujero enorme cruzaba su cráneo—. Niña, yo... lo siento mucho.
—¿¡Qué pasó!? —preguntaron casi al unísono, entre ellos se encontraba Velglenn, Violette y Naor.
—Le dispararon —sollozó.
—Mi vida —agregó Betsara—, ya no podemos hacer nada.
—¡No! —gritó con furia, aferrándose aún más al cuerpo de su hermano.
El mago se acercó, casi a hurtadillas, colocó su mano en la cabeza de Kimbra, y, cerrando sus ojos, comenzó a recitar una oración. Su voz era cálida, sincera y llena de dolor. Kendra lo observó, mientras las lágrimas se desbordaban sin contención. Lo entendió, se resignó, compartiendo la petición.
—A ese Dios que no nos juzga, a ese Dios que no tiene forma de animal, que no tiene el rostro de una bestia, el que está más allá de las estrellas.
La súplica duró unos minutos, minutos en los que todos guardaron silencio.
Néfereth se acercó al centro de la plaza, con una ira que desbordaba de su cuerpo, que supuraba de sus poros. Tomó una carroza que se encontraba estacionada y la volteó sin miramientos.
—¡Néfereth! —exclamó Yaidev, saliendo de ver a su madre—, ¿Qué te pasa? —Y volteó hacia la escena que se pintaba en sus retinas con un cincel puesto a las brasas—. No, no, no, Kimbra —repitió, llenándose sus ojos de inmediato.
—Tranquilo, Yaidev, tranquilo —espetó el caballero, sonando agresivo.
—¡No! ¡Tú tranquilízate! —ordenó el botánico, viendo cómo el hombre frente a él recogía cualquier tipo de arma y le sacaba filo solo con sus manos.
—¡Denme sus armas! —clamaba a Los Brotes, que estaban atónitos ante la presencia del Hijo Promesa.
—Viejo, viejo, tranquilo —intervino Naor—, esas armas no te durarán nada, son palos de madera para ti, ¿Dónde dejaste la tuya?
—La aventé cuando supe que le dispararon —bufó, respirando con dificultad.
—No puede ser que haya un arma que dispare así, esa no es la que yo esquivé, solo mira la potencia para poder atravesar el cráneo de Kimbra.
—Esto fue una trampa... una trampa de alguien más inteligente —musitó Kendra, más calmada—, estoy segura que fue planeado por el nuevo consejero, a estas alturas, Leyval debe estar muerto. ¿Qué voy a hacer, hermano mayor? ¿Qué haré?
—Déjamelo a mí, morirán todos.
—No, Néfereth, con todo respeto y por todo el amor que te tengo, déjame vengarme, déjame porque yo lo llevé conmigo, cuando él no debía estar ahí.
Las palabras de la joven acallaron algunos sentimientos, mientras Valkev organizaba, de nuevo, otro velorio. Naor se encargó de correr a los mirones y de llevar el cuerpo hacia una cama más cómoda. Las cortinas taparon la plaza central y un silencio gutural se apoderó de la escena, salvo la respiración y el temperamento de Néfereth, que no parecía ceder. Era tanto su odio, que las venas en su rostro poco a poco se reventaban.
—Es hora de matarlos a todos, es necesario una guerra —sugirió Betsara, mirando a sus soldados, irguiéndose frente a ella de una manera imponente y segura, prestos para cualquier orden.
—Espera, madre, creo que no es momento de alebrestar más el ambiente, deja que todo a nuestro alrededor se recupere.
Pero era muy tarde, la turba estaba enaltecida. Kimbra, en el poco tiempo de su estadía, había demostrado gratitud, apoyo y una bondad desmesurada. Si Hecteli no lo quería, estaba claro que la ciudad de Real Inspiria, ya los había adoptado.
Los Brotes aparecieron en la plaza, bajando las capas y sus máscaras, mostrándose, por fin, ante los citadinos.
Mientras las personas se llenaban de ira, Néfereth insistía en seguir rompiendo cosas, cortar los árboles que se encontraban cerca y de respirar tan agitado y apretado, que su piel ya no era blanca.
Para Naor, observarlo era un espectáculo, no podía creer en su fortaleza, era ridículo, pero real. Lo entendía, por una parte no quería demostrar su molestia ante un pueblo lleno de incertidumbre, y sobre todo, rebasarlos de más ira, pero, por otra, la sed de venganza era obvia. A juzgar por su temperamento, estaba claro que ningún Hijo Promesa de la nueva generación había muerto, por lo que la muerte de Kimbra era muy difícil de asimilar, sin contar el hecho de que era su mejor amigo.
«Estoy seguro de que la bala hubiera rebotado en su cráneo», pensó, riéndose hilarante.
—Hola, señorita —musitó la capataz, acurrucándose un poco—, ¿Quieres que te ayude en algo?
—No, pequeña, gracias —respondió la Hija Promesa, suspirando simultáneamente, sin dejar de ver el suelo polvoriento—. Fue culpa mía... los subestimamos, y por eso pagó mi hermano. —Violette no la dejó terminar, y la abrazó con tanto cariño, que pudo sentir el calor a través de la armadura—. ¿Él es tu hermanito? —preguntó la guardia, sonriendo.
—Hola, yo me llamo Alexander, lamento mucho lo de tu gemelo... no lo conocí mucho, pero agradezco que nos haya ayudado a salir del hospital, peleaba increíble. —Exhaló—. Si yo tuviera poderes, sería al primero que resucitaría.
—Y yo estoy segura de que si él hubiera tenido más poderes, te hubiera sanado de esa enfermedad —aseguró la mujer, guiñándole un ojo.
—Pero no te molestaremos, Kendra, no queremos intervenir...
—Violette, no te preocupes, quédense conmigo, mejor dime, ¿Qué es su enfermedad?
La Hija Promesa lucía más delgada, incluso la armadura le quedaba floja. Eran tan receptivos, que un suceso como ese los deprimía en demasía, y, en caso contrario, los hacía enfurecer tal y como Néfereth se encontraba.
—Fordeli nos ha dicho que se llama "Calcifrosis Ósea Petrificante", es una enfermedad que petrifica los huesos hasta tal punto de calcificarlos, haciendo que el usuario quede en una sola posición y que, incluso, deje de crecer.
—Lo lamento mucho, Violette.
—No te preocupes, Kendra, está bien, tenemos la ligera esperanza de encontrar una cura, pero ya no hablemos de esto.
—¿Interrumpo? —inquirió Yaidev, apenado.
—No, llegas justo a tiempo.
—Solo quería darte mis condolencias, Kendra... Sinceramente, creo que todos llevamos culpa, pero esta situación es de lo peor, este mundo, su gente, es lo más doloroso. Yo solo espero que, si hay algo después de la muerte, si el alma trasciende a un lugar mejor, que Kimbra esté allí.
—Gracias, Yaidev —vociferó.
—Néfereth, contrólate, cálmate —espetó el botánico, volteando a verlo, pues sus pisadas y mentadas aún podían ser escuchadas—. Solo encárgate de consolar a tu hermana que está más tranquila que tú, es obvio que te necesita.
—A mí no me dices lo que tengo qué hacer —respondió, tajante, tensando el ambiente de los jóvenes.
—Vaya, no puedo creer que te comportes de esa manera, pero supongo que no importa, al menos sé que tienes carácter.
—Claro que lo tengo —afirmó, acercándose de manera amenazante.
—Pues guárdalo para cuando estés frente a tu rey, para que le cortes la cabeza sin armar tanto escándalo.
Violette agrandó los ojos, por un momento había olvidado el carácter tan impulsivo de su amigo; admiraba su valor, pero no era consciente de la gravedad de sus palabras.
—Ni yo soy así, ni tú eres así —aseguró el Hijo Promesa, inhalando con demasiada fuerza.
El cazador se rio de la escena, era irónico que Néfereth le pareciera una bestia, de esas que no pueden ser domadas, sin embargo, Yaidev era especial, una piedra en la pezuña, una muela con caries, ese alguien que no necesitaba de la aprobación de nadie, pero que podía tener un poder más allá del que conocía, el poder de controlar a un animal como el Hijo Promesa.
—Ven conmigo —ordenó el botánico—, te quitaré esa armadura, te está lastimando.
—No me di cuenta —bufó, viendo la sangre recorrer su piel, pues sus músculos habían crecido de la ira.
La caminata fue corta, pero estruendosa, pues en el trayecto el caballero había chocado con todo, rompiendo las cosas a su paso; desde vigas hasta columnas.
—Todo está arreglado, señorita —comentó el mago, acercándose al dúo de mujeres sentadas en la acera—. No quiero ser un grosero, señorita Kendra... pero ojalá su hermano me hubiese aceptado esa bendición, estoy seguro que la bala hubiera rozado su oreja.
—Te creo, Velglenn, ¿Qué tan fuerte es tu protección?
—Tal y como mi fe lo es, pero te debo una disculpa, fui un cobarde, y siempre lo he sido, porque nunca insisto, abandoné a mi gente porque tampoco lo hice.
—Pero insististe en venir acá, así que sí, tienes valor —afirmó la capataz, sonriendo.
—Quiero que vea esto. —Velglenn sacó de su mochila el tarro repleto de savia, sin dejar de ver el rostro de Violette, que le parecía angelical.
—¿Esto que es?
—Es la savia de Adamas, de la que oíste hablar, probablemente.
—¿¡Esto es lo que es capaz de curar esta maldición!?
—Sí, pero no al 100%, funciona como una contención temporal, pero estoy seguro de que mezclando la magia y el conocimiento que aquí tienen, podrá hacer milagros. —Se detuvo, mordiéndose los labios—. Pero no es fácil de conseguir, Barzabis, ese dios, aunque no me crean...
—Te creo. —Violette sonrió, tomando su brazo—. Tú sabes lo que hemos visto.
—Lo siento, soy un idiota.
—Tranquilo, te llevas bien con nosotros, eso quiere decir que también lo somos.
—Quiero ser sincero contigo, Violette... La verdad es que los juzgué mal, lamento la situación de Kendra, no los conocí como hubiera querido, pero la relación que tienen, ese altruismo, la amabilidad, ese desinterés en ayudar, me han demostrado que son magníficas personas. —Suspiró, para poder continuar—: Sí, lo admito, escuché lo peor de este lugar, por eso no les había mostrado esto. Tenía miedo, yo... yo siento que morí en alguna parte del Bosque Lutatis y tú eres un sueño.
—Oh, ¿Estás diciendo que soy un ángel?
—Es lo más cercano al cielo —vociferó, llenándose de vergüenza.
—Un hombre de ojos bonitos y lengua filosa —admitió, riéndose, sin que Velglenn dejara de sonrojarse.
—Disculpe mi atrevimiento, fui un grosero.
—No, no, para nada, creo que serías un buen trovador, solo te hace falta algún instrumento.
—Gracias, aunque no sé cantar. Pero quiero que usted sea la encargada de dar esta noticia, no quisiera que lo malinterpretaran, o que piensen que soy de lo peor.
—No te preocupes, Velglenn, lo haré lo mejor que pueda, esperaremos un poco y después daré la noticia.
Permanecían en una casa cedida por un generoso citadino. Yaidev usaría el espacio para curar las heridas de Néfereth.
A medida que la armadura desaparecía, se iban revelando pedazos de piel pálida, y Yaidev no pudo evitar seguir el trayecto de las venas que se marcaban sobre ella. La piel de Néfereth, usualmente aperlada, se teñía de un rojo sutil, signo de su ira contenida. El brillo que emanaba de él, casi como un aura, iluminaba brevemente su anatomía.
—Néfereth, yo solo quiero que te tranquilices, no sabes el miedo que das estando así. Es más, nunca te había visto así.
—Sí, una vez que evité que Medleo enviara una carta en donde aparecía tu nombre.
—¿Cómo? ¿Mi nombre? ¿Una carta? ¿Lo golpeaste por mí, por defenderme? ¿Por qué no me dijiste nada?
—No es que te haya defendido —corrigió—, es solo que me molestan las injusticias.
—¿Y qué pasó con Medleo?
—No sé, pero solo deseo que su carne se esté pudriendo en el infierno.
—Vaya. —El botánico suspiró, viendo hacia el techo por un momento.
—¿Tú no me habrías defendido? —cuestionó, mirando detenidamente el cuello ajeno y el movimiento de su piel tras tragar saliva.
—Yo no puedo hacerlo, no soy como tú —respondió el joven, con más incertidumbre al escuchar la interrogante—, pero claro que puedo limpiar tus heridas.
Yaidev se movió por la habitación, buscando un balde con agua tibia, remojando el paño con el que limpiaría la sangre. Le seguía ese tintineo agradable de sus joyas y ese aroma a canela que no tenía intención de desaparecer. Uno dulce que le recordaba a miel y especias.
—No seas tonto —refunfuñó el caballero—, las heridas no me sanarán solo con agua.
—Néfereth —pronunció, con un hilo de voz—, eres un grosero, y tú no eres así.
El Hijo Promesa no contestó, solo se dio media vuelta para que el hombre frente a él empezara por su espalda.
—¿Son tus manos o es un plumero? —inquirió, molestándolo más de la cuenta.
—¡Son mis manos!
—Disculpa, es el coraje que no me hace distinguirlo. —Cerró los ojos, el tacto de Yaidev era dócil, hasta convertirse en algo más suave y cálido, supo entonces, que le estaba besando—. ¿¡Qué haces!?
—Yo solo quiero hacerte sentir bien, además, he aprendido nuevos métodos sobre la herbolaria.
—¡No te hagas! —El Hijo Promesa se levantó de golpe, tomándolo del cuello con brusquedad—. ¿¡Sabes en cuántos problemas me has metido!? —Y lo alzó unos centímetros sobre el suelo—. Piensan que me gustan los hombres por tu maldita culpa.
—Me estás... lastimando —respondió el joven con dificultad, llenándose sus ojos de lágrimas. Néfereth lo soltó de inmediato, observando su mano—. Los hombres... ¿O solo yo? —prosiguió el botánico.
—No, no me gustas.
—Dímelo, pero viéndome a los ojos —espetó Yaidev, con el corazón haciéndosele pedazos, no sabía si sería correspondido, si lo mataría allí mismo, si todo lo que había imaginado estaba muy lejos de la realidad.
—Creo que estamos malinterpretando todo —habló, sentándose en la cama.
—¿De verdad lo crees? —Y empuñó de impotencia, mientras unas gotas se precipitaban hacia el piso. No pudo más, estaba deshecho, así que, con todas su fuerzas, propició una cachetada.
—¿¡Qué estás haciendo!? —regañó, tocándose la mejilla, seguro de que el golpe le había dolido más al hombre de pie frente a él.
—La ira te hace un estúpido. —No lo pensó, solo se acercó y le aprisionó los labios—. Si en verdad no me quieres, aléjame —sugirió, no obstante, cuando el acto se reanudó, Néfereth no hizo nada.
El enorme caballero rodeó la diminuta cintura por completo, apretando el ropaje que se arremolinaba en sus dedos. Yaidev se abrazó de su cuello, tocando el cabello blanco que se escapaba de sus manos. El calor subió, al igual que la vergüenza, así como la espuma en un vaso de cerveza.
Sus labios eran dulces, o así lo percibía, pues ese aroma se introducía en sus fosas nasales de manera intrusiva. Le parecía probar un caramelo, de esos suaves y azucarados, de esos que te dan sed y te contraen los pómulos por tan excelso sabor.
El beso se detuvo, mientras sus respiraciones agitadas se abrazaban sin disimulo.
Néfereth cerró los ojos y besó sus mejillas de manera lenta, lo hizo decenas de veces, llevándose las lágrimas que seguían compitiendo por descender. No lo soltó ni un momento, al contrario, lo juntó a su pecho, hasta sentir que sus cuerpos se fundían por el calor, pero, sobre todo, por el amor que ambos desbordaban.
Jamás se había sentido así, ni siquiera Leila logró levantar ese deseo, ese cariño que se desparramaba de su corazón. Era nuevo y tenía miedo, pero quería tenerlo todo, quería tenerlo a él. No importaba cuánto le costara, tenía que terminar con los reinos que eran peligrosos, y con las leyes que oprimían esa libertad. Y es que nunca se había sentido tan libre como en ese instante. Tan pleno, tan satisfecho, tan lleno.
Se deslizó por el vientre de Yaidev, pero este último no quiso ceder, y sostuvo su rostro antes de llegar a su punto más delicado.
—Perdóname —susurró el joven—, creo que no es el momento adecuado.
—Yo... —Se detuvo, a la par de sus deseos—, tienes razón... discúlpame.
—No, lo siento, te falté al respeto, no debí...
—Me gustas, Yaidev, mucho, pero lo entiendo, gracias por detenerme, sé que habrá otro tiempo para esto. —Se asustó de sus palabras, pero no era él quien hablaba, sino el corazón que lo controlaba.
—Tengo que admitir que mi madre tiene razón —comentó Naor, dirigiéndose a la multitud que le escuchaba—, tenemos que dejar de ser condescendientes con estos imbéciles. Escuchen bien lo que debemos hacer, iremos a Prodelis a secuestrar a la esposa de Hecteli, la usaremos como moneda de cambio, después, por sus funcionarios y por sus hijos, haremos que sean felices y se los regresaremos podridos. ¡Porque si quieren guerra, guerra tendrán!
—¡Sí! —secundó la gente, eufóricos.
—Hay que envenenar sus cultivos, esos que dicen tener ahora, vamos a ver si duran lo suficiente —agregó un anciano.
—No funcionará, en guerras así, lo mejor será contar con rehenes.
—No podemos demostrar ser como ellos —intercedió la capataz.
—Y por eso nos pisotean —aseveró el cazador—, nosotros podemos matar a todos sin ningún problema, pero está bien, está bien —musitó, a regañadientes—, no seré grosero.
—Tienes razón, Naor, solo nos preocupamos de ser benevolentes con todos, y yo he sido uno de esos, al igual que muchos.
—¿Tú, Landdis? Tú y tus hermanos debieron de haberse muerto antes que los míos. Con gusto los hubiera acabado yo mismo.
—Estás en tu derecho, pero a Alexander no lo tocas.
—A él no, y no precisamente porque tú me lo pidas, sino porque yo he visto cómo Violette se desvive por él.
—Así que respetas a mi hermana.
—Por supuesto, ella es la jefa ahora, y si tú lo fueras, también te respetaría, pero eres un saco de mierda y tengo mis límites. No es que me haya dolido la muerte de un Hijo Promesa, pero me da asco la manera en cómo lo asesinaron —bufó—. Cuando yo maté a mis hermanos no los envenené, ni los ataqué por la espalda, al contrario, los vi cara a cara, mientras me daba cuenta del brillo que se les escapaba de sus ojos.
—Debo admitir que tienes honor... Lástima que eres un imbécil.
—A ver, a ver, baja tu velocidad, Landdis, ¿Por qué imbécil? —Lo señaló.
—¿Ves todos los pretendientes que buscan a mi hermana?
—Sí, ¿Qué tienen?
—¿Ves cómo sí eres imbécil?
—No te entiendo —rezongó, yéndose su paciencia.
—Ay, ya, olvídalo, adiós imbécil.
—Te voy a matar Landdis.
Velglenn se reía de la escena, observando detenidamente las acciones de todos los presentes.
Al fondo, Priscila conversaba con Fordeli y otros médicos de Inspiria, estaba seguro que analizaban la enfermedad del pequeño hermano de la capataz, pues llevaban unas hojas con algunos datos.
Mientras tanto, Alexander hablaba con Kendra, que le escuchaba sin dejar de sonreírle. Desde la muerte de Kimbra, permaneció allí, sentada junto a los hermanos, parecía haber encontrado un poco de paz, paz que solo ellos transmitían. Se ruborizó un poco al notar que Violette le observaba y desvió su mirada.
Betsara ya se había juntado con los otros miembros de la mesa, arreglando los últimos detalles para ambos entierros. Querían un lugar digno y tranquilo, uno que representara con honor el valor de ambos personajes. Esta vez, Nasval no dijo nada, solo se limitó a ofrecer los ingresos del reino, sin ninguna mueca sobre sus labios.
Néfereth Salió de la habitación, con la ira esfumada, mientras Yaidev le seguía sus pisadas con la mirada puesta sobre el suelo. Se estremeció cuando sintió la mano del caballero tocar su espalda y colocarlo frente a él. Fue tan suave y dócil, que se le aguaron las piernas.
—Ve tú delante —le susurró, erizándole la piel, sin dejar de tocarle la cintura, pues parecía ser su nueva zona favorita.
—Sí... sí —tartamudeó, hasta llegar a la plaza central y evitar, a cualquier costo, el contacto visual con los demás.
Ur se escondía entre las habitaciones de la milicia. No era sordo, había escuchado sobre el problema con los Hijos Promesa y la desgracia del deceso de Kimbra. La mente le carcomía, al igual que la culpa, pues entendía muy bien quién era el responsable
Murmullos y secretos viajaban por los pasillos grises e insípidos del cuartel, mencionando a un nombre en específico: Néfereth, siendo partícipe de actos tan desvalidos como practicar la homosexualidad. Algunos, llenos de valor e indignados, lo confesaban a los cuatro vientos; otros menos descarados, recordaban que en las fiestas todo estaba permitido; sin embargo, la mayoría permanecía expectante, inquietos ante la nula gobernación de su rey y llenos de incertidumbre por tan irrisorios chismes.
—Liang —susurró un soldado, pues lo llamaban por su apellido—, ¿Es cierto eso que dices de Néfereth?
—Sí, yo mismo lo vi tener relaciones con ese hombre —sentenció, y no sabía si era motivado por la rabia de perder al amor de su vida o de una envidia que nunca logró reconocer.
—¿De qué hombre hablas? —cuestionó Balvict, entrando a su habitación. Los soldados a su alrededor se dispersaron como cucarachas, buscando el mejor rincón para escuchar sin ser vistos, pues tener a un general de los Hijos Promesa, sin serlo, era todo un terror.
—Balvict, amigo mío.
—No, no, Ur, yo no soy tu amigo —afirmó, recargándose sobre el marco de la puerta—. Toda la paz que teníamos se ha acabado... La has cagado. No sé qué esté pasando allá arriba y no me interesa porque solo me toca obedecer, pero Ur, ¿Qué crees que te darán por lo que dijiste? ¿Qué premio crees que mereces? ¡Por Dios, Ur! —Se exasperó—, pagamos por mujeres, ¿Qué esperas obtener si pagas por una vagina? ¿De verdad te interesa lo que haga Néfereth? ¡Él puede hacer lo que quiera, su maldito estatus se lo concede! Y sé que tú hubieras llorado por tenerlo solo para ti. —Sus ojos se afilaron a medida que se acercaba al rostro de un pálido e inerte Ur—. Porque si tú hubieras sido el cogido, no estarías quejándote.
Los abucheos y burlas se alzaron, las risas predominaron y la vergüenza de Ur se desbordaba de sus poros.
—Eso es pecado —vociferó.
—Eso no es pecado, el pecado es deseo y eso es lo que hiciste con la esposa de Néfereth, así que también te gusta ser un maldito pecador. Te seré franco, nos has cagado, por un chisme que salió de tu perra boca, todo se fue a la mierda —aseveró—, no solo mataron a la vieja que nos echábamos, sino que podemos entrar en una guerra sin sentido. Admito que pude tener culpa, pero tú —Y colocó dos dedos en su frente—, has venido con esa estupidez, sabiendo cómo está el rey, le envenenas la mente y ahora mismo los Hijos Promesa pueden amotinarse, y si ellos deciden matarnos, ¿Crees que tú podrás hacer algo? Maldito imbécil, allá estabas más seguro, porque si no te matan los caballeros, lo haré yo, así que, por el bien de tu vida, si es que aún quieres conservarla, quiero que vayas y hables con el rey, diciendo que todo lo que dijiste era una mentira, una imaginación que creó tu puta cabecita, para calmar la locura de Hecteli y a los Hijos Promesa. —Se calló, para suspirar el aire que se le había escapado—. Soy una persona que disfruta mucho de su confort, sí, soy un buen guerrero, pero no confundas lo que yo hago con lo que los tipos de cabello blanco pueden lograr. Nos hiciste perder nuestra comodidad, ¿Sí o no, muchachos? —cuestionó a la multitud, que asomaba temerosa.
—Sí, a nadie le importas con quién te andas acostando —respondió uno.
—Quizá no todos, pero sí la mayoría ha experimentado todo eso en las fiestas, no nos hagamos estúpidos —mencionó otro.
—El año pasado te besaste con Rowan, ¿No es así? —increpó un tercero.
—¡Yo nunca hice eso! ¡No soy así!
—No nos importa cómo seas, porque no lo estamos chismoseando con el rey. —Balvict se levantó, tronando su cuello—. Es una pena que Néfereth ya no esté para salvarte, Ur, ten cuidado. Ya te dije qué hacer: ve y arregla tu desmadre.
Salió casi a rastras, con el rostro empapado de tantas lágrimas y una mandíbula lastimada. Hecteli no podía creerlo, se dirigió a su baño quejándose y maldiciendo.
—¡Ágaros! —clamó, sin fuerza siquiera de poder lavar su cara—. ¡Maldita perra, mataré a tu maldita estirpe! ¡Ágaros! ¡Ágaros! ¡Ágaros!
Y la luz se fue. Cayó en el lavabo, abriéndose la frente, mientras Leyval sostenía un candelabro de bronce, con el extremo manchado de sangre.
—Aquí estamos, para dar fe y legalidad a este acto tan valiente. Señor Barzabis, oh, dios, este hombre lleno de amor por ti —se rascó el estómago—, irá por tu bosque a buscar la savia, dale, por favor, de tu fortaleza, porque él clama por ti, diario —oró—. ¿Estuvo bien mi rezo?
—Maravilloso mi rey —exaltó Russel, aplaudiendo.
—Gracias, Russel, ¿Estuvo bien mi rezo?
—Sí, mi rey —respondió Ráskamus.
—Gracias, Ras, ¿Estuvo bien mi rezo?
—Sí —dudó Ágaros, sin verlo, pues la mirada era arrebatada por la entrada del Bosque Lutatis, por la sombra que se extendía miles de metros y el silencio tan lúgubre como el mismo abismo.
—¿Tienes miedo? —inquirió el rey—. No te preocupes, Árgon, mírame a mí, soy un hombre sin fe, pero confiando en ti, en que podrás traer la savia que tanto necesito. Hazlo por mí. Es más, si la traes contigo —sonrió, de manera coqueta—, te daré una camada completa.
—¿De qué habla? —cuestionó.
—Ya lo descubrirás, Árgon, eso sí... tú compras los condones.
—¡Camina! —ordenó el guardia, empujando a Ágaros hacia el bosque, no obstante, el hombre que entraba hacia la penumbra perdía la visión, y no precisamente por la oscuridad, sino por el asco que recorrió cada parte de su cuerpo.
Quedó sin habla, lleno de incertidumbre y repulsión. Había maldades, pero la de Haldión escalaba lo absurdo, era un maldito chiste. Sin decir ni una sola palabra y con los ojos llenos de lágrimas y también de impotencia, se adentró a las fauces de las sombras, perdiéndose entre los árboles.
—Rénfira, escúchame, necesito de tu protección ahora —repetía para sí—, maldita arrastrasa, te estoy hablando, maldito, maldito, ayúdame a pasar este asco de lugar —continuó, mientras la respiración se le espesaba.
—Tranquilo —pidió el rey, viendo cómo la espalda de Árgon se tensaba—, te daré un poco de mi bendición. —Y le lanzó un beso con su mano.
«¡Maldito viejo de mierda, maldito pútrido ser», pensó, queriendo destriparle el cráneo solo con la mente. «Si tan solo ese estúpido guardia no estuviera allí, ya estuvieras muerto, asqueroso hombre».
En la tranquilidad de la noche, el canto de las Lullares acompañaba el pequeño campamento, que ahora era custodiado por Naula y otros cazadores. La fogata brillaba decente, y las sombras bailaban al ritmo de la llamarada.
Estaba sentada, observando las brasas y disfrutando del crujir de la madera por culpa del calor.
Afiló sus ojos tratando de entender la imagen grotesca que se iba formando frente a sus pupilas. El rojo se intensificó, al igual que el sonido, admirándose de que la llama se extendiera unos metros hacia el cielo.
Unos cuernos aparecieron, mezclándose entre el calor que abrumaba, cada vez más, a la pobre mujer. Se arrastró hacia atrás solo con sus manos, vislumbrando solamente la vista carmesí y amarillenta de la bestia, el dios o el ser que se presentaba ante ella.
—Naula —susurró Barzabis, mientras la guardia se petrificaba, el aire se le fue, su entrecejo se arrugó del terror y supo que lo que estaba viendo, no era un sueño—, tú eres amiga de Velglenn, ¿No es así? —La guardia solo asintió—. Él vino hacia a mí y se llevó lo que necesitaba.
—¿Él... está bien?
—Ya veo... Solo escucha: en las tierras que se ciernen debajo de mí, a las faldas de mi cuerpo, toda clase de perversiones se llevan a cabo, me adoran ultrajándome, me adoran malversándome, me adoran mientras me escupen, pero esto es lo que de verdad te interesa.
Naula asintió, perdiendo el miedo, sin darse cuenta de que a su alrededor, todas las personas adoraban con los rostros puestos al suelo. No lo podían ver, no como ella, pero dadas las consecuencias, entendieron de que aquel ser divino, estaba comunicándose con la mujer.
—Dígame.
—Un hombre entrará esta noche, un hombre que es un peligro no solo para ustedes, sino también para el mago. Las Lullares te acompañarán, solo tráeme su cabeza, no te preocupes por el bosque, llegarás sin ningún problema.
—¡Tú eres Barzabis! —reaccionó, temblando de impresión.
—Por fin te has dado cuenta, y como tu dios, te ordeno que cumplas con tu tarea. Tengo motivos personales para quererlo muerto. Ve por tu espada y dame de esa ofrenda que sí merezco.
La caballero no lo dudó ni un momento, y no solo se movía por la voluntad de su convicción, ni por el poder de su apellido que, más bien, era un hierro fundido en su pecho, sino por la alegría de saber que Velglenn estaba vivo, de que si acataba esa orden, le quitaría un peso de encima, alivianaría su problema, sea cual sea que tuviera.
«Mi Velglenn está vivo», pensó, «si esto es lo que dios me ha pedido, debo hacerlo, un problema menos, un problema menos», repitió.
Ágaros iba guiado por la ira. Haldión era lo más asqueroso con lo que había convivido todas sus vidas y Rénfira no escuchaba sus súplicas. Cuando supo que nadie le miraba las espaldas, volvió a su cuerpo original, creciendo unos centímetros más y utilizando, sin medirse, la visión que le mostraba la magia.
Alzó su vista para verificar que todos los árboles se teñían de tan significativo color, y se estremeció cuando percibió que, cada hoja, era una Lullar. Para ellas, aquel ser no estaba permitido, no era bienvenido.
Se levantaron al unísono, acercándose al consejero de Hecteli con una rapidez desmedida, no obstante, Ágaros era más ávido que cualquier mago al que hubieran enfrentado, y esparció un rayo de tonos verdosos, que permitió la caída de cientos de ellas. Sin embargo, dentro del territorio de Barzabis, no sucedería tal hazaña, así que, con los brazos rotos y pieles quemadas, se alzaron de nuevo.
—No, no, no, esto no debe ser así —espetó, observando con asombro a las Lullares siendo regeneradas de todas sus heridas—. ¡Deben estar muertas! ¡Maldito Barzabis! ¡Deja de ayudarles! ¡Sé valiente y preséntate! —gritó, entendiendo que su poder debía calcinarlas.
No hubo respuesta, salvo las risas macabras de las pequeñas mujeres. Le siguieron, pues el mago no se quedaría en el mismo lugar, corrió hacia adentro del bosque, perdido por las sombras de la noche, sintiendo cómo las Lullares le arrebataban parte de la piel de su espalda y cuello.
Giró y preparó un hechizo con más fuerza, extendió su brazo y vio, casi en cámara lenta, cómo su extremidad se alejaba de su cuerpo, para luego sentir un dolor hórrido. Gritó, rasgando sus cuerdas vocales, desgajándose de terror al ver el filo plateado de una espada.
—¡Maldita sea! —exclamó, logrando notar el rostro de una guardia.
Hizo todo lo posible para encestar un rayo, pero las Lullares se atravesaban en la magia para evitar que la mujer sufriera daños. Era un baile armonizado y sincronizado, una visión hipnótica. Danzaban como los estorninos, realizando murmuraciones ante la vista perturbada del hombre.
Naula lanzaba las estocadas, mientras las pequeñas creaturas se abrían paso ante los ataques. Una de ellas llegó hacia el estómago de Ágaros, lastimando ligeramente su piel. Sintió la desesperación, la bruma que le abrazaba los hombros y el terror de morir en ese lugar.
No lo pensó demasiado, con la única mano, lanzó un poder que lo aventó unos metros por los aires; lo lastimaría, pero tendría ventaja de huir lo suficiente.
Voló, provocándole golpes con ramas, árboles y piedras, sin embargo, su plan funcionó, pues al girar su rostro vislumbró los faros de la entrada de Drozetis. Se arrastró a tientas, implorando a quien fuera para poder salir. La sangre salía a borbotones y el dolor se incrementó, perdiendo casi la consciencia.
La guardia lo perdió de vista, pero sonrío al ver el brazo sobre las hojas marchitas. Lo levantó con delicadeza y al llegar al fuego de su aldea, lo dejó caer en la llamarada. El fuego se avivó, la madera rechinó y el aire sopló fresco.
—Para usted, mi señor —murmuró, riendo de placer—. Lamento no traerle su cabeza, es un ávido hechicero, pero espero que, con esta ofrenda, logre aplacar su ira.
Frente a sus ojos se hervía la carne, cortándose en trozos pequeños y llenando el caldo de sabor. No quedó nada de él, solo se transformó en algo delicioso, en la verdadera ofrenda que Barzabis necesitaba.
Esa noche no pasarían hambre, comerían hasta saciarse, sin que aquel plato de carne se terminase.
—¡¿Qué!? ¡¿Solo eso lograste avanzar?! ¡No tardaste ni cinco minutos! ¿Eso es lo que hace tu fe? —increpó el rey, viendo a Árgon lleno de sangre—. Qué vergüenza me das, y encima, sin brazo. Olvídate, no te daré nada.
Para el hombre que se arrastraba, aquello había durado unas horas, o eso es lo que sintió. Su mente rechazó cualquier reclamo, y, pese a todo, agradeció salir vivo. Podría explicarles que no era por su fe que había fallado, que era culpa de la inoportuna entrada de una mujer caballero. Pero no le importó.
—Ras —continuó el rey—: solo en ti pongo mi confianza.
—Si gusta, ahora mismo iré por la savia.
Haldión observó hacia el bosque y la sonrisa que tenía en el rostro desapareció por completo. Miró hacia la nada durante mucho tiempo. Parecía haberse ido, como si la noche lo absorbiera a su abismo, mientras el silencio gobernaba en el sitio.
—No, Ras... quédate —musitó, cambiando hasta su tono de voz—, todavía tengo mi lengua y mis dedos.
—¿Seguro? No creo que pase nada.
—Seguro.
Ágaros permanecía en el suelo, empapado de sangre y tierra, pero aun con todo lo que sentía, su cuerpo se llenó de incertidumbre. Había visto en los ojos de Haldión algo que no pudo distinguir, ¿Qué habrá visto? ¿En qué mierda pensaba?
Se levantó por el peso de sus brazos, los sentía como dos trozos gigantes de madera. Los nervios y el dolor le viajaban por sus músculos, perdiendo la buena circulación de su sangre.
Las muñecas le ardían, pues pendía de una pared, amarrado sin ningún cuidado, con los cables viejos del castillo. Una mordaza rodeaba su boca y gritó con fuerza cuando pudo discernir el rostro frente a él. Era Leyval, que lo miraba sin gesto alguno.
—Estos son mis cuartos ahora, mi rey, ¿Le gusta? —preguntó—. ¿Traidor? —cuestionó de nuevo, al entender las palabras arrastradas de Hecteli—. He visto y escuchado todo lo que ha hecho, y puedo asegurarle que el traidor es usted. ¿Sabe de qué me enteré? Su más leal consejero, ese que le soba la espalda cuando siente dolor, le declaró a su esposa que fue el antiguo consejero de su padre, en efecto, es el mismo hombre... el mismo que besó los labios de Selena mientras usted se sentaba en su silla, la que ahora mismo le queda muy grande.
—¡Eso es mentira! —exclamó el rey con dificultad.
—¡Cállese! —Y perpetró una cachetada que le acomodó de nuevo la mandíbula—. ¡El rey que conocí murió el día en que Néfereth se fue! Desde ese instante su caída estaba escrita, y cuando yo desaparecí, fue el culmen de su desgracia. ¡Me alegro de que todos nos iremos a la mierda! Pero... ¿Sabe que le da de comer? —Leyval le mostró una fruta a medio podrir, primero le enseñó el lado que seguía en buen estado, para luego revelar la grotesca escena, seguido de sacar más muestras de su saco. Ya no eran frutas, eran ojos, pelo y combinaciones de cuerpos malformados, teratomas y tumores endodérmicos.
El asco sacudió su cuerpo y casi vomita sobre la mordaza, pero su consejero se la quitó antes de batirse por completo.
—¡¿Qué es eso, maldito, qué me estás haciendo?!
—Son las riquísimas frutas que su hermoso consejero le da de comer. Es un maldito mago, un hechicero. Quizá ese hombre que usted venera sea el responsable de la muerte de su padre, y atando los cabos, queda perfecto a la horma de su pasado.
—Imposible... —tartamudeó—, Ágaros no..., no puede.
Leyval suspiró y miró hacia la recóndita esquina del castillo, a las tuberías que viajaban de pared en pared, la humedad que subía y carcomía la dureza de la madera, los insectos que se paseaban por los cables podridos y las telarañas arremedadas en lo oscuro del sitio. Paseó su lengua de molar a molar, recorriendo cada incisivo. Miró de un lado a otro, sobó su quijada, peinó sus cabellos, rascó su barba que crecía desmedida sin el debido tratamiento.
Estaba pensando, cuidadosamente, qué le depararía el destino. No había nada más que hacer, ya no era el rey. Solo Dios tenía la cuenta exacta de las miles de ideas que pasaron por su mente, de las diversas formas en las que pudo reventar su cabeza, incrustándole un trozo de metal, una madera mal cortada, dejándolo ahí, emparedado, untarle algún químico que provocaría que los animales comieran poco a poco su cuerpo. Al fin y al cabo, ya no era él, ya no era el reino que había protegido con ahínco, ni la ciudad en la que había crecido. No existía la paz que siempre gobernaba el castillo, ni el aire fresco, ni el agua cristalina, nada era nada.
Era como cerrar los ojos y despertar en otro lugar, que lucía igual, pero había alguien más, ese algo que sabes, no pertenece a ese sitio, ese usurpador, esa sombra que no es tuya, esa respiración que te sigue por los pasillos, las miradas que sientes cuando apagas la luz.
Los berridos de Hecteli se esfumaron de sus oídos, quedando ido, sin embargo, cuando dejó de pensar, escuchar las palabras de su rey, no le generaron más que tristeza. Lo miró a los ojos, con una melancolía que le conmovió toda su alma. Nada quedó del rey humilde, de la esperanza de un padre por un liderazgo próspero para su reino, de la tranquilidad y confianza que emanaba de él. Los huesos se marcaron en su piel, de sus pupilas supuraba ira, pero, también confusión, sabía que dentro de sus venas, en el trayecto de su sangre, el veneno recorría y carcomía cada recoveco. La incredulidad lo había orillado a todo eso.
Las lágrimas se le escaparon, no pudo, no pudo hacerlo, había trabajado y estudiado toda su vida solo para servirle, él había estado presente en todo su reinado, cumpliendo su deber como nadie nunca lo hizo. Lo cubrió, aconsejó y ayudó siempre que buscó de él. Era como un niño perdido, uno que moriría tarde o temprano.
Tapó sus labios de nuevo, mientras las gotas saladas mojaban sus brazos, tratando, todavía, de explicar todo el mal que Ágaros le había hecho, que todo lo que pasó, solo eran las consecuencias de un hombre que, si bien no lo quería muerto, estaba seguro, lo usaría a su antojo.
—Lo único que puedo hacer por usted, es alejarlo de todo este mal que se acrecienta en su cuerpo, y sí, lo llevaré al reino al que ha hecho tanto daño. —Hecteli se retorció, quería comer la mordaza y escapar de allí—. Espere y lo verá.
—¿Te gusta estar aquí? ¿Cómo estás? —preguntó Haldión, que ya se encontraba en su sótano, observando lo poco que quedaba de Vass'aroth.
No le respondería, jamás lo haría. El mago ya no tenía dientes, ni ojos, tampoco lengua. Emitía unos quejidos y pujidos, mientras Ras sostenía su cabeza con fiereza. El proceso quirúrgico no tardaría demasiado.
—Por ser mi consejero —agregó—: solo por eso te hemos puesto anestesia. ¿Tu sanación? Eso ya no es mi problema, pero esto es una pequeña lección para que aprendas lo que les sucede a los chismosos. Me servirás más así, que como el inútil mago que eres. Y dándome cuenta de eso —prosiguió, rascándose su miembro—, me he quedado sin magos.
—Por lo menos tendrá alimento —añadió su guardia, riéndose.
Años atrás, Haldión había buscado la paz entre los sacerdotes y magos, escogiendo un consejero por cada bando. Cuando hubo la oportunidad de elegir al hechicero en turno, Vass'aroth ofrecía su más leal servicio, no obstante, el rey no tuvo intención de tenerlo a su lado, al contrario, buscaba algo fresco, algo nuevo, así que sus ojos cayeron en un joven Velglenn.
Para agradar, aún sin ser escogido, Vass'aroth recomendó a su alumno, por lo menos, tendría acceso a la información de primera mano, no obstante, al pasar los años, dichos datos nunca llegaron y los celos del jefe del Comité de Magos, se acrecentaron sin control, al igual que el deseo de suplantar su puesto.
Llegado el momento, lo traicionaría, y así, serviría a su rey, tal y como lo había soñado. Claro, ahora lo haría con ligeros cambios: sin lengua, ojos, ni dientes.
Lo dejaron ahí, dentro del gran cuarto oscuro, donde pasaría el resto de su vida. Ascendieron a la sala principal, y el rey se detuvo, cansado de subir las gradas.
—Oye, Ras —vociferó, recuperando el aire—, ¿Crees que me pasé con Vass'aroth? Yo creo que hubiera usado otro castigo.
—Lo que usted ordene estará bien, señor, el problema es que, si sigue así, quedará sin hombres.
Un estruendo se apoderó del ambiente. Haldión observó una enorme piedra cruzar su visión, cayendo sobre el hermoso tapete de figuras simétricas. El cristal se esparció por el suelo, seguido de un silencio abismal.
Ras se acercó al objeto, que más bien era una canasta repleta de piedras y joyas. En ella había un nota, que el guardia leyó.
—"Tiene dos semanas para dimitir o..."
—¿¡O qué!? —inquirió el rey, lleno de terror.
—No dice nada más.
—¿¡Qué es esto, Ráskamus!? ¡Búscalo, mátalo! ¡No, mejor mátalos a todos! ¡Ahora que duermen!
—Rey —respondió su caballero, colocando su mano sobre el hombro flácido—, escúcheme, buscaré quién hizo esto, porque para mí es una afrenta, pero no mataré lo poco que queda de Drozetis.
—¿¡Por qué no!? ¡Si te lo estoy ordenando! —Escupió, lleno de ira.
—¿De dónde pretende comer si todo se acaba? Coger no le dará la vida, ni tampoco se la prolongará, y esos jóvenes que tiene allá abajo, le aseguro, vendrán por usted después. Tranquilo, buscaré al culpable, solo piénselo, con todo lo que ha pasado, es normal que ocurran estas consecuencias. Sin duda es raro, no escuché nada.
—¡Está afuera!
—No... —razonó, sonriendo ligeramente—, ya no, lo aventaron de un onda, de lejos.
—¡Haré un mitin! —gritó, mientras su respiración se desequilibraba.
—No salga.
—¡Pero estás tú conmigo!
—¿Y quién contra usted? Fue sabio al no enviarme allá arriba. —Ras se acercó al enorme ventanal, observó a la lejanía, mientras su visión era sosegada por la bruma de la noche, por el silencio de las calles, y la neblina sobre los tejados—. Este sujeto es... astuto, nos ha estado observando.
—¿¡Qué hago!?
—Por el momento no salga, señor, vaya a la cámara acorazada. Supongo que no dimitirá.
—Jamás, nunca, que hagan lo que quieran, a mí no me importa. Si tengo que morir por no comer, me da igual, si tan solo, antes de desaparecer, tengo a alguien con quien tener sexo, moriré feliz, ¿Lo entiendes? ¿Sabes cuál es mi placer? Lo sabes, Ras —aseguró, con sus ojos casi desorbitados.
—Nunca lo había visto nervioso, señor, pero hoy es un buen día para estarlo.
El guardia rio, satisfecho. Aquel golpe había sido el latido de un corazón muerto, el renacimiento de su deber, el propósito por el cual ha esperado tanto tiempo. Mientras Haldión sentía morir, Ráskamus percibía el sentido a la vida.
—¿Qué encontraste? Me estoy debilitando —musitó—. ¿Dónde están mis infectados?
—Lo usó todos, señor —respondió una cabeza, saliendo de la cueva—, y los mataron, pero no te preocupes, Járandax, tengo noticias de fuera... Todos están enojados.
—¿¡Y la fiesta!?
—Créeme, no habrá fiestas ahora. Alguien está muy molesto con el rey Haldión.
—Eso siempre —afirmó el Bufón—, el que vino fue de allí...
—No, no —interrumpió—, esto es muy diferente. En Prodelis se está formando un gran motín, los Hijos Promesa son muy peligrosos, señor, con decirle que ni siquiera vi a Hecteli.
—A nadie le importa ese rey, ese estúpido rinde pleitesía al maldito de Rénfira.
—Con todo respeto, señor —comentó el ser, moviendo su cabeza de un lado a otro, pendiendo de un cuello sumamente delgado—, él es un aliado, y yo trabajo para ambos.
—¿Entonces qué hago? —inquirió.
—Le tengo una propuesta, mi señor: cuando a usted lo crucificaron, lo hicieron junto a cuatro hombres más, ¿Le queda suficiente energía para despertarlos? Aunque eso sea lo último que haga. —Se estremeció—. Sáquelos, revuelva al mundo, lastime donde más les duele. ¿Dónde recae su esperanza? Piénselo —sugirió, gimiendo—. Recae en Yaidev... y en su maldito guardia.
—Todo lo que tengo lo entregaré. Es la última vez que lo verás, maldito homosexual. —El Bufón gritó, yéndosele los ojos hacia atrás. El berrido era una mezcla de gritos, alaridos y arcadas, un sonido aterrador. Al mismo tiempo de levantarse cuatro sombras, que recorrían las paredes de la cueva matando todo a su paso. Eran similares al humo, a las cenizas de una explosión. No obstante, aquella hazaña había dejado al Bufón demasiado expuesto, muy débil.
Las exequias se llevaban a cabo en un hermoso claro. El pasto hondeaba a la luz de las tutoras y los animales nocturnos acompañaban el sombrío ambiente, pero pese a la tristeza que los apresaba, la paz y la aceptación, poco a poco acallaban en sus corazones.
—Se han ido dos grandes —declaró Betsara, hablando frente a una pequeña multitud—, pero no duden en que este pueblo se encargará de recordarlos a cada momento, cada vez que veamos este lugar, a las estatuas que se levantarán en su honor, recordaremos tan grande valor.
—Gracias —musitó la Hija Promesa, con el rostro frío por el recorrido de unas lágrimas ya secas—, por todo lo que hicieron por nosotros en tan poco tiempo. Nunca pensé que sería el último viaje de Kimbra, pero aquí sigo... viva. He rogado por mi venganza —Y observó a Néfereth—, pues no hay nadie más quien deba hacerlo. De verdad lo siento, esta es la única manera que conozco, y debo cumplirlo.
Naor se acercó a ambas tumbas y tiró de su más costoso licor, para él, era una ofrenda digna de dar. La gente decoró con flores de tonos blancos, rodeando los hermosos epitafios. Néfereth estiró su mano, soltando unos copos morados, que brillaron al tacto con el viento y se esparcieron sobre el campo.
—Nadie es inmortal, grandulón, ni tú, ni yo —comentó el cazador—, deja que tu hermana se encargue de esto, ella ganará, y yo solo quiero estar vivo para verlo, quiero estar presente cuando desmiembren a todos, por favor. —Néfereth rio, asintiendo a la petición.
Violette subió a la tarima, junto a Velglenn, pues ya era momento de explicar lo de la savia de Adamas. Su discurso fue breve, deleitándose de los rostros que agarraban un poco de esperanza, mezclada con ira.
—Entendemos por qué no nos dijiste, estás en todo tu derecho —agregó el Hijo Promesa, recostado en un árbol.
—Nada hubiera cambiado —agregó Yaidev, más tímido de lo normal—, pero pudimos haber empezado a investigarlo desde que llegaste —aseguró. La capataz lo vio y arrugó su entrecejo ante sus mejillas rosadas—. Propongo mezclarlo con la magia —prosiguió—: hoy en la mañana, Velglenn me ha enseñado un poco y la verdad no sé qué haces aquí, eres un increíble mago.
—Pues quizá para enseñarte, Yaidev, y debo reconocer que eres muy bueno aprendiendo, y estoy seguro que con tus conocimientos, con mi magia y la inteligencia de Fordeli, podemos crear lo que estamos buscando, aunque solo salga un poco, te juro que haremos inmune a todo Real Inspiria. Si todo sale bien, mañana temprano estaríamos probándolo con tu madre.
—¿En serio? —preguntó el botánico, con sus ojos brillosos—. ¿Yo recibiría ese honor?
—Por supuesto —intervino Néfereth—, y saldremos para darles a los pueblos aledaños, incluso a Jax, al médico que está en Amathea.
—En verdad gradezco lo que harán... —Fordeli bajó su mirada—, pero ya es para que hubiera despertado, en un principio pensé que estaba en un estado de vigilia sin respuesta, pero ahora, de verdad creo que ha quedado en coma, pues no hay reacción alguna.
—Te aseguró que estará bien —insistió el Hijo Promesa—, le daremos la savia y se curará.
—Estás... diferente, Néfereth, ¿Pasó algo?
—No importa, viejo, hay que empezar a trabajar —contestó, despectivo, obviando la huida.
—Está bien —rio el científico.
—¿Qué tiene? —preguntó Priscila, acercándose para evitar que el caballero la escuchase.
—No sé, desde hoy está así.
—Yo creo que es por la muerte de Kimbra.
—No, no, es... está diferente, como apenado.
—Bueno, allá él. —La joven sonrió, cuando notó a Fordeli más cerca de lo debido—. ¿Tiene frío?
—No, ¿Por qué?
—Porque está muy cerca, señor.
—Oh, lo siento... ¿Por qué te ríes?
—¡No se aleje! —exclamó y lo acercó de nuevo—, solo estoy... feliz.
—¡No estés feliz!
—¡Sí, lo siento! —La pobre mujer cerró los ojos, tratando de pensar en otra cosa.
Yaidev se sentía pleno, un poco más y era probable que su madre despertara sin esa maldición, no obstante, tras la energía usada por aprender de la magia, sintió marearse.
—¿Estás bien? Te dije que no usaras demasiado, la magia se aprende con cuidado. Además, llevas días sin poder dormir adecuadamente, yo ya tengo muchos años en esto y apenas puedo mantener hechizos constantes.
—Lo siento, Velglenn, estaba un poco emocionado.
—Grandulón —llamó el mago.
—¿A mí me hablas? —inquirió el Hijo Promesa, arisco.
—Tranquilo —rio—, sí, a ti te hablo.
—¿Qué quieres que haga? —Se acercó, incómodo.
—Que lleves a Yaidev a descansar.
—¿Otra vez? —Y negó con la cabeza—. ¿Por qué yo?
—¿Cómo? Pues... tú lo cuidas, ¿No es así?
—Sí... sí lo cuido.
—¡Y muy bien! —agregó Violette, gritando desde el otro extremo de la plaza.
—¿Y por qué no va usted?
—Lo siento, grandote, pero ahora mismo estoy ocupada, hablando con Velglenn, buena suerte, campeón.
La mujer rio, huyendo de la situación. El Hijo Promesa sintió los nervios subir desde los pies hasta la coronilla de su cabeza; odiando por primera vez a la capataz.
—Vámonos, Yaidev.
—No te preocupes, no vas a entrar —respondió el joven y se avergonzó al repetir la oración en su cabeza—. O sea, me refiero al cuarto.
—No, no, claro que no, solo entrarás tú, y yo te acompaño.
—Ya, ya.
Caminaron hacia la misma habitación, mientras ninguno se dirigía palabra.
—Cualquier cosa, me avisas —ordenó el caballero—, y lo que pasó hace unos momentos... fue un accidente.
—Claro —aseguró el joven, a modo de sarcasmo, sin poder evitar el dolor que se acrecentaba en su pecho—, fue un accidente... Ay, Néfereth, en fin, no creí que la magia me cansara tanto.
—Descansa, porque tú eres el que nos va a salvar —comentó, observando el cuello que se desnudaba frente a él, pues Yaidev se iba quitando la bufanda, junto a las decenas de alhajas—. No te quito más tiempo —vociferó, lanzando otra mirada, tratando de recordar la imagen. Cerró con cautela y un ruido filoso se escuchó detrás de la puerta.
Ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar, solo se dio cuenta de que estaba dentro de una especie de bolsa, parecido a la garganta de un camello. El botánico intentó pedir ayuda, pero una larga lengua se introdujo en su boca, evitando el grito. Decenas de arcadas llegaron con la acción, pero no podía moverse, más solo sentir que aquello jugaba dentro de sus entrañas. Un líquido verdoso lo envolvió por completo y el olor casi lo desmaya. Era una placenta gigante, un saco de carne.
Néfereth escuchó el aire repentino entrar por la ventana, no solo era su privilegiado oído, sino su intuición la que, por esta noche, le llamaban.
Entró sin dudarlo, hasta percibir las cortinas que se movían sospechosas, se llenó de incertidumbre al no ver la cama en la habitación y de un solo brinco salió de la casa, hasta percibir, a lo lejos, cómo una araña enorme, con las patas parecidas a los troncos, se escondía entre los árboles. Una bolsa se movía en su espalda, supo entonces, que esa cosa se había llevado a Yaidev. Emprendió la marcha, sin siquiera decir nada, sabía que los segundos eran cruciales, pues la aberración andante era terriblemente rápida.
Kendra se levantó, escuchando el traqueteo de la armadura plateada correr, hasta perder el sonido por completo.
—¡Chicos! —gritó—, ¡Néfereth se movió, no sé a dónde va!
Se pararon al unísono, no entendiendo la situación.
—¡Vayan al cuarto, ahora! —exclamó Naor a su Brotes, que ya no estaban allí.
—Pero se acaban de ir —explicó el mago, llenándose de incertidumbre.
Para ese entonces, Kendra y el cazador ya habían entrado a la habitación.
—¡Vamos! —ordenó Violette, jalando de la mano a Velglenn.
—¿¡Qué es eso!? —inquirió la Hija Promesa, observando cómo un haz de luz, que sabía era su hermano mayor, se desaparecía en el interior del bosque, siguiendo a la malformación que se divisaba y mezclaba entre la maleza.
—No, no, no, no, otra vez no —musitó.
—Velglenn, ¿Qué pasa? ¿Qué es eso?
—Violette, es ese maldito, es el Bufón.
—Tranquilo, por favor —mencionó la joven, poniendo sus manos en el rostro ajeno, pues estaba muy consternado—. Tenemos gente poderosa. Néfereth ya va por él.
El caballero real corría sin detenerse, rompiendo las ramas que se azotaban contra su pecho, impidiendo su paso. No sentía dolor, solo la euforia y el odio correr y bombear en su corazón.
—¡Dios, no lleva su espada! —Kendra estaba devastada, no soportaría perderlo, ya no.
—Mierda, mierda —espetó Naor, pateando las hojas secas—, bueno, los compadezco, con el arma, por lo menos tendrían una muerte rápida.
—Tengo que ir...
—Señorita, con todo respeto, pero no creo que sea una buena idea, quédese tranquila, Los Brotes seguirán su ritmo, además, no creo que los vean y mi bestia irá tras ellos.
—¿Cuál? —preguntó.
—Canimbra.
El animal, parecido al lobo, asomó detrás de la casa, mostrando sus fauces. Velglenn, Fordeli y Priscila, quedaron atónitos.
—Es el monstruo con el que viste pelear a Néfereth, ¿No es así?
—Exacto.
—Mandaré a mis Lumináridas —añadió el hechicero, saliendo del asombro—, si ellos vuelven o nosotros intentamos seguirlos, sabremos el camino. —Creía que lo del Bufón ya no le afectaba, pero estaba equivocado. Ver moverse entre los árboles a ese ser, le devolvió el miedo que había olvidado, sin embargo, extendió sus manos temblorosas y sus insectos comenzaron a salir, parecidos a las luciérnagas—. Alumbrarán perpetuamente, hasta que mi magia se acabe.
—Gracias, Velglenn —mencionó la capataz, propiciando un beso en su frente, pues notó el nerviosismo, y sus Lumináridas muy tenues—. Es para motivarte.
En efecto, había funcionado, el hechicero no dijo nada, solo se enrojeció, mientras sus animales iluminaban con más intensidad.
—¡Qué nadie se mueva ni se separe! Naor, encárgate de que tu animal regrese a la mitad del camino, no queremos ataques de dos frentes —ordenó su madre, guiando a la multitud reunida en la plaza—. Si esa cosa mata a Yaidev, estamos acabados. Mientras tanto, Los Brotes seguirán las huellas y regresarán para avisarnos, los que se quedan, ya saben dónde posicionarse.
—Es cierto, una disculpa —musitó Kendra—, puede ser una emboscada, fui muy imprudente.
—Tranquila, niña, nosotros cuidaremos de los nuestros.
Néfereth rompía todo con sus nudillos, ya enrojecidos de tanto golpear, pero fue imposible no notar cómo los árboles se interponían en su camino, visualizaba manos, brazos, les hallaba formas distintas, pero todas querían obstruirle el paso.
Su meta era clara: salvarlo, sin embargo, aquella cosa ya llevaba demasiada ventaja, entendió que traspasaba la maleza, como si fuera intangible, como una aguja cayendo sobre el pajar.
Los metros se acrecentaron y su corazón se hacía más pequeño, ni siquiera supo cuánto había recorrido, pero sabía que estaba muy lejos de Real Inspiria.
El suelo desapreció de sus pies, cayendo en un agujero de más de 200 metros. Se concentró, mezclando la ira y la fuerza en sus piernas para poder aterrizar. El golpe fue quebrajoso, sus huesos dolieron como el infierno y un quejido de dolor salió de sus labios.
—¡Aquí te tengo! —exclamó el Bufón, mostrándose frente a él, incrustado en la pared—. ¡Esta será tu tumba, maldito! Pero para tu noviecito, tengo un futuro mejor.
El caballero se heló, no sabía ni entendía cómo, pero más odio se añadía a su ser, una cosa era molestarlo a él, pero ¿A Yaidev? Se abalanzó, perpetrando un golpe certero en la nariz, quebrándola al tacto.
—¡Haz lo que quieras, no podrás matarme! —Járandax escupió a un bebé, seguido de otro hombre, se llenó de terror, pues la energía se le estaba consumiendo. Traer de vuelta a los cuatro generales no era gratis, y tampoco eran de él.
—Se te está acabando el poder y a mí me está acrecentando la ira. —Néfereth sonrió, con la excitación a flor de piel.
—¡Abajo todos! —ordenó, viendo a los últimos de su ejército descender.
—Esta será tu tumba, niño de luz —agregó uno de ellos, reluciendo una armadura mal hecha sobre su pecho.
Néfereth cargó sus piernas, brincando a una velocidad irrisoria, no obstante, uno de sus comandantes le propició una patada en sus pectorales, evitando su escape, y enterrándolo en la cueva.
Ágaros llegó al castillo, adolorido y sudando en exceso. Se escondía de cualquier mirada, pero nadie se encontraba entre los pasillos.
—¡Señor, mi rey! ¡Agaeth! ¿Alguien? —Se detuvo de golpe al ver la sangre sobre el suelo, su respiración se apretó y el miedo se acrecentó—. ¡Arrastrasa estúpida!
—A mí no me digas nada, mira lo que ha pasado en tu ausencia, por querer jugar al héroe.
—¿¡Y por qué no hiciste nada!?
—A mí no me levantas la voz, yo no haré tu trabajo.
—Está bien, solo te recuerdo que, si muero yo, tú también mueres. Deja de hacerte imbécil, tú y yo sabemos que no eres un dios.
—No me amenaces, Ágaros, podré tener una vida, pero ha sido casi eterna.
—Casi.
—¿Con quién hablas? —Escuchó y su cabeza giró de golpe en dirección a la voz, su corazón le dio un vuelco y su estómago casi lo traicionaba. Ágaros enderezó la columna tras el erizo en su espina dorsal, mostrando, sin querer, el brazo faltante—. Vaya, te cortaron un brazo.
—¿Qué haces en el trono del rey? —espetó, viendo a Argentum sentado, con sus piernas abiertas y la espada a su lado.
—No está, pero no te preocupes, le estoy cuidando su silla... de ti.
—Soy el consejero real y...
—¿Y qué? ¿Vas a perder otro brazo? Un consejero sin manos es como un pan sin café —rio—. Definitivamente no soy bueno para los chistes, imbécil, ¿Quién te hizo eso? Para que yo le dé un premio.
—¿Qué es eso de la mesa? —comentó, desviando el tema—. ¿Quién te dio eso?
—No sé, parecen teratomas, muelas gigantes, vísceras expuestas... y frutas tuyas podridas, mira. —Y le mostró una manzana en mal estado, convirtiéndose en un órgano—. ¿Qué es esto, Ágaros? ¿Qué estás haciendo, Ágaros?
Tragó fuerte e hizo un paso hacia atrás, pero un sonido filoso se escuchó en su espalda. Ágaros vio a Argentum mover un dedo, seguido de percibir cómo la puerta se cerraba atrás de él.
—Mierda.
—Hagamos esto rápido, Ágaros, deja de hacerte pendejo, ¿Quién eres?
—¿Dónde está el rey? —inquirió, sin respiración.
—Ay, Ágaros. —Y le guiñó un ojo.
Leyval cabalgaba el Losmus de Argentum, un animal grisáceo como el humo del tabaco, y detrás de él, en una pequeña carroza, llevaba a su rey, junto a Selena, su esposa.
—No estamos vencidos, no están derrotados —repetía una y otra vez—, todavía tienen amigos.
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