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Capítulo 15 - Lechuza.

El camino fue largo y silencioso. Violette descansaba en la capa suave de Naor, era extraño, pese a la espalda dura como una piedra, había podido dormir y descansar adecuadamente, tras las trajinadas noches anteriores. Sin embargo, todos le esperaban ansiosos a la entrada de la cúpula.

La capataz pudo sentir el ligero toque sobre su hombro, se dio cuenta de que estaba pronta a llegar. Sus ojos delataban dolor, y la hinchazón, llanto.

—¡Va a ver guerra! ¡Claro que sí! —gritó Naor solo al entrar, dejando a los presentes con más interrogantes.

—¿De qué hablas? —increpó Néfereth, confundido.

—Tranquilo, grandulón, Violette les dirá todo.

Velglenn se acercó al Losmus y observó a la joven un poco desgastada.

—Permítame, señorita —agregó, bajándola de la bestia.

—Muchas gracias...

—Debe ser la señorita Violette, aquí sus compañeros me han hablado demasiado de usted.

—¿Y tú eres? —cuestionó, secándose las mejillas de las lágrimas y el frío.

—Velglenn.

—Entiendo, he oído tu nombre en esa desafortunada reunión.

—Supongo que hablaron mal de mí.

—De todos, a todos nos fue muy mal.

—Tranquila —comentó, tomándole las manos y brindándole un poco de calor—, ya estamos aquí, y en donde está la verdad, reside el poder.

Ambos entraron a la plaza, que yacía llena de camas y casas de campaña. Las personas se sentían seguras en multitud, ahora, era más fácil permanecer alerta, atentos y cuidándose unos a otros.

La capataz se dirigió al centro del lugar, observando para todos lados. En una silla estaba Daevell, traumado por lo vivido en la cárcel, sin siquiera notar su presencia. Su hermano Alexander se columpiaba en un asiento especial, parecido a una andadera. Todos los miembros de la mesa se encontraban de pie, esperando su discurso, y hasta el fondo de la plaza, pudo notar los cuartos improvisados para Disdis y Dafne.

—Por favor, señorita —interrumpió Yaidev—, no nos deje con la duda.

La joven asintió, subiéndose a la tarima provisional.

La historia comenzó y el aire acompañó el discurso, uno que parecía mentira. Cada palabra era peor que la otra y los rostros presentes lo demostraban. Gestos de enojo, terror e incredulidad se apoderaron de Real Inspiria, mientras un aura lúgubre los envolvía serena. Jamás creyeron estar tan abandonados, tan olvidados y despreciados. No solo los consideraban basura, sino que solo servían para trabajar y procrear. Comprendieron que estaban solos, y que nadie, a partir de ese momento, llegaría a su auxilio.

Betsara se llevó la mano al corazón, incapaz de comprender lo que escuchaba. Nasval se rascaba la barba con furia desmedida, mientras Valkev y Darmed sucumbían ante el color blanco de la palidez.

Muchos murmullos se alzaron al unísono, era imposible que Hecteli reaccionara de esa manera, incluso parecía ser el peor de todos los reinos. A palabras de Violette, Haldión había sido un ángel y aquello era irrisorio.

Néfereth enmudeció, viendo directamente a la nada.

—¿No era mejor que yo estuviera presente? —intervino, aún con el odio acumulado en su pecho.

—Olvídate —respondió Naor—, olvídate, hermano, porque tú fuiste el peor acusado, no sé qué pasó, pero no veo a tu compañero por ningún lado.

El caballero se levantó de su asiento solo para verificar el hecho, en efecto, Ur no estaba presente.

—¿A quién buscas? —preguntó Yaidev, tomando su brazo.

—No es nada —aseguró—, tranquilo, tú tranquilo. —Y al finalizar, pasó su mano pesada por el cuello ajeno, acariciando sus cabellos.

—Parece que caminé y me perdí mil años —añadió Velglenn, estupefacto—, ¿Cuánto tiempo vagué, cuánto tiempo perdí?

—No te preocupes, entiendo que tú vengas de afuera. —Violette suspiró—. Supongo que ya has contado tu parte.

—Horrores —agregó el Hijo Promesa—, nos contó los terrores que lo han perseguido y parece ser que, al igual que nosotros, ese Bufón le tiene demasiado odio.

—Pues mejor, así encajarás perfecto con nosotros, ¿No es así?

—Gracias, señorita, pero es solo un payaso, ese ser crece solo en las noches, y conoce cuando no le tienes miedo.

—Es cierto, ayer en la noche lo insulté, y como respuesta me envió a todos sus generales. Pero no fueron más que insectos en una trituradora.

—Y doy fe de lo que dice Néfereth, verlo fue increíble. Yo sabía que ustedes eran los indicados para esta encomienda, porque ellos —aseveró Naor, señalando a la multitud—, los hijos pródigos, tus hermanos, los capataces, no hicieron nada, era en estos momentos que debían demostrar su valía, pero nadie estuvo presente. No solo insultaron a la nueva líder de la mesa, sino a tu padre, a tu madre, y a nuestro pueblo. Entonces... ¿Qué haremos?

—¡Guerra! —gritó Betsara, con un odio irreconocible—, ¡Suelten a los animales! Ni siquiera sabrán de dónde vinieron los ataques, les daremos a los Taladradores, para que rompan los cimientos de sus templos, casas y castillos; ataquemos desde el mar con las Belletas; envíen a los Naele para que dejen caer árboles y piedras desde el cielo.

—Saquemos a los enfermos que tenemos aquí —añadió un citadino—, y los aventamos a sus calles, que entren a sus casas matando a todos por doquier.

—No, por favor —interrumpió Yaidev—, esta enfermedad no es un juego, esto es demasiado odio, debemos medir nuestros actos pensando en las consecuencias.

—Eres muy noble, muchacho —comentó la madre de Naor—, eres un lindo ser humano que no puede concebir la guerra, ayer hablaste de tu madre con tanto cariño, que no puedes estar aquí. —Sus ojos se llenaron de lágrimas, quizá recordando a sus difuntos hijos.

—No deberíamos depender de nadie, como nunca lo hemos hecho, nuestro reino siempre ha salido solo por cuenta propia —agregaron los más ancianos del lugar—, ellos nunca han sido partidarios de nuestros logros, jamás enviaron la ayuda necesaria.

—No te olvides de los instrumentos de alquimia que encontramos abandonados, muy, muy lejos de aquí, su gente ni siquiera se dignó a dejarlos en nuestra puerta —intercedió Betsara.

—¿Por qué no me lo dijeron? —inquirió el científico.

—Porque no es mago, señor, además, eran solo aparatos a la mitad, nada de lo que avistamos pudo haber servido.

—No puede ser, esto es obra de los hombres de Hecteli.

—De seguro tomaron lo necesario para revenderlo en Prodelis —afirmó la mujer, viendo la cara desganada del hombre frente a ella.

—Independientemente de que su hombres hayan hecho eso, Hecteli me envió a mí —afirmó Fordeli—, pero también me han abandonado, sin embargo, estoy seguro de que al rey lo han envenenado, él no es así.

—Esté o no, su voluntad no fue suficiente, sucumbió y eso nos demuestra de que nunca fue apto para el puesto, tal como lo fue su padre.

Las palabras de Violette entraron con violencia en los oídos de Néfereth, recordando casi al instante todas las escenas en las que su rey se involucraba. Efectivamente, Hecteli siempre había sido un pelele, un marioneta fácil de manipular, un hombre endeble, falto de seguridad y carente de valor. No obstante, nunca fue una mala persona, jamás.

Su armadura rechinó, y sus manos empuñaron sin fuerza, se sentía triste, incómodo.

—Tranquilo —intervino su hermana Promesa—, nosotros también lo vimos.

—A él lo cambiaron, alguien lo hizo y no nos dimos cuenta, porque no estuvimos presentes.

—¿Cómo estás? —preguntó, viéndola despierta. La plática en la plaza le generaba tristeza.

—Bien, amor mío... No te mentiré, sentí el ataque perpetrado ayer... Cada vez que esa cosa hace algo en contra nuestra, siento cómo la parte mala quiere irse corriendo de mi cuerpo, pero tu magia y el poder de ese caballero, me mantienen aquí. —Enmudeció—. Como si la sanidad proviniera de las tres tutoras, o de lo que sea que son.

—Haré todo lo posible por salvarte —aseguró, dándole un beso en la frente.

La mujer solo se limitó a sonreír, pues en la puerta improvisada, un hombre de gran tamaño asomaba temeroso.

—¿Cómo está tu madre? —cuestionó, cabizbajo.

—Hola, hijo —respondió Dafne—, gracias por preocuparte por mí, estoy bien, Yaidev hace un excelente trabajo, pero lo veo muy desvelado.

—Lo siento, señora —susurró—, es mi culpa, no puedo hacer nada más que cuidar.

—Y lo estás haciendo muy bien, pero, por favor... sigue haciéndolo, porque en caso de que yo muera, me quedaré tranquila sabiendo que ha conseguido buenos amigos.

—No morirá, no permitiré que eso pase —afirmó Néfereth—, pero le prometo que estaremos aquí para él y para usted, en lo que requieran y necesiten.

El caballero sonrió y salió de la habitación, sintiéndose confundido. Esa que era su familia, su única compañía, por la que había servido toda su vida, le abandonó sin remordimiento, y ahora, unas personas que no conocía lo trataban, incluso, con más amor del que deberían. Era una extraña sensación de pertenencia.

Yaidev le siguió con las vista, sin decir ni una sola palabra.

Intentó aventar la mesa del coraje, pero sus manos frágiles resbalaron de la fuerza ejercida, golpeando su quijada con estruendo sobre la superficie amaderada.

—¡Mi rey! —exageró Ágaros, viendo la pequeña herida en el mentón ajeno—. Por favor, no haga eso, se lastimará.

—No puede ser que ni una mesa pueda yo mover —aseveró—. ¿Viste cómo nos trató esa niña estúpida? Los antiguos reyes tenían respeto por sus iguales, pero esta es una majadera.

—Lo que pasa es que ella tiene mucho valor, mi rey, y una persona así es peligrosa. Lo único que usted necesita hacer es pensar —sugirió, dándole de su cosecha—, mejor coma una fruta, no se desanime.

—Es que no tengo hambre, Ágaros...

—Créame, esto lo ayudará a calmarse.

—Nadie... nadie, ni un humano —deliraba—. Soy especial... nunca, nadie, ¡Qué asco! ¡Yo debo ser especial! ¿Pero quién me hizo esta estúpida arma?

—Cállate, Agaeth, es obvio que tu poder es insuficiente —espetó el consejero.

—¡¿Cómo te atreves a decirme eso?!

—Antes de que te enojes, más bien, deberías canalizar todo ese odio en analizar y pensar qué hacer. Lo que necesitas es un arma, contacta a un herrero, y yo te ayudaré.

—¿De qué hablas? Esta arma fue creada por los mejores de Prodelis...

—¿Seguro? Déjamelo a mí, yo tengo gente muy especial, ¿No es así, mi rey?

—Sí, sabe hacer las cosas —afirmó Hecteli, llevando un vaso a su boca, mientras se le caía el agua, pues su temblor iba en aumento.

—Está bien, confiaré en ti.

Ágaros sonrió y tomó el arma, para luego dársela a uno de sus sirvientes.

—¿Por qué no vamos ahora y los matamos a todos? Sacamos a toda la guardia, enviamos todo lo que tenemos, ¿Qué nos pueden hacer? ¿Ellos y qué más? ¿Sus Losmus, sus Nugrales?

—Moriremos todos.

—¿Estás con mi esposa? —inquirió el rey, decepcionándose de su consejero.

—No, pero tiene razón, si van, todos morirán. Ustedes subestiman ese podrido lugar, pero tienen trampas, conocen el bosque mejor que nadie, animales que en su vida han visto, hostiles, salvajes, enormes, gigantes.

—¿Y tú cómo sabes?

—Estudio y para eso me dedico. En toda mi vida he leído miles de libros, ¿Por qué crees que pude cultivar en un lugar en el que es imposible? Solo debemos pensar y ser metódicos. Ellos están enojados —sonrió—, y el que se enoja pierde. Somos un reino avanzado, somos más inteligentes, además, el pecado está junto a ellos.

—Solo de pensarlo, ¡Me da un asco horrible!

—Vomitará su té, mi señor. Tranquilo. —Y colocó su mano en el hombro tenso de Hecteli.

—También serías buen masajista, tu mano es cálida.

Los guardias de la puerta del salón real se vieron entre sí. Antaño, jamás se hubiera escuchado una conversación como aquella, las pláticas con Leyval eran diferentes, y aunque en su momento pudo haber sido cruel, nunca fue injusto.

Se le debía dar créditos a tan excelso trato, no solo era más educado, sino que las responsabilidades eran distintas, incluso la luz de la habitación refulgía con más intensidad y el aire se respiraba fresco. El ambiente, el entorno, los rostros y pensamientos habían sido suplantados de un tajo. Todo el esfuerzo de Leyval fue consumido en cuestión de días, y Hecteli no parecía recordarlo.

Sin embargo, entre lo recóndito del castillo, entre los finos y olvidados pasillos, Leyval escuchaba con atención tan desvergonzada escena. Parecía un roedor, escondido en las esquinas y comiendo migajas de pan de la cocina.

Lo conocía como la palma de su mano, y recordaba como fotografías cada sitio secreto del lugar. No obstante, no planeaba salir ahora, tenía que encontrar un instante, el preciso momento para atacar, para salir y enfrentar todo, él solo.

Su cuerpo se cubría de harapos distintos, para evitar el frío, pero, principalmente, para quitarse el hedor y la sangre regada en su piel, la de los demonios que lo siguieron sin compasión y rasgaron sus vestiduras sin clemencia.

Estaba atónito, sentía la impotencia recorrer cada vena y un nudo en su estómago que se arremolinaba con fiereza. Pero lo peor de todo, no era la actitud de los tres que yacían debajo de él, sino que sabía que estaba solo.

Controlaba con increíble esfuerzo las ganas de abalanzarse contra ellos y matarlos sin piedad, quería hacerlo y terminar con la locura que se apoderaba a pasos agigantados del reino. Salir y llamar a todos para decir que era seguro volver, que fuera lo que fuera, él los aceptaría, que era un sueño, una mentira.

«¿En qué momento permití esto?», pensó, abrazando los mohosos panes sobre su pecho. Ni siquiera tenía derecho de llorar, pues el oído de Ágaros era sumamente delicado, agudo, tal y como lo era su maldad.

El juicio se había nublado por completo, ni un ápice de recuerdos acallaba en la mente del que alguna vez fue su rey. El poder sobre ellos era increíble y Ágaros era el culpable. Lo sabía, pero también reconocía que no podía hacer nada más que sufrir en silencio, pues en parte, también había sido su culpa.

Tenía que prepararse, detectar el momento justo para informar, a sabiendas de que su Naele aún seguía con vida, o eso era lo que él creía.

Bailaba sentado en una silla con ruedas, las patas del mueble se doblaban por su gordura, y es que ni siquiera sabía cuánto peso había ganado después de la maldición. Se arrastraba con dificultad, incluso descansando sobre ella. El lugar estaba en perfectas condiciones, una sala que usaba poco, pero tenía que estar pulcra y sin mácula, así como su alma.

Su guardia, Ras, lo miraba sin ni un gesto, presto para cualquier incidente y concentrado ante algún ataque.

Ambos consejeros llegaron a la habitación, que olía a incienso y lociones concentradas. El color blanco contrastaba con la plasta que se movía de un lugar a otro, danzando con alegría. Era una película bizarra, de tonos sepias y escenas retorcidas.

—¿Nos llamó, señor? —preguntó Russel, mientras Vass'aroth solo observaba.

—¡Por supuesto que sí, mis hermanos queridos! Estoy feliz porque me ha ido de maravilla en la reunión que tuvimos en la Cámara Tripartita, ¿Han oído de eso?

—Así es señor, pero todo esto ha sido gracias a usted, incluso fue capaz de mermar la enfermedad.

—Qué imbécil estás, Russel, ¿Acaso no has visto nada de lo que sucedió? Pero está bien, mientras sigas siendo un imbécil, podrás comer lo que sea de mi mano.

—Así es, mi señor —respondió, ido, inclinando su cuerpo para una reverencia.

—¿Y tú por qué no me saludas? —inquirió el rey, al ver al mago con rostro apático.

—Tengo una duda, señor —intervino—, aparte de entrar en discordia con todos los reinos...

—Solo dos —interrumpió—, solo dos, pero tranquilo, que están dispuestos a matarse entre ellos, nosotros no meteremos las manos, es eso, o Hecteli se muere de desnutrición. Su desmejoramiento es increíble.

—Señor, con todo respeto, pero usted también ha engordado demasiado.

—Tranquilo, que con unos tres que yo me eche, bajo de peso —afirmó, rompiendo a carcajadas.

La mueca del mago fue evidente y su vista se sosegó de inmediato, le daba asco. Ras le regresó la mirada tras la armadura opaca, pero no hubo más nada.

—Entiendo, señor, tiene razón, pero cambiando de tema...

—Estás raro, Vass'aroth —volvió a interrumpir—, estás muy raro.

—Solo estoy preocupado por la tropa que envió por los niños y Naula.

—Tienes razón, según yo, ya estaban en casa, me olvidé por completo de ese asunto. No me digas —se enserió—, que unos niños y una simple guardia, ¿Los mató? Se supone que era el mejor mago de tu antigua generación.

—Lo sé, señor, pero hay que temerles a las cosas que hay dentro del bosque, si Velglenn tuvo que sufrir siendo uno de los mejores magos, no sé qué pudo pasarle a Vas'thút, estando ya anciano.

—Mierda... Ras, ¿Qué hacemos? ¿Mandamos a los que tú ya conoces? —La pregunta levantó la intriga de ambos consejeros, incluso de Russel, que parecía no estar dentro de sus cinco sentidos—. Tampoco quiero perder a nadie de ahí, ¿O tienes alguna otra idea?

—Claro, mi señor... Se ha dado cuenta de que su comitiva entró, pero... falta alguien, ¿No es así?

—Ya, ya, ya, es cierto, me falta ese hombre que está muy comprometido con la causa, ¿Cómo dices que se llama, Russel?

—Árgon —repuso de inmediato.

—Supongo que ya le diste un buen puesto en tu templo, pero ¿Sigue llegando?

—Claro que sí, a veces lo veo rezar en la fuente, le encanta estar solo, supongo que es para afianzar su fe hacia nuestro dios.

—Vaya, ¿Qué tanta fe tiene?

—Estoy seguro que podría hacer que el manantial llegue a nosotros.

—Envíelo a él —replicó Ras—, pruebe su valía.

—Lo matarán, estamos conscientes de que no es combatiente.

—Señor, por eso, pruébelo —sugirió, brillándole los ojos más de la cuenta.

—Tienes razón... Si muere, quiere decir que su fe no vale para nada. Yo no puedo ir porque estoy gordo, de no ser así, me hubieran dejado pasar desde hace mucho tiempo. La pureza que yo emano es más limpia que la del manantial. ¿Lo notas, no es así?

—Claro, señor.

—Con el sudor que se beben de mí.

Los tres guardaron silencio, Vass'aroth se imaginó de inmediato lo dicho y cerró los ojos para pensar en otra cosa. No podía cuestionarse que fuera real o no, sabía que Haldión podía ser capaz de todo, y nunca preguntaría por ello. Pero rozaba la locura, le parecía irrisorio, asqueroso, vil y ruin.

—Lo noto, señor —respondió su guardia.

—Nada de lo que hago les parece bien, pero no me importa, ya lárguense —ordenó, mientras bailaba de nuevo. La fiesta no se detuvo la noche anterior, siguió, oculto entre la oscuridad del castillo, entre las paredes insonoras, a las faldas de los ricos.

Se levantó, cansada. Estaba consciente de que había dormido demasiado, pero el cansancio no provenía de su estado físico, sino mental.

Sus ojos abrieron ante una pared repleta de papel tapiz, le pareció viejo, insípido y repetitivo. Sus labios dolían y su cabeza también. Hasta que su mirada reposó en una silueta recostada en su cama.

La mujer dio un respingo, moviéndose con brusquedad, logrando quedar suspendida por unas cadenas que le impedían caer.

—Tranquila, mi señora —repuso Ágaros, viéndola en tan incómoda posición. Extendió su mano y la sacó sin ningún esfuerzo. Selena abrió los ojos con impresión, su fuerza no concordaba con su anatomía—. ¿Qué iba a decir? —preguntó, interrumpiéndola de sus pensamientos.

—¿Por fin va a matarme? ¿Ya tiene los huevos para hacerlo? Tan solo espero que después de matarme, le crezcan un poco.

—Qué ensañada está con el señor Hecteli, ¿No ve que está tomando las mejores decisiones para el reino? ¿Cómo puede defender y aplaudir a un ser que no tiene las preferencias biológicas normales y naturales? ¿Lo cree correcto?

—Yo no puedo juzgar y decir qué es lo correcto, pero dime, ¿Tú sí te crees capaz de hacerlo? Porque yo te conozco... esa cara.

—¿Qué cosa? Le parezco a mi padre.

—¿Tu papá? No, no me quieras ver la cara de estúpida, nadie es tan parecido —sentenció, afilando sus ojos—, ni siquiera por probabilidad ni casualidad, tú eres igual, son los mismos modales, los mismos gestos, podría jurar que hasta la túnica que ahora llevas puesta, es la misma. Cuando era niña, yo te veía servir al rey Aenus... eres tú, ¿Verdad?

Ay, señora... —bufó, acariciando su mejilla para luego bajar su mano a la altura del cuello, y ahorcarla con mesura—, le explicaré algo.

—Suéltame... —susurró, perdiendo el aire.

—Si llega a decir algo de esto, solo le recordaré que usted tampoco es lo que aparenta, ¿Por qué cree que el rey la secuestró y la mantuvo en este maldito hoyo? Recuérdelo.

—No te atrevas...

—Sé dónde está tu hijo —amenazó, mirando la preocupación en el rostro ajeno—, yo sé todo, así que cállese. —Al término, Ágaros lamió los labios de Selena, logrando que la mujer se arrebatara con violencia—. Para alguien tan longevo como yo, es muy fácil conocer los pasados.

—No le hagas nada —clamó, con lágrimas presurosas—, por favor, si lo escondí fue por esto.

—Por eso te digo que te calles —conminó, acercándose a la puerta—. No volverá a ver la luz del día, de eso me encargo yo, y se tragará todas las frutas que le traiga. —Rio, dejando en oscuridad la habitación, mientras la pobre mujer lloraba desconsolada.

—¿¡Cómo es posible que ese miserable nos quiera liderar!? —inquirió un caballero de cabellos blancos y peinado mohicano—. ¡De un golpe mío le vuelo los dientes!

—Tranquilo, es orden del rey —aseguró otro soldado, tratando de evitar la trifulca que ya se aglomeraba de más Hijos Promesa.

Agaeth bajó la mirada, esta vez, su arma no le acompañaba; lucía desnudo.

—¡No tiene ni espada! —Se escuchó de la multitud, enardeciendo a unos cuantos.

—No puedo permitirlo, no es diestro en nada —continuó el primer sujeto—: Podrá ser amigo de los gemelos, pero nada más. Todos pasamos por lo puños y las armas de los hermanos Kalíd, y se nos rompió la armadura y unos cuantos huesos por culpa de Néfereth... ¿Cómo pueden permitir que alguien como él nos gobierne?

—¡La mitad de aquí le gana! —gritaron.

—Tampoco sean así —afirmaron algunos, compañeros de Agaeth—, es un buen amigo.

—¡Impostor de mierda!

—¡Basta, no le digan así!

—¡No podrá con nada!

—¡No puede ganarles a esos seres, necesita más que eso!

—¡Tranquilos, es orden del rey!

—¿¡Y dónde está el rey!?

Gritaban, haciendo que el ambiente se acalorara. Al unísono de retumbar la puerta central, en donde Hecteli se encontraba.

—¿¡Qué pasa!? —exclamó, jadeante, pues la academia estaba retirada.

—Señor Hecteli, ¿Qué le pasó? —preguntaron, observando el demacrado físico de su líder.

—¡Yo soy el que ordena que se le siga! ¡Ahora es el nuevo guardia real! No podemos permitir que un homosexual como Néfereth...

—¡Eh! —interrumpió el primer caballero—, ¿¡Cómo dijo!?

—¿Quién me habló así? —cuestionó el rey, enojándose en demasía, sin embargo, miró a la mayoría de la multitud enervada.

—¿¡Cómo se atreve!?

—¡Era como su hermano!

—¿¡Por qué dice eso!?

Resonó el jardín, llenándose de preguntas incómodas. No obstante, Ágaros posó la mano en el hombro de su señor, evitando acrecentar el problema.

—Lo siento —reafirmó—, quizá me referí mal... Él ha demostrado valor y me defendió, ¿Qué proponen entonces?

—¿De quién lo defendió?

—Solo de la reina, como cuentan los rumores.

—¿Cómo va a querer protección para estar con su esposa?

Se escuchó de la trifulca y Hecteli se pasmó, nervioso y confundido.

—¿Quién es el que está regando esos rumores? —intercedió, dispuesto a encontrar al culpable, sin embargo, nadie sabía de dónde provenían—. ¡Lo ejecutaré! —gritó, perdiendo los estribos, hasta sentir cómo en su hombro se acrecentaba el dolor, pues su consejero le apretaba con intensidad.

—Cálmese —comentó, pausadamente.

—¡A ver, hagamos esto civilizadamente!

—¡Ya era hora! Se supone que estamos para brindar nuestra vida, y por eso necesitamos estar bien dirigidos —sentenció el tipo con peinado mohicano—. Y si ese pusilánime piensa liderarme, prefiero morirme.

La frase levantó el calor en el frío de invierno de Prodel, acompañando la iniciativa.

—Que pelee con nosotros, a ver si es capaz —secundaron.

—No hace falta, en nuestras leyes antiguas había una forma de saberlo —sugirió el primer caballero—, necesita derrotar a uno de nosotros, que nos traiga la cabeza de alguien.

—¡De los hijos promesa que nos traicionaron! —exclamó el rey, levantando las dudas.

—¿Quién nos traicionó?

—Está irreconocible.

—¿Habla de Néfereth y los hermanos Kalíd? —De nuevo, los murmullos se hicieron presentes.

—Lo siento, señores —interrumpió Ágaros—, soy el nuevo consejero...

—¿Dónde está Leyval? Tú no eres consejero, tú eres el que vende frutas.

—Lo sé —afirmó—, era un vendedor, no negaré mis orígenes.

—Nos vale de dónde vengas.

—Si estás tan orgulloso de tus raíces, regresa a ellas, porque nosotros tenemos una que cuidar.

—A ti no debemos ningún respeto, salvo al rey, y si él perece, ¿A quién seguimos?

—¿Entonces qué? —inquirió el mohicano, viendo a Ágaros tragar saliva, quizá era miedo, quizá orgullo.

—Esta misma noche les traeré la cabeza de uno de los gemelos —aseveró Agaeth, levantándose de su asiento, pero dejando el valor en el suelo.

—Pero pelearás con espada. —El hombre frente a él le tiró su arma y lo miró a los ojos—. Reta a quien tú quieras, y escuche, señor Hecteli —testificó, dirigiéndose a su rey—, si este sujeto logra traernos una cabeza, lo seguiremos a donde vaya, pero si perece, dejará que nuestros hermanos regresen, y estaremos dispuestos a escuchar su versión, porque no conocemos ese lado de la historia.

—Lo comprendo, Argentum —confirmó, viendo al soldado peculiar que se erguía con una voluntad apabullante—. Estoy seguro que con su valentía y sus habilidades, podrá traernos la cabeza de uno de los gemelos.

Agaeth se retorció en su asiento, él era bueno para las armas de fuego, pero no lo era con las espadas. El color bajó hasta sus pies, yéndose de su cuerpo. Sus ojos reflejaron el terror de verse muerto, pues sea quien fuera, Kimbra o Kendra, tendría el mismo destino.

Las palabras del rey provocaron las carcajadas de algunos soldados.

—No venden muñecos de los gemelos —agregó un caballero—, no podrá traernos nada.

La multitud se dispersó, aún con risas en sus rostros, fue tan triste, que ni siquiera objetaron nada más; el resultado era obvio.

—Señor —añadió Ágaros, al llegar al castillo—, tenga mucho cuidado al dirigirse con estos seres, son capaces de hacer un golpe de estado y ni usted, ni yo, puede impedir eso, debemos tenerlos contentos, pero hay que ser muy astutos.

—Pero si ese imbécil no sabe pelear nada.

—Para todo hay que tener un plan, señor, no se preocupe. Algo se nos ocurrirá.

—Puede ser que pelee con Kendra, no debe ser más fuerte que su hermano.

—Con todo respeto, señor, la joven cortó la cabeza de cinco soldados de un solo corte. Como si estuviera destapando cervezas.

—Entonces ¿Qué haré, Ágaros? No veo claro.

—Tranquilo, señor, aquí traje una pastilla que le ayudará a calmar sus nervios.

—No sé qué haría sin ti...

—Siempre con usted, mi rey —aseguró, y giró su rostro hacia el cielorraso, pues la madera crujía con el viento—. Un día de estos cambiaré todas las paredes mohosas —agregó—, no quiero que le hagan daño.

Quedó inerte, dejó de respirar por minutos, sintió que su corazón se detuvo, y abrazó su cuerpo con fuerza, para evitar hacer algún ruido. Leyval yacía escondido entre las paredes, entre la suciedad y el miedo.

Sin embargo, en la Academia de Hijos Promesa, seguían reinando las inconformidades. Algunos peleaban por Néfereth, escuchar que había traicionado a su nación, les calentaba la sangre, estaban conscientes de que él jamás haría eso, pero entre tantos murmullos y sucesos, nadie podía estar seguro.

Argentum Lunaris, el caballero con peinado mohicano intercedía entre las batallas suscitadas en el jardín. Apretando su mandíbula, pues no era capaz de entender la osadía de su rey; ni sus palabras, ni sus decisiones. Estaba seguro que Agaeth moriría a manos de los hermanos Kalíd, pero ¿Llegar a tales extremos? Nunca.

No se podía convencer a todos los Hijos Promesa, cada uno era distinto y a la mínima oportunidad, estarían dispuestos a mostrar sus poderes y habilidades.

En el fondo de la tierra, en las recónditas minas de Inspiria, en donde el sol no puede traspasar la densa oscuridad de kilómetros de cuevas, un sonido se hacía presente. Un enrevesado de raíces se movía con estruendo, pero había un lugar especial, de donde emanaba un líquido negro y viscoso, parecido a la brea. Descendía al suelo de manera lenta, formando unas cabezas.

Le hablaban a una pared enrojecida, cubierta de raíces y secreciones desconocidas, en la cual yacía un cadáver puesto de pie, con la carne colgando de su cuerpo y una peste inimaginable.

—Nos han maltratado esta vez —afirmó la voz opaca y áspera, tan ronca que parecía doloroso—. Los Hijos Promesa son muy fuertes... O quizá solo él. ¿Por qué será que cuando aman, tienen tanto poder? Es muy diferente al caballero que enfrenté primero, él pintó el cielo con su espada, cercenando mis piernas.

—¡Cállate, no seas cobarde! —agregó otro ser, formándose desde el líquido de la pared—. Tratamos de ayudar.

—Todos hicimos el ridículo —espetó, distorsionando más su voz.

Guardaron silencio cuando el tintinar de unos cascabeles se hizo presente, sonando más fuerte, incluso, que las voces y los quejidos.

—Esos malditos me han faltado al respeto una y otra vez... ¡Saben mi nombre! —gritó, provocando un temblor dentro de las cuevas y la retorsión de cientos de cabezas.

—Estuvimos ahí cuando nos llamaste —añadió el primero, recomponiéndose—, yo veo que todo está bajo control, pero no entiendo tu odio hacia ellos, son jóvenes, como alguna vez lo fui... ¿O fui una Belleta? ¿Una Arrastrasa? ¿Qué fui?

—No recordarás nada, de igual forma, todos fueron mi presa alguna vez. Entiendan una cosa, yo soy un dios, y mi deber es concretar esa petición. Cuando vino aquí, con lágrimas en los ojos —comentó, tomando con su mano, esa que medía tres metros, todas las cabezas—, y clamó, yo respondí e hice que su odio madurara para no fallar, porque ellos también me trataron así. ¿Cómo crees que iba a abandonar esa alma? —preguntó, y todas las malformaciones se movieron en sus dedos, como un manojo de piel de cerdo, dentro de una cuchara de aceite hirviendo. Burbujas salían de lo que aparentaba ser su piel, cientos de animales eran expulsados hacia las paredes, y es que no se podía describir tal aberración, pues nadie estuvo presente, solo se intuía por el sonido hórrido y por las vibraciones que viajaban sin detenerse. Era de agradecerse el no poder ver a través del ruido.

—Entonces debemos cambiar la forma de infectar.

—No se puede —aseguró el Bufón—, porque él así lo pidió, y es por eso por lo que estoy limitado. El poder inexplicable de una petición de ese calibre puede sobrepasar, incluso, el poder de un dios, porque la sed de venganza y el odio es tan vehemente, que yo no puedo hacer nada. Pese a que la siento como mía, es menester que alguien venga y vuelva a recitar una súplica, pero ¿Quién?

—Consigue uno del reino de Drozetis, del rey Haldión —sugirió un tercero—, esos niños sufren todo el tiempo.

—Precisamente uno de ellos vino hacia mí, y yo obedecí, pero ahora ya no dejan escapar a nadie.

—Vaya usted por uno.

—Son dominios de Barzabis, y no nos llevamos bien.

—Use a alguien que le sea fiel —clamó otro—, piense.

—Las tripas de mi cerebro piensan —susurró, elevando su mirada hacia la tierra que cubría su cuerpo, yéndose sus pupilas a un abismo, sonando como dos gotas de agua.

—¡Señorita Violette, su padre! —exclamó Gaunter.

La capataz se levantó rápidamente, tomando a su hermano más pequeño, mientras los demás le seguían.

—Alex —vociferó—, sabes que tu padre te ama, ¿No es así?

—Sí... ¿Qué pasa?

Violette sonrió, ese presentimiento acongojaba su pecho. Entró a la habitación, junto a Landdis, pero los demás hermanos se detuvieron en la puerta, y es que no podían verlo de la vergüenza, reconocían que fueron malos hijos, que se mofaban de su libertinaje, y que, cuando clamaron por la muerte de su padre, ahora estando tan cerca, ya no sabían qué hacer sin él.

Todos sus amigos y miembros del concejo esperaron afuera de la recámara improvisada, y nadie había hablado de la condición de Alexander, pues el odio era unánime, abrigándolos en un solo sentir.

—Acérquense, hijos —pidió Disdis, al verlos escondidos. En su mejilla yacía una línea de sangre.

Los médicos se vieron entre sí, entre ellos Fordeli, pensando en la posibilidad de haberlo salvado si tan solo hubiera estado más tiempo y cerca de él.

—Lo siento tanto, Violette... su enfermedad está muy avanzada, no solo afectó su corazón, también sus pulmones, en Prodelis la conocemos como "Aetheris Hemorragis" y sigue siendo muy difícil de erradicar.

—Gracias —musitó la joven, cabizbaja.

—Los amo —tarareó, tosiendo—, en verdad los amo a todos, me enorgullece ver cuanto han crecido.

—Papá, no digas eso —respondió Winvall—, no somos nada sin ti, los únicos hermanos que merecen ese cariño son ellos. —Y señaló a Lanndis, Violette y a Alexander—. Nunca cuidamos del menor como debimos, creo que ni nos conoce.

—Sí los conozco, los veo poco, pero sé quiénes son —repuso el joven.

—Perdóname, Alexander, hijo mío —clamó su padre—, por no ser atento, por no llevarte hasta el fin del mundo y luchar contra eso. No quiero que nadie muera como yo, sin haber luchado lo suficiente. Y tú, mi querida hija —Violette tenía el rostro serio, recordando los momentos más bellos con Disdis, el campo de flores hecho especialmente para su madre, los canales de riego a la lejanía de Real Inspiria, de la enseñanza sobre cuidar la tierra y de trabajarla sin importar su estatus—, nunca pude hacer nada por ti, no como hubiera querido.

La joven tragó cientos de veces, intentando bajar el nudo que se apoderaba de su garganta, del dolor que se acumulaba sobre sus pómulos y de la impotencia que se acrecentaba sobre sus puños.

—Nunca tengas miedo, hija —agregó—: de decir lo que sientes, nunca juzgues nada de lo que veas, porque quien ama de verdad, es el alma y el corazón. Recuerda que, quien está condenado a ser juzgado, solo es el cuerpo. —Sus hijos abrazaron a un decrépito hombre, mientras lloraban sin control—. Mi tiempo... ya, ya no puedo. Acaben con esto con lo que sea necesario, los veo a todos y me alegra que estén junto a ellos. Muchacho...

—Sí, señor —respondió Yaidev, de inmediato.

—Ayuda a mi hija... —Y soltó el último suspiro, mirando hacia el cielorraso, cerrando sus ojos ya cansados.

Violette lloró en silencio, recargando su cabeza en las manos aún cálidas de su padre, mientras los de afuera demostraban su respeto bajando sus sombreros. Era inevitable no acompañar el dolor, había sido uno de los mejores líderes de la mesa; justo, amable y eficiente, pero también un excelente padre, un excelso esposo. Al final, él era el responsable de ese crecimiento en Real Inspiria, de ese trato justo entre los pueblos aledaños.

El tiempo pasó más lento, abrazándolos el silencio. Era un momento muy triste, una escena deprimente.

Disdis fue cubierto, mientras el frío ya gobernaba su cuerpo. Sus queridos hijos permanecían afuera del lugar, sentados, unidos e idos. Por suerte, Valkev y Betsara ya se encontraban arreglando lo necesario para un entierro digno.

Yaidev se alejó de la multitud, sin embargo, le acompañaba el sentimiento, ese dolor en su pecho, extraño, ajeno, pero tan real, que pudo sentirlo como suyo.

Tomó su rostro, peinando los cabellos rebeldes hacia atrás, aprovechando para limpiar, también, unas lágrimas cálidas.

—¿Qué tienes? —preguntó Néfereth, acercándose lentamente—. Te veo inestable.

—Estoy cansado —musitó, para luego suspirar y continuar—: Yo no puedo pelear como tú lo haces, no soy nada comparado a tu increíble fuerza... Eres un pintor, eres... un pintor.

—Tú estás salvándonos, ¿De qué hablas?

—Sé cuál es el problema, Néfereth —aseguró, captando la atención de Velglenn, Fordeli y Violette, que permanecían a unos metros.

—¿Cuáles?

—Son esos dos malditos, ¿Verdad?

—¿Quiénes? —cuestionó el caballero, extrañado, pues miraba en el rostro del joven un odio que nunca había presenciado.

De a poco, la pequeña aglomeración de gente se acercó, dispuesta a escuchar la respuesta del botánico.

—¡Los dos malditos reyes! ¡Hecteli, esa maldita alimaña y Haldión, ese ser tan despreciable! Si tan solo se extinguieran, todos los problemas se acabarían; solo piensa la paz que vendría sin ellos. —Se detuvo, apretando sus manos de ira—. Maldito payaso —espetó—, ese maldito cobarde.

—¿Qué pretendes hacer? —inquirió el Hijo Promesa, impresionado, y lleno, al igual que los demás, de ese peculiar valor que emanaba de Yaidev.

—Hay que asesinarlos.

Néfereth arrugó su entrecejo y apretó los labios, un poco incrédulo, no podía creer que, de alguien tan dulce y amable, salieran palabras tan duras. No obstante, la decena de personas que acompañaba el momento no pensó igual, sino que se unió al énfasis de la petición, al deseo siniestro de asesinar a los reyes, a la voluntad férrea del joven que con su mirada, podía transmitir tanto poder.

—¡Sí, hay que matar a esos malditos! —secundaron.

—¡Sí, tiene razón! —gritó Naor y era inevitable no escucharlo por sobre todos, teniendo una voz tan fuerte—. Es en lo único que estoy de acuerdo contigo, tus palabras son verdades. Solo digan lo que tenemos qué hacer, lo que tengo qué hacer.

—¡Ese es mi hijo!

—¿Hasta matar a un rey? —preguntaron de la multitud.

—Maté por menos a mi propia sangre, podría batir el suelo con las vísceras de esta gente que ni conozco, eternamente.

—¡Sí, sí, vamos!

—Tranquilos —ordenó Néfereth, si bien la intención estaba declarada, contagiándose de la emoción, tenía que pensar muy bien las cosas—, no podemos dejar a un lado este mal, no nos olvidemos de Járandax, tenemos que erradicarlo y ya después podemos tratar con el problema de la realeza, sabemos que algo está pasando con Hecteli, él no es así.

—Pero ya es así —sentenció la capataz—. Yo comparto lo mismo que tú, Yaidev, quisiera matarlos a todos, pero no tengo la fuerza de Néfereth, ni la de Naor que tanto tiempo subestimé.

—No te preocupes —respondió el hijo de Betsara—, aquí en casa me subestiman porque solo cargo alimento, pero puedo matar cualquier bestia llegado el momento.

—Tienes razón. —La joven rio, siguiéndole la gente a su alrededor—. Pero es cierto, necesitamos ir por partes, solo pido que te tranquilices, Yaidev, aunque nos cueste.

—Lo sé, señorita, y le agradezco, por no abandonarnos ni una sola vez —enfatizó—, en serio que se lo agradezco, también a ustedes. —El botánico levantó su vista y prosiguió—: A ti, Velglenn, por cruzar los bosques, huyendo de la maldición; gracias, doctor, por mirar a la muerte de frente; a los Hijos Promesa y a ti; Néfereth, por defenderme y ayudarme con mi madre. No podré pelear, pero lucharé en lo único que soy bueno. —Y señaló su sien.

—Con eso basta —replicó el caballero—, puedes estudiar a la luz de las tutoras y nadie podrá hacerte nada.

La última frase sonó con poder, llenando, aún más, de valentía la noche. Con alevosía, la gente comenzó a prepararse, dispuesta a matar al Bufón, entre ellos un grupo de cazadores expertos, mejores amigos de Naor, que se encontraban sentados alrededor de una fogata.

Las risas eran estruendosas, burlándose del payaso, pidiendo y repartiendo la carne que planeaban quitarle, riéndose y mofándose de la cobardía del ser divino. No era alegría, era coraje disfrazada de algarabía, valor camuflado de sarcasmo.

La piel brillaba al sol, morenos como solo un arduo trabajador suele ser, las cicatrices y los tatuajes adornaban sus cuerpos, algunos ya no tenían un ojo, les faltaba alguna mano, pero el valor seguía allí, tan vívido, tan real. El vello hirsuto rodeaba sus espaldas, pelos de animales desconocidos, con cabezas de bestias fosilizadas, poder y experiencia mezcladas. Mientras Los Brotes, los soldados que Betsara había bautizado, esperaban apacibles, tan rectos como los troncos, silenciosos como la noche taciturna, camuflados con el entorno.

Eran temibles, pero nadie había visto ese potencial, ningún reino creía en la capacidad de Inspiria, en la efectividad y eficacia de su gente y de sus fieros guerreros.

Violette miró cómo Yaidev se dirigía a la habitación de su madre, mientras el Hijo Promesa observaba su trayecto.

—Néfereth —llamó—, ven un momento.

El caballero llegó enseguida, causando en Velglenn una sonrisa.

—Le hace caso este ser gigante —agregó.

—En efecto —respondió la capataz—, tú también tienes tiempo aquí.

—Se me hace una persona muy interesante, una mujer con pláticas encomiables.

—Vaya, qué educado, Velglenn, pero aquí no lo somos tanto, así que no seas tan formal.

—Así hablo yo, señorita, para mí es un placer —Sonrió—, pero no le quito su tiempo, vaya a hablar con el caballero.

La joven sonrió, dirigiéndose, junto con el Hijo Promesa, a unos metros de la plaza principal.

—Me está avergonzando, señorita —comentó Néfereth, después de notar que la mujer frente a él solo le sonreía—, y yo no tengo vergüenza, ¿Quiere algo?

—Lo siento, es solo que... Hablaron cosas feas y horribles de ti en la reunión con los reyes, te diste cuenta de lo que dijo Naor; Ur no está.

—No lo encuentro por ningún lado, probablemente haya muerto —musitó, tranquilo.

—Morir es un destino noble para él, no sé cómo le hizo, pero ahora nada me sorprendería, sin embargo, estoy segura de que él fue el culpable de lo que Hecteli piensa de ti.

—¿A qué se refiere?

—A juzgar por las palabras del rey, Ur le habrá dicho que desterraste por enamorarte de Yaidev.

—¿Qué? —Se pasmó, llenándose de incredulidad—, ¿Estás segura? ¿Cómo podría? ¿Cómo?

—No sería la primera vez que lo intentan, Néfereth, ¿Recuerdas la nota de Medleo?

—Yo no soy así —repuso de inmediato.

—Tranquilo, nadie te está juzgando —aseguró la joven, tomando su brazo en un tacto sutil y delicado—. ¿Quién lo está haciendo? ¿No eres así? Está bien, ¿Eres así? Está bien, debes entender que entre nosotros, tú, no —corrigió—, los Hijos Promesa son divinos, así que no importa lo que hagan, lo que escojan, a nosotros nos toca aplaudir, porque alguien como tú, ni en mil años. Haz lo que tu corazón quiera, y créeme, no es un sermón, yo solamente quiero proteger lo justo, lo puro, y tú, Néfereth, junto a Yaidev, lo son para mí. Son humanos increíbles, y jamás imaginé encontrarme a alguien como ustedes.

—Señorita, yo...

—Conmigo no —interrumpió la capataz, colocando su dedo sobre sus labios—. Es a ti a quien le debes una explicación. —Al término de sus palabras, Violette se alejó casi corriendo, no sin antes demostrar una sonrisa de complicidad.

Néfereth quedó estático, sintió cómo su vista se alejaba poco a poco hasta caer en el interior de su cuerpo, rodeó su corazón, viajó por sus huesos, entendiendo, poco a poco, más allá de lo que él podía ver.

Miró, casi como el movimiento de un molino descompuesto, al joven que divisaba por la ventana. Razonó de todo, cuando sus ojos acallaron en la sutileza de sus facciones, en las ondas malformadas de sus cabellos y en el universo de sus pecas, que él era la única persona por la cual daría la vida.

Y es que no lo entendía, solo lo sentía. Ni la mujer por la que había prometido amor hasta la muerte, le hacía vibrar el tuétano tan grotesco y de repente.

El silencio gobernó su piel, su cuerpo, su mente, más solo en sus pupilas se podía reflejar ese cariño que no había entendido, brillando tanto, que ni la luz de las tutoras podía equiparar tal fulgor.

—Ahora —reflexionó—, ¿Yo sería capaz de no conocer a esta persona?

Y la respuesta fue un rotundo no. No podía hacerlo, simplemente el sentimiento que lo acaparó por completo calló sus pensamientos. De algo estaba seguro, el destino los había unido y no se separaría de él, jamás.

Miró al suelo, con la vista sosegada, tomó su espada y fue inevitable que el calor subiera a su rostro, empañando sus mejillas, tiñendo sus orejas. Se acercó, casi inerte, a las copas llenas de licor, a un lado de Naor.

—Festeja —agregó el cazador, percibiendo el rocío en tonos rosa pastel—, porque los que ganamos, festejamos y los que pierden, no, porque están enterrados. —El hombre emitió una carcajada, contagiando al caballero frente a él.

—Quizá tengas razón, ganamos hoy, pero me esforzaré mucho más.

—Así se habla.

Ambos tomaron de su copa, para luego servirse otra ronda.

Tras la tranquilidad del día, un Naele arribaba a la plaza central.

—Hermano mío —habló Kimbra—, esta carta viene de Prodelis... Es un reto a una batalla.

—No —arremetió Néfereth, alargando la palabra—, no puede ser, ¿A mí? ¿Cuántos van a ser?

—No cuántos, sino quién... Agaeth Monét —respondió Kendra, sonriendo de vergüenza.

—Se va a tropezar y va a morir, ¿Qué quiere?

—Hermano, qué cabrón eres —espetó el segundo caballero, estallando en una risa estruendosa—. Pero está retando a Kendra, pobrecito, que en paz descanse.

—Lo puedo aprovechar —afirmó la joven—, las leyes de los Hijos Promesa nos dan la ventaja, si yo llevo la cabeza de ese imbécil, podré luchar por nuestro perdón.

—¿Perdón, de un humano? —inquirió Naor, un poco inconforme—. Qué raro, si no son bestias, de verdad que son raros... Ustedes deberían estar gobernando ese lugar.

—Tienes toda la razón, hijo mío. Así que retaron a la muchacha, ¿Eres muy fuerte, verdad?

—Lo soy, señora.

Pff —buzó Betsara—, quisiera tener tu cuerpo, mamacita, pero este envase viejo me limita tanto, que no puedo realizar mis maldades como es debido. Sin embargo, por ahora debemos guardar un poco de luto y mucho odio.

—Hermana, ¿Segura que quieres ir? ¿Cuándo será?

—Quieren que sea de hoy hasta la madrugada de esta noche, y que tomemos a los Losmus más rápidos que tengamos. —La joven rio, estupefacta.

—Si sabe que va a perder, ¿Por qué te reta? —cuestionó la capataz.

—Es buen combatiente, es bueno para usar armas de fuego.

—¿La que le desvié yo? —intercedió Naor, sintiendo satisfacción.

—Impresionante, de verdad hay gente muy temible con ustedes —agregó Velglenn—, hasta al punto de sentirme protegido. ¿Gusta de una protección? —preguntó, dirigiéndose a la Hija Promesa.

—No te rechazaré.

El mago se acercó lo suficiente, haciendo unos movimientos delicados con sus manos, de inmediato, la joven sintió un frío recorrer su espina dorsal, y no supo si era el ambiente del lugar o de verdad era un escudo.

—¿Y usted, quiere uno?

—No —respondió el hermano—, no te preocupes.

—¿Y usted, Néfereth?

—No, amigo, yo soy la protección.

Velglenn rio, satisfecho de su respuesta, alejándose un poco.

El tiempo pasó, preparándose para tal evento. Afilaron sus espadas, limpiaron sus armaduras, y parecían brillar más de la cuenta.

—¿Qué pretende? —cuestionó para sí—. Siempre fue un escuálido.

—Lo tratabas bien, hermano.

—Lo sé, creía en su potencial, pero es una pena que termine así. Él parecía el más pequeño de todos.

—No creo que Hecteli haya exigido esta pelea.

—No —repuso Kimbra—, esto fue obra de los Hijos Promesa, lo mandaron al matadero.

—Lo sé... es solo que no suelo matar a gente de mi raza.

—Hoy tendrá que ser la excepción, querida hermana.

Por otro lado, Néfereth esperaba apacible, mirando a sus generales.

—¿Pasa algo? —agregó Yaidev, acercándose a él—. ¿Pelearás? ¿Irás?

—Tengo que ir —vociferó, viéndole la preocupación de reojo—, por si es una emboscada, que lo dudo, porque somos hombres de palabra, pero si algo pasa, yo funjo como sus emboscada, también.

Pff, vaya, no sé qué pasó, pero como que te creció el ego —bromeó, golpeando su flamante armadura—. Está bien que defiendas a todos, pero...

—Ya, ya, vete pues —rezongó, empujándolo un poco, mientras Yaidev no dejaba de sonreír. Y no entendía en qué momento, aquello se hizo tan común—. Señorita Violette, señor Fordeli, Velglenn —agregó—, les encargo a este joven impetuoso.

Y rieron al unísono.

—Llévate una comitiva de Brotes —sugirió Naor—, ellos pueden ir a los lados sin ser vistos, cualquier cosa, no dudes en llamarlos.

—No hará falta, pero agradezco tu ayuda.

Sus ojos brillaron, siendo todos partícipes de tal determinación, pero es que simplemente el hombre frente a ellos no tenía ni una pizca de miedo.

Los Losmus eran preparados por el mago, que, moliendo delicadamente un menjunje, daba de comer a las bestias; era seguro que el cansancio tardaría en llegar, en que la protección que él brindaba rodearía los músculos del animal.

Era hipnótico, pero no había hombre más dedicado a su trabajo que él, delicado por donde se le viese.

Fordeli y Priscila hablaban con algunos citadinos ansiosos por acompañar a los Hijos Promesa, dispuestos a pelear junto a ellos, planeando entrar por las alcantarillas, y aunque el médico podía compartir dicha afición, no era correcto romper las leyes de una batalla pactada.

—Cuídense mucho —comentó la capataz, viéndolos subirse a los animales—, y regresen con bien.

Los tres guardias asintieron y partieron, no sin antes verle a los ojos. Yaidev estaba preocupado, no obstante, aquella mirada era, más bien, como una promesa sin ser escuchada, y respiró tranquilo.

La noche se acercó pasmosa, las tutoras brillaron nerviosas y, misteriosamente, ningún demonio vigilaba las calles. Estaban conscientes de que el Bufón conocía de aquel encuentro, y no se le vería rondar por el bosque; quizá por miedo, quizá no.

Kimbra lideraba la cabalgata, mientras su hermana le acompañaba. Los Brotes no se notaban y Néfereth les seguía desde la parte de atrás.

—Estamos como a dos kilómetros. Prepárate, hermana.

—Ya los veo —aseguró la joven, afilando los ojos hacia la pequeña luz que emanaban los Hijos Promesa, pues estaban cerca.

—¡Kimbra! —gritó Néfereth, intentando alargar su espada.

Se escuchó un sonido quebrajoso, un cráneo romperse fuertemente. Una bala había cruzado la cabeza de Kimbra, impactando con el suelo polvoriento. El filo de la espada rozó el impacto, pero no llegó a tiempo, mientras Kendra miraba boquiabierta cómo el cuerpo de su hermano caía del Losmus.

—¡Kimbra! —gritó la mujer, pegando un salto para evitar que chocara con las piedras, casi al instante en el que sus lágrimas asomaron presurosas.

Desde la torre más alta, a lo lejos, con las luces apagadas y su cuerpo lleno de cenizas para no brillar, Agaeth disparaba el proyectil, tan silencioso como una lechuza. De inmediato, se agazapó detrás de la balaustrada, ocultándose de la mirada de Néfereth que ya le buscaba desde su posición.

Entre el rostro magullado de la joven, entre la ira que se acrecentó en un segundo en la piel del hermano mayor y de los gritos de decepción de los Hijos Promesa, la noche pereció, llevándose, también, la vida de Kimbra.

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