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Capítulo 13 - Río De Sangre.

Leyval salió del bar trastabillando, sus pies se enredaban, sus rodillas flaqueaban y la respiración se apelmazaba con violencia dentro de su nariz.

Giraba constantemente para supervisar su espalda, pudo observar a dos hombres correr tras de él, pero no pudo discernir si venían sanos o estaban poseídos por aquella enfermedad.

La pesadez sosegaba sus zancadas, el ritmo cardiaco se había disparado, imaginaba que, en cualquier momento, sucumbiría ante el vívido terror que le perseguía, que las miles de sombras y siluetas que le seguían, tomarían su alma y todo su ser.

—Dios mío —clamó en voz alta—, ya están aquí, ya están aquí, mi rey, ¡Mi rey debe saberlo!

Mientras la muerte le apremiaba, pensaba en solo una cosa: en la fidelidad hacia su señor. No le debía lealtad a nadie más, ni siquiera a un miembro de su familia, pues hacía demasiado tiempo que todos habían bajado al sepulcro.

Sin embargo, su terror no estaba ni cerca de terminar. Desde las puertas de las casas, salían personas despavoridas, y sobre los balcones, algunos se precipitaban hacia el suelo, rompiéndose la mayoría de los huesos.

Solo con la visión periférica de sus ojos, avizoraba cómo —a la par de sus pisadas— le acompañaban las cabezas que se desprendían como elástico, hasta rosar la tierra, los brazos se alargaban como cortinas, podía jurar que algunas lenguas colgaban como lianas, lamiendo la sangre derramada.

No era nada parecido a la información que Inspiria había proveído, eso no podía ser posible. Se talló los ojos con fuerza, se tomó de los cabellos en un intento desesperado de despertar de tal pesadilla.

—¡Leyval, Leyval! ¿¡Por qué me traicionas!? —gritaron desde las ventanas, de inmediato sintió la temperatura subir por su cuerpo, ni el frío de aquella noche, que ya había calado cada parte de su piel, pudieron contrarrestar el apabullante calor.

La voz resurgía desde las entrañas de los solos y oscuros hogares, pero parecía resonar por toda la ciudad; miles de voces acompañaban los gritos y no encontraba explicación alguna.

Tendría que doblar la siguiente esquina para poder llegar a su destino: el castillo, no obstante, se detuvo de golpe, pues un remanso de piel se deslizaba y enrollaba por el poste de luz. El movimiento lento y ligero perturbó cada parte de su mente, lucía como una Arrastrasa, pero no era eso, lo sabía perfectamente.

El horror se aglomeraba en su espalda y él no entendía si la aberración era cabello, carne o vísceras; amagaba sus movimientos en intentos frustrados por salir corriendo, pero era eso o simplemente lo que venía detrás, también lo alcanzaría.

No lo pensó demasiado, corrió como nunca lo había hecho, sin embargo, percibió en su tobillo el agarre firme del adefesio, haciéndolo caer. Era suave, gelatinoso y baboso, provocándole una arcada, dolor de cabeza y un terror indescriptible.

Propició varios golpes, pero la creatura no se despegó de él, más bien, se deslizó sobre su pierna, mientras le hablaba.

—¡Auxilio! —gritó Leyval.

—Nadie te escuchará... soy yo, Hecteli, pero ¿A quién realmente admiras?

—¡No eres tú! —exclamó con vigor, tomando de su costado un pequeño cuchillo ceremonial, utilizándolo para incrustarlo en la piel flácida, tanta fue su rabia, que traspasó todo a su corte, incluso el músculo gemelo interno de su pierna.

Gritó de dolor cuando percibió la herida, pero eso le había dado la oportunidad para salir de su agarre. Se levantó con extrema dificultad, cojeando por toda la avenida. Logró perderlos de vista, sin embargo, comenzó a pensar que todo era una imaginación, alguna ilusión suya, o simplemente una alucinación, ¿Cómo podía ser posible?

Las imágenes de los informes mostraban algo completamente distinto, ¿Y si estaba bajo el efecto de una droga? Una enfermedad jamás deformaría tanto a su usuario. Palideció.

Todas las calles lucían iguales, con cientos de personas huyendo, al mismo tiempo de transformarse en tremendas malformaciones. Salían de todos lados, de las casas de campaña, de las carrozas, de los sótanos; hasta estamparse en el suelo o alcanzar a un desgraciado. La oleada de mutantes se esparció como una lluvia sobre la alegre ciudad de Prodelis.

Y algunos, muy pocos, esperaban bajo su paranoia aquella enfermedad, provocando que, al salir de sus hogares, solo lo hicieran para derramar aceite y líquido inflamable, prendiendo fuego a quien pasase por esos lares, no importando fuera un deforme o un humano, todo sucumbiría ante las llamas purificadoras.

Los gritos y pasos apresurados arrebataron la algarabía de toda la ciudad. Hecteli se levantó de su trono al percibir las lamentaciones.

—¿¡Qué mierda es eso!?

—¡Señor! —irrumpió uno de sus guardias, con el sudor empapando su rostro—, ¡Algo está persiguiendo a toda esta gente y no sabemos qué es! ¡Los soldados ven rostros, ojos, vísceras, sangre, y todo apesta!

—¡Cálmate! ¡Debe ser la alegría de la fiesta! —exclamó, convenciéndose de lo que sus oídos eran testigos.

—¡No lo es! ¡Salga a ver!

Se acercó a su balcón tratando de hallar la razón, topándose con la imagen más terrorífica de su vida.

En efecto, las personas se desplazaban por la acera, la calle estaba repleta, sin embargo, todas las cabezas lo miraban a él, a grados y direcciones imposibles de mover, supo entonces que estaban fracturados, mientras le demostraban una sonrisa.

Las piernas se le entumieron en cuestión de segundos, el reflejo de terror y supervivencia lo hicieron retroceder y emitir un quejido profundo de horror.

—¡Llama a la guardia! —gritó, con los ojos vidriados, casi por salir de sus cuencas.

—¡Nosotros somos la guardia!

—¡Ustedes no! ¡Activa el protocolo: la guardia de plata!

El hombre entendió que aquello estaba fuera de cualquier alcance, a excepción de los Hijos Promesa.

—Señor —agregó, con un hilo de voz—, ¿Qué hacemos con su esposa?

—¡Súbela! ¡Y después activas el protocolo! ¡Que no entre nadie aparte de ti!

El caballero salió corriendo, escuchando cómo su rey cerraba todo detrás de él.

Leyval llegó jadeante, le costaba creer que había corrido gran parte de la ciudad sin tener ni un infarto. Era delgado, pero jamás había practicado ningún deporte, por lo que se creía, le faltaba condición física. Nada de eso fue impedimento para huir de la muerte y de todo lo que le acechaba a sus espaldas.

El consejero entró por una brecha de la pared trasera, muy pocos conocían de la puerta secreta del castillo. No podía darse el lujo de llegar por la entrada principal, pues las calles estaban atiborradas de esos seres.

Buscó las llaves por toda su vestimenta, mientras luchaba con un temblor incontrolable de sus articulaciones. La respiración se volvió pesada, y sus huesos se doblaban del terror. Percibió el ruido de la mirilla corrediza de la puerta abrirse de golpe. Levantó la vista con dificultad y unos ojos esperaban detrás.

—¿Te perdiste, Leyval? —cuestionó Ágaros, sin disimular su sonrisa.

—¡Ábreme! Porque estas cosas me están siguiendo —pidió, con un nudo en la garganta.

—Cómo lo siento, pero parece que te fue muy bien en la fiesta, debiste estar aquí, haciendo tu trabajo.

—¡Ábreme, imbécil, que no tengo tu tiempo!

El segundo consejero le cerró la mirilla con fuerza y cuando Leyval hubo encontrado su llave, la introdujo sin dudar, sin embargo, no abrió, al parecer, Ágaros había atrancado la puerta.

Comenzó a gritar de la desesperación, maldiciéndolo miles de veces, hasta callar de súbito y colocar la mano en su boca para guardar silencio. Percibió, detrás de la pared, cómo una espalda gigante irrumpía entre las ramas de los árboles. Se encogió del horror, deslizándose por la puerta de color rojo.

Sentía asfixiarse, porque ni siquiera quería respirar. Sus pupilas siguieron los pasos de la bestia, mientras la esclerótica se agrandaba cada vez más. Pero dentro de toda la tensión que aprisionaba ese momento, entendió que el silencio y el poco movimiento, podían perderlos. Cada aberración que le perseguía detuvo su andar, buscando por la zona todo rastro de Leyval, pero ni estando tan loco haría algo que captara su atención; solo le quedaba rezar.

El adefesio que se deslizaba por el faro, ahora se arrastraba por la callejuela, pudiéndolo examinar a detalle: era una mezcla de piernas, carne y ligamentos que se amarraban entre sí, así como las manos trenzándose los dedos para estirar aún más la tira larga de vísceras.

«Esto no es una maldita enfermedad», pensó, «Fordeli nunca encontrará una cura, lo mandaron a un matadero, esto va más allá de lo racional. Si tan solo no hubiéramos ocultado tanto del pasado... Este lugar está maldito, no fue hecho para nosotros, ni para nadie».

Su residencia era la más alejada de todas, un campo de diversos plantíos se divisaba detrás; y un camino angosto llevaba a la recóndita puerta. La había adquirido con su propio esfuerzo y era la primera en hacerlo, pues sus hermanos no se preocuparon por un hogar. Su principal competencia: Naor, tenía cientos de hectáreas a su disposición, que, si bien eran herencia, las administraba con suma sabiduría.

No era para su comodidad, sino para el bienestar de Alexander, su hermano menor. El deseo de su madre vivía constante en ella, y ahora que su padre pendía de un hilo, también tomaba como suyo toda obligación. Demasiada carga para una joven de veintisiete años.

Antes de entrar, suspiró hondo, trenzó su cabello y se quitó los zapatos. Era menester verlo sin ninguna preocupación y tensión, no quería transmitírselo ni que sospechara de algo, pero, esta vez, poco podía evitarlo, pues sus ojeras estaban más remarcadas que antes.

Recogió los juguetes regados por el pasillo, acomodó algunos platos sobre el lavabo, sacudió los muebles y se dirigió a su habitación, probablemente estaría durmiendo, no obstante, sacó una navaja cuando escuchó una voz trémula.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Violette, relajándose al ver que era su hermano mayor.

Landdis jugaba con él, en sus manos llevaba dos muñecos de madera y los típicos animales de Inspiria. Alexander sonrió al ver a su hermana, era idéntico a ella, quizá tendría los ojos más grandes y una pureza impregnada en su rostro. Sus cabellos negros —como su madre los tenía— brillaron al contacto con la luz que entraba por la puerta. Era un joven alegre, pero muy inocente.

—Juego con él, ¿No lo notas?

—¿Me tomas el pelo?

—Vamos afuera —comentó Landdis, mientras se acercaba a ella—. ¿Sigues creyendo que esto es una broma? ¿Qué eres la única capaz de cuidarlo? —Suspiró—. Lo hago desde siempre, y ha aumentado desde que estás más ocupada.

—Lo siento, no es eso... La verdad creí que estabas mintiendo, pensé que no lo querías.

—Siempre has sido así, crees que nosotros no podemos hacer las cosas, que somos unos cobardes, pero aunque no lo creas, tengo una responsabilidad con él, incluso contigo. Bien sabes lo que padece.

—Todos lo sabemos, y no puedo hacer nada para contrarrestarlo. —Violette suspiró, alzando la vista al cielorraso, tratando de moderar sus sentimientos—. Esa maldita enfermedad es degenerativa.

—No le hemos dicho nada Fordeli, de hecho quería pedirte ese favor, pero con lo que está sucediendo y todo este caos, no sé si se pueda realizar.

—Lo siento, Landdis, ahora no quiero molestarlo, está en el nido de los desquiciados, y no sé cómo esté. La calma que ahora reina no es más que el resultado de la muerte de todos los enfermos, en realidad no hicimos nada. —La capataz suspiró de nuevo, cansada—. No estamos sanando a nadie, estamos matando a todos.

—Hoy fui a ver a papá...

—¿Qué te dijo? Pensé que tampoco habías estado allí.

—Ya te dije que cumplo con mis deberes... qué poca fe nos tienes.

—No me culpes, hasta hace poco me demostraste lo contrario, ¿Dónde están los demás? Somos seis, y de todos no hacen ninguno.

—Te entiendo, lo comprendo, pero en verdad que ayudo... Por favor, no creas que es porque quiero el puesto de mi padre, no es así, sinceramente, Inspiria me vale, lo único que deseo es largarme de aquí. —Landdis pasó su mano en su rojizo cabello, quería transmitir todo lo que sentía—. Si tan solo pudiera cruzar el mar, me casaría aun con una mujer de otra raza, de otro mundo.

Ambos callaron un momento, Violette sentía lo mismo, si tan solo tuviera la oportunidad de irse, lo haría sin dudar, pero la responsabilidad y la promesa hacia su madre de cambiar todo, la detenían, aunque entendiera que era imposible.

—Papá dice que está bien —interrumpió su hermano—, pero he visto que sus ojos han perdido brillo. El problema de su corazón lo viene cargando desde que nosotros éramos muy niños. Así que deberíamos ir pensando en dónde colocar a Alex, porque sabes que no podemos ocultarlo para siempre. Se burlarán, eso es seguro, pero tendrán que aceptar que sigue siendo de la familia real.

—No lo escondo por eso, Landdis, tengo miedo de la capacidad de la gente, porque las palabras pasarán, pero hay personas tan malas, tan resentidas... Nosotros podemos defendernos, pero ¿Él? —Unas lágrimas asomaron, resaltando el color de sus ojos—. Imagínate si yo quedo como la nueva líder de la familia, o de la mesa, la mayoría me aborrece y estando tan lejos, podrían hacerle daño, podrían... —Enmudeció, tragando con fuerza el nudo de su garganta.

—Tienes enemigos, pero ahora tienes amigos, y buenos amigos, quizá contigo empiece una nueva era entre las relaciones de los reinos, yo sé que es muy difícil que Drozetis haga un cambio, pero con Prodelis puede haber mucha diferencia. Cómo quisiera que el rey globo muriera.

—Estás muy político, ¿Y así quieres que no piense que estás interesado en el puesto? —La bella joven rio, golpeando suavemente el hombro de su hermano.

—No, no, para nada, si quieres me voy —propuso, acompañando su sonrisa.

—Si quieres, hazlo, yo me quedaré, nunca he sido partícipe de esas fiestas sin sentido porque rompen y ensucian la ley que han hecho estos "supuestos" demagogos de antes. Ni siquiera increpamos nada de estas normas, y aunque ya haya habido decenas de pláticas para cambiarlas, solo es para beneficiar las malditas celebraciones. —Hizo una pausa, irritada—. Nadie está dispuesto a cambiar el placer y el éxtasis, preferimos la moralidad durante todo un año, para perderla en los excesos en tan solo tres días.

—Yo y la mayoría no puede hacer nada, pero tú sí... Dime, ¿Te quedarás aquí?

—Sí, no te preocupes, sal y diviértete, yo sé que eres todo un casanova.

—Tranquila —sonrió—, no con cualquiera, yo sí me cuido. Qué bueno que te quedas con Alexander, cualquier cosa vendré lo más rápido posible.

—Me sorprendiste, Landdis, te daré un voto de confianza. Si llegas en la madrugada, también visita a papá, por favor.

—No te preocupes, lo dejé dormido, cuídate. —El joven siguió el pasillo hasta salir de la casa, mientras Violette se sentía más aliviada, esperanzada, no estaban solos y entendió que creía en ella, en un cambio para todo Théllatis.

Una parte de la cúpula se deslizó con cautela, era la hermosa y magnífica entrada, que durante las fiestas, solo era custodiada por un guardia.

—Te dije que te perderías, tardamos más tiempo del previsto —mencionó Kendra, decepcionada.

—Ni tú ni yo hemos venido a este lugar, no es mi culpa, además, con este bosque tan denso, no pude ver la cúpula ni los fuegos artificiales. —Kimbra enmudeció cuando vio la pulcra ciudad, y la cuantiosa inversión—. Sí que viven bien. Buena tecnología.

—Nosotros somos más industriales —repuso su hermana de inmediato.

—Pero igual de inmorales, como todos los reinos.

—Eso es seguro, ¿Ves todas esas carpas? De seguro ya deben estar ocupadas.

—Pero mira esas bailarinas —El Hijo Promesa estaba impresionado—, ¿Se desnudarán?

Las mujeres de Inspiria eran las más hermosas de los tres reinos, se sabía por su magnífica genética: dotadas de todos sus atributos y de una deslumbrante piel morena. No pasaba lo mismo con las citadinas de Prodelis, ellas tenían que pasar por muchas dietas, incluso operaciones. De Drozetis nadie hablaba, allí, eran sometidas a ciertos regímenes de belleza y entregaban su vida, mayormente, a su denominación, optando por el celibato o casándose con sacerdotes y miembros de diversas doctrinas.

—Ya sabes cómo es esto, solo dale más tiempo.

—No puede ser —se lamentó—, me lo perderé.

—No te hagas, ninguna mujer se te ha negado.

—La verdad no, lástima que solo pueda complacer a unas cuantas.

—¿Quieres más? —Kendra suspiró—. Centrémonos, vamos a preguntar, pero todo está lleno, creo que venimos en mal momento.

—No te preocupes, estamos para apoyar.

Ambos hermanos descendieron y ataron sus Losmus cerca de la entrada. Caminaron por las calles, y a pesar del susurro de las personas que se ocultaban bajo las sábanas de las carpas, había una calma extremadamente rara. A lo lejos, solo se podía observar los destellos de los fuegos artificiales de las tres capitales.

No era normal, el aire pesaba y levantaba las hojas marchitas de los árboles, arremolinándolas en sus pies. La estridulación de los animales nocturnos desapareció, no había cantos de aves, ni gritos de bestias. La sensación de sosiego los abrazó de inmediato, generándoles escalofríos. Se vieron entre sí, como cómplices de algún secreto, pero no era raro que lo hicieran, siempre, en situaciones parecidas, sus instinto de hermandad, esa sutil telepatía, se encargaba de avisarles que algo malo vendría.

—No me gusta esto —vociferó Kendra, empuñando su espada—, prepara tu arma.

—¿Las dos?

—Todas las que tengas.

—Vamos a buscar a nuestro hermano mayor.

Era imposible no levantar las miradas y la lascivia, lanzaban exclamaciones y muchos otros se acercaban con intención de sobajarlos. Ver a dos Hijos Promesa aseguraba solo una cosa: placer. Por lo que los halagos y piropos no se hicieron esperar. No escatimaban ni discriminaban, tanto de hombres como mujeres las palabras eran tiradas, hasta que, no pudiendo más con la situación, Kendra mostró con descaro el filo de su espada, seguido de reventarle la boca a un hombre, pues intentaba tocarla.

La gente se pasmó, por más que la lujuria encendía cada cresta de intención, ninguno se atrevía a enfrentarse a un descendiente de las tutoras. La Hija Promesa les había dejado muy claro que su inesperada visita, no era por la celebración.

Siguieron su camino sin intención de detenerse, lo harían solo si avistaban a una persona, medianamente consciente.

—¿Has visto a otro Hijo Promesa? —inquirió Kimbra, agravando la voz. El hombre frente a él tragó saliva, pero no lucía ebrio.

—Sí, está en la biblioteca —tartamudeó, no era muy difícil de explicar, todos sabían la ubicación de ese caballero.

—¿Dónde queda, en el centro? —preguntó Kendra, acercando su rostro de manera amenazante.

—No, está cerca de las academias, y del palacio de arte, más al sur.

—Muy bien, ¿Sabes algo de los capataces, de los jefes de familia?

—No sé, señorita, solo sabemos que el señor Disdis fue transportado al hospital —agregó otro sujeto.

—Gracias.

Los cabellos de Maya se desparramaban sobre la mesa; con sus brazos sosteniendo su cabeza, dormía plácidamente. No se percató de nada, solo sucumbió al cansancio. Yaidev le acompañaba, su rostro permanecía sobre un enorme libro, ambas respiraciones apaciguaban el ambiente tan espeso y la algarabía de la ciudad.

Néfereth los vio plenamente dormidos, observó —sin darse cuenta de ello— las largas pestañas del botánico. El movimiento de su cuerpo al respirar, la delicadeza de sus facciones, las casi inexistentes pecas sobre sus mejillas y su piel morena que, sin duda, acompañaba todo lo avistado en perfecta armonía.

No pensó demasiado, solo se quedó ahí, viéndolo sin parpadear, contemplando esa belleza tan particular. No lo admitía, por supuesto que no, para ese caballero solo era un despiste, una manifestación del cansancio, una vaga idea, una vista ida a su fisionomía, pero algo de él le daba tranquilidad, estar a su lado era sinónimo de calidez y confianza, comodidad, seguridad.

Dio un respingo cuando se percató que le admiraba más de la cuenta, movió la cabeza, y ni siquiera dejó pasar la idea, ni que el sentimiento se apoderara de él.

«¿Los levanto o no?», pensó, volviendo a negar. «Ellos no son como yo».

Se alejó orgulloso, sin embargo, bajo el embriague resucitado hacía breve segundos, olvidó dónde había colocado su espada, empujándola sin querer, haciendo que cayera sobre uno de los taburetes, ocasionando un ruido estruendoso.

Néfereth cerró los ojos tras el error cometido y miró con vergüenza hacia la dirección de ambos jóvenes, que ya habían despertado, nerviosos.

—¡Lo siento! —exclamó, no midiendo el tono de su voz—, de verdad no quería despertarlos, no fue mi intención...

—No, no, no te preocupes, qué bueno, no debimos dormir, nosotros estamos mal —afirmó Yaidev, concentrando su vista que yacía desubicada sobre la mesa llena de papeles.

—No, Yaidev, ya no estás escribiendo nada, ¿Qué es eso? —preguntó el caballero, al darse cuenta que, debajo de su cuerpo, se escondían hojas con notas apuntadas al azar, sin embargo, la escritura se volvía ilegible, sin duda estaba cansado y ya no podía hilar con coherencia su caligrafía—. Basta, me vale lo que digan, necesitas descansar y tú también, muchacha con lentes. —El Hijo Promesa tomó con firmeza la mano del botánico, que no se detenía de escribir.

El dúo quedó pasmado, idos ante la orden dada, sin asimilar las palabras. Néfereth suspiró, calmando un poco su ímpetu.

—Descansen, solo mira a los demás —explicó, haciendo una ademán con sus manos, mostrando el horizonte que se cubría de luces brillantes y parpadeantes—, solo tú estás trabajando.

—No —rectificó el joven—, nosotros estamos trabajando, tú también y todos aquellos guardias que cumplen con su labor.

—No todos, la mayoría de ellos están en paños menores.

—Tienes razón, pero eso no debe importar ahora...

En el Estrecho Sutra —a un kilómetro de la cúpula—, en un enorme puerto, se encontraban Naor y Betsara, observando con detalle el calmado mar.

La brisa salina subió con intensidad cuando una ráfaga viajó por el muelle. El cazador suspiró profundo, ansioso por su próximo movimiento. Ciertamente, la fiesta era la más tranquila a la que había asistido, esa calma no era propia de las ciudades, pero entendía que, bajo las circunstancias en las que se encontraban, probablemente no todos se sumaban a la alegría del lugar. Sin embargo, también creía que todas las personas conservaban su perversidad, ese morbo que había sido resguardado todo un año. Dejar pasar la libertad de las celebraciones, no parecía muy inteligente, por lo que la solemnidad de esa noche no era común.

Miró con desdén las serenas aguas, y sonrió; contemplando su deseo.

—Has esperado por esto tanto tiempo, ¿No es así, hijo mío?

—Así es. Todos los reinos serán testigos, y cuando vean la luz, el maldito gordo se va a reventar de la envidia, ni desde aquí veo sus globitos. —Naor colocó la mano en su frente, simulando observar a lo lejos.

—Entonces hazlo —respondió su madre, compartiendo la satisfacción.

El caballero sacó una pistola de su pantalón y disparó directamente al agua, la bala era parecida a una bengala e iluminó con fiereza el fondo del mar, seguido de emitir un pulso cuando se hubo hundido lo suficiente.

Casi al instante, decenas de Belletas se asomaron a la orilla, cada una medía más de cincuenta metros y llevaban consigo un cañón sobre sus lomos, que por ser las celebraciones, dispararía fuegos artificiales. Era la primera vez que un espectáculo como ese se mostraría en todo Théllatis, las habían entrenado durante años solo para ese momento.

Brincaron sobre el nivel del agua expulsando los enormes morteros, para luego volver a introducirse sobre las profundidades. Su anatomía y fuerza les permitía salir y sumergirse sin demasiado escándalo.

Las balas dejaron una hilera de luz plateada, y explotaron con intensidad iluminando toda la superficie. El ruido había acaparado el silencio y la noche taciturna. Los perdigones tomaron la forma de cúpulas en color verde, tan grandes como la original.

Fue un evento mayestático, cada pupila se llenó del brillo sublime del estallido y las lunas parecían regocijarse ante la ofrenda dada, pues surgieron de entre las nubes, acompañando la velada.

Aquello había dado paso al punto más álgido de la fiesta solemne hacia la Fertilidad y la Virilidad, un anuncio de que todo estaba a punto de comenzar, de que las intenciones más secretas podían salir a la oscuridad de la noche.

Cada niño era dormido a fin de que no escucharan ni vieran nada. Era el momento más retorcido de la celebración, el más placentero para cualquier residente, de cualquier reino. Había llegado el tiempo.

No tardó en regresar, sus Losmus eran los más rápidos, así que Naor ya se encontraba en su cuarto, cerca de un minibar. Tomó dos botellas de gran valor y abrió una solo con sus dedos, para luego saborear del delicioso líquido.

—Nadie se quedará sin festejar, a mí me vale lo que sea ese animal, todos tienen derecho de disfrutar. —Salió de su habitación y cerró la puerta tras de sí.

Ur se encontraba en el hospital, algo cabizbajo, ni el destello fulgurante sobre el firmamento había mejorado su semblante.

Observó a Dafne removerse a causa del ruido, pero permaneció dormida. Su periferia captó el instante de unos ojos viéndole debajo de la camilla, tan grandes como el espacio oscuro bajo el cuerpo de la mujer.

La impresión le llegó de golpe y dio dos pasos hacia atrás, hasta tocar el barandal del pasillo, un chillido se había escapado de su garganta en un reflejo del terror que se apoderaba de él.

Se talló los ojos dispuesto a devolver la mirada, mirada que ya no seguía allí. Su corazón latía con gran intensidad, hasta casi salírsele por la boca, podía sentir los pulsos que atormentaban su cabeza y el ruido blanco que se acopiaba en sus oídos.

Pensó miles de formas en la que aquel ser pudo haberle visto, las posiciones imposibles de sus articulaciones y su estremecedora sonrisa.

Su cuerpo ya era una marea de cafeína y nicotina, la ansiedad había tomado posesión de él y estaba seguro de que no bebería ni dormiría esas noches. No disfrutaría nada, siendo tan liberal se lamentó en silencio, pero su miedo se atiborraba con frenesí sobre cada rincón y eso era suficiente.

Subió con ímpetu un tsunami de emociones, pero, sobre todo, de incertidumbre.

—Maldita sea —maldijo por lo bajo, mirando el suelo—, necesito volver.

Daevell solo era testigo de las risas y los gemidos comprimidos cerca de su celda. Permanecía sentado sobre un taburete desgastado. Por lo menos, la comida sobre la pequeña mesa era apetitosa, pues su padre así lo había recomendado.

Un guardia se asomó a los tubos de metal que reprimían su paso. El hombre lucía ridículo: no llevaba pantalones, su camisa de manta estaba rota y sus calcetas llegaban hasta sus rodillas.

—No te estés quejando —hipeó—, te daremos alcohol más tarde, y espero que nos ayudes cuando salgas de aquí, porque sabemos que eres hijos de Nasval.

—Ese no es mi padre, el mío es Valkev y sí... los trataré bien, pero me hubieran liberado para tan siquiera, no sé... follarme a alguien.

Su comentario provocó la carcajada de los caballeros, mientras Daevell se llenaba de vergüenza al no saber el porqué de sus risadas.

—Sabemos de quién estás hablando, pero no puedes ni dirigirle la palabra —agregó uno de ellos, mientras daban media vuelta para seguir disfrutando de la fiesta.

Pasaron por la única puerta y, al fondo, pudo vislumbrar la escalera que se bifurcaba hacia su libertad, sin embargo, su visión se vio contaminada al ver a un hombre con su miembro viril al aire, mientras algunas mujeres le seguían, jugando a las escondidas.

Una ligera envidia corrió por su piel, se perdería las fiestas, se perdería la oportunidad de reconciliarse con Verónica, aunque, estaba seguro, jamás se lo perdonaría.

Todo bullicio desapareció. La extraña acción levantó los vellos de su cuello, escuchó su propio corazón y cómo se aceleraba a pasos agigantados.

Dejó su platillo sobre la mesita para acercarse a los barrotes oxidados. Su instinto le estaba fallando y para romper toda la presión que se vituperaba sobre él, rompió el silencio haciendo un comentario:

—No puede estar tan mal, ¿No? —Sin embargo, no hubo respuesta—. ¡Eh! Asómense para que pueda ver a la chica...

Fue horroroso, parecía que habían cumplido su petición. Del arco superior de la única salida, asomaron unas veinte cabezas, mientras sus cabellos caían por los aires.

El oxígeno se le esfumó de los pulmones, las piernas se le aguaron en un segundo, trastabillando hasta caer sobre el suelo cubierto de paja. La penumbra que cobijaba la cárcel no le permitía ver con claridad. Daevell se acercó a la pared que acariciaba su espalda, no obstante, podía discernir que los cuerpos descendían como agua, como si sus articulaciones y ligamentos no estuvieran, como un racimo de uvas frondosas en una vid.

Cuando no pudo introducir más su cuerpo hacia el mohoso muro, supo que las cosas se acercaban hacia él sin recuperar su forma, así como cayeron, así avanzaron a la puerta; deformes, horrendos.

Algunas partes de los cuerpos ajenos tocaron la celda, y entendió que fungían como sus manos, pues apretaron con fuerza los tubos. Fue ahí cuando el rayo de luz de las tutoras se deslizó sobre sus rostros desacomodados, mostrando las sonrisas profusas, los ojos desorbitados. Las lenguas se estiraban hasta sus estómagos. Había partes que no entendió, miradas que no olvidaría nunca.

La iluminación que entraba por la única ventana del sótano se eclipsó, gracias a las nubes negras cargadas de lluvia, logrando que Daevell perdiera visión.

—Daevell —habló uno, con una voz entremezclada—, soy Violette, atrévete a decir que me amas...

—Vamos, salgamos un momento —agregó otra, mientras su pelo se desprendía de su cuero cabelludo.

El joven se estremeció en el recóndito lugar, apretó los ojos deseando no estar allí; ninguna información que escuchó era similar a lo que hoy contemplaba.

—¡Cállense! —gritó, estrujando su mano sobre el suelo, buscando un arma o algo que pudiese usar en contra de ellos, pero no había nada—. ¡Aquí estoy seguro!

Los amorfos callaron, y mirando fijamente a Daevell, comenzaron a querer entrar en la celda. Apretaban tanto sus caras que los ojos se le desprendían de las cuencas. Todos los involucrados se empujaban ejerciendo una presión enorme, para así lograr rápidamente su cometido.

La grotesca imagen le dio al joven una ira irracional, no comprendía sus formas, sus acciones, no entendía el objetivo, ni el porqué de su existir. Tomó uno de sus zapatos y golpeó con todas sus fuerzas las cabezas de los intrusos, y aunque el daño era visible a causa de la piel podrida, ninguno cedió.

El miedo, el coraje, el terror y el valor se unieron en gritos chirriantes, Daevell abría su boca para emitir los peores berridos que jamás hubiera dado, sin embargo, el calabozo gozaba de un silencio gutural apabullante, en realidad, ya no tenía voz, su garganta se cerró del shock y su cerebro había quedado en un bucle infinito de golpear sin poder entender lo que estaba haciendo.

Se detuvo de súbito cuando —dentro de toda su locura— observó que todas las cabezas miraban hacia arriba. Sin más, se deslizaron sobre los barrotes y se arrastraron sobre el cielorraso, hasta salir del lugar.

Se sentía destrozado; comenzó a llorar sin poder detenerse, agarró los tubos, percibió la sangre de esos seres sobre sus manos, e intentó abrir, pero ningún esfuerzo servía. No entendía nada.

Primero se aseguró de que Néfereth no estuviese en la puerta. Disimuladamente observó el perímetro de toda la biblioteca, estaba despejada. Si ya de por sí permanecía vacía, con las fiestas era peor.

Se asomó a la sala principal y vio al Hijo Promesa acomodar unas mantas sobre los sofás, arreglaba el lugar para que Yaidev y Maya pudieran descansar.

—Buenas noches —saludó Naor, midiendo sus pisadas.

—¿Qué haces aquí? —reprendió Néfereth, apretando el mango de su espada.

—Tranquilo, tranquilo, parece que puedes acabar con cualquiera, ¿Eh? No te gusta mucho la visita.

—Estamos trabajando.

—Buenas noches, tú eres el príncipe Naor, ¿Verdad? —interrumpió Yaidev, levantándose en cortesía.

—Eso se escucha muy formal, mejor llámame Naor, el cazador, a eso me dedico, y no cazo precisamente animales.

—¿Qué quieres? Pregunté —afirmó el guardia, con el rostro ligeramente levantado.

Maya se estrujó en el fondo de la sala, miraba con miedo a los dos personajes tan singulares, Naor ya había demostrado repulsión hacia su persona y ahora Néfereth se mostraba grosero con ella; así que optó por recoger sus cosas y moverse de lugar.

—Tranquila —comentó el joven cazador, al verla tan nerviosa—, no te vayas, no te haré daño, solo les he traído un pequeño obsequio para que festejen, no me digan que perderán el tiempo buscando una respuesta de libros más viejos que el tiempo, no sean tan amargados.

—No bebo —reiteró el caballero.

—Tú no, pero les vendría muy bien a ellos. —Naor desvió su mirada y emitió una sonrisa pícara.

—No, no, ¿Cómo crees? No, no. —Yaidev estaba apenado.

—Yo tomo muy poquito —susurró la bibliotecaria.

—Para que tengan un poco más de confianza, no es cualquier bebida, también energiza, y les vendrá de maravilla. Se utiliza en estas celebraciones para poder resistir toda la noche y, además, mi botella es de los mejores cultivos de Inspiria.

El Hijo Promesa observó cómo ambos jóvenes tragaban saliva, en verdad deseaban probarlo.

—Yo estaré sobrio, así que yo los cuido —aseguró—, pero estaría muy bien que dejes la botella y te retires.

—Por supuesto, por supuesto. —Naor la dejó sobre la mesa y alzó sus manos en señal de rendición.

—¿Y esa otra?

—Esta es mía, la compartiré con alguna doncella, aunque ya las probé a todas... Eso es tan triste, Néfereth.

—Eres un asco. —El comentario erizó los vellos ajenos, Yaidev y Maya trataban de desaparecer, faltarle el respeto a un príncipe no era muy inteligente, pero sabían que el más peligroso no era Naor. —¿Con cuántas te has acostado que no sean tu mujer?

—No sé, muchas. —Sonrió, orgulloso.

—Tu cabeza ya estuviera muy lejos de tu cuerpo, lo sabes. Si alguno de esos pobres esposos se entera...

—Lo dudo —añadió el cazador, viéndose los tatuajes en sus uñas—, mi cabeza no, pero la de ellos, sí. Allá, tú eres el más fuerte, pero acá, yo soy el más fuerte.

—Es un halago —Néfereth emitió una sonrisa, muy distinta de las que usualmente ofrecía, y el botánico pudo percibirla—, pero dudo mucho que seas el más fuerte de aquí.

—No, no, frente a ti no tengo oportunidad, pero me tengo que ir, cuídate mucho, grandulón. —Naor posó su mano pesada en la reluciente armadura, dando golpes severos y haciendo crujir el metal—. Asegúrate de que terminen su copa.

—Tomará poco, está leyendo y luego dormirá.

—No, aún no dormiré, tengo cosas que estudiar, sírveme, Maya, por favor.

—Tu mamá no sabe que tomas. —El Hijo Promesa afiló sus ojos en reprensión.

—No, no, pero... pero tomo una variante.

—¿Variante? —inquirió el capataz—, ¿Jarabe? ¿Hablas del jarabe?

—No te burles.

—Descuida, no lo hago, solo es chistoso, pensé que ustedes serían los más depravados, pero resulta que todos los retorcidos estamos aquí, pero en fin, yo me retiro, feliz velada y felices fiestas.

Se retiró solo alzando la mano, mientras llevaba un gran sorbo a su boca. Al salir, Néfereth aseguró la puerta, no quería ningún problema.

—Ese tipo no me agrada.

—Y tampoco creo que le agrades, pero... siento que sí puedo confiar en él, se ve rápido que es un hombre de palabra.

—Si tú lo dices.

—¿Quieres un poco?

—No, gracias.

—¿Y tú, Maya?

—Yo ya estoy tomando, gracias. Es tan delicioso, es riquísimo, tiene un sabor a...

—¿Ya estás ebria? —cuestionó el guardia, arrugando su entrecejo.

—No, claro que no, yo soporto muy bien el alcohol.

—Bueno, no importa, solo tomen un poco y cuando terminen, duerman.

Bailaban haciendo malabares y otras ridiculeces, no era complicado, pues la mayoría ya emanaba olor a alcohol y tabaco. La principal tarea era hacer reír al público. Toda persona debía bailar. El licor amenizaba el fresco del ambiente, los movimientos generaban un calor desbordante, y las sonrisas se contagiaban como bostezos.

Jacsa era el maestro de ceremonia, su carisma se lo permitía. Cada año era un invitado diferente y tenía que armonizar la celebración con su narración.

Violette se encontraba en su hogar, escuchando de lejos todo el alboroto de las calles, el sonido de la música entorpecía la audición y las palabras de Jacsa, pero la verdad, no le importaba.

Acomodó la cama de su hermano, mientras este le veía pensativo. Era un rostro de un adolescente, pero lleno de inocencia. La capataz suspiró al percatarse y devolvió la mirada.

—Casi no te pregunto lo que piensas, Alex, ¿No es así?

—No... pero sé que lo haces para protegerme y evitar cualquier pensamiento que no es bueno para mí... pero dime, ¿Te doy tristeza? —La voz dulce le derretía el corazón, lo amaba, y verlo en esa situación le partía el alma.

—No, no es eso, le tengo tanto miedo a la gente, yo te he platicado de lo que pueden ser capaces y eso me aterra.

—Lo sé, pero nunca caminaré, y lo sabes, y también sabes que seguiré perdiendo toda movilidad con el paso de los años. Estoy grande para saberlo, es solo que no quiero sentir ese dolor, y siempre me duelen en estas noches de fiesta.

—Es por culpa de las malditas tutoras —arremetió, molesta y sintiéndose impotente.

—Es raro oírte decir groserías...

El silencio se vio interrumpido por un grito desgarrador, una mezcla de voces y un sonido que no parecía un berrido, sino un metal frotarse con otro con gran intensidad. El efecto sonoro permitió que las ventanas vibraran con fuerza, y un respingo en ambos hermanos; se había escuchado tan cerca que opacó todo ruido proveniente de la fiesta. El chillido se ubicaba desde las plantaciones traseras, escondido entre la hierba alta.

—Calla, calla —exclamó Violette, con la mano temblorosa—. Espera aquí.

—No...

—Espera.

La dama se levantó y deslizó la cortina de la ventana para ver hacia los pastizales, sin embargo, no había nada, solo la luz natural de los satélites y, a lo lejos, se podían percibir algunas fogatas de las casas de campaña.

Quedó en esa misma posición durante unos segundos, escuchando su respiración, el estridente pulso dentro de su cerebro, el solemne aire recorrer el pasto. No había animal ni bestia nocturna y eso no era buena señal.

—¿Qué es? —preguntó Alexander, tragando un nudo en su garganta.

—No hay animales, Alex, ni siquiera están los ladridos de los nugrales.

Inclinó un poco su cuerpo para ver hacia la terraza, cerca de su aviario, no obstante, los Naele tampoco estaban. Cerró la persiana con suma cautela, se agachó lentamente para ver debajo de la cama, pero no había nada. Salió del cuarto para asegurar las puertas, y dio media vuelta para regresar con su hermano, pero, detrás, dos enormes piernas cruzaron por el jardín, ella no se dio cuenta, pero su instinto sí. La piel quería escapársele, todo su cuerpo se tensó, los nervios descendieron con brutalidad sobre sus pies y el aire comenzó a faltarle.

Tomó valor para llegar con su hermano, mientras escuchaba los golpes huecos de las enormes pisadas.

—Alex —susurró—, sabes lo que está pasando aquí, ¿Verdad?

—No, pero lo siento... tengo miedo.

Violette apretó sus labios, y al mismo tiempo preparaba una manta sobre su espalda.

—Métete aquí —pidió.

—¿Qué son? ¿Qué viene?

—No sé, hijo, pero saldremos de esta. —Lo levantó y su hermano se acomodó sobre ella, no era la primera vez que lo cargaba de esa manera; conocía la forma más fácil de posicionarse—. ¿Dónde está mi espada? —inquirió, sin dejar de escuchar los pasos que se intensificaban sobre el techo.

El cielorraso se desplomó sobre la escalera, y un sonido retumbante se repartió por el suelo. Se estremecieron.

El plan era sencillo: cruzar de puerta en puerta por el pasillo, para salir sin que la aberración les persiguiese.

—Solo es uno.

—¿Qué son, hermanita?

—No lo sé, pero a estas alturas, ya deben estar en todos lados. —Miró hacia el gran sembradío solo para darse cuenta de que las fogatas lejanas se habían apagado—. Maldita sea —bufó—. Iremos al hospital, ¿Oíste?

—Solo te estorbo, déjame aquí —clamó, entendiendo que la situación era peor de lo que pensaba.

—No, iremos allá, solo aférrate con todas tus fuerzas y por favor, no veas, no lo escuches, cualquier cosa que te diga, no le creas, por favor.

La creatura se revolvía en las gradas, era tan grande, que no cabía en el lugar. Estaba agazapado para poder moverse, de manera que sus rodillas tocaban lo que quedaba del techo, chocando con todos los cuadros de las paredes y retorciéndose de la incomodidad.

Violette lo vio en una rendija de la puerta y el miedo se agolpó sobre su pecho. Nunca imaginó que aquello podría ser posible, que toda la maldición se convirtiera en algo más aterrador. Sus labios temblaron de la impresión, pero había una motivación en su espalda que le permitía ser más fuerte de lo que ya era.

Chifló con fuerza en busca de una ave que le auxiliara, para su buena suerte, dos Naele acudieron a su ayuda. Los hermosos animales extendieron sus alas para equilibrar su vuelo, con sus garras desprendían enorme trozos de piel y con el pico trataban de atinar en los ojos de la malformación.

El revoloteo se escuchó en la parte superior, el trinar era escandaloso, sin embargo, el monstruo lanzaba manotazos al azar, golpeándose, incluso, en la orilla metálica de la escalera.

Violette aprovechó el desastre para salir de la habitación, no sin antes avistar con horror el reflejo sobre los vitrales de la enorme bestia. Su velocidad aumentó al percibir que todo su cuerpo estaba conformado de codos, manos, decenas de dedos y muchos pies, no era un humano, no era un animal, era un demonio.

Se tragó el grito de desesperación, y solo siguió su camino, hasta escuchar cómo la hierba era revuelta con intensidad, sabía que decenas de esos seres le seguían sus pisadas desde afuera de su hogar.

Volvió a chiflar, esta vez, con un silbido distinto. Los Losmus salieron con estrépito del establo, interceptando a los cuerpos amorfos del pastizal. De un salto se subió al lomo de Cerbero, su mejor bestia. Se aferró a la crin con gran fuerza, que se sorprendió de la hazaña. Y mientras ella ya cabalgaba, las múltiples manos rozaron sus cabellos.

La botella yacía vacía y dos vasos le acompañaban sobre la mesa. Maya dormía como nunca lo había hecho; el licor no cumplió su efecto, sin embargo, no era una bebida dedicada a la energía, sino a la intensa cantidad de alcohol disimulada por un sabor dulce y suave.

Yaidev en su vida bebió algo tan fuerte, solo brebajes espirituosos con parecidos en aroma y consistencia, así que, sus mejillas rebozaban de un color rosado, el sudor era palpable en su frente, junto al mareo natural de perder algunos sentidos.

Arrancó una hoja por culpa de sus arrebatados movimientos, intentó enmendar su error pegando con torpeza el libro, pero Néfereth lo detuvo con sequedad.

—Solo tomaste unas copas y mira cómo estás —regañó, juntando sus cejas.

—Tranquilo, tranquilo —vociferó, con la voz más suave de lo habitual y entonando con gracia las palabras—, yo sé de esto... Mira, préstame tu espada, los mataré a todos. —Hizo un amago por tomarla, sin embargo, el guardia no lo dejó.

—No vas a tomar nada —ordenó, sin sonar tan severo—, Maya, ayúdame...

La joven ni siquiera se movió, su saliva se esparcía por algunos libros y Néfereth rodó los ojos. No tuvo otra opción que acercarse y recoger a Yaidev en sus brazos.

—¡Déjame! —exclamó, con golpes patosos—, ¡Suéltame! ¿Quieres que salve a Théllatis o no?

—Ya has hecho suficiente, en ese estado no harás nada, solo lo estropearás.

Guardó silencio, mientras el Hijo Promesa lo aventaba en el sofá que previamente había preparado. Molesto, se dio la vuelta, no obstante, Yaidev se aventó a su espalda con una agilidad impropia.

—¡Bájate!

—¡No!

—¡Bájate!

El caballero lo tomó de su ropaje, y lo llevó colgando como a un niño pequeño.

—¡Qué fuerte eres! —gritó el joven, agrandando los ojos, de verdad no esperaba que tuviera tanta fuerza. Quedó inmóvil, impresionado, aún en su mano.

—Si no te comportas —comentó Néfereth, bajándolo y señalándolo—, le diré a tu madre que está allá en el hospital, sola.

El botánico se sentó sobre una silla y agachó su rostro recordando a Dafne; definitivamente el alcohol no era un buen compañero.

—Eres un quejón —susurró—, solo te estás quejando.

—¿Cómo? —Se devolvió—, ¿Hacer que te comportes y velar por el bien de ambos, es quejarse?

—Sí... solo te estás quejando, siento que no confías en nosotros, que no confías en mí.

—Confío en ti —afirmó, impresionado de que su paciencia seguía en una pieza—. pero el cansancio merma todo ímpetu, yo también necesito descansar, no he dormido nada, pero soy diferente a ustedes, entiéndelo, solo ve a dormir.

—No lo haré, necesito seguir investigando... Pásame el libro.

—No, no harás nada, solo duérmete. —El hombre de cabellos grisáceos se levantó y recogió los libros de la mesa, sin embargo, una mano le detuvo y se aferró con fuerza.

—Néfereth —mencionó Yaidev, más rojo de lo que estaba y con los ojos serenos—, dime una cosa, ¿Estás celoso?

—¿Qué? —Dio dos pasos hacia atrás, pero el agarre no desistió.

—Yo sé que estás celoso de Maya, siempre me molestas, por supuesto que noto cómo la ves, cómo la tratas. Dime, por favor, ¿Estás celoso? —Se acercó y tomó su rostro con ambas manos, mientras miraba con deseo los labios ajenos.

Néfereth quedó paralizado, la imagen que tenía frente a él desubicó todas sus emociones, y, en modo de reflejo, lo aventó hacia el sofá, no obstante, la cabeza de Yaidev rebotó con la pared, y de inmediato se escuchó un quejido de dolor.

—¿Estás bien? —preguntó el guardia, al ver que el botánico seguía sobando la zona afectada—. No quise hacerte daño, no fue mi intención —replicó, sin comprender la preocupación y sin darse cuenta de que lo cargaba de nuevo.

Cuando tuvo oportunidad de ver su rostro, pudo percibir una sonrisa, era diferente, lucía más traviesa; coqueta.

—Es broma, no duele tanto. —El joven rodeó su cuello con ambos brazos y no dudó en darle un beso en la mejilla, el movimiento fue lento y la presión de sus labios fue severa.

El Hijo Promesa no se inmutó, observó cómo el rostro ajeno se alejaba, tan cerca que olió el aroma a licor en su respiración.

Cansado, se desplomó, reposando su cabeza sobre la armadura metálica. Néfereth lo mantuvo en sus brazos unos minutos, con su mente en blanco de tanto pensar, sin dejarlo de contemplar; inerte, ido, dubitativo.

Reaccionó lentamente y lo bajó con entereza, no sin antes acomodar cada parte de su cuerpo; pies y manos, todo, para que descansara y durmiera de la mejor manera posible.

Escondido en un árbol, con la vista de las enormes ventanas de la biblioteca, Ur vigilaba la escena, dando unos pasos hacia atrás para alejarse de lo que sus ojos habían avizorado, se sentía extraño, confundido.

—No puede ser —susurró—, con razón nunca la tocaba, al final yo no fui el malo, solo estaba cumpliendo, como se debe hacer. Ni con tanta gallardía logra ser un hombre. No es completo, no es como yo. —Su pecho se inflamó, hasta chocar con una pared.

—¿Cómo quién? —inquirió Kimbra, alejándolo de golpe, pues había tropezado con su pecho—. ¿Quién no es un hombre? ¿A quién ves?

—¡Señor! No hago nada, ¿Qué hace aquí? —tartamudeó.

—No, ¿Tú qué haces aquí?

—Llevas la armadura puesta, eso significa que tienes una misión que cumplir —agregó la guardia—; lárgate.

—Lo siento, señorita, en este mismo momento me voy. —Ni siquiera mantuvo la mirada, se fue sin voltear y caminó lo más rápido que pudo.

—Resiste solo un poco más...

—Maldito imbécil, ya le hubiera cortado la estúpida cabeza.

—¿Por qué habrá dicho esa estupidez?

—Es feo, Kimbra, oculta esa inseguridad con delirios de grandeza, el ego lo levanta de su miseria. No tiene nada, solo míralo.

—Le tiene celos a nuestro hermano.

—Sí y demasiados.

Ambos hermanos se acercaron a la puerta, notando que estaba atrancada.

—¡Néfereth! —gritó la mujer.

—No esperaba verlos aquí —mencionó su líder, abriendo la entrada en cuestión de segundos, no se había dado cuenta, pero su rostro pálido se desbordaba de color, y su mandíbula se tensaba con brutalidad.

—¿Qué te pasó? Luces... raro.

—Nada, Kendra, nada, solo estoy cansado, un incidente, nada más.

—Yo te cubro, ve a descansar, ¿Cuántos días llevas sin dormir?

—No lo sé, perdí la cuenta.

—No te pases —añadió su compañero—, ve a dormir, si vienen estos imbéciles, yo les corto la cabeza y todas las que le salgan.

—No te preocupes, estoy bien.

—¿Qué han descubierto? —preguntó la joven—. Por eso estamos aquí y también por... —dudó, era muy extraño ver que Kendra vacilara—, por otros asuntos en Prodelis. ¿Sabes quién ha llegado al pueblo de Uxis, cerca del desemboque del río Noboa?

—¿Quién?

—Un mago.

—¿Y qué quieren esos imbéciles?

—Tranquilo, estamos especulando que es el mago Velglenn por los colores de su vestimenta, un chico nos los dijo. El rey globo solo tiene dos consejeros, y solo uno pertenece al Comité.

—El que fue aprendiz de Vass'aroth ¿No?

—Sí.

—¿Y por cuenta propia?

—Así es, pero lo mejor de todo es que vino directamente de las montañas, nadie en su sano juicio atravesaría el bosque, eso solo significa una cosa: venía huyendo.

—Estoy seguro que vio muchas cosas... ¿Quién fue por él? ¿Por qué no fueron ustedes?

—Lo siento, tú mejor que nadie sabes cómo es nuestro instinto y sé que también lo has sentido, algo malo se acerca. —Kendra tragó saliva.

—Pero tú mejor que nosotros... —Néfereth se enserió.

Los tres caballeros cruzaron miradas, pero los ojos de los gemelos cargaban complicidad, y su líder pudo notarlo.

—Te vamos a comentar algo que no te va a gustar —añadió la joven, suspirando para poder continuar.

—¿Estás segura que se lo contaremos aquí?

—¿De qué están hablando? —Néfereth se puso de pie y afiló su vista—. ¿Aparte de eso hay otra noticia?

—La de Velglenn será buena si está de nuestro lado, pero esta... no lo es. Acabamos de ser piadosos con Ur.

—¿Te hizo algo? —inquirió, con la tensión a flor de piel.

—No, a mí no. —No podía, nadie podía decírselo, era la primera vez que su incomodidad trascendía su magnánimo valor.

—¡Ya díganme qué hizo!

—Hermano mayor, tú sabes que no seríamos capaces de mentirte —confió el hermano varón.

—Lo sé, han sido los más fieles a mí, y eso lo respeto. Siempre ha habido sinceridad entre nosotros.

—Y por eso quiero que estés tranquilo...

—Ya dime, Kimbra.

—Tu esposa, Leila —intercedió la guardia—, se acostaba con Ur y con medio campamento militar y por eso fue ejecutada en la plaza.

—¡¿Qué?! —gritó, retumbando todo a su alrededor, fue tan fuerte, que Maya despertó de inmediato, no obstante, Kendra le dio un golpe en el cuello, durmiéndola de nuevo, mientras Yaidev solo se movía en su lugar—. Dime que es una broma... ¡Dime que es una broma! —Todo se estremeció y vibró del terror, no solo era el más fuerte, sino que su voz se había acoplado a ser la más intensa, solo para que, en los momentos de guerra, se escuchase por todo el campo de batalla.

—Por favor, no es nuestra culpa —vociferó el segundo caballero—, fue decisión de Hecteli, no pudo concebir que te engañara, se indignó demasiado.

—Esperen, necesito procesar... pero ¿¡Quién mierda lo supo!? ¡¿Dónde están las pruebas?!

—Balvict lo dijo, lo contó a los cuatro vientos, lo divulgó, y todos pagaban por ese servicio.

—¿No le alcanzaba con lo que le daba? —Néfereth cerró los ojos, pues no solo hablaba de dinero—. La tenía como una reina. Parece un chiste, ni siquiera por saber que yo estaba acá...

—Pero, hermano mayor —interrumpió Kendra, con un dolor palpable—, eso no fue reciente, probablemente lo hacía desde que te quedabas cubriendo a Hecteli.

—Pero me juró lealtad, me juró amor hasta el fin de nuestros días.

—Néfereth, ellos no son como nosotros. —La voz de Kimbra era distinta, serena y muy tranquila—. Nosotros daríamos todo por la persona que amamos, podríamos morir en batalla, arrebatar nuestros corazones solo para darlos en ofrenda, pero a estos remedos de la naturaleza, tan solo levantas tu voz y tienen motivos para traicionarte. No saben lidiar con todo lo maravilloso que tienen, y cuando enloquecen, te pueden desechar como si no fueras nada, como si todos los sentimientos acumulados no sirvieran de nada.

El silencio los acobijó, tan denso que se podía sentir en la piel. No era un buen momento, no había ningún ruido, salvo la respiración agitada de los Hijos Promesa y la tranquilidad de Maya y el botánico.

Néfereth giró lentamente su cabeza, hasta observar el sofá ocupado por Yaidev.

—De alguna manera me siento aliviado —soltó sin más, y la confesión impactó a ambos hermanos.

—¿Eres fuerte también para esas cosas? —preguntó Kimbra, impresionado—. Eres un monstruo, eres impresionante.

—No, es como si se deshiciera de una carga... ¿Ya tenías problemas con ella?

—No hablábamos como antes, sin embargo, sentía que nuestro matrimonio era más una obligación militar, al igual que todo lo que he hecho en mi vida. Cualquier cosa que indique un compromiso, será para mí una orden tajante, no importa qué. —Se detuvo unos segundos, mientras sus ojos viajaban de manera natural hacia la misma dirección—. Siento que me he liberado de algo que quizá no quería. Me impactó porque no esperaba que fuera tan poco fiel, tan desleal, incluso Ur...

—¿Lo asesino? —se adelantó, ansiosa de atravesar su estómago.

—No, no... no vale la pena. ¿Sabes? Antes de que estuviera con esa mujer, estuve con muchas más, solo que no le debía lealtad a nadie. Lamento su muerte, por supuesto, Hecteli no suele actuar así, algo más está pasando allá, ¿Verdad?

—Eso es una tercera noticia, además de considerarte traidor y desertor.

—Definitivamente algo no está bien, ni porque me fuera 1,000 años Hecteli pensaría que yo soy un traidor.

—Es que hay un nuevo consejero —agregó el guardia—, esta sería la cuarta noticia. La verdad me da pena seguirte diciendo las cosas, pero en vista de que Fordeli no regresaría, un tal Ágaros ocupó su lugar y creemos que es el responsable de los cambios del rey.

—Y no solo eso, ha logrado cultivar —comentó su hermana.

—¿Cultivar en tierra árida y muerta?

—Dice que cultiva cerca del mar.

—A menos que sea arena, porque nada crece ahí. Maldita sea —maldijo, con la impotencia gobernando su ser—, ojalá pudiera dividirme en dos.

—Serías aún más increíble si lo hicieras —afirmó su compañero, sonriendo de admiración.

—Es una metáfora —replicó su hermana, riendo y rodando los ojos—, evidentemente no es así. Nosotros estamos desertando porque nuestra orden era llevarte.

—¿Me quería matar? ¿Quería llevarme y enjuiciarme? —Néfereth rio, incrédulo.

—Así, como si algún filo te pudiera cortar.

—Eso no me lo esperaba, eso sí es preocupante. No, todo esto es... No puede ser, ¿Un incumplimiento del deber? ¿No ha visto las fotos de todas esas aberraciones que hemos encontrado y matado?

—Se lo dijimos, Néfereth, lo platicamos frente a frente, le contamos cómo fue que asesinamos a esos seres que salieron del lago, pero no lo cree, es más, creo que no entiende la gravedad de este asunto, está tan ensimismado con su reino impenetrable, tan confiado, que esto es una peste pasajera para él. —Kendra miró hacia el cielorraso, la biblioteca tenía una altura espectacular—. Pero quédate tranquilo, que evidentemente no te llevaremos, bueno, tampoco podríamos.

—Estamos aquí porque no sabemos a dónde ir, y si vamos a morir peleando contra algo desconocido, será aquí, a tu lado y donde por lo menos se hace el intento de contrarrestar esa estupidez.

—¿Qué avances ha hecho el muchacho? —inquirió la hermana, viéndolo dormir.

—Bastante —La voz de su líder se sosegó, lucía tranquilo—, al parecer es una maldición que se contagia... es que suena ilógico, irracional y hasta chistoso, pero creemos que se transmite a través de la felicidad.

—No puede ser —El enorme hombre agrandó los ojos, asustado—, yo siempre estoy feliz.

—No así —corrigió—, es cuando la persona es genuinamente feliz, cuando el corazón se extasía por algo.

—Esto no me gusta porque... Hoy es la fiesta, ¿No? —Kendra sintió que por su espina dorsal viajaba la más intensa carrera de nervios. Las piernas se tensaron en un segundo, sus músculos parecían multiplicarse de la ansiedad.

—Y no estamos ahí.

—Y creo que es mejor que no estés ahí, Kimbra.

Intercambiaron miradas de terror, estaban completamente convencidos y resignados de esperar lo que sea. El silencio gutural no ayudaba al denso ambiente. Observaron por la ventana las intensas luces, y los sonidos huecos y quedos de los fuegos artificiales; nada se veía fuera de lugar. Pero la presión que subía del suelo y que también descendía de lo alto, apretaba la atmósfera peor que una comprensora. Nadie entendía la sensación que subía con estrépito sobre sus cuerpos, el miedo que poco a poco se aceleraba, y los malditos nervios que sacudían con espasmos las fuertes y callosas manos.

—Voy a cerrar de nuevo —sugirió Néfereth—, a mí solo me concierne la vida de Yaidev y la de la bibliotecaria, han hecho suficiente... —Se detuvo súbitamente, recordando a su madre—. No puede ser, Ur está con Dafne, la madre de Yaidev.

—¿Quieres que yo vaya? —Se ofreció Kimbra, sin dudar—. ¿Dónde está? Solo dime y salgo en un instante.

Su líder dibujó a trazos torpes un pequeño croquis, dándoselo sobre sus guantes de metal. Solo al recibirlo, salió por la puerta, no sin antes recibir una palmada de su hermana, mientras le pedía que se cuidara.

—Néfereth, cuida de ambos jóvenes, yo estaré cerca de la puerta; no me gusta esto, cuando entramos a Real Inspiria no escuché nada, después de pasar el cauce del río, todo se silenció, como si la hora se hubiera tragado toda bulla, todo sonido de los animales.

La preocupación no cesaba, quedaron absortos pensando en cientos de posibilidades, y probablemente, incapaces de imaginar lo que se avecinaba.

Sus vistas se toparon cuando las explosiones de los juegos artificiales se detuvieron de golpe. Hasta el aire se esfumó, logrando que ambos caballeros desenvainaras sus armas.

—Ya sé quién eres... —aseguró el Hijo Promesa, sin dejar de vigilar las ventanas—, sé que llegaste por la algarabía de este lugar, así que ven a pelear, ven a pelear conmigo.

—¿Por qué le hablas así? —preguntó su compañera, que le veía admirada, pero, al mismo tiempo, con una incertidumbre inexplicable.

—Porque no le tengo miedo, sé que está aquí porque no quiere que lo descubran, pero también sé que está confiado, incluso si sabemos qué es, ¿Te das cuenta?

—Es cierto, ahora que tiene a tantos, ¿De qué nos sirve saber?

—No, no nos tiene a todos, con nosotros no puede —rio—, es un fracasado.

Un sonido estridente se esparció por la silenciosa biblioteca, el vidrio de una ventana más pequeña había explotado con total brutalidad, que los fragmentos se desperdigaron por todas direcciones, de suerte, ninguno había herido a los jóvenes.

Solo una parte del ave yacía en el suelo, algo había comido la mitad de su cuerpo.

—¿Está enojado?

—No, pero estaremos pendientes.

Néfereth se dirigió hacia la mesa y comenzó a meter todos los libros sobre una bolsa de tela, perteneciente a Maya.

—Por si algo llega a pasar, Kendra, necesito que lleves a esta chica. —Se dirigió hacia el sofá y se sentó junto al botánico—. Yaidev, Yaidev... —susurró, pero no despertó, días sin dormir y el alcohol en su sangre, dejaron rastro sobre su cuerpo.

La guardia le seguía para todos lados y asentía sin poner resistencia, los movimientos de su líder la llenaban de ansias para la guerra, sin embargo, no podía negar que la incertidumbre carcomía su esófago en una lucha constante de nervios y espasmos.

—Saldremos de aquí, y más vale que tus armas estén afiladas. —De respuesta, solo obtuvo una sonrisa orgullosa—. Excelente, ¿Crees que tu hermano se dé cuenta?

—Sí, no es tan torpe.

Kimbra llegó al hospital, miró hacia todos lados para asegurarse de que nadie lo siguiese, aquella sensación lo había perseguido desde que pisó Inspiria.

No todos los Hijos Promesa tenían su sexto sentido tan desarrollado, pero, sin duda, era más útil que el de los humanos.

En las noches de la celebración, era muy probable que, incluso los enfermos, salieran a las calles a festejar, por la misma razón, los trabajadores: médicos y enfermeros, no ocupaban sus puestos, pues aunque uno quedara a cargo de los que se quedaban, nunca permanecía en el lugar, huía para disfrutar como todos los demás.

Esa noche no era la excepción, el caballero pudo notar que la mayoría de las camillas permanecían vacías, y los únicos desdichados, aquellos que realmente se encontraban en muy mal estado, ni siquiera se daban cuenta de los días, ya que el único responsable de cuidarlos suministraba cantidades necesarias para mantenerlos dormidos.

No eran sancionados, las leyes locales dictaban que cualquiera tenía derecho de participar en las fiestas, aunque eso significara perder vidas.

Cuando hubo ascendido al piso correspondiente, Ur ya no estaba. Suspiró fuerte para controlar la ira que subía por su cuerpo, no solo se burlaba de Néfereth, estaba seguro que también era un irresponsable para realizar cualquier trabajo, y esa era la razón por la cual no pertenecía a la comisión de Hijos Promesa, como otros, tales como Balvict.

—Este mierda —susurró—, ¿Dónde estará? Al diablo, no me interesa, es un imbécil, pero no puedo creer lo que mi líder ha hecho, le ha perdonado la vida, es increíble —comentaba para sí.

Observó con denuedo cada rincón de la habitación, Dafne permanecía dormida, y el único bombillo prendido alumbraba sutilmente a su alrededor; no había nada. Sintió un escalofrío cuando el ruido de las explosiones cesó, entendió que no era normal, por lo que sacó sus dos espadas, dispuesto a lo que sea.

Fordeli y Priscila arribaron a Uxis, el pueblo era uno de los más pequeños de Inspiria, dedicados exclusivamente a la pesca.

El silencio los acogió, de alguna manera, resultaba acogedor. El sonido del río era un sedante para todo lo que habían vivido. El clima era cálido y el ambiente sereno, solo por un momento, se sintieron como en casa.

—¡Abuelo! ¡Abuelo! —gritó el joven que los acompañaba.

El anciano de rostro adusto salió de una cabaña, seguido de otras personas que le secundaron desde sus respectivos hogares. Estaban expectantes, pero en comparación al pueblo de Amathea, en Uxis, la enfermedad parecía haber diezmado a la población.

—Aquí está el mago —agregó el hombre de avanzada edad.

—Señor Fordeli. —E hizo una reverencia.

—Vaya, eres Velglenn ¿No es así? Aprendiz y consejero, tu reputación también te precede.

—Ya no soy un aprendiz —corrigió, sin sonar grosero—, he derrotado a mi maestro, pero eso no importa, ¿Qué ha descubierto usted? Con todas las cosas que he visto, no creo que tengamos tanto tiempo. Es como si toda vida del bosque hubiera muerto, no se escucha nada.

—Nos dimos cuenta, pero... Priscila, reúne a toda la gente en un solo lugar, necesitamos hablar. Velglenn —Fordeli lo observó seriamente—, ¿Qué clase de magia sabes hacer? Porque esto se pondrá feo.

—Fuego —respondió, determinante—, y cualquier otra cosa que se me antoje. Créame, lo he visto a la cara.

—No me digas eso. —El científico pareció encogerse.

—Usted también, ¿Verdad? —La pregunta del mago erizó todos los vellos de Fordeli, provocando, de manera natural, un gesto de horror sobre su rostro—. Tiene una nariz muy grande, no tiene cuerpo, solo parece ser una cabeza gigante... Él es.

—¿Qué es eso? ¿Sabes contra qué tratamos? —preguntó, desesperado.

—No, y no creo que nadie lo sepa, pero hoy serán felices, gozarán y reirán como nunca, sin saber que probablemente, hoy sea sus último día.

—¿A qué te refieres con eso?

—Tengo mis dudas, algunas teorías, pero lo más importante es que tengo algo que puede curarla.

—Esa savia... —exclamó Fordeli, al ver lo que Velglenn tenía en sus manos—. No se pega en los dedos, ¿Qué es?

—Con mucho cuidado. Cuando la peste de sangre llegó, usted estuvo al pendiente de todo lo que sucedía, logrando curarla, ¿Lo recuerda?

—Claro, fui un héroe por eso, pero hubo otras cosas implicadas, más científicos.

—Pues antes de esa fiebre, ha habido muchas más enfermedades que se han curado de la nada. En esta tierra se habla de varios dioses, señor, uno de ellos es la Arrastrasa; y el segundo es el Braco, pero hay un tercero.

—¿Cuál?

—Suelen enseñarnos porque somos magos, y los he visto solo por ilustraciones, sin embargo, usted no debe saber sobre ellos.

—A mí no me importa eso.

Velglenn emitió una sonrisa tranquila, consciente de que el hombre frente a él era uno muy apegado a la ciencia.

—Debería, pero si le dijera que he conocido al dios Braco, el que tiene cuernos... y que me ofreció esto, ¿Qué pensaría? Solo necesito a un enfermo para poder curarlo.

—No me digas eso... yo, mira, mi parte científica ha muerto estos días, estoy cansado, estoy triste y no hay enfermos, todos se han muerto. —Fordeli cerró sus ojos, cargados de sueño, sus ojeras eran profundas y su voz había mermado su fuerza—. Y tengo la culpa...

—No, no, señor, escuche, usted no ha tenido la culpa, estamos luchando contra algo más grande, ese ser se arrastra por el suelo, te persigue, te habla, conoce tu vida, incluso lo sueñas, ¿Cómo un científico podría contra algo como eso? Yo siendo mago no lo entiendo, he huido despavorido por mi vida —Suspiró—, caer y golpearme la cabeza hasta llegar aquí. ¿Conoce a un enfermo? Esta misma noche podríamos probarlo.

—No —respondió el médico, un tanto confuso por las palabras de consuelo ofrecidas por un desconocido.

—Sí —afirmó Priscila, entusiasmada—, ¡La mamá de Yaidev! ¿Por qué no la prueban en ella?

—Pero está en la cúpula.

—¿Qué tan lejos está? —preguntó el mago.

—Quizá cuatro horas... —vaciló, luchando con la fuerza interior de no cometer un impulso.

—¿Usted cree que podemos partir ahora?

—No, no —interrumpió la joven—, en la noche es peligroso y no tenemos ningún guardia.

—Tiene razón, lo siento, mi ímpetu me cegó y solo los pondría en riesgo, además, se ven muy cansados, lo mejor será salir a primera hora, pero antes... —Velglenn relajó su mirada y se detuvo un momento antes de continuar—: ¿Cuándo supo que esto era una maldición?

—Cuando todo falló. Fui declarado desertor por mi propio rey.

—¿Por Hecteli? Eso sí es nuevo, él no actúa así, no es el rey globo.

—Hasta tú lo sabes, pero es cierto, me desterraron.

—Estoy seguro que hay algo más allí... Aparte de usted, ¿Quién más está investigando en este lugar?

—Un joven, se llama Yaidev, es un botánico que quiere ser mago, está siendo apoyado por Violette, la hija de Disdis, el líder del concejo de las familias y por Néfereth, el mejor Hijo Promesa de Prodelis.

—¡Qué buen equipo! —exclamó, emocionado—, si esto llega a curarlos, no me importaría perder mis extremidades para seguir bajando esta savia.

—Si nuestros conocimientos se juntan —agregó Fordeli, con los ojos más iluminados—, podríamos duplicar la fórmula, esa savia no proviene de esos seres, lo da un simple árbol, y sé que podemos ayudar.

—En eso tiene razón, pero hay que dormir, yo me quedaré cuidando.

—¿Está seguro? —cuestionó la joven.

—Sí, he dormido lo suficiente... Hoy es la fiesta ¿No?

—Sí...

—Y si está a unas cuatro horas de distancia —Velglenn hacía cálculos—, ¿Desde hace cuánto tiempo los fuegos artificiales dejaron de sonar?

El pequeño grupo alzó su vista hacia el horizonte, ni una luz asomaba en el firmamento, y los rayos parecían haberse extinguido. No había ni un sonido, salvo el cauce del río, tampoco había animales y eso no era normal.

Devolvieron las silenciosas miradas, compartiendo el terror sin mencionar una palabra, a la espera de cualquier resultado y ansiosos de tener una oportunidad para un nuevo día.

Drozetis era un mundo distinto, cada mente cavilaba en el éxtasis desmedido, cada espacio era ocupado por un ser perdido entre los deseos infrahumanos de su carne. No había nadie quien deseara más las fiestas que aquel reino, dispuesto, siempre, ha desparramar sus sensaciones y emociones en paños menores y licores de todos los sabores.

Los gemidos de Haldión ya no eran disimulados, podía gritar cuanto quisiera sin temor a ser atrapado, porque de ser juzgado, estaba acostumbrado.

Una hilera de sombras, sin voz, se retorcía de asco y dolor, cada paso dado era un joven cayendo al suelo. Con orgullo, el rey se paseaba entre ellos, sin dejar de disfrutar cada centímetro de sus gráciles cuerpos.

—¡Inyéctame! —gritaba el hombre, dispuesto a no perder su velada por culpa de su endeble, lastimado y viejo miembro. Su más leal guardia preparaba cada jeringa y cumplía con los caprichos de su rey—. ¡Dame a esa, dame a cualquiera! —ordenó, pues sobre su tapiz de color marfil, había de todos los colores.

El enorme caballero tomó los cabellos de la mujer, mientras esta se desgarraba en llanto, no había sonido alguno, solo la respiración agitada y entrecortada de Haldión, que esperaba dispuesto a su víctima. Al ver que no se movía, el guardia propició una patada, moviéndola de lugar, y de forma que enseñara, con más facilidad, todos sus atributos.

—¡Me arde! —se quejó, viendo la fina capa rojiza sobre su diminuto aparato reproductor—. Ve por unas chicas, yo te las pago.

—Mi trabajo es cuidarlo, señor —afirmó, sin ni un ápice de duda.

—Eres muy fiel, pero he de confesarte que me da un poco de vergüenza que me veas de esta manera, pero no importa, déjala ahí, voy a descansar un momento. —Se detuvo realizando algunas contracciones por culpa del inmenso dolor que sentía en su entrepierna. Se dirigió al balcón, al mismo tiempo que su guardia—. Míralos —añadió, orgulloso de su podrida ciudad, y limpiándose los dedos de su semen en las cortinas—, míralos, tan idénticos a mí. Observa a esos —señaló, apuntando en dirección a una pareja homosexual—, ¡Aprovecha la fiesta, yo no vi nada!

—¡Ahora sí es un buen rey! —Devolvían los elogios, olvidándose de todo el daño causado semanas atrás, de todo el dinero que les faltaba en sus bolsillos, y de los niños hambrientos escondidos en los sótanos de su hogar.

La imagen se turbó por el estruendo proveniente de una casa cercana al palacio, una pared se derrumbó cayendo sobre los transeúntes. Decenas de cuerpos descendían sin poder detenerse, y en sus rostros no había más que labios sonrientes.

—¡¿Qué es eso?! —exclamó Haldión, con el horror subiendo por sus flácidas pieles.

—¡Hágase para atrás! —ordenó su guardia, colocándose frente a él—. ¿Qué demonios es eso? —replanteó, al notar que los infectados salían expulsados con presión desde lugares imaginados.

De las alcantarillas, de los techos, de las ventanas, todo se volvió una cascada de enfermos; desnudos, deformes, de todos los tamaños, salían y corrían en diferentes direcciones. El nuevo templo central de Drozetis estaba en las mismas condiciones.

—¡No puede ser! ¿¡Qué es eso!? —gritaba Russel, con la túnica arremangada a la altura de su estómago, ni siquiera en su templo se respetaba la ley.

—¡Maldita sea! ¡No se parecen en nada a los que vimos! —Vass'aroth temblaba del horror.

—¡El polvo, el polvo! —exclamaba un desconocido, a las afueras del pulcro y santo inmueble, pidiendo del poder sanador de su dios

—¡Lárgate! ¡Es mentira! ¡El polvo no sirve!

Ambos consejeros huyeron despavoridos, avizorando sobre las azoteas las decenas de atrocidades que se aventaban al vacío. Solo por un momento, la gente en la acera sintió el mismo terror, pero al parpadeo siguiente, todos compartían las mismas deformidades.

Haldión escuchó la puerta somatarse con fuerza y los gritos desgarradores de sus consejeros. Uno de los guardias abrió por orden del rey y ambos hombres entraron arrastrándose por el suelo. No obstante, solo los soldados y algunos miembros de su concejo tuvieron el privilegio de resguardarse en los muros dobles del castillo.

—¡Saquen sus malditas armas! ¡Quemaremos, de ser posible, todas las calles! —Haldión no podía ni respirar, pero no permitiría que su reino fuera invadido por la peste.

Detrás del enorme edificio, un túnel humano, realizado por caballeros —que solo cruzaba una calle y llegaba hasta la casa aledaña—, permitía y agilizaba el paso de las personas más importantes de Drozetis. Eran catorce, sin embargo, solo habían entrado diez, pues los demás ya eran presas de la maldición.

—¿¡Cómo están!? ¡¿Qué pasó!? —inquirió Haldión, preocupándose por la fuente de ingresos más grande de su región.

—Apenas estábamos comenzando, preparamos a nuestro jóvenes... digo, a mi esposa, y de la nada nuestros compañeros empezaron a cambiar, vi cómo su lengua comenzó a crecer y a crecer, hasta que se atragantó. —El hombre hacía ademanes violentos, incrédulo de la imagen antes vista.

—¡Tranquilos! —pidió el rey, intentando retomar su compostura—. Dios mío, ¿Por qué me haces esto? Si yo soy tu más fiel servidor. —Y con lágrimas en los ojos, se hincó y ofreció besos al aire, a la imagen pintada sobre su repisa.

—Tranquilo —susurró su guardia, posando la mano sobre el hombro ajeno—, de aquí no pasa. —Sonrió, logrando transmitir la paz y seguridad a su rey.

—Mi rey —interrumpió uno de sus comensales—, tomé la pastilla y no puedo controlar este deseo, necesito depositarlo... usted ya sabe.

—No quisiera darte a uno de los míos, pero ve y entra a esa habitación —señaló—, la fiesta es para todos.

Vass'aroth sintió un impulso subir por su estómago y casi vomitarlo, no podía creer lo que estaba escuchando, ni siquiera por tener afuera a miles de enfermos, dejaban de saciar sus más estúpidos deseos. La arcada fue evidente, pero nadie dijo nada, pues confundían su asco con el miedo del momento.

Miró con horror las caras inertes y adustas de todos los responsables, y cerró los ojos para evitar incendiarse junto a todos ellos, pero sabía que no sería fácil, aquel guardia de dos metros lo haría pedazos en tan solo el primer intento.

Solo pudo tragar y devolver su dolor, soportando el asqueroso, tétrico y ridículo ambiente.

Violette bajó antes de que su Losmus parara, y justo al caer, ofreció una nalgada a su bestia, pues no permitiría perderlo allí.

—¡Corre! —gritó, junto a la palmada, provocando el arranque despavorido del animal.

Sudando, con una fuerza que desconocía, cargaba a su hermano sin detenerse, mientras escuchaba los pasos gigantes acercarse inusitadamente.

Las luces del pasillo circular titilaban, no obstante, ni eso sería impedimento para la capataz para buscar a su padre.

Dio un vistazo rápido y se percató de la colosal mano que iba tras ella, rompiendo el barandal sin problema. Su reflejo fue aventarse a una habitación, cayendo sobre su estómago, casi perdiendo el aire. Levantó su vista y casi llora al ver a Landdis.

—¡¿Dónde están los demás?! —exclamó, mientras su hermano se recuperaba de la imagen.

—¿¡Dónde crees que están!? Dios, Violette, ¿Qué es eso?

—Eso es lo que queríamos evitar... ¿Dónde está la madre de Yaidev?

—Allá —indicó Landdis, alzando la mirada al edificio de enfrente, solo para vislumbrar a un enorme hombre luchar por su vida—. ¿Quién es ese?

Kimbra había captado la atención de la mayoría de los enfermos. Aunque los aventaba con su fuerza, la cantidad acrecentaba. La joven supo de quién se trataba, pero no podía emocionarse tan fácil, pues vio los cuerpos mutilados deshacerse y perderse por las alcantarillas, aquello rozaba lo impensable, lo burdo y ridículo.

—Maldita sea —vociferó—, lo hicimos enojar. Landdis, ¿Puedes cargar a mi padre?

—Lo intentaré.

—Déjenme —interrumpió Disdis, con los labios resecos y partidos—, solo déjenme aquí, yo ya voy a morir y solo les quitaré tiempo.

—¡No, papá! Lanndis, por favor —clamó, llenándose sus ojos de lágrimas—, cierra bien, nos quedaremos con papá un momento... ¿Dónde está Yaidev?

—Pues está con ese caballero ¿No? Te aseguro que está mejor que nosotros.

Violette se limpió las diminutas gotas y emitió un silbido, esperando que sus Naele acudieran al llamado. Solo una ave apareció, pero con eso era suficiente.

La joven escribía con nerviosismo el triste mensaje y así lo preparó para que su hermoso animal lo entregara.

"Estamos en el hospital, junto a Dafne está el Hijo Promesa, pero no sé cuánto tiempo pueda resistir. Necesitamos llegar a ustedes, y aunque haya lugares seguros, estoy convencida de que salir de la cúpula, será la mejor opción".

El Naele no perdió tiempo, y alzó su vuelo.

—Me decía —agregó Alexander, sentado en el regazo de su hermano—, que me iban a dejar, que ustedes me abandonarían.

—¿Quién te dijo eso?

—Un hombre con la nariz chueca y enorme. —Suspiró, con el miedo a flor de piel—. Yo cabía en una de sus fosas nasales.

—Hasta a los inocentes niños ataca ese monstruo.

—Te sorprendería saber lo que vi —añadió Violette, recordando el caso de Elena, la mujer embarazada.

—¡¿Pero qué mierda es?! ¿¡Una maldición, un monstruo, un demonio!? ¡Tengo mucho coraje, pero soy un inútil! No puedo hacer nada... ¿De qué me sirven los números ahora?

—Tranquilo, para eso están aquí los Hijos Promesa, a ellos no los puede poseer, solo necesitamos esperar la respuesta, por favor, resistamos un poco más.

La biblioteca estaba rodeada, no obstante, ningún enfermo irrumpía en la tranquilidad de su interior.

El enorme ser caminaba sin temor alrededor de las ventanas, camuflándose con la oscuridad de la noche y en el follaje de los árboles. Sus pisadas retumbaban por todo el lugar, provocando la vibración sutil de algunos libros y objetos.

—¡¿Qué es eso?! —inquirió Kendra, dando dos pasos hacia atrás y tomando el brazo de su líder, en otro momento, jamás hubiera sido capaz de hacerlo, pero las circunstancias no eran las mismas y el terror sí había gobernado su cuerpo.

Néfereth cambió por completo, una nimia luz rodeó su armadura e iluminó sus ojos, sus músculos se tensaron y sus cabellos se alzaron al son del viento. Sin dudar, aventó su espada contra la sombra, pero el deforme ya no estaba allí.

Kendra observó a su hermano encorvarse para pelear, y ni aun así alcanzaba su tamaño. Le fue inevitable no sentir la euforia subir por su sangre, por eso era el capitán, porque no se acobardaba con nada, porque su cuerpo se transformaba, pues era el único que brillaba con tremendo fulgor.

El caballero jaló de nuevo su arma con una fina cadena, casi traslúcida.

—¡Aquí te quiero! —gritó, emitiendo una fuerte y poderosa voz.

—Nunca te había visto así —repuso la joven, sin dejar de ver la valentía que se escurría por sus poros, el poder que chorreaba por su piel—. Siempre he estado atrás, ahora entiendo que esto es lo que ven nuestros enemigos antes de morir.

—No le tengas miedo —ordenó—. No quiero ni que se levante... —El Hijo Promesa giró su rostro, asegurándose de que él estuviera bien, y se le estrujó el corazón al darse cuenta de su única preocupación.

—Lo cuidas demasiado...

—Lo siento, pero es la única esperanza para curar este lugar.

—Y crees en él, bastante...

—Lo necesitamos.

Kendra se sintió extraña, pero en la lejanía del firmamento percibió el vuelo rápido del Naele, y desaparecer en las manos de un gigante. El animal había muerto.

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