Capítulo 12 - Derroche.
No se molestó en decir algo, solo se acercó y con una fuerza descomunal, asió al capitán llevándolo directo al castillo. El pobre hombre —a pesar de tener una estatura decente— parecía un guiñapo en la mano del caballero. Tampoco tenía la intención de recriminarle, ni siquiera de quejarse, pues sabía muy bien que si lo hacía, terminaría partido por la mitad.
El enorme guardia lo dejó frente a Haldión, mientras este se limaba las uñas junto a su balcón.
—Señor —mencionó de inmediato, haciendo una reverencia, evidenciando en su cuello algunos besos de sus damiselas; para él, ya habían comenzado las fiestas.
—Escucha —respondió el rey—, esta misión es especial, pero te sentirás halagado de realizarla, puede que no quieras hacerla, porque hay personas pequeñitas de por medio.
El capitán observó al enorme guardia real y tragó fuerte, reconocía muy bien lo que le estaban ordenando, y unas gotas de sudor fueron las únicas en suicidarse para no cometer aquel acto. No solo se sentía molesto por perderse las festividades, sino de saber que no podría negarse.
—Señor, con todo respeto, ¿No es mejor que esta tarea la haga su guardia? Él es más sanguinario que yo.
—Oh, vamos, ¿No quieres volverte como él? Además, si tú lo logras, cuando regreses, te daré las mejores mujeres.
—Lo sé, señor... pero. —No pudo terminar su frase, el rey lo tomó del hombro y lo llevó a una recóndita habitación.
—No me refiero a cualquier mujer. —Haldión abrió la puerta y la mirada del capitán viajó de un lado a otro, sus ojos descendieron, pero no subieron demasiado.
—Yo eso, no... nunca.
—Están frescas ¿No es así? Nunca habías visto algo como esto, nunca.
—Señor yo... —La saliva recorrió espesa, casi sólida.
—Yo te he visto el bulto, no te hagas el santo ahora —recriminó—, todos somos así, todos los hombres somos unos malditos depravados. Ahora ve y haz lo que te ordené, de paso llévate al mago horrendo, ese que parece Dorompa.
—¿El que acaba de llegar?
—Sí, ese, el miserable debe estar en el templo nuevo buscando algún puesto alto, pero debe guiarte al lugar que ya te mencioné.
—Está bien, señor, lo llevaré conmigo.
—Antes, llévate a unos cuantos hombres, porque también vas en busca de una desertora, de una tal Naula.
—¿Naula? —preguntó, impresionado—. Entonces llevaré a unos cinco guardias para poder asesinarla.
—Eres un cobarde, pero está bien, de todos modos, el Dorompa puede echar algunas chispas, para encender sus cigarros puede servir. —Haldión emitió una carcajada.
No pasó mucho tiempo para que el rey viese a los cinco involucrados —entre ellos a Vas'thút— fuera del castillo. En los rostros de los jóvenes guardias se mostraba la irritación de participar en algo que no fuese la celebración. Era lógico sabiendo que ellos no recibirían el pago tan aclamado.
Los observó desde su ventana, mientras el mago anciano lucía orgulloso, ya no era un haraposo, y había recuperado la vista gracias a los brujos que le admiraban, ahora, se acomodaba el traje característico de los miembros de la nueva unión entre el Comité de Hechiceros con la religión.
Con el odio vibrante en sus ojos, remarcada la ira con cincel sobre su piel, miró al rey fijamente, y alzó la mano en sinónimo de victoria, estaba muy seguro de que llevaría las cabezas de decenas de niños sobre una bandeja de plata, y recuperaría su dignidad, esa que había perdido hace muchos años.
Haldión rodó los ojos, era bien sabido que odiaba todo a su alrededor, sin importar su posición. El rey solo velaba por sus intereses, y la mayoría oscilaba entre sus más íntimas perversidades.
—¡Ya lárguense! —gritó desde su balcón, quería despegarse de cualquier pendiente, no podía abandonar lo que más le gustaba hacer, especialmente en aquellos días de deleite.
Le dolía la cabeza, se sentía mareada, pero peor aún, se sentía vacía. Todavía recordando lo que hace unas horas había pasado, su corazón ya resentía la oquedad en esa fría habitación. Y aunque hacía años que permanecía sola, ese día era peor, tan real y palpable que su dolor físico pasó a segundo plano al ver el papel tapiz dorado sobre la pared, el mismo color durante muchos años.
Sus cansados y vidriados ojos cayeron en las ataduras de sus muñecas, lastimadas ya, por el tiempo inconsciente. En la puerta, con las cabezas gachas, estaban sus dos guardias; los que siempre le cuidaban.
—¡Idiotas! —exclamó, casi perdiéndose su voz en lo inmenso de la habitación—, ¡Sáquenme de aquí! ¡Quítame esto!
—Señora —musitó un caballero, sin verla a la cara—, es una orden del rey Hecteli, para que no se... lastime.
—¿¡Lastimar!? —preguntó indignada—, ¡Ese imbécil fue el que me golpeó! ¡Yo lo sé! ¿¡No es así!? —La mujer se detuvo esperando una respuesta, pero nunca llegó. Cerró los ojos, decepcionada de todo, de todos—. No puede ser, hay dos cosas que odio en esta vida: los cobardes; y los convenencieros rastreros. Ustedes no conocen el pasado de Hecteli como para que le tengan tanto miedo y respeto, podría jurar que hasta yo lo golpearía. —Los soldados no podían verla a los ojos, sus cabezas parecían estar siendo succionadas por un abismo sobre el suelo, un agujero negro de vergüenza y miedo—. ¡Estoy harta de él! —continuó—: Dejé a mi verdadero amor por este imbécil, pero ¿Qué les voy a contar yo? Si deben estar cansados de tanto escuchar estas discusiones, ustedes han sido, sin querer, mis únicos confidentes, así que les pido que me ayuden, yo no puedo seguir así.
Sus lágrimas asomaron sosegadas, acentuando el brillo en sus tristes y debilitados ojos.
—Lo siento... señora —respondió uno de ellos, acercándose con una llave en mano.
—Gracias... gracias.
—Pero ¿Cómo saldrá de aquí?
—Ustedes me ayudarán.
La dama lo miró con determinación, pero el rostro ajeno explotó frente a ella, la sangre y sesos volaron, y un sonido aguanoso se esparció en cada esquina, junto a un disparo filoso.
El segundo guardia se paralizó, sus manos se engarrotaron y las piernas le fallaron, mientras la pobre mujer gritaba ante el horror suscitado.
De inmediato la reina dirigió su atención a la puerta, por un pasillo rojizo y lleno de luces amarillentas. Ahí, agazapado, casi encorvado, estaba un enorme hombre. Supo que pertenecía a los Hijos Promesa, pues los cabellos blancos se desparramaban sobre la lujosa armadura.
Segundos después de la escena, el cuerpo inerte cayó al suelo, quebrando el silencio. Miró de nuevo hacia la entrada, el prodigio ya se acercaba, y tuvo que doblarse un poco para poder pasar.
—Lo siento, señora —comentó, sereno, sin ni un ápice de remordimiento—, pero créame que es por su bien, el rey nos comentó que algo como esto podía suceder. Y tú —Señaló al segundo guardia, que permanecía como estatua—, tómate el día, yo cuidaré a la reina.
No lo dudó, ni siquiera los años compartidos con la bella dama habían anclado su empatía, corrió sin mirar atrás, aterrado de que un disparo traspasaría su espalda, pero no fue así, logró salir de aquel laberinto cubierto de puertas y puertas, mientras olvidaba por completo su única misión: cuidar a la doncella.
—¿Cómo puedes hacer esto? —sollozó—, Ese hombre no es con el que me casé... Extraño su nobleza. Ustedes que han convivido más con él, porque mírame, a mí me ha mantenido encerrada, dime ¿Por qué no lo hacen volver en sí?
—No lo sé, yo solo cumplo órdenes, los Hijos Promesa así somos y ahora no están nuestros líderes, así que... el rey no tiene otra alternativa.
—Asesinaste a un joven que quizá tenía veinticinco años, míralo. —La mujer hizo un esfuerzo por sentarse en la cama, señalando con su rostro el cadáver.
—No estamos entrenados para sentir compasión, nunca lo enseñan.
—¡Pero es tu compatriota! ¡¿Te aprovechas por tu altura?! ¿¡Por nacer bendecido por lo que sea que esté allá arriba!? ¡Responde!
—Así nací, contra la suerte y la bendición no se puede luchar. —La voz del caballero era suave, pero no transmitía paz, sino ansiedad e incertidumbre.
—Por favor —murmuró la mujer, resignada—, solo sácalo de aquí. ¿Qué le dirás a su familia?
—Eso no incumbe a nadie, pero tranquila, vendrán a limpiar. De ahora en adelante, yo le traeré lo que necesite, eso incluye sus platillos.
—Desgraciados.
El hombre sonrió, no le afectaba en nada, disparar ese rifle tan grande como su cuerpo, era la mejor sensación, para eso lo entrenaron y lo utilizaría a la mínima persuasión y aquello había sido un buen motivo.
—Cuando Hecteli muera —agregó, mientras tomaba del pie al cuerpo—, y usted sea reina en su totalidad, le obedeceremos.
—¡No seré reina y ni crea que le concederé un hijo!
—Le repito, no me interesa, yo solo cumplo órdenes. —Dio media vuelta, arrastrando al occiso por toda la habitación.
Al cerrar, los gritos de la mujer se ahogaron en soledad, en la tristeza de su mundo y su futuro incierto, en la impotencia de no poder hacer nada más, entre dolor, furia y miedo, todo lo que su débil cuerpo podía sentir en ese momento.
Abrió los ojos lentamente, la suavidad en su espalda era sublime, y el olor majestuoso. A lo lejos, escuchó los cantos de las aves, el sutil ruido de agua hirviendo, y un arar en el campo. Incluso el fuerte calor le abrazó cobijándolo; y suspiró lleno de paz.
Por la ventana entraba un rayo de luz nítido y perfecto, que acariciaba su rostro dócilmente, tímido a despertarlo, pero ansioso de mostrarle un nuevo día.
Sin esfuerzo se levantó del pequeño diván, se sentía pleno; tranquilo. Observó a su alrededor y una luz tenue iluminaba la esquina del pequeño hogar. Sobre la estufa, una deliciosa sopa; y sobre sus hombros, una manta suave y aterciopelada.
Permaneció en el mismo lugar no de manera ida, sino disfrutando del momento. En su corazón no había aflicción y tampoco lo sintió cuando —a través de las rendijas de la madera— vislumbró una sombra pasar y acercarse a la habitación.
Abrió cuidadoso, evitando el ruido crujiente de la bisagra. El anciano tenía el rostro adusto, inanimado, lucía sereno, serio y un poco, quizá, amargado.
—Hijo, qué bueno que te levantaste —comentó, llenando su hogar de solemnidad.
—Un rostro amable —aseguró Velglenn, a pesar de no conocerlo y dar otra impresión, el tono de su voz le era suficiente—. Muchas gracias.
—No eres de aquí, el río Noboa te trajo, es una suerte que los descarnados no te hayan agarrado, con sus... —calló, recordando el tormentoso trauma—, sonrisas, sus risas en esos rostros.
—Por suerte no, señor, pero créame, hay peores cosas allá afuera.
—Nadie sube hasta allá, hijo, debiste pasar por las montañas Cómplices y el bosque Lutatis, toda la zona prohibida. Tienes mucho valor, dime ¿Tienes poderes? ¿Eres un mago, un hechicero? —cuestionó, mientras se sentaba con esfuerzo sobre una silla, apoyándose en un viejo bastón.
—Soy un mago de Drozetis.
—El rey gordo, bueno, no tienes la vibra de ese hombre.
—Gracias, pero le agradezco todo lo que hizo. —Velglenn tocó su frente y sintió unas vendas rodear su cabeza—. Me lastimé...
—Así es, debiste golpearte con alguna roca, pero no te preocupes, hemos avisado al pueblo de Amathea que tenemos a un foráneo, mejor espera a que vengan por ti.
—¿Por qué? ¿Quién está allá? —preguntó, arrugando su entrecejo.
—Un pobre científico —suspiró, quizá tratando de inhalar un poco de esperanza—. Fue el único en quedarse, hasta la fecha sigue tratando de encontrar una cura, pero no hay nada. Es algo famoso.
—¿Famoso? —El mago hizo una pausa, recordando lo poco que conocía de Prodelis, pero reconocía muy bien el nombre que resonó por años gracias a que había encontrado la cura de la peste de sangre—. Fordeli —afirmó.
—Sí, ese pobre hombre, y una médico que ha quedado junto a él.
El joven mago miró hacia el cielo, y respiró fuerte, lleno de alivio.
—Señor... lo molesto otra vez.
—No te preocupes, hijo, la comida casi está lista y pronto vendrá un poco más.
A Velglenn se le encogió el corazón, jamás había tratado con personas tan amables y tampoco había recibido esa mínima atención de sus seres queridos, esos que ya casi no recordaba.
El anciano tomó una pequeña mesa, hecha de paja y madera, y la colocó frente a él, ofreciendo la caliente y deliciosa sopa.
Comió y lo disfrutó como nunca, y cuando hubo terminado, agradeció estar vivo, entendiendo que su propósito era grande, el más importante. Miró por la ventana hacia la maleza que crecía desmedida. ¿Esperaba verlo? Probablemente, sabía que no estaba cerca, pero sentía que ese horrible ser no lo quería ahí. La piel se le erizó, su rostro cambió, apretando los puños con desosiego.
«¿Por qué no bajará él a los pueblos», pensó, pero antes de poder responderse, varias preguntas inundaron su mente: «¿Por qué no me siguió hasta acá? Y si lo que vi, sí existe, pero solo es una ilusión... podría tener ventaja sobre él, pero puede hacernos daño, esto es tan extraño, no sé qué pensar».
Los fuegos artificiales llenaban por completo la ciudad, el ruido se propagaba por todo Real Inspiria, el olor a alcohol, tabaco y otros aromas se percibía en las calles. Sobre la acera, y acomodados sobre mesas extensas, estaban las personas encargadas de vender las mejores bebidas espirituosas, entre ellos, un vino preparado especialmente para tal ocasión, con decenas de años guardados en el sótano.
Las señoritas presumían sus escotes con sus increíbles figuras, los caballeros abarrotaban las tiendas en busca de preservativos y otros productos para no tener ningún problema en el acto más importante.
La algarabía se derrochaba en las calles, las sonrisas se asomaron en cada rostro, y la felicidad aumentó como si ninguna enfermedad asolara el reino. Sin embargo, solo un pequeño grupo de personas, uno muy diminuto, no sentía las mismas emociones; no había alegría, no había fiesta que celebrar.
Afuera de la biblioteca, a unos cuantos pasos de la entrada, estaba Ur, observando con detalle —pero sin éxito— el interior del lugar.
Con confianza había abandonado su puesto de vigilancia, pues ni un alma rondaba por el hospital. Cerró los ojos de ira al recordar que en esas fiestas, ni siquiera de sus enfermos se acordaban.
«Mi amigo no puede ser de esos», pensó, y no dejaba de conversar con él mismo, tratando de convencer toda duda. «Sí recuerdo que casi no la tocaba, pero su relación se basaba en el respeto. No puede ser así... de ninguna manera, el Diablo juega con la mente, pero... también sé que esos seres nunca mienten. Si tan solo descubre lo que hice, no dudará en matarme, estoy muerto, soy hombre muerto». Con la mano temblorosa desenvolvió un cigarro y fumó desesperadamente. «Debo ser hombrecito», inquirió, apagando el fuego y retirándose presuroso.
Quería pasar desapercibido, así que entró a una calle silenciosa, en donde encontró a unos niños jugar. Los vio velozmente y le pareció que le sonreían, quiso devolver el gesto, pero se paralizó al ver que en sus manos llevaban cascabeles. La sonrisa se le borró de su rostro y los pequeños resonaron las pequeñas esferas, sin dejar de verlo a los ojos. No se detuvo, siguió su camino, sin mirar atrás, casi sin ningún destino.
Miró hacia el cielorraso, y bajó su cabeza decidido a encontrar una respuesta. De nuevo, leería el libro. Era la tercera vez que lo hacía.
Maya estaba a su lado, anotando con esmero todo lo relacionado a la investigación, también con horas de trabajo acumulado.
—Anota esto. —El joven señaló el libro sin mirar la hoja—. Las enfermedades del pasado, como la peste de sangre, aunque se pudo controlar —divagó.
—Sí, sí...
—Escucha, escucha —mencionó, sin verla a la cara, ensimismado—, descubrí un brote de una enfermedad que surgió de las montañas, sin embargo, no duró ni un solo día, encontraron la cura sin siquiera investigarla.
—Y... ¿Qué hacía esa enfermedad? —cuestionó, casi imperceptible, temiendo sacarlo de su concentración.
—La piel se les volteaba, los huesos se le rompían —respondió incrédulo—, ¿Crees que eso sea una enfermedad?
—No, qué horror, de ninguna manera, no puede ser. ¿Pero qué diablos es este lugar?
—Según lo escrito, encontraron la cura en el norte. Maldita sea —refunfuñó—, otra vez con el globo, ese asqueroso reino.
—Estoy escuchando —interrumpió Néfereth—, ¿Cómo puede ser posible una enfermedad como esa?
—Puede ser posible, recuerda que tú también eres un milagro de la naturaleza.
—Suena atrevido, yo diría que tuve suerte.
—Como quieras verlo, pero es la verdad, míranos —Yaidev extendió sus manos—, somos humanos promedios. Solo sé que lo que estamos investigando acá, podría llevarnos a encontrar una cura, quizá sea algo milagroso... —Guardó silencio y un color rojo subió como espuma en su rostro—, ¡Pero es que no especifican nada! ¡Parecen idiotas los que escriben! ¿¡Qué les costaba dejar todo claro!? —Lleno de furia arrancó un puñado de hojas, de verdad estaba molesto, el dolor en su cabeza acrecentaba y no había dormido en días.
—Así que también te enojas —comentó el caballero, alzando una ceja.
—Desde siempre, me conociste así... Lo siento, no quiero que me molesten.
Maya agrandó los ojos y miró hacia el enorme hombre frente a ella, que también le observaba impresionado; algo culpables del comportamiento de Yaidev.
—Bien, sigue haciendo tu trabajo —afirmó el Hijo Promesa, mirando a la bibliotecaria—, que yo seguiré haciendo el mío, sin distraerme. —Se fue, parecía indignado.
—¿Por qué me lo dice? —susurró la joven, evitando que lo escuchara.
—Él también es estricto con lo que hace, discúlpalo, todos estamos cansados, pero no importa, sigamos.
Arrastraba los pies, iba cansada y sin ánimos de nada, la fiesta le molestaba, mejor dicho, todo lo que la gente hacía dentro de la cúpula.
Llegó hacia el hospital, que estaba sin guardias. Rodó los ojos al darse cuenta, pero ni siquiera tenía intención de discutirlo, así que evitó la fatiga y subió directo a la habitación de Dafne.
Abrió lentamente, evitando despertarla, aunque en realidad quería verla despierta, y hablar con alguien que no fuera de Real Inspiria. Para su buena suerte, la mujer miraba el techo sin emoción alguna.
—Señora, ¿Cómo está?
—Hola, señorita Violette, es bueno verla... Estoy bien, pero no le mentiré que siento que esta cosa que tengo dentro de mí controla mi cuerpo por momentos. A veces solo tengo ganas de aventarme por la ventana. —Dafne giró su rostro hacia el hermoso paisaje y continuó—: Sé que lo que hizo mi hijo, junto a ese caballero, fue increíble, porque parece que soy la única a la que esa peste no ha podido matar.
—Tranquila —susurró la capataz, mientras se acercaba a la camilla—. Yaidev está haciendo un maravilloso trabajo investigando, usted no tiene idea de cuántos libros ha leído, y solo para salvarla, y no solo a usted, sino todo al pueblo que tanto ama.
—Tú también amas al pueblo. —La mujer la miró de vuelta—. Desde pequeña te he visto allí. Tú padre nos visitaba y tú siempre lo acompañaste, así que estoy segura que sientes lo mismo.
—No se lo negaré, amo a mi gente, a mis pueblos, pero esta situación me tiene atada de manos, me está volviendo loca, me siento impotente porque también tengo problemas aquí. —Violette agachó su mirada, cansada.
—No pierdas el tiempo aquí conmigo, mejor sal y disfruta de la fiesta.
—No, esto es una porquería, estas fiestas son solo para demostrar su lado más bajo y vil, yo no tengo nada que ver. A lo mucho, me gustaba tomar un café o comer un buen filete de carne, pero conozco muy bien lo que hace la gente aquí y sé por dónde se pasan las leyes. —Suspiró, exasperada—. Todos lo saben, mi padre, las familias, es solo que nos hacemos pendejos. Y hoy más que nada me siento irritable.
—Se siente. —Sonrió.
—Discúlpeme, no pensaba incordiarla con mi energía, mejor me iré... aunque no tiene guardias.
—No te preocupes, el joven siempre ha estado allí, un buen descanso no le viene mal.
—Pues ojalá sea rápido, porque de igual forma se le está pagando.
—Tienes razón, pero tú también necesitas de un descanso, ve, ve, tan siquiera a tomar un rico café.
—Gracias, señora, pero, por favor, confíe en Yaidev, estoy segura que la sacará de aquí.
—Así será.
Violette se puso de pie y salió de la habitación, la calma de Dafne era algo similar a lo que su padre le trasmitía, lo que Alexander le ofrecía.
Miró la carretera repleta de parejas, de doncellas dispuestas y de caballeros ansiosos. Pezones al aire y sombras erectas. Hasta que, en un parpadear, un gran puño cayó del cielo, aplastando a todos frente a ella; los escombros volaron y tuvo que llevarse la mano a la cara para evitar el contacto con el polvo y las vísceras. Pero cuando la bajó de nuevo, todo estaba en completa normalidad, no había sangre, no había golpe, aunque aquello lo había deseado e imaginado con todas sus fuerzas.
—Creo que mejor tomaré ese café... aunque ¿Cómo estarán los chicos? Mejor no, no quiero sufrir más, no quiero saber nada.
Maya ladeó su cabeza, perdiendo la poca consciencia.
—¡Eh! —exclamó Néfereth—, trabaja, que solo tienes que escribir.
—Oye, tranquilo —respondió Yaidev, viéndole a los ojos—, no seas tan déspota, ella me ha acompañado todo este tiempo.
—Yo también —replicó de inmediato—, pero no me duermo.
—Dios. —El joven botánico afiló los ojos—. Tú eres un soldado con años de entrenamiento, ella solo es una bibliotecaria, no está acostumbrada a esto.
—Estamos en crisis y todos deben dar lo mejor de sí.
—Sí, tiene razón. —Maya frotó su rostro y sus cabellos se dispersaron por la fuerte acción—. Mandaré a comprar algo para estar despierta.
—No —contestó el Hijo Promesa, sin apartar su vista—, tú no quieres dar lo mejor de ti, solo quieres agradarle a Yaidev.
El sueño se esfumó, el calor se intensificó, al igual que el rubor; los nervios, la vergüenza.
—No, no, no —refutó el joven mago, con las orejas y las mejillas rojas. Se levantó y tomó del brazo al gigante, llevándolo a un lugar alejado—. ¿Cómo dices eso? Ella es de una familia acomodada, y yo soy un simple pueblerino, por si no sabes, están prohibidas las relaciones de Real Inspiria con todos los pueblos aledaños.
—"Simple pueblerino" —replicó, indignado—, no, no, tú date cuenta, por si no lo sabes, ahora eres la estrella, probablemente tengas a todos a tu disposición, y mi misión es evitar que te distraigan, y si lo hacen, eso me convierte en un mal guardia, piensa en eso, porque yo también estoy sacrificando cosas, y, por favor, no lo tomes como reproche.
—No, tranquilo, no lo malinterpretes, solo quiero que te des cuenta de que no somos unos Hijos Promesa, tenemos que dormir, nos cansamos más rápido...
—Ese no es el punto —interrumpió, Yaidev pudo ver una molestia extraña—, el punto es lo que le dije, y tú le haces creer que sí puede tener una oportunidad, además —siguió, quizá sin medir sus palabras—: ambos están jóvenes.
—A ver, niño no soy, ya estoy grande y yo puedo decidir con quién estar.
—Pues con ella —su voz se intensificó—, es linda, si quieres puedo darle mi espada para que también te cuide, aunque lo bello no aleja al Diablo.
—Ah, diablos, cómo eres, ¿Qué clase de discusión es esta? —Yaidev arrugó su entrecejo, y ambos sabían que aquello se alejaba más que una simple discusión, había algo entre líneas que ninguno quería reconocer—. Necesito seguir con esto, además, tengo algo que compartir con los dos.
—Pues díselo a Maya, que yo estaré cuidando aquí afuera, porque ese es mi trabajo.
—"Aquí afuera", todos los días has estado adentro. Te aseguro que si esa cosa sale, no te pediría permiso desde la entrada, aparecerá junto a nosotros, y nos matará sin que te des cuenta.
—Solo por eso. —Néfereth rodó los ojos y el joven botánico no podía creer su actitud.
Ambos entraron y el Hijo Promesa tenía un rostro desganado, le molestaba en demasía y ni él ni Yaidev lo entendían.
—Encontré algo en los últimos escritos —pronunció, tratando de evitar la incómoda escena—, supuestamente estas dos deidades: el dios Braco, de Drozetis y el dios Arrastrasa, de Prodelis, han estado desde el principio de estas tierras, pero eso es lo que me espanta, literalmente están desde que los primeros hombres pisaron este lugar. O sea que las historias que nos cuentan, de que nuestros ancestros eran semillas, ¿Son una mentira?
—La verdad creer eso se me hace muy tonto —respondió Maya, aún avergonzada—, pero ya vez, así nos tienen. Les vale de dónde procedemos.
—Lo sé, pero esto puede ser la solución que buscamos, pero por ocultarlo no vamos a encontrar nada. Ahora, si suponemos que estas cosas estaban desde antes, casi es seguro que no sean ni dioses, son unos rastreros, no sé si puedan escucharme, pero la verdad, me vale. Aquí lo más importante y extraño, es que el último ser no aparece por ningún lado, salvo en cuentos, mostrando que solo hace reír a la gente, por eso tiene la forma de un bufón. —Hizo una pausa, para poder continuar—: Dicen que contaba chistes en las noches, para que las personas no pudieran dormir.
—¿Cómo? —exclamó Néfereth, inquieto—, ¿Y por qué no lo mataron?
—Ese es el problema, porque nunca lo encontraban, solo aparecían las marcas de sus pies en la tiza regada. No solo los hacía reír, movía sus cosas, las escondía, hacía travesuras, y así estuvo por mucho tiempo, por eso nunca lo tomaron como una deidad, sin embargo, ya no hay más información de él, pero no es de menos importancia, porque en los escudos aparece su símbolo.
—¿Qué intuyes?
—Solo piénsalo, si ese ser sigue vivo, ¿No crees que sea el responsable? Cada enfermo ríe, corren, hacen cosas extrañas, se esconden bajo la cama, detrás de las puertas, debajo de las escaleras, quebrando sus extremidades. No sé qué pensar con esto.
—Tienes razón, probablemente... —Néfereth quedó ido, pensando en la causa—, no, no creo que sea eso.
—Néfereth, dilo —ordenó el joven, mirando con esperanza sus ojos grises.
—Es que siento que para esas cosas yo no...
—Solo dilo ya.
—¿Cómo estaba la gente antes de contagiarse? ¿Te dijo algo Fordeli? Porque a todos los que maté cuando mis hermanos llegaron, estaban riéndose y cuando quedan idos es porque no te ven.
—¿Entonces?
—Es que simplemente creo que sea una estupidez.
Yaidev volvió a rodar los ojos, estaba nervioso y Maya también.
—¡Solo dilo ya! Estamos perdiendo tiempo.
—Perdón, perdón, si te hago perder el tiempo, mejor me...
—Néfereth, solo hazlo.
—¿Y si te enfermas por estar feliz?
La bibliotecaria apretó sus manos, aquello le había generado un estrés sobrehumano, Yaidev no se quedaba atrás, y se preocupó en demasía.
—Pero hay gente feliz y no se han contagiado.
—¿Pero qué es el significado de la felicidad? —preguntó el caballero—. ¿Qué es? Porque reír puede cualquiera, pero feliz, genuinamente, ¿Quién? Dime ¿Tú lo eres, Yaidev? ¿O simulabas serlo?
—Pues... —Dudó, sintiéndose cohibido ante la sublime mirada—. Me sentía bien, pero no era suficiente, yo...
—Eres un botánico, pero querías ser mago ¿No es así?
—Dime —arremetió, ansioso por conocer—, ¿Tú eres feliz, Néfereth?
—No. —Y la respuesta lo dejó perplejo—. Siempre he servido a la gente, es mi trabajo, pero este trabajo no hace feliz a nadie, solo al estómago.
—Esa teoría no está descabellada, pero tampoco podemos probarla.
—Podemos preguntarle a Fordeli.
—¿Cómo? ¿Por qué? ¡Dios! —exclamó la joven bibliotecaria, con el corazón acelerado, provocándole una incertidumbre terrible.
—Sí, Maya, ustedes son acaudalados, son felices, pero superficialmente, ¿No es así? Por eso no hay ningún contagio. Curiosamente, en los pueblos lejanos, esas personas que no tenían problemas, ni pendientes, fueron los primeros en caer. ¡Y es cierto! —Afirmó el joven, recordando con detalle las noticias previas a los primeros casos—. Rebeca estaba feliz porque su hija estaría en una escuela prestigiosa y el esposo de la señora Griselda sería trasladado a Prodelis, Dios mío... tiene todo el sentido.
Un viento helado recorrió su columna vertebral, sintió cada vello de su cuerpo alargarse sin permiso, la sangre bombear en su corazón, viajar sobre sus venas, la presión en su cabeza, un dolor en su sien, la neblina cubrir parte de su visión y sus pies tan pegados al suelo, que por poco se lo tragaría la tierra.
Aquel aire desolador peregrinó en cada parte de Inspiria, cada rincón de Théllatis. Sosegando con cautela la mínima chispa encendida. Sin embargo, pasó desapercibida ante el tumulto de personas cegadas por el derroche avaricioso de la noche.
—Esto no me gusta nada. —Yaidev alzó su vista para encontrarse con la de Néfereth, que ya le devolvía la mirada.
—No te preocupes —aseguró—, no saldrá, créeme, no lo hará... Sigue leyendo, mientras yo esté acá, nada te tocará. —Sus ojos grises como la neblina reposaron en Maya, que viendo la escena y sintiendo sus palabras, retrocedió unos centímetros, alejándose del botánico.
—Discúlpalo —susurró Yaidev, apenado.
La joven observó al Hijo Promesa alejarse de la sala de lecturas y apretó sus puños de vergüenza, sintiendo en él una competencia férrea.
—¡Abran la puerta! —gritó Jacsa, al llegar a una de las entradas de la cúpula, mientras su Losmus relinchaba con intensidad.
Había dejado en su pueblo a cuatro guardias y solo había regresado con dos de sus hombres. Asegurándose de que a las personas no les faltase nada.
Entró cabalgando hasta pasar cerca de un puerto, en donde Naor se encontraba, jalando con sus manos una enorme ancla.
—Ya llegaste —comentó, irónico.
—¿¡No que te quedarías en tu pueblo!? —preguntó molesto.
—Uy, qué valor tienes para contestarme así, espera a que termine de hacer esto. —De la ira del momento, Naor tomó la cadena y la arrastró sin problemas en cuestión de segundos.
—No, no, no —respondió de inmediato, mientras tragaba saliva—, olvídalo.
—¿Qué te pasó? Vienes hecho un asco.
—Pensé que te quedarías, así que decidí hacer lo mismo, y fue muy duro porque tuve que asesinar a unos cuantos de esos enfermos. —Al término de sus palabras, sus dos caballeros rieron por lo bajo.
—¿De qué se ríen tus hombres?
—Se cayó —susurró uno, mientras se tapaba la boca, evitando la risa.
El Losmus de Jacsa era una especie distinta, estos eran más jorobados, por lo que una cabalgata precipitada, sería motivo de rebotes fuertes y constantes.
—No te creo nada, pero entra para no perderte del espectáculo, ya sabes —mencionó Naor, sonriendo sarcástico—, perder dinero, tener sexo y algunos asesinatos a sangre fría.
—No digas pendejadas, ahora no estoy de humor.
—Pobre hombre, querías agradar a Violette ¿No es así?
—No, no, eso nunca.
—No te hagas idiota, ahora la capataz está luchando con todo lo que se le ha caído encima, de seguro debe estar con su padre, o la madre de ese aborigen.
—Ese imbécil —masculló.
—No vayas a cometer la estupidez de querer matarlo a él o a su madre, porque la celda de abajo está ocupada por Daevell, lo estamos amenazando de que lo mataremos. —Naor soltó una carcajada que fue acompañada de los hombres de Jacsa—. Pobre, lleva llorando unas horas.
—Pero no pueden, es hijo de uno del concejo...
—De hecho sí —interrumpió—, atentó contra la vida de alguien. Imagínate que ese aborigen encuentre una cura y se convierta en héroe, su estatus cambiaría completamente, hasta le ofrecerían la estadía en la cúpula, incluso, me atrevo a pensar, que le darían la mano de Violette o la de cualquier chica acaudalada de acá.
—¡Ni loco, eso jamás! —reprendió Jacsa, colérico.
—¿Y qué harás? ¿Tú encontrarás la cura? —Volvió a reír—. Ya, lárgate, estoy ocupado. Y quítate esas ropas, porque si te encuentras con Violette y decides mentir, será tu sentencia. No mientas sobre tus cualidades, así naciste, inútil, ni modos, este es el mejor consejo que puedo darte. —El hombre de aspecto rudo ladeó su cabeza, y demostró una sonrisa sutil, que revolvió el estómago de su compañero, era grotesco, pues su rostro y mirada transmitían una pesadez inexplicable.
Jacsa se alejó sin poder responderle, ese sujeto siempre decía la verdad, sin maquillar, calando los huesos, dañando los egos.
—¿Comerán algo antes de irse? —preguntó un aldeano.
—No, no se preocupen, tenemos que partir.
—Por favor, el trayecto es corto, pero pueden tener hambre en el camino —insistió.
Los gemelos se vieron y se rieron por la amabilidad tan desinteresada.
—Ustedes son buenas personas, pero nosotros podemos cuidarnos, por favor, cuiden de Fordeli y de Priscila.
—Está bien, señorita, cuídense mucho.
—¿Es raro, no? Ya no ha habido brotes. —Kendra observó a su hermano, mientras iniciaban la cabalgata.
—Yo tengo la espada afilada, y ansío encontrarme con lo que sea que lo esté provocando, matarlo o morir con él.
—Estás muy enfermo, Kimbra.
—Es que no tenemos de otra, que sepa que no tenemos miedo, quizá por eso ni nos enfermamos.
—Eso es entendible, nacimos así, pero míralos a ellos.
El caballero respiró fuerte, molesto por la impotencia de no conocer el causante. Ambos guardaron silencio hasta colocarse frente al almacén. Fordeli les esperaba para despedirse.
—Señor —pronunció la Hija Promesa, solemne—, ¿Seguro que no irá con nosotros? La gente parece estar bien y no ha habido otro enfermo.
—Tengo una responsabilidad aquí, allá me consideran un traidor, pero a estas personas no pienso fallarles. Discúlpenme, pero con todo lo sucedido no me siento capaz de nada, ahora mismo soy un medio hombre.
—No diga eso, señor, es cierto que es medio hombre por su estatura —Kimbra rio y su hermana rodó los ojos—, pero su conocimiento sobrepasa a cualquiera de nosotros, admiramos su gallardía. Ha estado viviendo semejante infierno, y solo con la ayuda de Priscila, que también merece un reconocimiento.
—Ay —exclamó apenada—, yo no, solo es mi trabajo.
—No te quites méritos, aparte, es un muy buen trabajo, ¿No es así? —La guardia le observó y sonrió de manera traviesa.
—¡Señor! —se escuchó un grito en la lejanía, cortando el momento—, ¡Señor! —Era un joven que corría a su dirección—. Vengo de donde desemboca el río Noboa, del pueblo Uxis.
—¿Pasa algo? —increpó el científico, temeroso de escuchar una mala noticia.
—¡Son enormes! —el pueblerino se sorprendió al ver a los Hijos Promesa, pero negó con la cabeza y continuó—: Perdón, señor, encontramos a un extranjero, al parecer se golpeó la frente, pero mi abuelo lo ha curado.
—¿Quién es tu abuelo?
—El anciano con cara cuadrada, el que parece enojado todo el tiempo, el señor Goret.
Fordeli rio al recordarlo, ciertamente tenía un rostro peculiar.
—Está bien, pero ¿De quién se trata?
—No lo sé, señor, el río lo llevó a la orilla, y no sé si ya despertó, pero tiene mucha ropa, muchos trapos.
El grupo se miró entre sí.
—¿Cómo? Eso quiere decir que viene desde la montañas —razonó Fordeli.
—¡Pues debe estar loco! ¿Solo? —Kimbra se asombró.
—¿Quién será? —La Hija Promesa se llenó de dudas, pero chasqueó su lengua porque sabía que no se podía quedar más tiempo—. Fordeli, avísanos de quién se trata por medio de un Naele.
—Sí, en un momento iré para allá, Priscila, ¿Irás?
—Claro, vamos, regresaremos contigo, pero antes, señor, necesita comer —agregó la médico, sabiendo que el joven los guiaría.
—Está bien, pero necesitaremos a más personas, puede ser peligroso.
—No, señor —contestó el chico, algo entusiasmado—, no hay nada, en todo el camino no vi a nadie, creo que podemos ir sin problema.
—Tengan mucho cuidado, nos retiramos. —Los hermanos agacharon su cabeza dando una pequeña reverencia y partieron rápidamente, mientras el dúo de científicos se preparaba para marchar.
Hacía horas que los globos aerostáticos ya sobrevolaban Drozetis. Todos y cada uno de ellos tenían la forma del rey: Una cabeza enorme, una sonrisa pulcra y un abdomen muy bien trabajado. Pero aunque rozara lo estrafalario, ningún citadino se burlaba, al contrario, aprovechaban las maravillosas ofertas que traspasaban los vientos, olvidándose del sufrimiento y del miedo ocasionado en su reino.
Aquellos cientos de decoraciones en el cielo se encargaban de aventar miles de papeles, ofreciendo promociones y descuentos a lugares especiales, los que tenían más suerte, podían conseguir pases VIP, donde no pagarían nada durante una noche. Pero no solo eso, también los preservativos caían directamente a las manos de quien los necesitara. Pese a la inmensa basura que se desbordaba, las calles lucían limpias, pues nada de lo que descendía se desperdiciaba.
Este era el momento en donde las familias más adineradas demostraban sus mejores adquisiciones: Burdeles, cortesanas y gigolos que entrenaban durante todo el año, para obtener los mejores resultados. La mayoría de los jóvenes que pertenecían a estas castas, eran comprados o secuestrados desde pequeños, alimentándolos y enseñándoles lo necesario solo para un objetivo en específico: el dinero.
Vírgenes, los más asediados por miles de hombres y mujeres deseosos por romper lo más puro de un alma, su inocencia. Todas estas familias habían formado su fortuna a costa de la sangre derramada en sábanas blancas; en lágrimas saladas. Aunque vivían de la mejor manera, ya tenían adiestrada su mente solo para ese instante, pues la fortuna que quedaba era muy, muy grande.
Manejaban de todas las edades, de todas las razas y colores, daba la casualidad de que aquí no había racismo, no existía el clasismo, ni siquiera el rechazo. Todo aquel que mantuviera su pureza en perfecto estado, era idóneo; adecuado.
Por supuesto que el rey Haldión no se perdería su fiesta. En la azotea de su castillo tenía un hermoso jardín, allí, exponía sus pieles al sol, únicamente tapando sus genitales con una manta blanca, casi traslúcida.
Pensaba en el hermoso festín que recibiría al bajar, en las pieles tersas y blancas —sin imperfecciones—, justo como a él le gustaban, porque claramente él era sin mácula, pues su fe así lo dictaba.
—Señor —musitó su guardia más fiel—, es hora del agradecimiento del rey.
—Casi me olvido, pásame una bata, ellos ya saben cómo soy.
Ambos descendieron a una antesala bastante informal, decorado solo con dos sofás, en ellos, yacían unas personas con máscaras en sus rostros, y, detrás, se encontraban unos bellos jóvenes, mujeres y hombres.
—Muy buena tarde tenga usted, mi señor, hoy es el día del agradecimiento al rey —mencionó una mujer, en tono seductor y ansioso.
—Claro que sí, deben agradecerme por todo lo bueno que les he dado, pero díganme, ¿Nuevecitos, no?
—Como a usted les gusta, perfectamente seleccionados.
—¿Tienen sus apellidos? ¿Son de sangre pura? —inquirió el rey.
—Claro, señor, lo son.
—Muy bien, el secretario tomará nota de los nombres, no quiero que me traigan cualquier pordiosero.
—No se preocupe mi rey, por ejemplo. —Esta vez, un hombre de mediana estatura se levantó y trajo al centro de la sala a una joven dama—. Ella es hija de mi prima, hace algunos años logramos raptarla sin que se diera cuenta.
—Qué linda eres —piropeó, mientras en el rostro de la chica se expresaba el terror—. Esta vez seré condescendiente con ustedes, así que me los llevo a todos. —La emoción no esperó, los aplausos de los invitados avivaron la fría habitación—. Ya saben —continuó el rey—: están libres de impuestos, libres de leyes, para ustedes es una fiesta eterna.
—Gracias, mi señor —alabaron, acercándose para besarle la mano.
—¡Pero lame! —bromeó, hasta sentir una fuerte succión, un chupete gozoso—. ¡Qué asco, no lo hagas en serio! Pero me agrada que lo hagan, así sé que siempre estarán dispuestos.
—Muchísimas gracias, señor, esta mercancía es de la buena.
Haldión se acercó a los jóvenes, y colocó sus dedos en las mejillas rosadas, abriendo sus bocas para cerciorarse de que todo estuviera en perfecto orden.
—Sin lengua, sin cuerdas vocales, me gusta. Llévatelos —ordenó—. Gracias, uno tiene que comer de las dos formas.
—Es usted muy glotón, señor —susurró su guardia, provocando una risa en todos los presentes.
—Eso sería todo, ya pueden retirarse, damas y caballeros. —El rey se despidió, los invitados también se irían a sus mansiones, disfrutarían de sus adquisiciones, y de las bellas fiestas de Drozetis.
—¡Árgon! —gritaba Russel, buscándolo con desespero—, ¡¿Dónde estás?!
—Ya cállate —espetó Vass'aroth—, ya hubiera salido si estuviera aquí. Con lo recatado que se ve, dudo que le gusten las fiestas.
—¿Bromeas? A todos nos gustan, además, hoy recogí mi ticket del dirigible, me tocó "la mamá rosa".
—Me das mucho asco.
—Uy, qué molesto estás, ¿Qué? ¿Es porque no serás tú el que asesine a Velglenn?
—Eso no es lo que me tiene así, mejor haz tu trabajo pintando esa estupidez.
—Perdónelo, señor —comentó Russel de inmediato, mientras giraba su rostro para ver la pintura inmaculada de su dios—, no sabe lo que dice.
—¿Sabes qué? Mejor me iré, búscalo tú solo. —El mago estaba harto, la cabeza le dolía y le zumbaban los oídos.
—Me preocupa que no esté, es que es increíble ese sujeto.
—Bueno, chúpasela cuando regrese.
—No, no, no, eso no.
—Hoy es día de fiesta.
—Bueno, entonces podría ser posible. —Russel carcajeó con fuerza.
—Me voy. —No soportó, salió del templo sin mirar atrás.
—¡Es broma! Pero... ¿A dónde habrá ido? —preguntó para sí—, Quizá fue a su casa... mejor no investigo, me veré muy acosador.
Era una hermosa mansión, aunque su fachada demostrara lo contrario. Los pasillos dirigían a todas direcciones, pero había uno en especial que se perdía en ese hogar, hasta dar con una puerta verde. Al abrir, aquel sendero terminaba por desparramarse en un acantilado, asemejando una lengua.
Sentado en la punta, en aquel —decorado y para nada accidentado— risco, estaba Ágaros, observando con extrema concentración el agujero que se perdía en la playa, muy cerca de aquella puerta.
—Llevas horas ahí, ¿Qué quieres? —preguntó una voz relampagueante, profunda y rasposa.
—Creo que me metí en problemas. —Suspiró—. El rey quiere que vaya por esa estupidez, por ese néctar que da esta podrida y maldita tierra.
—¿Te obligó a ir? Mátalo.
—No, no, no es tan fácil, entiéndeme. Tú puedes asesinar y esconderte, pero con los humanos es diferente, tenemos que pensar, tenemos que ascender en el poder, muchas cosas. Además, quieren venir a ver los cultivos —sentenció, enseriándose.
—Habrá cultivos, ese no es problema, lo verán.
—¿Y si los quieren usar?
—Ingéniatelas para que no lo hagan. Como sea, hoy es la fiesta.
—Sí... ¿A cuántos quieres?
—Tranquilo, donde quiera hay bañistas estúpidos.
—¿No comerás muchos esta vez?
—No me apetece, pero quiero avisarte de algo, Ágaros. Alguien habló con Barzabis, ¿Verdad?
—Intuyo que fue un mago llamado Velglenn.
—Muy malo —siseó—, muy malo que tengan conversación con otra bestia. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué? —cuestionó Ágaros, incómodo.
—Porque te pueden matar. Las bestias cumplimos cosas, no sea que le conceda algo a ese sujeto.
—Tú mismo me has dicho que no concede caprichos y que le gusta ver sufrir a las personas tal y como todos lo hacen.
—Puede que la vejez lo haya cambiado. —Rio sutilmente.
—Eres una arrastrasa —recriminó, molesto.
—Tú igual, Ágaros. —Al pronunciar su nombre, la tierra vibró, el aire sopló con fuerza y el eco se propagó por todo el lugar—. No olvides lo tenebroso que es aquí abajo, Ágaros, no lo olvides.
—No.
—Mejor vete. —Y la bestia respiró con fuerza—. Oh... será una fiesta entretenida, lástima que no la podré ver... Ya vienen, Ágaros.
—¿De qué hablas?
—Viajan por la tierra —siseó.
—¡Qué maldito asco son ustedes!
—Usa tus ojos para ver la magia, están por debajo, como capullos, como animales, tendré cuidado, no quiero toparme con ninguno. —El consejero respiraba con dificultad, asqueado, temeroso—. Hasta luego, Ágaros —continuó—: no vengas aquí a tirar tus miserias, mejor reparte los frutos.
—Eso hago, están teniendo éxito, la gente ya empieza a cambiar.
—Muy bien, eres como un hijo para mí.
—Lo sé —respondió, ido.
—Mírame...
—No.
—Anda, mírame.
—No. —Sentía tanto terror, que ni siquiera él podía describir lo que había dentro de ese agujero, al fondo de esa playa.
—Está bien —rio por lo bajo, maliciosamente—. Avísame cuando quieras otro viaje.
—Lo haré, pero, por favor, no salgas tú.
—Qué sensible eres de los ojos, pero no te preocupes, como siempre, te llevará uno de mis hijos.
La vibración de su voz terminó, y los pequeños animales a la orilla del mar salieron de la arena, al fin libres de la abrumadora presencia.
En Prodelis, decenas de hombres y mujeres, incluso vagabundos, visten sus mejores ropas, luciendo impecables. Sin vergüenza ni descaro, colocan sobre enormes mesas todos los productos y objetos que roban durante todo el año, ofreciéndolas al doble de su precio a las personas, antiguas dueñas de lo hurtado.
Las empresas vineras se encargan de contratar a los mejores científicos de la ciudad, con el único propósito de crear vinos exquisitos, únicos, y exóticos, por no decir mórbidos. En envases de diferentes tamaños y colores yacen sustancias de dudosa procedencia.
¿Los aromas? Increíbles, ¿Los sabores? Imperdibles. Desde axilas, hasta genitales. No importa el género, lo que importa es el sabor y la increíble montaña de billetes guardados en el gabinete.
La música clásica ronda por las callejuelas, es un sonido suave y solemne, tan tranquilo y delicado para el deleite de las personas dignas y refinadas de Prodel, la capital.
Como tradición, el rey debe salir a comer a su balcón, convivir con los citadinos, y una vez pasado el tiempo de reunión, debe adentrarse a su recámara, con la intención de intimar con su esposa, porque es imperdonable que el gobernador de la ciudad se acueste con otra mujer. Si su acto fue de gran agrado, saldrá de nuevo para aventar billetes hacia el público, que espera paciente la victoria. En caso de no poder satisfacer sus necesidades, aventará monedas de poco valor.
Sin embargo, Hecteli ni siquiera se asomó, hoy no hubo espectáculo. A pesar de que las personas encuentran extraño el comportamiento, suponen que debe haber una razón.
Escondidos en los callejones, los jóvenes cometen sus peores actos, algunos, unos más descarados, no soportan la presión y son un libro abierto, una flor retoñando en la banca de un parque, en el asiento de una carroza, en cualquier lugar en donde su pasión los alcance.
Los hombres más importantes desaparecen en los sótanos de sus mansiones, con decenas de mujeres, y a veces, con decenas de varones. Dispuestos y abiertos a sus más fuertes pasiones.
Solo son unos pocos los que se ocultaron ante la mirada juzgadora, ante el fuego purificador; lamentando sus vidas, su situación. Hoy es el día para —al fin— caer y desear lo que no pudieron tener, para probar lo que por un año no se atrevieron, para amar a quienes marchitaron su verdadero ser, por culpa de las leyes.
Pero la noche ha descendido, suavizando lo degenerado, simulando a los pervertidos.
En Inspiria, las luces alumbran con fulgor, la plaza se llena de baile, de comida y alcohol. En una gran piscina —colocada solo por esos días— se exhiben las hermosas Belletas, animales parecidos a la ballenas. Aunque son mansas por naturaleza y no son peligrosas para los humanos, los ingenieros de Inspiria se las han ingeniado para que, sobre sus lomos, lleven armas de gran tamaño.
Las calles se llenan de desfiles únicos e inigualables, mostrando a los más increíbles y exóticos animales, todos, precedentes del reino. En su mayoría, adiestrados para uso militar.
En el cielo de Drozetis solo hay globos aerostáticos y un dirigible con la misma forma del Haldión. Engalanan el firmamento con los cientos de luces que les adornan. De igual forma, el gran espectáculo avienta papeles con promociones, condones y algunas monedas. Ese será la única fecha en la que se verá la bondad del rey.
Los fuegos artificiales cada año deben ser más grandes, sin importar que el ruido mate a cientos de animales y la contaminación se propague. Ninguno quiere perder en la fuerte competencia de los reinos.
En Prodelis se abren cientos de sótanos y casas de campaña, los hoteles saben que las recámaras no son suficientes para todos los clientes, y no importa en dónde se hospeden, buscarán cualquier rincón, cualquier esquina para satisfacer sus necesidades.
Los citadinos que tienen residencias de dos pisos habilitan la primera planta para quien la necesite, a veces suelen cobrar, pero la mayoría solo desea ser partícipe de cualquier hecho suscitado dentro de sus paredes.
En uno de los condominios de Prodel, se encuentra una familia disfrutando de las fiestas. Mientras las parejas bailan al ritmo de la música, algunos invitados comen y beben sin escatimar. Unos pasos pequeños se escuchan por los largos y angostos pasillos, son los niños que juegan, compartiendo juguetes y risas angelicales.
Uno de ellos, de ojos pizpiretos y cabello rizado, se ha asomado al balcón, la vista no es tan bonita, pues solo se observa un muro de gran tamaño. Con rapidez, se ha devuelto para hablarle a su padre, que se encuentra sentado, gozando de la reunión.
—¡Papá! —grita ansioso, también para que logre escucharlo, pues el volumen de la música es muy alto.
—¿Qué quieres? —pregunta, molesto y con una cerveza en mano.
—Hay hombres que están trepando por el muro, ruedan y caen al suelo.
—¿¡Qué dices!? Hoy no es noche de terror, mejor ve a jugar, ¿Qué no ves que estoy ocupado con tu prima? —Su padre le ha guiñado un ojo.
—¡Papá, no entiendo, solo ven, ven!
—Sí, tío, venga con nosotros —agrega otro pequeño.
—No estoy para sus juegos, lárguense de aquí.
Ambos se alejan, algo decepcionados, pero con el morbo de seguir vislumbrando la perturbadora escena.
Del muro, unos bultos se asoman para luego caer contra el suelo, destripándose por completo. El ruido aguanoso se percibe poco, pero es nítido para los pequeños que ven con horror. Los cuerpos no soportan el impacto, pues aparte de caer de una gran altura, ya se encuentran en mal estado: inflados debido al agua o podridos tras la carne expuesta.
Unos tras otros ruedan y se desploman, hasta crear un amasijo blando sobre la tierra. Las vísceras, los huesos, las tripas y la carne se riegan con rapidez, salpicando todo a su paso. El olor se ha vuelto insoportable, pero no lo sienten. A su alrededor, cientos de aromas sobrevuelan y se introducen en sus fosas nasales. Tapando toda podredumbre.
Tras crear una montaña de desperdicio, los cuerpos ya no explotan, mantienen su forma.
—¡Mamá! ¡Papa! —exclaman con terror, pero no hay respuesta, no hay contestación.
Se esconden en los callejones, se arrastran dejando sobre la acera una hilera de sangre y órganos. Algunos no tienen extremidades o son solo torsos que se apoyan de su cabeza para poder avanzar.
Corren, se esparcen y viajan con rapidez hacia la ciudad, que no se da cuenta del ejército que se desmorona en sus suelos.
Todos se sumergen en la felicidad del derroche, la felicidad más absoluta y plena que existe, la que —incluso nosotros— alguna vez encontramos en noches de juerga, o ya sea solo con placeres mundanos. Aunque sea por un instante lo hemos vivido, la hemos disfrutado. Pero en estas ciudades en donde no existen las leyes, en donde no existe la moral ni la ética, aquel gozo durará todo el tiempo de la festividad, tres días de placer infame; de éxtasis supremo.
—Leyval, no seas un amargado, toma un poco —mencionó un hombre mayor, alzando con orgullo una copa de licor.
El bar en donde se encuentran es pequeño, modesto, pero la bebida tiene el mejor sabor. Diez mesas rodean la barra, y con timidez, unas luces amarillentas iluminan el lugar. El aroma es espectacular, algunos perfumes fuertes predominan, mientras se mezclan con el alcohol y el tabaco.
—Te planeábamos dar un regalo, ya sabes, por ser el consejero —agrega otro sujeto.
—Lo sé, lo siento, es solo que no estoy de humor, pero dime, ¿Cuál era tu obsequio?
—Pues una dama... y también un hombre, porque no sé de qué lado andas.
—Vaya —rezonga indignado—, no quiero tu regalo.
—Pero sí que aceptabas las mujeres en otros años ¿He?
—Eso ya es pasado, además... no quiero descuidarme.
—¿De qué? Dime amigo, ¿De qué?
—No importa, no tomaré, llevan ocho horas aquí, bájenle un poco.
—¿Desde cuándo te volviste un puritano?
—No es eso, pero si solo vieras desde mis ojos cómo se ve este lugar, te daría asco. —Leyval observó cómo su compañero lo ignoraba, embelesado con la belleza de las damas—. No me estás escuchando, imbécil.
—Lo siento, lo siento.
—Olvídalo, solo les aceptaré la comida.
—Está bien, porque te recuerdo que el trabajo como guardia no deja mucha ganancia.
—Oigan, pero la muerte de esa mujer estuvo horrible —interrumpió el tercer acompañante—. Si Néfereth regresa nos puede matar a todos.
—Sí es cierto, ese hombre es terrible, su altura es abrumadora, ¿Ya lo han visto pelear?
—¿Es cierto que mide tres metros?
Las preguntas y la plática pasaron a segundo plano, Leyval no tenía intención de seguir escuchándolos, así que cerró sus ojos y trató de percibir la música que estaba de fondo; evitando las voces y los gritos de los presentes. No obstante, tras la concentración, tres golpes secos resonaron con intensidad. El consejero abrió los ojos tratando de encontrar el ruido, pero el miedo gobernó su cuerpo. Un túnel oscuro alargaba y encogía su visión, el sonido en sus oídos se distorsionó, y las luces amarillentas se volvieron tan pálidas como su piel.
Las sombras en las paredes se movían con intensidad, formando rostros y cuerpos deformes. Sus dedos se enfriaron en segundos, y los vellos de su cuello se alzaron como lanzas.
Un sexto sentido guio su mirada hacia el fondo del bar, un hombre —que se encontraba solo— tenía su rostro envuelto en sangre. Un ojo pendía de su cuenca y el otro miraba al desvarío. Pero lo que más perturbó su mente, fue la sonrisa que ya llegaba a su frente; rozando su sien.
Inmediatamente la baba cayó, junto al líquido cefalorraquídeo del cerebro. Era una mezcla horrenda y descendía como una cascada sobre la mesa.
El consejero bajó su cabeza, tallando sus ojos con fuerza, aquello no podía ser cierto. Tras abrirlos de nuevo, el hombre ya no estaba. Su respiración ajustada apretaba su pecho y el corazón podía salir en cualquier momento.
Giró para cerciorarse de que no estuviera allí, pero fue una mala idea. Una mujer introducía en su estómago la cabeza de su esposo, provocando en Leyval un grito desgarrador.
—¡Vámonos de aquí!
Su voz se propagó por el bar, captando la atención de los clientes. Uno de ellos le vio fijamente, cayéndoles sus dientes. Un joven miraba hacia la pared, pero su boca estaba debajo de su oreja, en dirección hacia él.
Leyval cayó al suelo, con el cuerpo entumecido, temblando del horror, mientras miraba a todos caer en la desesperación. Trataban de salir por las ventanas, golpeando los vidrios de las que estaban cerradas, pero la mayoría perdía la consciencia, impactando sus rostros con odio.
Sin darse cuenta, los enfermos les tomaban las piernas para que cayeran. Hablaban, gritaban y gemían. Brincaban las mesas y se abalanzaban para poder alcanzar a quienes todavía seguían sin la maldición.
—Leyval —pronunció el de la boca torcida—, ¿Tú también quieres traicionarme?
El consejero corrió hacia la puerta, mientras sentía sobre su espalda una enorme respiración, miles de voces a su alrededor y un escalofrío interminable en su columna.
—Maldita sea, ahora estuviera con dos chicas.
—Tranquilo, nos van a quedar dos días.
—Tú cállate, que no sabemos qué te ofrecieron para que nos brindaras tu salario. Te va a ir bien, cabrón —se quejó, era un guardia de Drozetis.
—No, no, nada de eso... solo probaré cosas nuevas.
—Sí, claro —ironizó—. ¿Y quién es ese viejo que nos viene siguiendo?
—Más respeto, que es un mago legendario. —Se escuchó de fondo.
—No me conoces, basura, soy el hechicero que debe estar rigiendo sobre los demás, soy una leyenda —increpó Vas'thút, indignado—. Yo curé infinidad de enfermedades, incluso la peste de sangre. Probablemente haya salvado a tu familia y ni siquiera lo sabías.
—Uy, perdón, no digo nada porque tiene la protección del rey.
—En realidad no —susurró el capitán encargado de la misión—, solo nos está guiando.
—Entonces no nos grite, viejo, lo seguiremos solo para acabar con esta mierda, pero déjenos hacer el trabajo, porque sé que matarán a niños y a Naula. —El cuarto guardia se adelantó, molesto por la actitud del hechicero—. Pero lo haremos porque la paga será buena.
—Sí, sí —respondió el anciano—, mátenlos a todos, a las mujeres, a los niños y a los viejos, pero no se confíen, puede estar Velglenn, y si no y trata de regresar, podemos emboscarlo. Yo lo mataré.
—Das asco. —El capitán le observó con desdén.
—También tú —recriminó, mientras sonreía, sabía perfectamente cuál sería su recompensa.
Ninguno dijo nada, caminaron en la oscuridad hasta escuchar las risas de las Lullares.
—¡¿Qué mierda es eso!? —gritó un caballero, exponiendo su espada.
—Cállate, son inofensivas, nos van a guiar. —El mago lucía confiado, conocedor de sus alrededores. Sin embargo, las pequeñas doncellas volaban a su alrededor, incrementando en número.
—Son muchas ¿No?
—Sí.
—Oigan... —Se escuchó detrás, pero la frase nunca terminó. Los guardias voltearon, no obstante, ya no había nadie.
—¡Alex! ¿Alex? —exclamó el capitán—. Ve a buscarlo.
—Señor, quizá fue a orinar...
—¡Ve a buscarlo!
—Está bien, señor. —El pobre caballero se alejó, perdiéndose entre la densa niebla.
—Paremos acá —ordenó el líder, pero al girar, no había ninguno de sus hombres—. ¡Mago! ¿¡Qué mierda está pasando!? —No hubo respuesta—. Yo me largo de aquí —vociferó, con el terror prendido de su calcañar.
Con la intención de correr más rápido, trató de quitarse la pesada armadura, sin embargo, de la fuerza y el miedo, se arrancó toda la caja torácica. Otro grito horroroso inundó el bosque, mientras sus pulmones colgaban de su pecho.
Cayó sobre las hojas, y su sangre se le iba cual río Noboa. Miró hacia el firmamento, y pudo discernir los cuerpos de sus compañeros. Solo había quedado la piel de uno de ellos, cubriendo como un mantel la copa de un árbol. El segundo estaba entrelazado en un tronco, como si hubiese nacido en él; cada rama traspasaba sus extremidades con brutalidad, y el líquido rojizo se deslizaba hasta las raíces.
Entre su desesperación y el terror que gobernaba su mente, en los últimos minutos de su vida, miró con detenimiento a Vas'thút, que pendía de los aires.
—¡Yo las cuidé mucho tiempo! —gritó el anciano.
No lo escucharon, miles de Lullares se acercaron con voracidad, arrancando cada pedazo de su decrépito cuerpo.
Por fin y solo por esa vez, las pequeñas doncellas se mostraron ante los humanos: eran diminutas, sus alas eran de piel, tenían cuatro brazos y garras en vez de dedos, en sus rostros no había ojos, ni nariz, solo un agujero repleto de colmillos y hambre.
Fue un gran espectáculo para el guardia que yacía desangrándose en la tierra, un hermoso recuerdo antes de morir.
La cabeza del mago se precipitó con intensidad, resonando el golpe por todo el bosque. No había quedado nada más, ni siquiera su ropa, por la que tanto estaba orgulloso.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro