Capítulo 11 - Fiesta Pagana.
—¿Estás seguro de que no regresará?
—No, no te preocupes, no lo hará, ahora tengo que marcharme, necesito dejar esta dosis en manos de Inspiria.
—¿Ahora? —preguntó Naula, preocupada.
—Sí, no puedo perder más tiempo, a estas alturas deben estar solos, el maldito de mi rey nunca ha apoyado y Hecteli es muy reservado, se repetirá lo mismo que la peste de sangre, con la única diferencia de que la antigua enfermedad se esparció rápidamente y se unieron a los pocos días, pero esta no es así... —Velglenn no sentía el dolor que le carcomía la piel a causa de sus heridas, no obstante, tenía razón, no podía perder más tiempo.
—¿Y si lo llevas a Drozetis? Es probable que el rey te perdone, nos perdone a todos.
—No seas ingenua, Naula, tú lo conoces, me quitará la cura y me decapitará allí mismo con ese maldito que tiene de guardia y no pienso morir de esa manera, además, no lo merecen.
—Tienes magia, ¡Deberías matarlos a todos! —agregó desesperada—. ¡No sé!
—No es tan fácil, matar a un rey no es tan fácil... Debo partir.
—Déjame acompañarte —insistió, reflejando el deseo en sus ojos aún de servir.
—No, no tienes idea de los horrores que he visto, no quiero ponerte en riesgo, he hablado con las personas de aquí, y ellos te ayudarán, cuídate mucho.
El mago dio media vuelta, se inclinó un poco para despedirse de los niños, abrazó a los jóvenes. Recibió una bolsa llena de alimentos secos, agua y alguno que otro material para su magia, sin embargo, a sus espaldas estaba Naula, que combatía con la fuerza que no le permitía despegar su lengua del paladar, una fuerza que la mantenía sujeta al suelo; tan firme, tan severo.
—Señor —musitó, podía jurar que le costó peor que su entrenamiento decir aquellas simples palabras.
—Dime, ¿Necesitas algo? —respondió.
Se acercó presurosa, y sin más, lo abrazó fuertemente, fue cálido y sincero.
—Por favor —masculló—, no se muera, señor.
—No, no, claro que no. —Velglenn devolvió el gesto, mientras con su mano derecha revolvía los cabellos de su guardia—. Odio la muerte, de no ser así, me hubiera rendido hace mucho tiempo. Eres fuerte, Naula, y me refiero a tu corazón, por favor, cuida de ellos.
Se alejó hasta perderse en el bosque, llevándose los ánimos de todos los que le rodeaban, pero una frase quedó en Naula, incrementándose en su pecho, apresada en su garganta.
Caminaba por la carretera con las bandejas en las manos, hasta llegar a un callejón en donde tiró todo. Iba molesto, la furia se manifestaba en sus ojos y su aura era pesada.
El cuartel especial para los Hijos Promesa era el más lejano, pero el más grande y capacitado. Sin darse cuenta, quizá con la incertidumbre y con la compañía del coraje, no se percató de nada, pero frente a él, una puerta de un metal plateado se erguía con mucha clase.
Eran tres edificios colocados paralelamente, con un territorio extenso, en donde se encontraban los domos especiales para los entrenamientos, decenas de cafeterías, albercas, bibliotecas y gimnasios. Algo exagerado para la cantidad de prodigios que vivían allí.
No había demasiada diferencia entre la universidad más grande y el cuartel general, pues también los capacitaban para cualquier carrera y profesión, no solo eran guerreros, podían ser empresarios o lo que ellos quisieran, pero desde pequeños, como la marca de un herrado, como un tatuaje en la piel, el cumplimiento y privilegio más grande, era servir a su rey.
El inmueble tenía una terminación más moderna, nada de las extravagantes fachadas ni de enormes chapiteles, solo construcciones planas, cóncavas y muy simétricas.
Leyval se maravilló, hacía tiempo que no los visitaba y se notaba la inversión, Hecteli era el rey que había gastado desmesuradamente para su ejército, todo a raíz de la construcción del muro de Drozetis.
A lo lejos, un grupo de jóvenes entrenaba incansable, el Hijo Promesa a cargo era Kimbra, mientras Kendra reposaba a su lado. Tenían la misma edad, pero algunos prodigios aprendían con más rapidez que otros, demostraban habilidades evolutivas y aptitudes destacables para sus misiones, por lo que era fácil determinar los líderes. Néfereth era el más brillante de todos, no solo por sus increíbles movimientos en las batallas, sino en la fuerza, la determinación y su imponente voluntad.
El consejero caminó prudente, pero aunque el pasto finamente cortado amortiguaba el sonido de sus pisadas, todos le observaron.
—Gemelos —comentó con firmeza—, ¿Puedo hablar con ustedes?
—¿Con los dos?
—Sí, por favor, es de carácter urgente.
Ciertamente lo era, ningún miembro perteneciente al concejo visitaba las instalaciones, solo el rey, por lo que era extremadamente raro.
—Cinco minutos —ordenó el caballero al grupo de estudiantes.
—¡Nada de escuchar, o les corto las bolas! —gritó Kendra.
—¡Sí señora!
Ambos se acercaron y Leyval tuvo que levantar su vista para verles las caras.
—¿Qué desea, consejero? ¿Es alguna buena noticia sobre nuestro hermano? —preguntó el enorme guardia.
—Ya quisiera que eso fueran —suspiró—, pero el rey Hecteli está irreconocible.
—¿A qué se refiere? Debo admitir que nos impactó que ejecutara a esa mujer sin ni un juicio previo, pero creo que todos estábamos de acuerdo, así que lo dejamos pasar.
—Todo empezó desde la llegada de Ágaros.
—¿Por qué, qué pasa? —cuestionó la mujer, ese sujeto era extraño, y razones debía haber.
—Quiere recuperar a Néfereth y a Fordeli, y no importa cuánto le cueste, incluso los ha acusado de traidores.
—¡¿Qué?! —exclamaron al mismo tiempo, pero el hermano prosiguió—: Pero les explicamos las razones al rey, él mismo nos pidió los motivos y se la dimos. —El rostro de Kimbra enrojeció.
—¿Traidores? Nacimos solo para servirle —intervino la joven—, toda nuestra vida está puesta en estas instalaciones, en sus guerras y mandatos.
—Lo sé, sé que se quedaron por esta maldita peste... —Leyval miró al suelo, él también tenía ira.
—Te noto molesto, por favor, no nos encubras nada, ¿Qué tienes? —inquirió la guardia.
—Su forma de pedir, en cómo está pensando las cosas... —Movía sus manos de una lado a otro, sin verlos a los ojos, se sentía tan lejano, pero a la vez, preocupado—. No es él, él no es Hecteli. Toda mi familia ha servido, pasamos por tanto y vinimos de tan abajo, y nunca se había comportado así... es tan extraño, que me siento incómodo, ya no quiero estar allí. Hacía años que no me gritaba.
—¿Llorarás solo porque te grita?
—Cálmate, Kimbra, deja que hable. —Kendra dobló su cuello y continuó—: Supongo que quiere que nosotros vayamos por él.
—Así es y si no quiere, que lo traigan a la fuerza.
Los gemelos rieron estrepitosamente, para luego sumergirse en un silencio incómodo.
—¿Qué lo traigamos o que él nos traiga? ¿Cómo quiere que nos entregue? ¿Muertos? ¿Sabe cuánta fuerza tiene ese sujeto? Tres veces más que la de mi hermano, podría matarnos sin respingar, pero aun así, es el más humilde de todos. —Kendra suspiró, incrédula—. Con todo respeto, Leyval, pero no creemos cumplir esa orden.
—Espera, espera, yo también considero que es una estupidez.
—¿¡Cómo!? ¿Leyval? ¿Tú diciendo eso? ¿El más leal? No eres tú, no eres tú. —El hermano parpadeó varias veces, pues no creía lo que estaba escuchando.
—¿Saben qué? Hagan lo que quieran, yo no diré nada.
—Estás jugando con tu vida, Leyval, ¿Estás seguro de eso?
—No estoy seguro de nada, solo de una cosa, de que no soporto que se cometan injusticias, no queremos perder a nuestro mejor hombre y ustedes tampoco. —Tragó fuerte, y apretó sus manos en sinónimo de nervios—. Pero si es equivocado que estén en este lugar, mejor que estén en otro lado.
Los hermanos devolvieron miradas, el hombre frente a ellos no parecía mentir, la sinceridad que emanaba de su cuerpo podía sentirse a kilómetros de distancia.
La pausa duró más de lo esperado, la incertidumbre podía olerse, y una pesadez en sus pechos y hombros apareció de repente.
—Escucha, Leyval, tampoco queremos que te suceda algo, así que haremos lo siguiente: partiremos hoy mismo. —Kendra se tronó los dedos y aunque lucía nerviosa, prosiguió sin ningún gesto en su rostro—: Diles que haremos todo lo posible en traerlo, pero que es muy probable que nos asesine, costará, es fuerte, el más fuerte, pero ganaremos tiempo.
—¿Se quedarán?
—Así es, nos quedaremos con Néfereth, y si volvemos, será con respuestas, y si nos quieren ejecutar, ya veremos si pueden, mejor dicho, si tiene los huevos que su padre no tuvo nunca. —La joven se acercó de manera intimidante, todo lo sucedido la colocaba en una situación complicada, le estaban faltando a su rey, pero Aenus, el padre de Hecteli, jamás hubiera sido capaz de hacer algo como eso, además, Néfereth era lo más cercano a ellos, a pesar de tener la misma edad, su guía y dedicación lo situaban en algo más que un maestro, un hermano, casi como un padre.
—Te entiendo, Kendra, pero vuelvan con la victoria en la mano.
—Arreglemos los Losmus especiales, Kimbra, y salgamos de aquí cuanto antes.
—Claro que sí, qué coraje, estoy hirviendo de la ira.
—Tranquilo, ya lo desquitarás en algún lado, mientras tanto, Leyval, lo dejamos en tus manos.
—Sí, señorita, no se preocupen. —El consejero bajó la vista hacia el suelo y se sentó en un banco cerca del enorme jardín, lucía ido, preocupado, decepcionado. Con la mano temblorosa sacó de su elegante traje un cigarro algo largo, lo encendió con suma lentitud, hacía muchísimos años que no fumaba, pero la situación lo ameritaba.
Su traje había cambiado, ahora era un digno miembro de los sacerdotes. Con sus manos entrelazadas estaba de pie junto a Russel, como su más fiel aprendiz. La amabilidad se desbordaba de su sonrisa y asimilaba todo rápidamente.
Vass'aroth entró al nuevo templo, y vio a su compañero consejero con un nuevo miembro que le seguía a todos lados.
—¿Y este quién es? —preguntó fríamente.
—Buenas tardes —respondió Ágaros, como siempre tan amable.
—Tranquilo, Vass, tranquilo —reprendió Russel, moviendo sus manos.
—¿De dónde salió?
—No lo vas a creer, lo bauticé ¡Y se hundió al instante!
—Es lógico que se hundan, bien sabes que no soy partícipe de esas creencias.
—Se me olvida, como ambos ahora tendremos un templo...
—De repente hablas como imbécil y después sacas las garras, mejor dime ¿Quién es este sujeto? —inquirió el mago, su comportamiento no era habitual, pero lo que había escuchado del rey un día anterior, apresaba sus hombros tensamente.
—Te noto extraño, Vass, sin embargo, para no alargar esto, te lo presentaré, él es Árgon, y está aquí para ayudar con el templo, nos ofreció una muy generosa donación. —E hizo hincapié en la palabra "generosa".
—¿Donación? ¿De dónde eres? —Esta vez lo vio a los ojos.
—Yo vengo de muy lejos...
—Me dijiste que eras de Drozetis —repuso Russel, de inmediato.
—En parte sí, tuve que vender mi hogar aquí, pero también tengo propiedades en todos lados, era un simple hombre de negocios, pero las deudas y otros problemas me dejaron consternado. —Hizo una pausa, arrugó su cara de tristeza, aclaró su garganta y con mucho esfuerzo, continuó—: Mi mujer falleció en la peste de sangre y ahora esta terrible enfermedad se ha llevado a mi hijo, así que, tras la tragedia, que parece perseguirme, lo único que puedo hacer es caer rendido a los pies de su dios, ahora nuestro.
—Te ves consecuente con lo que mencionas —Dejó de verlo para fijarse en el primer consejero—, pero haz lo que quieras, Russel, a mí me da igual, no obstante, de lo que te ha ofrecido, me debes la mitad, ya sabes de qué va esto, y tú —Señaló a Ágaros—, no dirás nada, solo eres un novato.
—No se preocupe, señor, el dinero solo es eso, dinero, y lo he dado para cualquier fin, además, no me importa nada en estos momentos de luto.
—Da igual. —Vass'aroth se encogió de hombros, tomó la bolsa llena de monedas y se retiró.
—Señor Russel, ¿Con ellos trabaja? Es un mago peligroso, su magia es intensa, pero inestable.
—Así funcionan estas cosas, hijo, tienes que tratar de convivir con personas que te caen mal.
—Espero que conmigo no sea el caso. —Sonrió.
—No, no, no, no, y tampoco creas que estás aquí por nuestro interés, claro que no, bueno... solo un poco, pero me impactaste demasiado, hace años que nadie se hundía de esa manera en la pila.
—No me halague tanto señor. —Con una mano cubrió su rostro y como por arte de magia, se envolvió de rubor—. No soy muy bueno para estas cosas, pero aceptaré su cumplido... Ahora, cambiando de tema, le comenté que tengo casas en todos lados, eso incluye a Inspiria.
—Santo Dios, eso es terrible ¿Has visto cómo sucedió todo?
—¿Por qué cree que no regresé, y dónde cree que falleció mi único heredero? La maldita plaga me lo llevó, ¿La conoce?
—Solo en fotos —tartamudeó.
—¿Puedo verlas? Necesito saber si es lo mismo que asesinó a mi hijo.
—Pero...
—¡Puedo combatirla con usted y con ese mago! ¡Podemos erradicarla! —exclamó, eufórico.
—No, no, no... ven conmigo, por favor, no hablemos de esto aquí. —Con cautela lo llevó detrás de una columna—. No le digas a nadie, pero... ya curamos esta enfermedad.
—¡No puede ser! ¡¿Está seguro?! No toleraré que me mienta... mi hijo fue una de sus víctimas.
—No, no, no, en serio tenemos la cura.
—No lo creeré hasta que yo lo vea. —Ágaros suspiró, necesitaba saberlo—. Por favor.
—Está bien, ven hijo. —Esta vez, descendieron sobre unas escaleras que llevaban hacia un sótano—. Noto que tu preocupación es genuina, estás muy herido. Aquí tenemos a unos enfermos, de momento solo seguimos investigando esa peste.
—¿Es igual a las fotos? —inquirió.
Russel se detuvo a mitad de las gradas, creía en la preocupación de su nuevo aprendiz, pero debía admitir que era decidido. Colocó su mano en el hombro del hombre que le repasaba por treinta centímetros y continuó:
—Mira hijo, no seré un pendejo contigo, comprendo tu dolor, pero esta enfermedad es un poco diferente, entenderás que es la misma peste, sin embargo, hay una ligera variación.
—Pero las variaciones existen, yo no veo el problema.
—Menos mal... —Ambos continuaron caminando hasta traspasar una puerta con un candado enorme.
En la habitación solo había dos personas, la piel era verde y un poco agrietada, lucía más como una raíz, pero no tenían llagas ni estigmas que supuraran sangre o pus.
—Esta no es la enfermedad —afirmó Ágaros, cada cuerpo expulsaba ese pútrido olor, y un aburrido color que solo él podía ver, pues era capaz de vislumbrar la magia.
—No, no, no, tranquilo —Russel sudaba de todos lados y alzó sus manos en señal de rendición—, por eso te digo que es diferente, esta es una variación menor, la hemos investigado con nuestros clérigos y magos.
—Me sigue pareciendo raro que el Comité trabaje con ustedes, ellos nunca han aceptado esta dogma, son peligrosos, traidores, rastreros.
—Lo sé, lo sé, pero créeme cuando digo que tengo todo bajo control, y con perdón de nuestro dios, ¿No se te hace bellísimo? —El consejero señaló hacia un cuadro en donde la figura de su creador resaltaba.
—Sí, bastante... me alegro por ustedes, es increíble que la enfermedad haya llegado tan débil.
—Somos bendecidos, hijo, dios tiene sus favoritos.
—Eso está claro. —Alzó sus ojos y sonrió, provocando en Russel un escalofrío, pues en su mirada había un brillo extra, una luz que no existía en esa pequeña habitación—. Entonces, ¿Cuál es la cura?
—Ahora te lo muestro. ¡Tú, magucho, tráeme eso!
—Señor, ¿Pero no es para la noche? —preguntó el joven hechicero.
—No, no, de una vez.
El mago se acercó ofreciendo un frasco, el sacerdote lo abrió enseguida para untarlo en los labios y párpados del enfermo. Ágaros observó con vergüenza la luz que emitía la magia del líquido. Al instante, el pobre niño despertó somnoliento, el color de su piel disminuyó, al igual que la corteza.
—Padre, ¿Dónde estoy?
—La enfermedad te atacó, hijo mío... pero ya estás bien. —Con devoción, el sacerdote besó sus pequeñas manos—. Ve con tu familia y diles que por esta vez, no cobraremos nada ¿Entendido?
—Sí, señor, gracias. —Con esfuerzo se levantó de la camilla, y caminó hacia la puerta hasta salir del sótano.
Ágaros miraba a su alrededor, el cuarto se bañaba de color morado, característico de la magia, apretó sus labios comprimiendo con todas sus fuerzas la risa, en su interior le parecía tan vergonzoso y estúpido, que tuvo que suspirar para guardar la compostura. Sus ojos brillaron con intensidad al saber que sus hechizos eran débiles y corrientes. El placer le rodeó con estruendo, no obstante, aún no podía decir nada.
—Es impresionante —mencionó, con la sonrisa pegada al rostro, le dolían los pómulos—, lo que ustedes hacen es impresionante, por favor, deje que me quede, deje que me una a su concejo. —Se hincó—. Sé que no pueden devolverme a mi hijo, pero quiero ayudar a los demás.
—Tu devoción... —Russel se tomó el pecho, suspiraba entrecortado, pues nunca le habían demostrado tal grado de determinación—. Por favor, levántate, hoy mismo te presento con el rey, es delicado, pero estoy seguro de que te aceptará.
—Yo confío que sí. —No sabía que su sonrisa era capaz de extenderse más allá de lo que sus mejillas permitían, pero escuchar aquello, era lo único que buscaba.
—Como tú, pocos, hijo mío, de verdad estoy feliz de que nos hayas encontrado.
—Así es, así es. —El placer que recorría su cuerpo era similar a un orgasmo, en su estómago se libraba una batalla de éxtasis y emoción, las carcajadas que escuchaba dentro de su cerebro podían ser tan estruendosas, que si tan solo emitía alguna, estaba seguro, se escucharía por todo el reino—. En sus ojos veo la fuerza de la fe, es inevitable no contagiarme de ella, está empapado, lleno de sabiduría.
Russel sintió una vibración recorrer su alma; su ego. Jamás le habían alimentado su autoestima de esa manera, sus ojos se llenaron de agua, y por poco derramaba las lágrimas. Sin perder tiempo, tomó el brazo de ese ser tan brillante, y lo llevó al castillo para una digna presentación.
Parado frente a una puerta roja, maquillaba sus ojeras. Se miró al espejo y suspiró. Como siempre, le recibirían de mal humor, y estos días no habían sido buenos, otro problema podría acabar con la poca cordura que le quedaba. Aun así, no podía faltar el ramo de rosas, ni mucho menos el delicioso cultivo de su consejero, que previamente había conservado solo para ella.
Abrió con cuidado, lo primero que percibió fueron decenas de aromas dulces, sin embargo, cuando vio el suelo, un reguero de frutas se esparcía por la habitación. Se pasmó al dirigir su mirada a la cama, en donde su esposa reposaba. La delicada mujer había desaparecido, ahora lucía como un monstruo devora frutas, una sin control. Un líquido amarillo rodeaba su boca, y escurría con presura sobre las sábanas.
—¿Amor? ¿Qué pasa? No te las comas todas —mencionó, acercándose rápidamente.
—No puedo parar de comerlas, están tan ricas, pero me duele.
—Tranquila, mi amor, lo sé, sé lo que sientes.
—¡No, no, no lo sabes Hecteli! —reprendió al instante—. Sácame de aquí, quítame estas cosas.
—¿Cuál? ¿Qué cosas? No estás amarrada...
—¡Quítame las frutas, Hecteli! —El grito fue desgarrador; el rey respingó—. ¿¡Qué no entiendes que no puedo dejar de comerlas!? ¡Maldita sea!
—No, lo siento, pero las frutas de Ágaros no se irán —repuso firme, mientras se levantaba del somier.
—¿Disculpa? ¿Quién? —La mujer arrugó su entrecejo, ese nombre era desconocido.
—Es el nuevo consejero y ha hecho un esfuerzo sobrehumano para traer esta cosecha, así que no se vale que la rechaces.
—¿Y qué esfuerzo crees que ha puesto? ¿Has ido a ver los cultivos? ¿Ver cómo las hacen? ¡Llévame con ese imbécil! ¡Quiero verlo! Y si no lo haces, ¡Me levantaré y saldré por esa maldita puerta! —Su esposo no dijo nada y ella mordía con fuerza por culpa de ese silencio—. Hecteli, di algo, por favor.
—No, no irás a ningún lado y te tragarás todas las malditas frutas que te he traído. —Eran las palabras más dolorosas que había escuchado desde el inicio de su matrimonio, él no era Hecteli, y la incertidumbre provocaron un escalofrío en su piel; se sentía tan extraño; ajeno—. Están tan buenas que no puedes dejar de comerlas ¿Verdad, mi amor? Mi vida, mi preciosa.
Su carácter cambió de repente, incluso su semblante. Acercó su rostro al de ella para darles los besos que deseaba, pero, asqueada de su actitud, se alejó ásperamente.
—Vete —afirmó—, vete ahora y déjame abierto. —Su voz se quebró en la última palabra, poco faltaba para derramar una lágrima.
Hecteli dio unos pasos hacia atrás, algo dentro de él quemaba como la lava, no era la primera vez que le rechazaba, pero este día había sido demasiado.
—¡Guardias! —gritó con euforia, al instante, dos hombres entraron prestos—, ¡Amárrenla!
—¡Soy tu esposa! ¡No me toquen! —respondió su mujer, mirando con desdén al par de caballeros—, ¡No se atrevan!
—¡Háganlo o los ejecuto en la plaza!
—Señor... —mencionó uno de ellos, indeciso ante la escena tan complicada.
—¡No me toquen! —inquirió de nuevo la reina.
—¡He dicho que la amarren!
El sonido de un golpe seco viajó por la habitación, no sonaba como una cachetada, aunque lo era, más bien, como algo más interno; como un orgullo romperse.
Hecteli cayó al suelo con violencia, ardía y dolía, si bien ambos no tenían comunicación ni la mejor relación, jamás se habían faltado al respeto de esa manera. Llevó su mano a su mejilla enrojecida, tan caliente como el furor que se elevaba por su piel. Se levantó y sintió su sangre viajar por sus labios.
Los soldados parecían estatuas y la pobre mujer jamás pensó en tener la fortaleza para cometer aquel acto tan atroz. No lo odiaba, pero arrebatarla de su familia y del hombre que de verdad amaba, la hirieron para siempre. Sabía que nunca podría corresponderle de la manera que él quería, sin embargo, luchó para mantener su matrimonio impecable y feliz, incluso cuando la encerró dentro de esa habitación, con una ventana más pequeña que su corazón.
—¿¡Sabías que puedo ejecutarte por esta estupidez!?
—¡Pues hazlo! —rezongó—, ¡Pero que me ejecute tu nuevo esposo!
La palidez, esta vez, viajó más rápido que la luz y se implantó en el rostro de Hecteli, que no creía lo que escuchaba. La miró absorto en su sitio, mientras su esposa se colocaba los zapatos, dispuesta a irse de la recámara.
Sus ojos viajaron al desván, un hermoso florero refulgía lleno de flores, le invitaba a realizarlo. Sin más, sin que él se diera cuenta, sin que sus pasos resonaran en la alfombra, tomó el envase y lo reventó en la cabeza de su hermosa mujer. La dama se desplomó en el suelo, y sus guardias se detuvieron en el tiempo.
—¡Dios! —exclamó uno, recuperando el aire con mucha dificultad.
—¡No digan nada! Solo lárguense y cierren con llave. Esta maldita no sale.
—Pero la señorita necesita ser atendida...
—¡¿Qué no escucharon?! ¿¡Acaso nadie quiere acatar mis órdenes el día de hoy!? ¡Cierren la maldita puerta! —Temblaba sin poder detenerse, con una mezcla en su sangre de odio y arrepentimiento, de miedo y éxtasis.
Los caballeros asintieron y salieron sin decir ni una sola palabra.
Se sentó en el único sofá que estaba cerca de la puerta. El aroma y clima tan peculiar del hospital, ya había acaparado por completo sus pulmones. Respiró hondo para luego levantar su rostro al ventanal que daba hacia la carretera principal.
Se asomó con pasmosa calma y, sobre la acera, yacía un pequeño grupo de ciudadanos inconformes, que no podían permitir la estadía de Dafne en el lugar, mientras un par de soldados intentaban, sin éxito, calmar la creciente ansiedad.
«De verdad que son incivilizados, creí que por tener dinero serían más... diferentes», pensó, pero un sonido fuerte lo hizo girar de golpe.
La puerta de la habitación estaba abierta, arrugó su entrecejo y supuso que Yaidev o Néfereth se habían descuidado un poco. Tomó la manecilla y cerró con cuidado. De nuevo, vería por la ventana.
El ruido rechinante de las bisagras volvió a sonar, un frío recorrió su columna y un ligero viento viajó por el pasillo blanco y circular.
—Maldita sea —mencionó en voz alta, giró con violencia decidido a colocar llave, pero se le paralizaron las piernas al ver a Dafne de pie al centro de la recámara—. ¡Dios! Señora... ¿Está bien? —preguntó, sin embargo, la mujer no respondió, sus párpados se movían a causa de sus pupilas, pero no estaba despierta.
Con calma, retrocedió paso a paso, empuñando con euforia la pequeña espada. Su quijada comenzó a temblar, junto a sus rodillas. La sensación de pesadez e incertidumbre le susurraban al oído; era aterrador.
—Señora —tartamudeó—, la recostaré.
—A mí no me recuestas —respondió severamente, su voz era muy diferente, grave, seca, áspera, el tono bajaba y subía, era burlesca y sombría.
—Dios... —De la impresión, sacó su arma de inmediato, mientras intentaba recuperar la cordura y su respiración.
—Guarda eso, Ur —ordenó.
—Usted no es la madre de Yaidev, ¿Quién eres? ¡Sal de ese cuerpo, maldito!
—No quiero. —Dafne, o lo que estuviera dentro de ella, sonrió—. Y no lo pienso hacer, ni de aquí, ni de ninguno. Ur... ¿Crees en las maldiciones?
—Creo en todo lo que puedo matar —comentó decidido, aunque su voz dictara lo contario—. ¡He dicho que salgas!
—Tranquilo, solo quiero darte una noticia que te alegrará el día. —La sonrisa se alargó, al igual que la pausa tan incómoda—. Asesinaron a la que te cogías. —Ur se paralizó, tomó el aire tan repentino y se le fue al instante, pero pese a la sombra de muerte que se asomaba en el rostro del caballero, el ente prosiguió—: Se enteraron de su infidelidad, Ur... engañaba a tu mejor amigo, contigo y con todos los que pudiera, ¿No es así? Estás más podrido que yo, y por eso me agradas. Dime ¿Te casaste alguna vez?
—¡Cállate! ¡No me digas nada! —El caballero corrió hacia la puerta, sin embargo, se cerró frente a él, retumbando todo a su alrededor.
—Déjame hablar. Te ejecutarán si regresas, y serás asesinado de la peor manera, ¿Sabes cómo murió Leila? Horrible, ven, te lo mostraré.
En su garganta, debajo de su piel, una mano se remarcó, apretando su tráquea con fuerza. Sin poder hacer nada, Ur levitó, pues algo lo levantaba sin problemas. Cuando estuvo a unos centímetros, el ser colocó un dedo en su frente y le mostró la trágica escena. El guardia solo se convulsionaba, el aire se le estaba escapando por completo y la saliva jugaba en su boca.
—¡Dios mío! —gritó solo al ser soltado, cayendo al suelo derrotado. Era demasiado, la visión había sido demasiado—. ¡Me van a matar! ¡No, no, no! ¡No puede ser cierto, Hecteli no es así!
—Pues, al parecer, sí. Pero ¿Sabes? Si me ayudas, yo te ayudaré.
—¿Qué quieres? —cuestionó, resignado, pues no peleaba contra un hombre.
—Hay un muchacho aquí en Inspiria que está investigándome, pero no responde a mis risas, no hace caso a los sueños que les muestro... Le he enseñado a su madre ¡Muerta! Y no se los cuenta a nadie. ¿Por qué no cae en desgracia, Ur? Tú lo sabes. —Su voz cambiaba una y otra vez, susurraba y gritaba sin ningún orden, su cabeza vibraba y agitaba como un muñeco de repisa.
—¿Te refieres a Yaidev? El hijo de esta pobre señora.
—Exacto... pero si quieres vivir, ¿Por qué no le dices a Hecteli, ahora que está loco, que su mejor guardia, su querido Néfereth, no es tan hombre como parece?
—De mi amigo no hablas así...
—¡Por favor, Ur! ¿Ahora sí es tu amigo? —Y estalló en risa, mientras cientos de voces se sobreponían—. ¡Te cogías a su mujer!
—¡Pero no le haría nada físicamente, además, esa mujer nunca lo quiso! —En Ur gobernaba un terremoto, temblaba sin poder contenerse, ¿Qué estaba viendo? ¿Qué estaba escuchando?
—No le harías nada porque no puedes, y eso es lo que tú piensas. —El ente se tranquilizó y cambió su rostro en cuestión de segundos, a uno más serio—. Los humanos son tan patéticos. No me interrumpas. —Enmudeció, el temblor desapareció, pues los ojos de esa mujer le desnudaban el alma—. Si no te poseo es porque tu vida es miserable, no tienes alegría alguna, genuinamente no eres feliz, ¿Verdad? —Sus ojos se afilaron, Ur sabía que no era el rostro de Dafne, no discernía si era el miedo, el terror, pero no era ella.
—Soy feliz con mis amigos, y no haré lo que me pidas
—Supongo que irás a entregarte, como el hombre que eres, a Prodelis para que te maten ¿No es así? —Dafne se aproximó, susurrándole—: Ur, solo eres una bola de miedo, yo lo veo, lo huelo, lo siento. Sin embargo —Se alejó y prosiguió—: solo quiero que observes la actitud de tu amigo, con ese sujeto, con Yaidev... No es normal, ¿No las leyes lo prohíben? Me las sé de memoria.
—¿¡Pero qué mierda eres!? —Era demasiado, era estúpido.
El ser se rio, y el sonido de unas cascabeles le acompañó. Ur buscaba el origen de aquel ruido, pero solo podía sentir que esa presencia no cabía en la recámara.
—Tranquilo, solo creo que a Hecteli no le gustaría que Néfereth jugara con tres espadas. —Volvió a reír escandalosamente, para detenerse súbitamente—. Vigílalo bien, y si logras hacer que le den la pena capital, a él y a su noviecito, créeme, Ur... te daré todo lo que has soñado, durante todo el tiempo que te resta de vida.
La puerta se abrió de nuevo, y dos guardias entraron precipitados.
—Señor Ur, lo estamos buscando, ¿No lo lastimaron? ¿Qué hace aquí dentro?
No entendía, todo había vuelto a la normalidad, aquel tono sepia, ese color a tierra simplemente desapareció, ni la presencia, ni la mujer de pie, solo él, al centro de la habitación.
—¿Qué... qué?
—Un inconforme aventó una piedra, y traspasó la ventana, por eso vinimos a verlo, por suerte ya los sacaron de aquí.
—Lo siento, no oí cuando cayó... yo... —Parecía un muerto viviente, pálido, ido, ausente.
—Salga de aquí, arreglaremos esto.
¿Había sido real? ¿En realidad lo había presenciado? ¿Se estaba volviendo loco?
Se frotó las manos una y otra vez, en algún punto pensó que era el frío, no obstante, los nervios y la culpabilidad, irradiaban en la oscura habitación de su mente. No estaba bien, definitivamente ese día había sido el peor de su vida. Pese a la trágica situación, decidió dirigirse a su hermoso trono, en donde una bandeja de plata vacía le esperaba a un lado de su asiento.
Buscó las frutas por todo el salón real, pero no encontró ninguna. Cerró los ojos tratando de concentrar su estado de ánimo, le fue imposible, de nuevo, el odio recorrió su cuerpo, y sin darse cuenta, una hilera de sangre viajó por su mentón, se había mordido el labio herido.
Respiraba forzado, expulsaba ira e inhalaba calor.
—¡Leyval! —gritó—, ¡Me he lastimado! ¡Leyval! —Seguía sin recibir contestación, y las venas en su sien casi explotaban.
—¿Qué pasa, señor? —cuestionó uno de sus sirvientes, nunca se había dirigido a su rey y aquel acto provocaba en su cuerpo un encorvamiento de miedo.
—¿¡Cómo que qué pasa!? ¿¡Dónde está el idiota de Leyval!?
—No sabemos, señor... solo sé que salió a hablar con los Hijos Promesa.
—Por lo menos cumplió su orden. —Su respiración era aguda y pesada, se tocaba su herida como si fuese lo peor; no estaba bien. En el silencio gutural del salón, los pobres sirvientes se miraban entre sí, expectantes a los regaños de su rey, el miedo que sentían era indescriptible, pues jamás se había comportado de esa manera—. Ustedes conocían a los encargados de traerme las frutas —mencionó, suspirando con fuerza, retomando lo poco que le quedaba de paciencia—, ¿Verdad?
—Sí, señor.
—¿Dónde están? ¿Y dónde están mis frutas?
—Vimos que se fueron corriendo, señor, dejaron solo la carroza con los alimentos, pero ellos ya no están.
—¿Por qué? —preguntó tajante, moviendo su lengua dentro de sus labios.
—No... no nos dijeron, señor.
—Ese fue Leyval —respondió para sí, llevándose la mano derecha para tallarse la frente—. Estoy seguro que fue él... Dios, no me obligues a hacer esto.
Su piel se enrojeció de inmediato por la presión que ejercía, susurraba cosas que los sirvientes no podían escuchar y tecleaba los dedos de su mano izquierda en el descanso de su trono.
—Señor, ¿Está bien?
—Lárgate y busquen a Leyval, no le digan nada, solo que lo requiero aquí.
—Sí, sí, señor.
—Y saquen a todos los inútiles de este castillo, a todos, sin excepción.
—Pero no me creerán, señor, solo soy un sirviente...
—¡Qué yo lo digo! ¡Es una maldita orden! —Se cruzó de piernas y prosiguió hablando consigo mismo—: Si Ágaros estuviera aquí... Son todos unos malditos inútiles, por fin me abrieron los ojos.
La casa derrochaba paz, el pasillo olía a caramelo y afelpado suelo era suave y cómodo. La extraña y sublime habitación pertenecía a la residencia de Violette, un cuarto que no era de ella, sino de su hermano menor: Alexander.
En sus manos llevaba una bandeja de comida típica, el aroma era exquisito. Junto a la excelsa combinación de sabores, también había decenas de diferentes dulces. Nadie lo sabía, ni siquiera su padre, pero amaba la cocina, y como si fuese un don, era excelente en ello.
Su sonrisa era enorme, disfrutaba cocinarle, pero había algo diferente en ella, su rostro no llevaba ninguna gota de maquillaje, salvo ese hermoso polvo rosado en sus mejillas y orejas. Siempre trenzaba su cabello como lo hacía su madre, e intentaba, con mucho esfuerzo, lucir relajada y descansada.
Empujó la puerta entreabierta y metió la bandeja repleta.
—¿Hola, Alexander? —No le contestó y le vio dormido en su cama, tapado con las mejores sábanas. Suspiró al ver su cabello negro, y sonrió. Colocó la comida sobre una mesa pequeña mirando a su alrededor; todos sus peluches estaban regados sobre el suelo—. No volviste a meter tus juguetes —pensó en voz alta, mientras negaba con su cabeza—. Papá está bien... o eso espero, no te preocupes. —Se acercó sin hacer ruido y tocó su hombro.
Tomó una nota y le escribió que debía comer solo al despertar, recoger su cuarto y realizar sus tareas. Tranquila de verlo dormir, se levantó y salió de la habitación. Estaba satisfecha. Sin embargo, en el pasillo, se encontró con Landdis, su hermano mayor.
—Está dormido, ¿Verdad?
—¿Y desde cuándo te importa? —Violette le miró a los ojos, pues nunca desviaba la mirada, ni con él, ni con nadie.
—Aunque no lo creas, a veces lo vengo a ver. Es mi hermano también, Violette, y tú también lo eres.
—Vaya, qué reconfortante oír eso de ti.
—Has estado ocupada, por eso he venido a cuidarlo, he jugado con él, por si te lo preguntas.
La capataz no dijo nada y pasó a su lado, era un conversación extraña, levantando en su alma sentimientos dolorosos.
—No estoy de humor para tus bromas, Landdis.
—No es broma. —Siguió su camino, no obstante, se detuvo unos segundos al escuchar a su hermano hablar—: ¿Ya te vas? Un "gracias" estaría bien ¿No lo crees? Pero mira. —Landdis volteó y se apresuró a sacar de su chamarra un juguete en forma de Losmus.
Ambos compartieron una leve sonrisa, pues no era mentira que Alexander era lo mejor que les había pasado a sus vidas.
—No pierdas tiempo y súbete a ese Losmus. Tú en uno y yo en otro, entre más rápido salgamos, mejor.
—No soy idiota, Kendra.
—Es que siempre te pierdes.
Los gemelos guardaron silencio al pasar cerca del palacio, vieron la hermosa fachada que ahora recubría, como buena cómplice, la ira de su enfurecido rey.
—¿Y si hablamos con él? —propuso el caballero.
—No, no, en este punto... —Llevó su mano a la raíz de su nariz y cerró los ojos tratando de encontrar las palabras adecuadas—. El reino está mal, y más vale que te prepares para todo, porque todo se pondrá peor.
—Lo presientes ¿Verdad?
—No quisiera decírtelo, porque tampoco pretendo ser la aguafiestas, pero a estas alturas creo que ya vamos en picada. Todo está listo, avisamos y salgamos de aquí de inmediato.
—¿No necesitas nada más?
—Solo requiero de la armadura y la espada, nada más.
—¿Ni la ropa? —preguntó su hermano, preocupado.
—Con hojas, tierra o desnuda puedo andar, total, quien se atreva a tocarme, le vuelo la mano.
—Nunca cambias ¿Eh? —Kimbra rio un poco.
—¿Y tú?
—Yo sí llevo unos shorts, hace calor en Inspiria.
—Te va a quitar velocidad. —Kendra rodó los ojos, sin embargo, también se reía de la situación.
—Pero yo la cargo, mi animalito va en paz.
—Es que eres imbécil, Kim, tú vas arriba del Losmus.
—Ah, sí es cierto. —Ambos rieron con estruendo y el Hijo Promesa dejó su maleta en la acera, mientras le veía con tristeza.
—¿Listo?
—Listo.
Avanzaron lentamente, y en la entrada del castillo estaba Leyval.
—¿Leyval? —preguntó la joven, pues vio al consejero muy extraño; nervioso y asustado.
—Hasta luego —repuso de inmediato, desde luego que evitaba una charla.
—Cuídate hasta que volvamos —mencionó la guardia.
—Me cuidaré.
—Leyval, ven con nosotros —añadió el caballero—, que todos los que están aquí se pudran solos.
—No puedo, amigo... —contestó, mientras en sus ojos se aproximaba la tormenta—. Ve, vayan ustedes, alguien tiene que cubrirlos.
Los gemelos se observaron, y no pudieron evitar sentirse contritos, escapándoseles un suspiro sin permiso. Agacharon su rostro al suelo y colocaron su mano cerca de su corazón, aquella era una digna reverencia. Las palabras de Leyval eran sinceras, cargadas de razón y de una desolación que valoraban, entendían y también sufrían.
El consejero observó cómo los prodigios se alejaban, y de manera ida, tomó un cigarrillo. Con la vista hacia el horizonte, pero sin ver nada, sabía y temía lo que se aproximaba, se había quedado en ese lugar, en donde ahora se libraría la peor batalla.
Las apacibles calles de Drozetis se envolvieron de gritos y murmullos, una multitud no numerosa, pero sí escandalosa, junto a una decena de guardias que llamaban más la atención, gracias al ruido metálico de sus armaduras, se abrían paso hacia el nuevo templo, resguardando con recelo y entre sus escudos, a una persona.
—¡Señor Russel! —gritó uno de ellos, en su pecho refulgía una medalla en tonos dorados y el título de "sargento"—. ¡Señor Vass'aroth!
—¿¡Qué pasa!? —respondió el sacerdote.
—A mí me han llamado —reprendió el mago.
—¡El que sea! —contestó el guardia, mientras colocaba frente a ellos a la persona culpable de tanto drama—. ¡Miren quién es este!
—¿Qué es eso? ¿Un Dorompa?
El soldado negó con la cabeza y a juzgar por la reacción del hechicero, era él quien lo reconocía.
—Ese collar... esas túnicas, usted es...
—Soy Vas'thút —interrumpió el anciano, lastimado, con el rostro dolido y sus ojos velados.
—¡No le creo! ¿El legendario hechicero poderoso? ¿El que ha salvado miles?
—Ese mismo. —Y su rostro se compungió al extremo—. Necesito contar algo, acerca de mi historia y lo que he visto... bueno, cuando aún podía ver.
—En este momento le avisamos al rey. —Vass'aroth no esperó y junto a Russel, se dirigieron al castillo real.
Por otro lado, Ágaros guardaba silencio y miraba paciente cualquier movimiento. Observó al enclenque viejo y su mirada parecía hundirlo en la tierra. Confundido, pero disfrutando del momento, se dio cuenta de que su magia era más débil, incluso, que la de Vass'aroth.
Sintió asco y movió la cabeza con reprobación.
El pequeño grupo entró sin pedir permiso, y con la misma imprudencia, abrieron la recámara del rey.
Estaba sentado en su extenso somier, las tenues cortinas mostraban la sombra de su amorfo cuerpo, moviéndose hacia adelante y atrás, con el rostro hacia el cielo. Sin embargo, antes de poder discernir la escena, su guardia más leal se colocó frente a la ansiosa multitud. Ambos consejeros se detuvieron de golpe y dieron varios pasos hacia atrás, no obstante, Ágaros quedó en el mismo sitio, devolviendo la fuerte mirada.
El silencio se extendió más allá del tiempo y ninguno doblegó su vista.
—¿¡Qué mierda quieren!? —regañó el rey, mientras que, con todo el esfuerzo del mundo, intentaba esconder algo con su voluptuosa pierna—. ¿¡Qué pasa!? ¿¡Es algo de interés!?
—¿Ya me puedo ir? —Se escuchó, casi imperceptible.
—¡Sí, vete! —contestó Haldión, y nadie entendía su cambio de humor, pues no escucharon la dulce voz.
Con dificultad se levantó de la cama, no obstante, su mejor guardia le esperaba a la entrada de su recámara, gracias a su enorme cuerpo, no se podía ver nada. El rey se asomó, se había puesto una bata enorme, sin embargo, sus flácidas pieles aún podían verse.
—¿Qué quieren? ¿Quién es ese Dorompa? —preguntó, algo ruborizado.
—Otra vez... yo soy Vas'thút.
—Me vale mierda quién seas, ¿Y tú quién eres?
—Señor —interrumpió Russel, cuando observó que su rey se dirigía a su nuevo y más preciado miembro—, antes que todo, tenemos dos cosas importantes para contar, una de ellas es este nuevo súbdito.
—Está alto, se ve fuerte...
—Se hundió en la pila —masculló, orgulloso.
El rey abrió su boca de la impresión, colocó sus manos en su nula cintura, y prosiguió:
—Me vale madre que se haya hundido en la pila.
—Pero dio mucho dinero para el templo —añadió el sacerdote, con el único propósito de convencerlo.
—Entonces, bienvenido al concejo, hijo, y sigo preguntando, ¿Quién es el Dorompa?
—Él es el mago Vas'thút, el mejor de todos los tiempos —comentó Vass'aroth, emocionado.
—Así es, yo fui quien trabajó para su padre, yo fundé el Comité, escribí decenas de libros, mi leyenda está escrita...
—No leo —increpó Haldión—, pero ¿Qué quieres? Y más vale que sea rápido.
—Él desertó, señor —La voz era fuerte y rasposa, parecía estar enfermo de la garganta, pero esa era la primera vez que había escuchado hablar a su enorme guardia—, hace mucho tiempo.
—¡Dios! ¡No hables así! —El rey sintió un escalofrío recorrer su espalda, y solo por ese momento, agradeció tenerlo bajo su merced.
—Con que tú eres el guardia de ese entonces. —Vas'thút no podía verlo, pero la sensaciones que ese sujeto transmitía, no las olvidaría nunca—. Estabas más joven.
—Ya no.
—Así que huiste por traición —interrumpió el rey—, ejecútenlo, me alegro que hayas vuelto solo para eso.
—Señor —repuso de inmediato, tenía que decirlo o su vida se iría en segundos—, yo vi al maldito de Velglenn, lo buscan ¿No es así?
—¿¡Cómo!? —contestaron al unísono—. ¿Qué dijiste?
—Sí, luché con él, pero mi vejez no me permitió ganar, me derrotó por culpa de una técnica tramposa, y su maldita guardia, Naula, le ayudó en todo. Aquí tengo una herida. —Señaló su pierna, mostrando una cortada profunda—. Caí de rodillas, no pude hacer nada.
—Siempre fue un maldito cobarde, un maldito embustero. —Vass'aroth sudaba de ira, mientras que Ágaros reía en su interior, pues a simple vista, sabía que era una autolesión—. ¿En dónde se encuentra ese maldito?
—En una aldea en donde yo me refugiaba, mi plan era traerlos y dárselos, mi rey, era un secreto.
—A ver, a ver, eso me interesa —Haldión rio—, pero me vestiré y en un momento salgo.
No pudieron evitar ser partícipes de tal demostración, en donde las pieles aplaudían entre sí, los vellos se veían a través de la costosa bata y un sonido aguanoso se propagaba con violencia en sus oídos.
El disgusto fue unánime, exceptuando al enorme guardia, que parecía muy acostumbrado con ello.
La pesadilla duró unos minutos, y tras haber terminado, con el rostro empapado de sudor, prosiguió:
—No te preocupes, Dorompa, veremos el caso de Velglenn. Con que ahora es un mártir, ¿Sabes que él escapó siguiendo tus pasos? ¿Estás consciente de esa situación?
—Lo sé, señor, pero vengo a redimirme, a contar todos los secretos que mis ojos alcanzaron a ver, sobre todo, que he conocido a dios.
—Estás muy drogado —afirmó el rey—, primero hay que quitarte esa hambruna, porque se nota que estás desnutrido. Está bien, en este instante será tu juicio, así como estoy. —Chocó sus manos para luego colocarlas en su estómago y añadió—: A ver, te declaro inocente. —Ágaros agrandó los ojos, le parecía completamente fuera de sí, incluso intentó creer que bromearía, sin embargo, había subestimado todo—. Te perdono por informarme de ese imbécil, pero dime ¿En dónde está?
—Probablemente ya se haya ido, robó una resina del bosque, es milagrosa, que, estoy seguro, puede rejuvenecerlo.
—Eso me ha interesado más. —Haldión rascó su inmenso estómago, lucía ansioso.
—Resina milagrosa —pensó Ágaros, en voz alta.
—¿Sabes algo de esto? —preguntó Russel, era innegable que también la información era de su sumo interés.
—Más o menos, he escuchado de eso.
—¡Sabes bastante! —interrumpió, de nuevo, el rey.
—Claro que sí, mi rey, y esta información está a su servicio. —Ágaros inclinó su rostro y continuó—: Esa resina, savia, o lo que sea, es capaz de curar cualquier enfermedad, según cuentan, si la hubieran encontrado en la peste de sangre, no hubiera durado ni un día. Me dediqué a ser un médico agrónomo. —Rio para sus adentros, nadie preguntaría ni dudaría de su capacidad, había comprobado que eran unos idiotas, solo faltaría la respuesta del rey, y afirmaría, aún más, que cualquier plan serviría con ellos.
—¡Lo que nos faltaba! —agregó Haldión y en Ágaros se extendió un tremendo placer—. Tenemos los tres poderes reunidos aquí; ciencia, magia y fe. Muy bien, muchacho, parece ser que dios está de nuestro lado. —Observó en su altar a la extraña y amorfa estatua que decoraba su castillo, en donde solo se distinguían dos enormes cuernos.
—¿Y a dónde crees que irá con eso? —cuestionó el sacerdote.
—Yo creo que su intención era venir para pedir el perdón.
—Pues si hubiera venido con eso, sí le hubiera perdonado —respondió el rey, mientras se reía escandalosamente.
—¡No puede perdonarlo, señor, es muy peligroso!
—Por favor, venció al inútil de Vass'aroth, te venció a ti "Dorompa ancestral", eso solo me demuestra que su calidad de magia es basura.
—Señor, no nos diga eso —masculló el consejero.
—Es la verdad, dejémonos de pendejadas, estoy frente a ustedes con las bolas al aire, es chistoso, pero estoy confiando en ustedes, incluso en este viejo decrépito y este muchacho inteligente, pero mira —Se refirió a su guardia y continuó—: esa lealtad es casi palpable ¿No lo ves? —El caballero no dijo nada, tampoco lo hizo Ágaros, pero sin duda, este último era un experto para la actuación y el drama, que no le costó en lo absoluto, compungir su cara para más realismo—. ¿En serio crees que tendrá el valor de venir? —inquirió el rey.
—No lo sé, señor, puede ir a Inspiria, pero es muy peligroso y no creo que sea tan estúpido de correr hacia allá, lo más seguro es que esté en el campamento, hay que encerrarlos a todos, a hombres, mujeres, niños, lo que sea, y a la maldita de su guardia...
Haldión bufó después de escuchar semejante estupidez, por los deseos de venganza que hablaba a través de sus "órdenes".
—¿Encerrar, dices? —De nuevo, carcajeó—. Por eso ustedes no son reyes, no piensan. —Hizo una pausa, su rostro se transformó, se desfiguró a raíz de la seriedad y el odio que supuraba de sus ojos, y observando a su más fiel hombre, ordenó—: Ve y quémalos. —Fue certero, sin cero remordimiento.
—No, señor, no creo que sea...
—¡Cállate! Te obsequié el perdón, pero no por eso tienes derecho a rezongar, mucho menos en mi cara, si lo vuelves a hacer, verás lo que te sucede.
Tragó sus palabras y cayeron en el más profundo abismo, y no habría poder que pudiera hacerlo hablar, Vas'thút sabía que tenía una única oportunidad, no obstante, Vass'aroth se llenó de impotencia, soltó a su maestro y le escupió en la cara.
—¡Eres un maldito cobarde! —gritó decepcionado—, ¡Los niños no se tocan! Señor, deje que me encargue yo de ellos, pero no los matemos —imploró.
—Esta es la segunda vez.
—Señor, pero... —No pudo terminar, el puño del guardia se enterró en sus labios, el consejero salió volando unos metros, de inmediato, la sangre salió como un torrente y el dolor se esparció por todo su ser—. Magia... —susurró.
—¡Pues claro que tiene magia! Porque sé que tienes un escudo en tu piel, estoy preparado para todo, Vass'aroth. Ya dije lo que se hará y se hará al pie de la letra, solo imagínate lo que verá cuando regrese, todos y cada uno de ellos, quemados y esparcidos por su campamento. Regresará por venganza y ahí será tu oportunidad de matarlo.
Parecían muertos, ninguno se movió.
—Se acatarán sus órdenes, señor, haga lo que tenga que hacer, usted es el rey. —Ágaros ofreció sus reverencias y llevó a todos los pasmados fuera de la sala.
—¡Me gusta ese muchacho! —exclamó el rey globo—. No dijo nada, me agrada, de seguro ha visto a mucha gente quemada.
Cuando se hubieron ido, el soberano entró a su habitación, no se perdería por nada lo que en un principio estaba disfrutando.
Pocos destellos blancos atravesaban la densidad del Bosque Lutatis, alumbrando con sutileza la vegetación muerta. Los alaridos de las bestias eran acompañados por el quebranto de las hojas, tras unas pisadas tranquilas y temerosas. Aunque las copas de los árboles cubrían en exceso el cielo, ese lugar era uno de los pocos en los que se podía disfrutar de un despejado firmamento, y en donde se podía admirar a las tutoras en su máximo esplendor.
Hacía calor, así lo demostraba el sudor que corría por su frente. Llevaba horas caminando y no había descansado ni un solo segundo. Lucía cansado, pero tan decidido por llegar a Inspiria, que no tenía en mente detenerse. Miró hacia arriba y suspiró con fuerza, aquello le traería la paz y determinación para seguir adelante. Entendía que las horas de la madrugada ya estaban sobre sus hombros, por lo que, aún con todas sus heridas, decidió acelerar su paso.
Las Lullares se despidieron hacía ya un tiempo, reconocía que entre sus dulces vocecitas había preocupación, pero, recordando lo que tuvo que transcurrir para conseguir la savia, esto no era nada.
Caminó casi de manera ida, no obstante, se detuvo súbitamente al contemplar los tallos de los árboles, vislumbró, gracias a la tenue luz, agujeros, otros grandes, unos pequeños. Un aire helado recorrió su espina dorsal, pues en todos existía el mismo patrón.
«Esto no lo hizo un animal» pensó, al darse cuenta de las ramas rotas.
El erizo de su piel permanecía firme, un silencio gutural gobernó de inmediato, y la neblina subió sin que se diera cuenta. El calor desapareció y un frío escalofriante se elevó por todo su cuerpo.
La incertidumbre viajó al compás de su corazón, por supuesto que nada de lo que veía era normal. Valiente, miró su reloj, una extraña combinación entre una brújula, un mapa, en donde, incluso, se podía leer un candelario. Las manecillas no se movían, y eso le preocupó, contempló el cielo esperando una respuesta de las estrellas, sin embargo, jamás había visto un negro tan profundo como el de aquella noche. Parecían haberlo abandonado.
Entumecido, siguió su camino, hasta escuchar, proveniente de un roble enorme, un fuerte silbido.
No quería hacerlo, dudó unos segundos, pensó en que Vas'thút sería el responsable de algún hechizo, pero ni con todo lo que ya había transcurrido, se compararía con lo que vería al voltear.
Era aterrador. Estaba de pie al centro del bosque, su cuerpo era una bola de carne que cambiaba de forma cada vez que algo se movía en su interior. Con las manos rozando el suelo, tocaba sus pies cortos y amorfos. En sus ojos se reflejaba la oscuridad del averno, una mezcla de maleza y muerte. Su piel era tan blanca como la luna, tan insípida como la hiel. Un olor a azufre y podrido se introdujo con violencia y la sonrisa de aquel ser, fue lo más horroroso, pues fácilmente sus labios podían medir más de un metro.
Velglenn no duró ni un segundo frente a él, la maldad que emanaba de esa creatura era estúpidamente enorme; corrió sin mirar atrás, tratando de asimilar lo que, en tan solo un instante, sus ojos fueron testigos.
Su respiración se volvió aguda, casi inexistente, el sudor se esparció por todas sus túnicas, sus lastimadas ardían, pero no era nada, aquello no era nada.
Escuchó que la deformación seguía sus pasos y a juzgar por el ruido que emitía, supuso que venía como un animal cuadrúpedo. Giró su rostro, le escuchaba cerca. En efecto, solo se encontraba a unos pasos de él y no corría, giraba.
Sin dejar de sonreír, gritaba horriblemente.
—¡Te voy a matar aquí! ¡Aquí morirás! ¡Dame eso! —gritó a sus espaldas y sus palabras se enterraron en su piel cual espadas.
Esta vez no volteó, corrió lo más rápido que pudo, quebrando ramas a su paso, cortando las hojas filosas. Una raíz entorpeció su andar, provocando su caída, la piel de su pierna derecha se desgarró, rodando sin control sobre un acantilado. Escuchando, tan cerca, un cascabeleo eterno.
Cayó bruscamente, y se levantó de la misma manera al notar que el suelo no eran más que cientos de cuerpos hundiéndose en el infierno.
Gritó, y fue un grito desgarrador. Retrocedió tratando de evitar más contacto, pues los cadáveres querían tomarle de cualquier parte. Cuando pudo colocarse de pie, la aberración se aventó a su espalda, y de pura inercia, con el miedo desbordando de su alma, aventó un hechizo, uno que hizo sin preparar, el más rápido de todos los que había hecho.
El brazo del ser salió volando y el fuego se esparció por la noche abrumadora. Velglenn aún gritaba, y trastabillando se aventó al río, sin embargo, decenas de cabezas salían del fango, y mientras los berridos del monstruo se hacían más fuertes, el mago nadó todo lo que pudo.
El cauce lo llevó directo a unos rápidos, trataba de respirar, pero bajo la desesperación, rodaba sin poder contenerse, hasta que su cabeza golpeó con una roca, quedando inconsciente.
Era un hermoso amanecer para Prodelis, pero no para Hecteli. De pie junto a su balcón, murmuraba cosas inentendibles, lamentándose de lo ocurrido, y especialmente de Leyval, el "nuevo traidor".
—No puede ser, tú también me dejaste, me abandonaste.
—No, señor, bájese de ahí, no lo he traicionado, si es lo que piensa —mencionó, recargado sobre la puerta—. Fui a limpiarle su alcoba y todas las cosas sucias que dejó ayer. Debemos hablar de esto, señor.
—Nadie habla conmigo, nadie... yo soy el rey.
—Señor Hecteli, esto...
—Buenos días —interrumpió Ágaros, con su imponente presencia—, buen día, Leyval.
—¿Cómo llegaste tan rápido? —El primer consejero arrugó su entrecejo, no podía creer la rapidez con la que había recorrido seis días de camino.
—¡Ágaros! —exclamó el rey, evitando la contestación. El susodicho sacó de sus túnicas una fruta roja y brillosa, entregándola a su señor—. Siempre sabes lo que quiero.
Sin tardar, la llevó a su boca y propició una enorme mordida.
—Señor, no coma eso —replicó Leyval.
—¿Cómo dices? La comeré porque quiero, mejor trágate una para que te calles.
Ágaros extendió una segunda fruta, no obstante, se estrelló en la pared tras una bofetada de su compañero.
—¡No voy a comer esa mierda! —gritó, furioso y notó que la mano ajena permaneció firme con su golpe—. Estás duro, ¿No?
—¿O tú eres muy débil?
—Probablemente, pero yo soy solo un consejero, no debería tener más fuerza.
—Pero estas son unas manos trabajadoras —repuso.
—¿Y por qué no nos llevas a tus tierras, Ágaros? Para ver cómo cultivas con esas "fuertes" manos. ¿Qué le parece, señor Hecteli?
Y terminando de comer la fruta, prosiguió:
—¡Sí, me parece una excelente idea!
Ambos consejeros se miraron, y ni una sola palabra se emitió durante eternos cincuenta segundos.
—Me parece bien, pero será después de las fiestas. —Con el rostro entumecido, a causa de una falsa sonrisa, Ágaros desvió el tema—: Bueno, vengo con noticias de Drozetis. La enfermedad es falsa.
De una maleta sacó una parte de piel muerta, corrugada y con cortezas parecidas a los árboles.
—¿Cómo obtuviste eso?
—Mi rey, no importa el método, pero si le consuela saberlo, ellos preparan a los enfermos con magia, de una de sus "víctimas" he obtenido esta prueba. Así, tienen oportunidad de sanarlos por una jugosa cantidad de dinero, y es solamente para eso, para dejarlos, aún más, en la miseria. —Ágaros entrelazó sus dedos, disfrutaba estar seis pasos más adelante que sus enemigos—. No tienen nada, el rey está completamente loco, añadiendo a eso que es un maldito degenerado, sin embargo, hay un problema, y considero que es el único, no es tan fácil llegar hacia él, todavía tiene su guardia.
—¿Todavía? —inquirió Leyval, atento a toda palabra extraña que saliese de esa boca.
—Sí, todavía.
—Suena a como si lo conocieras.
—Por supuesto que lo conozco, no tengo tu misma edad, Leyval, yo ya soy un hombre adulto y he andado por el mundo, también sé que soy más viejo que su guardia.
—Bueno, bueno, eso tiene sentido para mí.
—No me interrumpas, por favor.
—Te voy a interrumpir cuando quiera, porque una: tú no eres mi rey; y segunda: necesito saber.
—Ya cálmense los dos, solo prosigue, Ágaros, por favor.
—Ese polvo lo hace Vass'aroth.
—Ah, sí, el sustituto del consejero, pero dime, ¿Qué pasó con Velglenn?
—Parece que los traicionó, mi señor, según ellos, pero dicen que se lleva la resina mágica ¿Ha oído de ella?
—Quizás en cuentos, no lo sé, explícame. —Hecteli se sentó en su trono, presto para seguir escuchando.
—Es milagrosa, cura todo, hasta lo puede hacer inmortal si usted lo desea, pero es un problema conseguirla, si ese tal Velglenn pudo tenerla, quiere decir que es más fuerte que los dos magos decrépitos del rey Haldión, realmente su magia es penosa.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso ves la magia? —interrogó su enemigo, de nuevo.
—Deberías aprender sobre la magia.
—Ya te dije que no debería ser nada más que el consejero del rey, pero ahora me doy cuenta de que sí puedes verla, dime, a tu juicio ¿Les podías haber ganado?
—Sí, dime, Ágaros ¿Les podías haber ganado? ¿Eres mago?
—No como tal, pero creo que hasta yo les ganaba, humildemente.
—¡Eso es todo! ¡Increíble, no tengo qué temer! Pero cuéntame, ¿Hay alguna manera de interceptar a Velglenn?
—En ese lugar, no, señor.
—¿Cómo qué no? —increpó Leyval—, Viajaste rápido, por lo menos vuelas o te mueves por debajo de la tierra.
—¿Estás enfermo? ¿Quién hace eso?
—La Arrastrasa —contestó de inmediato, aquel animal era semejante a la serpiente, con la única diferencia de que podía moverse por la corteza terrestre, sin recibir aire durante muchas horas—. Y otros animales, dime ¿Cuál usas?
—En mi tierra tengo un enorme y amaestrado Losmus, pero prefiero a los Naele, ya sabes que son más rápidos.
—Vaya —exclamó sorprendido—, tú tienes un reino para ti solo en esas tierras que tanto presumes.
—Por supuesto que no...
—Admítelo, Ágaros, es muy sospechoso, eres extraño. Señor, ¿Entendió a lo que quiero...
—Cállate, cállate —El rey sacudió sus manos y posó su mirada en su consejero favorito—, dime, ¿Puedes traerme de esa resina?
—Señor, esa resina servirá para esa enfermedad, pero ¿A dónde planea llevarla Velglenn, exactamente? —Leyval tenía que asegurarse de que su rey volviera a ser el de antes, pues nunca se interesaría por algo más que no fuera la paz.
—Ya sea a Inspiria o a Drozetis, no estoy seguro y no puede saberse.
—Pregunté si puedes traer algo para mí.
—¡Vamos, Ágaros! Tú eres mago, vuelas y haces volteretas, sería muy fácil para ti —aseguró el primer consejero, mientras reía para sus adentros.
Las venas se resaltaron en su sien, tragó suavemente para evitar mostrar el movimiento en su garganta, estaba enojado y no le gustaba que nadie lo viese molesto. Suspiró hondo, clamando al viento la paciencia que poco a poco se desvanecía, sin embargo, Leyval se había adelantado de nuevo:
—Creo que no puede, señor, ese tal Velglenn debe ser fortísimo, pero ¿Sabe qué? Iré yo.
—No durarías ni medio día en el campo de las Lullares.
—No importa, iré yo —comentó decidido, pese a los pocos ánimos de su rival.
—No, no Leyval, olvida eso —agregó el rey—, jamás pediría algo que te ponga en peligro.
—¿Señor...?
—Ya dije que no irás, solo Ágaros puede.
Solo se escuchó la respiración precipitada del segundo consejero, anonadado ante la respuesta de su señor. Jaló con fuerza el aire de sus pulmones solamente para poder responder:
—Lo intentaré, señor... No crea que se da en lagos, es muy escasa.
—Cuando puedas —suspiró, decepcionado—, pero me interesa eso que hiciste, viajaste muy rápido, dime ¿Siempre es así? ¿Podrías darme información de ese maldito gordo?
—Claro que sí, mi rey, lo puedo hacer sin ningún problema.
—Excelente, eres bastante útil, Ágaros —mencionó Leyval, dando un pequeño golpe en la espalda ajena—, pero yo me retiro, con permiso, señor, y parece que no comer la fruta le hizo bien.
—¿No las comió?
—¿Por qué tanta preocupación, Ágaros? ¿Hay algo especial en ellas?
—¿¡Cómo que qué tienen!? ¡No tienen nada! No me levantes falsos, Leyval, que estás empezando a caerme muy mal.
—No saques tus garras ahora, no frente a tu rey.
—Señor, usted sabe que me está difamando.
—Lo sé, Adach', sé que no tienen nada, no las comí solo por el día de hoy. —Hecteli arrugó su entrecejo.
—Luce más contento, señor. —Leyval guiñó un ojo y procedió a irse—. Adiós, Ágaros, ya no te enojes tanto.
Caminó a su lado, y sonrió al verle tan frustrado, sabía que el nuevo consejero le odiaba, sus miradas asesinas bastaban, pero también sabía que algo no estaba bien.
—No se preocupe, mi señor, siempre tengo más de esos manjares para usted.
—Gracias, pero... ¿Sabes qué? Las comeré solo al momento de la comida.
—En el desayuno son muy buenas —inquirió, alzando una ceja de impotencia.
—No, no quiero, además, hoy hice algo que no debí de haber hecho, mejor vete.
—Está bien —refunfuñó—, con permiso.
Retumbaba, era una marcha furiosa, pese a solo ser dos Losmus, sonaban con denuedo; rápidos, muy rápidos. Ya el sol había caído, y sus últimos rayos lucían oscilantes. Eran respiraciones agitadas, preocupadas por el desenlace tan incierto, clamando, al mismo tiempo, por encontrar una solución.
Las bestias habían hecho un excelente trabajo, puntuales, arribaron en la puerta principal del pueblo Amathea, sin embargo, no había nadie.
—¿Qué mierda pasó?
—Esto se salió de control.
Ambos bajaron con los Losmus aún en movimiento.
—¡Hola! —gritó Kendra, a expensas de una respuesta.
—No puede ser... —Kimbra pasó su mano por su mentón, nervioso de no encontrar nada.
—¡¿Alguien?! —volvió a gritar.
—Hola —respondió Priscila, abriendo con suma delicadeza el portón del almacén—. ¡Son ustedes! ¡Señor Fordeli, los gemelos Promesa están aquí!
—¡Gracias al cielo! —exclamó el científico, mientras se colocaba de pie rápidamente.
—¿Están bien? ¿Dónde está Néfereth?
—Hijo, esto es un cuento largo, tuvo que irse a Real Inspiria, les permitieron el paso, todo es un desastre, pero, por favor, entren, les contaré, de momento siéntense y les preparo alguna bebida, veo que vienen agitados.
—Señor —agregó el caballero—, no regresaremos a Prodelis, así que tiene todo el tiempo del mundo para contarnos.
—¡¿Qué?! —se escuchó al unísono.
—Así como lo dice mi hermano, ya no volveremos, Hecteli los ha considerado, a ambos, traidores del reino.
—¿Hecteli? No creí que fuera capaz, ¿En serio? —preguntó consternado, asomándose en sus ojos las lágrimas.
—No piense mal, señor, estamos aquí para ayudarlos, no para asesinarlos.
—Me vi muerto por un instante. —Tragó fuerte y su voz se quebró—. No hubiera podido hacer nada para evitarlo.
—Con todo respeto, defiéndase de lo que sea, no se deje de nadie, menos en estos tiempos tan oscuros, todo de este lugar apesta. Iremos con nuestro hermano y hablaremos con él y cuando hayamos resuelto todo, volveremos a Prodelis, juntos.
—Así es —afirmó el Hijo promesa.
—¿Es en serio lo que están diciendo? Su linaje, todo lo que han dejado, es especial.
—Por eso mismo y perdón por lo que diré, señor, pero que Hecteli agradezca que le hacemos caso a un simple mortal, porque nosotros deberíamos ser los líderes de ese reino. —Kendra tomó con ira el mango de su espada.
—Has dicho lo más cierto —añadió Fordeli, con la vista puesta al suelo—, tan cierto.
—Estamos más tranquilos ahora que llegaron —agregó la joven médico.
—¿Y los cuerpos?
—Bajo tierra.
—¿Los enterraron a todos? —cuestionó el guardia.
—Se fueron, y algunos se hundieron por sí solos, algo malo se acerca, las fiestas serán peligrosas, muchachos.
Jamás habían sentido tanta incertidumbre, el frío recorrió cada rincón de sus cuerpos, sus huesos se encogieron y sus corazones aumentaron su palpitar.
—¿Por qué lo intuye?
—Porque este ser ha demostrado que piensa y se burla de nosotros, pero no se preocupen, ya lo oriné. —En el rostro de Fordeli se dibujó una sonrisa delirante—. Sí, lo oriné.
—¿Qué? —inquirieron los hermanos al mismo tiempo.
—Sí, lo oriné.
—Disculpen. —Priscila lo tomó del brazo y lo llevó a un pequeño somier—. Señor Fordeli, le falta descansar, venga conmigo.
—¿Lo orinó? —interrogó el caballero—, Es impresionante, qué fuerza tiene.
—Se nota muy diferente, su estado anímico y mental pueden seguir empeorando, nunca lo había visto de esa manera. —Kendra chasqueó la lengua.
—Yo tampoco, me preocupa mucho.
—Se nota, niña, mira —La joven guardia colocó su mano, que era considerablemente más grande, en la cabeza de la médico, y prosiguió—: él estará bien, entrenó y estudió todo el tiempo para esto, pero si hay algo que lo supera, es porque simplemente esta tarea no le corresponde, sé tú su fuerza, nosotros nos encargaremos de todos aquí, y si ese demonio aparece —Hizo una pausa y suspiró hondo para poder comentar lo siguiente—: será menester matarlo, así tenga mil bocas, cien mil brazos, se los cortaremos todos... Ahora, descansa tú también.
La fuerte mirada de la Hija Promesa posó en los ojos avellanados de la científico, quería compartir su voluntad tan inquebrantable, su fortaleza impenetrable, esa confianza en que todo se podía lograr, y a juzgar por el brillo que viajó por ellos, supo que, por lo menos, las noches siguientes dormiría tranquila.
—Gracias, buenas noches.
—¿Qué haces? Acuéstate junto a él —replicó la guardia.
—Ay no —respingó—, qué pena.
—Duerme ahí, nadie dirá nada.
Ambas se vieron, cómplices de una pequeña travesura, rieron disimuladas, y Priscila, con toda la calma del mundo, se recostó a un lado de Fordeli, que ya se encontraba dormido.
—Vamos a buscar a Néfereth —susurró Kimbra.
—Me quedaré con ellos, ve tú solo y no cometas ni una estupidez.
—Si estoy solo soy más inteligente —bufó, pero su hermana rio negando su comentario—. Tú crees que venga algo o alguien.
—Es que esto ya es personal.
—¿Cómo?
—Te puedo asegurar que ese demonio se ensañó con ellos y yo odio que ataquen a la gente débil, sabes que me corroe la sangre.
—Lo sé, lo sé, llegaré a Real Inspiria en un santiamén, pero antes, tengo hambre.
—Está bien, busquemos en las casas cercanas a alguien que nos brinde ayuda.
Los prodigios salieron del almacén, mientras la señora Odelia y otros pueblerinos les esperaban fuera de sus casas, sabían que aquellas armaduras habían estado presentes en el momento del ataque, se sentían seguros, así que les ofrecerían lo que pudiesen.
La luz era tenue, amarillenta y agradable. Papeles regados sobre la mesa y decenas de libros abiertos, entre ellos, los de Aenus. Cambiaba de hoja e iba de un manual a otro, hasta sentir que alguien le observaba, era una mirada profunda, provocándole un escalofrío. Yaidev alzó su vista, y a unos seis pasos de él, estaba Néfereth, de pie, con la mano dispuesta a su espada. Había pasado horas sin sentarse, sin embargo, no lucía cansado, ni un ápice de sueño en sus ojos, ni un desgastado semblante en su rostro.
—Néfereth —pronunció, casi imperceptible, hasta retomar de nuevo el tono fuerte en su voz, prosiguió—: La puerta que debes cuidar no es esa, está más lejos.
—No te preocupes, no tengo problemas en quedarme aquí, además, estoy vigilando la estantería, si esa cosa sale, no sabrá ni qué fue lo que lo atravesó.
—De verdad que ustedes no tienen miedo. —Rio.
—Nunca —contestó al instante, y sus ojos grises, de nuevo, sosegaron en los ojos color miel. Yaidev no pudo sostener la fuerte ráfaga de electricidad, así que bajó su mirada.
Esa palabra sonó vibrante, reconfortante, esperanzadora.
—No sabes cómo me tranquiliza... —Y hubo una pausa incómoda.
—¿Encontraste algo?
—Una pintura llamó mi atención... te la mostraré, aunque quizá no te importe.
—Claro que me importa.
—Observa. —Yaidev señaló una hoja a mitad de un libro—. Son las tres deidades. —La imagen contenía la silueta de tres seres dibujados en un triángulo; realizados sin haber despegado la pluma—. Este es el dios de Drozetis.
—Lo sé, Barzabis, el dios Anacoreta.
Su silueta representaba dos cuernos, colocado en el lado superior.
—Este es el de tu reino, casi idéntico al que traes en tu escudo.
—Sé que por acá algunos sectarios adoran a ciertas deidades, pero no sabría decirte su nombre, y sobre mi escudo, la verdad no le había puesto tanta atención.
Este parecía una "S", no obstante, simulaba el animal Arrastrasa, colocada en la parte inferior derecha.
—Pero mira este último, ni yo lo conocía.
—¿Qué mierda es eso? ¿Un bufón?
Esta vez, el arte parecía plasmar un pequeño sombrero de bufón, hecho de forma rápida y sin precisión.
—¿De dónde crees que es ese dios? Se supone que nosotros no adoramos a nadie.
—Tienes razón, tu gente solo se ocupa en trabajar, supongo que no les da tiempo para nada más. ¿Y aquí en la cúpula?
—Tampoco he visto inscripciones, ni símbolos, ni templos, aquí solo confían en su poder militar, en los animales que el bosque les ofreció, pero mira estas notas: "Si supiera sus nombres, podría arrancarles el corazón". —Leyó en voz alta—. ¿Quién escribió esto, Néfereth? Quien sea que lo haya hecho, estuvo muy cerca de averiguarlo, observa bien, en esta imagen se muestra a Barzabis hablar con niños, con pequeñas siluetas que vuelan, y mira este —Le mostró con entusiasmo las hojas siguientes, su voz transmitía un frenesí inexplicable, contagiando a quien fuese—, ¿La arrastrasa está agarrada de un árbol? ¿O es una montaña? ¿Tiene patas? Pero date cuenta de lo que tiene en la cabeza.
El guardia afiló sus ojos, era una silueta amorfa, pero muy parecida a un humano.
—Es un hombre —afirmó.
—Aquí el bufón está bailando.
—Normal, lo que debe hacer un bufón.
—Pero mira a las personas a su alrededor, están sonriendo, se están riendo de él.
—No me da miedo nada, pero esto me está dando escalofríos —agregó, y Yaidev rio con su comentario.
—Es como la maldición, idénticos... ¿Y si...? Necesito leer más, tengo una corazonada, me late fuertísimo ahora mismo.
—Entonces ¿Cuánto crees que te falte?
—Este solo es el primer libro, he estado comparándolos con otras imágenes y añadiendo cualquier información que pueda relacionarse, pero quizá tomé el adecuado, ni siquiera están enumerados. Solo dame un poco más de tiempo. —El joven botánico llevó sus dedos a la raíz de su nariz y cerró los ojos con un evidente dolor de cabeza—. Porque si tan solo logro descifrarlo, podemos acabar con esto, sé que no vino por sí solo, no vino de la tierra ni de las minas, algo lo provocó, algún maldito lo provocó. Sé que cuando esté cerca, correré peligro, Néfereth.
Yaidev dio un respingo al escuchar desenvainarse la espada con rotunda violencia, el Hijo Promesa la situó delante de él y provocó que de su filo emanara un brillo azulado.
—No te lastimará nadie, ni aquí ni en cualquier lado, incluso si saltara ahora, le volaría la cabeza, pero como es un cobarde, no aparecerá. No te preocupes, de ser necesario no dormir, no lo haré, el esfuerzo que tú apliques aquí, yo lo haré por dos, con permiso. —Néfereth dio media vuelta, su rostro rojo evidenciaba la fuerza que había aplicado al empuñar su arma, quizá algo más.
Yaidev quedó boquiabierto, mirando hacia un solo punto en la pared, tratando de asimilar sus palabras, que no solo le transmitían paz, algo en su pecho palpitaba con fuerza, pero tampoco sabía si era por la emoción de estar tan cerca de la verdad, o la fuerte y determinante voluntad con la que ese hombre envolvía la habitación, tan solo su presencia ya era sinónimo de cobijo, no obstante, aquello había sido muy diferente a lo que ya estaba acostumbrado.
Negó con la cabeza al darse cuenta de que su respiración seguía descontrolada, su garganta albergaba un grito y su estómago una guerra desconocida. Observó a Maya, que yacía dormida cerca de una de las mesas y a Néfereth, parado a unos metros de la puerta principal.
—Hay gente muy buena... gracias, gracias a los dos —susurró.
Mientras tanto, en los estantes solo reposaban los libros, pues, la afrenta del caballero había sido tan poderosa, tan decisiva, que aquel ser no se atrevió a deambular por los pasillos, ni aun con el impactante descubrimiento.
La mañana había llegado, y con ella, cientos de arreglos florales, un tapete sobre la acera hecho solamente de arena de colores, miles de luces y aromas tan dulces y agradables para cualquiera.
La música era retumbante, los jóvenes abundaban en las calles, sonrientes ante la imagen tan hermosa de su ciudad. Sin embargo, frente a todos, sin escrúpulos ni vergüenza, decenas de parejas del mismo sexo, se besaban con hambre. Otros más "importantes", hijos de personas adineradas, se escondían, y allí, detrás de cualquier pared, de cualquier arbusto, mostraban sus más delicados atributos.
La hora importaba, tan solo al dar la seis de la mañana, comenzaba la jauría.
Junto a este descaro, los padres aprovechaban para realizar sus primeras orgías, para consumir cualquier droga, y beber en exceso. Ni siquiera los guardias cuidaban. Los que se suponía, rondaban en esos específicos días, también sucumbían a sus más internos placeres, otros, un poco más astutos, cobraban para guardar silencio.
Las imágenes eran idénticas en todos los reinos, en esos días, las leyes eran negras; estaban al revés.
—Ven aquí, acércate —comentó un joven.
—No sabes cuántas ganas tenía de verte, de tener sexo contigo, estaba harto de estas malditas leyes, de mis malditos padres.
—Tranquilo, solo quítate ese pantalón, ahora estamos en paz.
Las sombras de algunos jóvenes bailaban al compás de la fogata. Disfrutando escondidos a orillas de la Bahía Tridente, en Prodelis.
—Ya háganlo, quiero ver... ¿Hacemos un trío o qué?
—Ni loco, a este hombre no lo comparto con nadie.
—No seas ojete, quiero probar también.
El joven no hizo caso, posó sus manos sobre un tronco caído, esperando el cuerpo desnudo de su acompañante, no obstante, sintió un movimiento en su palma. Con sumo cuidado observó la corteza que poco a poco se desvanecía, cuando hubo visto la imagen completa, sintió una fuerte mordida en su dedo meñique, que lo hizo gritar de dolor.
Los tres hombres se levantaron de golpe, para darse cuenta de que no estaban solos. Del mar, de la arena, de los árboles, decenas de cuerpos salían sonrientes, corriendo a su dirección.
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