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Capítulo 10 - Bufón.

Era inmaculada, la gran muralla se erguía frente a un niño de no más de trece años. Con mirada pasmosa y sufrida, observó el enorme grosor de la puerta, que fácilmente podía medir el tamaño de su endeble cuerpo.

Dos guardias encargados de vigilar el excelso resguardo bajaron rápidamente para ver de qué se trataba; las reglas eran claras: ningún campesino de Inspiria ni de Prodelis podía pisar esas tierras, mucho menos un enfermo, pero no podían dejar pasar aquella mirada que se clavaba como una súplica hacia sus corazones.

—¿De dónde eres? —preguntó uno de los caballeros, un poco consternado ante la imagen tan deprimente, pues el chico no tenía buena pinta, lucía maltratado y muy hambriento.

—Soy de aquí —respondió, temeroso.

—¿De aquí? ¿Pero cómo has salido? —cuestionó el segundo, el joven se miraba perdido hace días y ellos no habían visto nada fuera de lo inusual, sin embargo, cambiaban de turno constantemente, por lo que era fácil pensar que a alguien más se le había escapado.

—Salí por un agujero de la muralla.

—¿Agujero? ¿Dónde?

—Más al oeste de aquí.

—¿En serio eres de Drozetis? —inquirió el primero, por alguna razón, creía que aquel jovencito estaba mintiendo; la muralla, ¿Cómo podía tener una fuga?

—Toma. —El pequeño extendió su brazo, con dolor en su rostro dejó caer unas cuantas monedas en la mano del adulto, sabía que era lo único que cargaba consigo.

—Son originales... ¿Por qué escapaste?

—Tenía mucha hambre, lo siento. —Y rompió en llanto.

—Ya, ya, ya, tengo un hijo de tu edad, pasa y por favor, cuídate. —El guardia devolvió la miserable cantidad, no podía dejar a un simple niño morirse de hambre, no obstante, a pesar de que la imagen le torturaba el alma, tampoco podía ayudarle con algo más, pues todos estaban en una crítica situación de pobreza.

—Lo siento, niño, tenemos que ver que no estés enfermo.

Asintió y alzó su pequeños brazos. Al ver que todo estaba en orden, la increíble puerta rechinó por el lugar, no hubo mucho ruido, pues el cuerpo del jovencito entraba en escasos centímetros.

—Idiotas —susurró el joven, y al adentrase unos metros a la ciudad, su cuerpo comenzó a cambiar, poco a poco y sin prisa, crecía y crecía, incluso su rostro se transformó. Ágaros sonrió satisfecho; fue muy fácil.

Se llevó la mano a la nariz y exhaló con fuerza, la ciudad apestaba a especias, aromas fuertes, ácidos y agridulces, sin embargo, aquellos olores no le hacían tanto daño, Drozetis era más que eso y Ágaros lo sabía muy bien; hedía a magia.

Observó el majestuoso castillo que se extendía por hectáreas de terreno, frente a él estaba el templo de los sacerdotes, todo era excelso, por supuesto que la calle era la principal, por lo que las residencias aledañas eran las más ostentosas. Drozetis era uno de los lugares mejores segmentados, pues todos los reyes, sin excepción, habían dejado todo muy claro: los más pobres debían estar a orillas de sus tierras, hasta llegar a los más adinerados. Al lado contrario, y en construcción, se hallaba un nuevo edificio, al parecer, uno especial para ambas dogmas. La fachada era extravagante, bastante estrafalaria, pues parecían haberse empeñado en demostrar que se habían unido.

—De seguro la información que requiero estará en el templo más grande... Tan predecibles y qué guardia tan lamentable. —Rio, acercándose con pasos lerdos. 

El frasco se había llenado, pero su ansiedad no. No llevaba ningún otro recipiente y no podía dejar pasar la oportunidad.

El olor era majestuoso y el líquido era espeso, de un tono amarillento como el ámbar.

Los dedos estaban firmes en la roca, mientras que la otra intentaba sacar todo lo que podía de la savia. En el apuro de querer tomar más de lo necesario, pensó en llevar un poco en su mochila, aunque este precioso líquido se regase en el suelo, sea de Drozetis o ajeno.

—Si este líquido se derrama en lugar no sagrado y en donde no es mi tierra, me cobraré tu vida. Lleva lo que necesitas, sin desperdiciar ni una sola gota.

La voz provino desde el fondo de la cueva, fue tan fuerte y severa, que movió los cabellos de Velglenn. Miró con recelo dentro de la oscuridad, no obstante, no vio nada más. Aquello ya había sido demasiado y retar a lo que fuese que era ese animal, no era una opción, por lo que, decepcionado y al mismo tiempo aterrorizado, cogió el frasco y subió por el acantilado.

Solo al colocar el pie a orillas del peñasco, vislumbró una hermosa pradera, el sol refulgía con estruendo, los árboles se movían junto al viento y un olor a flores acaparó sus fosas nasales. No había piedras de descanso, ni la cueva de esa bestia, podía jurar que desde su lugar, se podía observar la ciudad de Drozetis.

Sintió la ira recorrer su cuerpo, solo eran unos cuantos metros, pero no podía negar que estaba tranquilo, las palabras de ese ser eran ciertas; llegaría rápido y sin ningún problema.

Sus ojos jugaban dentro de la habitación, como péndulos cansados y constantes. Rojos y llorosos. Alzó su rostro hacia el cielorraso y no comprendía la situación, aunque, en realidad, nunca la entendió.

No había dormido en toda la noche y los rayos del sol ya acariciaban su escritorio. Desde el día en que Yaidev y Néfereth se fueron, las personas dejaron de llevar enfermos, el comportamiento de los que aún permanecían dentro del almacén era de total tranquilidad, no se movían y dormían sin necesidad de anestesia.

—Priscila —masculló, casi susurrando.

—Dígame, señor.

—Solo llámame Fordeli —sugirió—. Dime, ¿Se han movido?

—No, siguen igual.

—Maldita sea, esto no lo comprendo, deberían moverse.

—¿Usted cree que también la madre del joven botánico esté igual?

—No lo creo, la mitad de su cuerpo se encontraba en perfectas condiciones, era la más lúcida de todos. Necesito ver a los jóvenes para contarles sobre esto, no hallo cómo decirles, sé que esta información al rey ya no le importa, y esto solo me confirma que esta maldita maldición es inteligente.

—¿Pero qué estará pensando?

—No lo sé, esto no es bueno, toda tranquilidad solo desencadena una ola más fuerte.

Ambos guardaron silencio, sus miradas voltearon a las recámaras en donde los infectados se encontraban y era inevitable no tragar saliva, el ambiente era lúgubre, era asqueroso, y la incertidumbre se introducía con más rapidez en sus mentes y corazones.

Los científicos escucharon las pisadas de algunas decenas de Losmus, por un momento creyeron que eran Néfereth y Violette, pero no fue así. Al asomarse se dieron cuenta de que la brigada se dirigía a otro lugar.

—¿Quiénes son? Parece que vienen directamente de la cúpula —exclamó la joven.

—Quizá son los capataces de los que habló la señorita, pero ya no tiene ningún caso, ellos van para otra cosa, son demasiados soldados, es probable que intenten hacerles daño a las personas sobrantes, si es que se salvó alguna.

—Pero no creo que Violette lo permita.

—Tienes razón... ella es muy capaz y estoy seguro que no permitiría algo como esto, aunque no sé cómo podría evitarlo. —Guardó silencio unos segundos y prosiguió—: No quiero advertirles, ellos nunca se asomaron, los que sufrimos fuimos nosotros.

De nuevo, quedó callado, pues un Losmus se desvió a su dirección. En él cabalgaba un joven prominente al que parecía no importarle nada. Su capa rebosaba de cabello de algún animal de la zona, y sus cabellos se mezclaban a la perfección con los destellos de la estrella mayor, no obstante, sus ojos verdes se posaron en el científico principal.

—Así que aquí empezó la peste. —Observó a todos lados y al demacrado pueblo—. Usted debe ser Fordeli —afirmó.

—¿Quién es usted? —preguntó, era obvio que el hombre frente a él gozaba de una buena adquisición económica, lo supo por la pulcra vestimenta, las alhajas que colgaban de su cuerpo y la increíble bestia que le sostenía, sin embargo, todo era rústico, tosco y acomodado de manera grotesca. La espada que sostenía con orgullo tenía el mango desgastado y llevaba las botas manchadas de lodo, era un sujeto adinerado, pero presto para la guerra.

—Perdón, qué maleducado soy, mi nombre es Naor, soy un prospecto para liderar a la cúpula de Real Inspiria. —Con delicadeza bajó para estrechar su mano.

—Un placer.

—El mío, pero solo quiero preguntarle una cosa, más bien, que me la confirme, ¿Sabe cómo se contagia esta enfermedad? ¿Con tocarla, respirarla, o que brinque algo accidentalmente hacia mi boca?

—No, señor, no conocemos el patrón, pero le aseguro que no es por nada de lo que usted mencionó, creemos que es aleatoria.

—Perfecto. —Naor suspiró con fuerza y agregó—: Así que ustedes fueron los únicos que se quedaron.

—Así es, señor.

—Hecteli es un cobarde —repuso.

—Perdón, no puedo hablar así de mi rey, eso sería...

—Sí, sí, traición —interrumpió, moviendo su mano de manera desinteresada—, pero él los traicionó primero ¿No es así? —El científico no respondió, apretó su mandíbula y exhaló con tranquilidad—. Oye, ¿Por qué no te vas a la capital? Ganarías buen dinero, eres inteligente ¿No? Además, tenemos algunos proyectos que podrían interesarte, piénsalo, esta gente ya se murió. —El joven alzó la sábana de un infectado, arrugó su rostro y continuó—: Están podridos, apestan horrible, no malgasten su tiempo aquí.

—Señor, tenga cuidado —agregó Priscila, pues le vio acercarse demasiado.

—No te preocupes. —Sonrió, confiado en su inmaculada arma—. Nos vemos, iré a ver a mi aldea.

—¿Cuánto tiempo durará?

—No mucho, quizá solo diez minutos, no hay nada que merezca mi atención, ni yo me dedico tanto tiempo.

—Pero joven, no hemos podido ir a esos pueblos por la lejanía y porque se nos hace peligroso —repuso la señorita.

—Tranquila, llevo guardias, todo estará bien.

Fordeli no comentó nada más, la presencia de ese sujeto era ajena a todos los problemas, ajena a la pobreza, a la maldición, a la empatía; tan áspero, tan despreocupado. Era extraño, ni siquiera su propia gente le daba lástima, por supuesto que conocía que en la cúpula vivían los seres más desinteresados por su pueblo, no obstante, nunca creyó que lo fuesen tanto.

Naor subió a su Losmus y, alzando su mano, se despidió de ellos.

—No están muy lejos de Drozetis y Prodelis —añadió.

—Pero... quizá tenga razón, a ellos ya no podemos rescatarlos.

—Priscila ¿Qué estás diciendo? ¿Quieres que los mandemos a una fosa común y les prendamos fuego? Eso es lo que él quiere, lo que sea que tenga a estas pobres personas en sus manos.

—Pero los tiene y logró que nos dejaran aquí, que nos aislaran, ya no sabremos nada más del mundo exterior.

Fordeli se sentó en un pequeño sofá, ido y triste; tomó su cabeza y la frotó con fuerza, llevaba días con dolor.

—Doctor, descanse.

—No, te vas a quedar sola con estas cosas y...

—Descuide, estaré bien, cualquier cosa, yo lo levanto.

—Está bien. —Dudó.

Dejó caer su cuerpo, se sentía pesado, y solo al sentir la suavidad, sus ojos se cerraron cual candados. Priscila le tapó con una pequeña sábana, y sonrió al verle dormir.

Yaidev salió de la habitación y cerró la puerta con mucha calma, su madre había logrado conciliar el sueño, frente a él, con un rostro inmutable y con el arma empuñada, se encontraba Néfereth; dejar escapar al asesino, pero, sobre todo, no vigilar como se debía, le tenía de muy mal humor.

—Creo que es hora de buscar al culpable ¿No?

—No, Néfereth, esta vez quiero pedirte un favor... otro más de la gran lista que ya acumulé.

—No es ningún favor, yo debo estar aquí y ayudar en lo que pueda.

—Me queda claro que lo estás cumpliendo, y lo siento. —El caballero arrugó su entrecejo, no sabía el porqué de sus palabras—. No debí haberte dicho esas cosas antes, eres diferente a los demás y me consta, no sé en qué estaba pensando, discúlpame.

—No hiciste nada. —El guardia aligeró su postura, lucía cómodo—. Solo dijiste la verdad, nunca me habían hablado de esa manera, solo estaba acostumbrado a recibir órdenes, ni el rey Hecteli se ha dirigido hacia a mí de esa forma, no lo malentiendas, no sentí tus palabras como un regaño, me abriste los ojos, pues mencionaste lo que he hecho toda mi vida: servirle a un hombre. Sé que me pedirás que cuide de tu madre, y así será, aunque estaría encantado de matar al intruso.

—Bien, yo... no tiene caso. —Yaidev pasó su mano sobre su cuello, un claro ejemplo de no encontrar qué decir, estaba apenado—. Mira, tengo una idea. Pongamos las cartas sobre la mesa. —El Hijo Promesa asintió, y recostó su cuerpo sobre la pared, el joven botánico le observó por una milésima de segundo, era la primera vez que le veía tan despreocupado y no sabía la razón—. ¿Quiénes eran los únicos que querían hacerle daño a mi madre?

—Obviamente los más acaudalados de la cúpula, entre ellos a Nasval, dime, ¿Qué dicen del arma en la escena?

—No mucho, es una daga común y corriente, hecha por cualquier herrero de Inspiria, nada original, ni mucho menos especial, pero vayamos a lo más importante, el sujeto saltó por la ventana desde un cuarto piso, es obvio que pudo haberse fracturado un pie, por lo que sabemos, no era muy diestro, no pudo hacerle daño a una mujer enferma.

—Vaya, ahora eres detective, también tienes talento para eso.

—Gracias —musitó, apenado—, pero sigue escuchando mis conjeturas. Solo será cuestión de tiempo para que demos con el culpable, el sujeto estará cojeando por ahí, y aunque esté escondido, no podrá escapar, pues la cúpula no lo permitirá. Además, con lo inútil que demostró ser, dudo mucho que pueda hacerlo, se nota que esta gente nunca ha trabajado en su vida.

—En eso tienes mucha razón, entonces no habrá necesidad de que le vuele la cabeza.

—Preferiría que no lo hicieras, por favor, mi madre jamás ha sido partidaria de la violencia, ni contra los animales, ni mucho menos con humanos.

—Tienes suerte de tener una madre tan especial. —Néfereth alzó la comisura de sus labios, fue una sonrisa pequeña, pero muy sincera. El joven frente a él miró hacia el suelo, su comentario y esa imagen, no eran una buena combinación.

—La verdad sí, lo agradezco, a las tres lunas o a lo que sea que esté allá arriba.

—¿Qué crees que hay allá? —cuestionó, le era inevitable y ni siquiera se había dado cuenta, pero no podía quedarse con una duda.

—Pues algo con mucho poder, y estoy seguro que tú vienes de allí, no de esas estrellas muertas.

—Entonces tú también debes ser muy especial, porque ahora mismo, tú eres la esperanza de todos, ¿Te has dado cuenta de eso? —El guardia se inclinó ligeramente hacia delante.

—Quisiera no llevar esa carga en mis hombros, hace solo unas semanas era un joven que vendía en unos locales, y me gustaba realizar ese trabajo, lavar mis frutas, escoger mis flores, oler mis manos con olor a tierra, y jugar a ser mago. —Suspiró fuerte—. Ahora tengo que aprender a repeler esto y matar a ese maldito, o lo que sea que sea. —Calló, y su mirada triste aterrizó en el celeste suelo.

—¿Qué quieres contarme? —preguntó, no lo entendía, pero estaba seguro de que Yaidev le ocultaba algo.

—Es algo que ocurrió en la biblioteca. —Tragó saliva—. Algo me observa, no te lo quería decir, pero hay algo allí.

—¿Quieres que entre y esté contigo mientras lees?

—No es necesario, quiero que sepa que no le tengo miedo. ¿Te acuerdas de lo que comentó Fordeli? ¿Lo del espejo? Se está burlando de nosotros, Néfereth, ese maldito se está riendo, piensa que no le podemos hacer daño, sé que nos escucha y sé que hizo esto solo para molestarme. —Miró en dirección a la habitación de su madre

—¿Tú crees que yo no lo puedo matar? —Néfereth se enderezó, y apretó con más fuerza la espada.

—Es que no todo se arregla de esa manera, Nefe, estas malditas cosas estaban aquí antes de que nosotros pobláramos, incluso antes de que la primera semilla fuera plantada. Yo no le tengo miedo, le aborrezco, le odio, odio esta tierra, porque sé que se mueve a través de ella. —El botánico juntó sus cejas, no solo mostrando desesperación, sino coraje.

—Nunca te había oído hablar así. —Estaba impresionado, parpadeó un par de veces, e incluso dio un paso hacia atrás, jamás había pensado en eso—. O sea, eres detective, filósofo, mago, botánico, de casualidad ¿No quisieras ser guardia también? —Al término de sus palabras, ambos rieron.

—Vaya, y tú sí sabes hacer chistes. —Yaidev sonrió y dio un leve golpe en la armadura inmaculada.

—Y también pegas fuerte ¿Eh? —Con un gesto recíproco, se limpió la zona, según, había dolido.

—Bien, ahora mismo iré a la biblioteca, veré si Maya consiguió los libros. —Tomó su pequeña bolsa y se la colocó en el hombro.

—Bien, bien... —No se dijo nada más, formándose una incómoda pausa—. Está bonita la chica, ¿No?

—¿Maya? Eh, ah... sí, sí, creo que sí es linda, es muy inteligente.

—Oye, yo no te conozco novia, ¿Te gusta? —preguntó el caballero.

—No, no, cómo crees. —De inmediato, en su rostro se reflejó un sonrojo—. Te digo que hasta hace unos días yo jugaba con tierra, no, no me gusta, no digo que no sea atractiva, solo me agrada su capacidad y disponibilidad para ayudar, o sea, no... pero es buena... es amable, sí...

Néfereth sonrió.

—Tranquilo, queda claro que sí te gusta.

—Ya te dije que no —respondió tajante y la "o" se alargó más de lo debido.

—No te enojes, solo estoy preguntando, yo solo te lo menciono porque estoy casado con una hermosa mujer y siento que me debe extrañar, es lo más seguro.

—Sí, sí, claro, esperemos que sí —bufó y su mirada se desvió a todas direcciones.

—¿Cómo "esperemos"?

—Yo... lo siento, es solo que nunca he visto que abras una carta de ella, sabiendo en la complicada situación en la que estás. —Enmudeció, para luego intentar cambiar de tema—. Tu amigo Ur fue el único que se quedó, puedes hacer que él cuide de mi madre, si así lo deseas.

—No, no —contestó, aún incómodo ante la plática—, él cuidará de las entradas, además, no es tan bueno en combate, y no quiero que nada salga mal, que nadie salga herido.

—Así eres tú, eres muy diferente a los otros dos que llegaron al pueblo.

—Bueno, ellos sí son peligrosos, la verdad no sé qué hubieran hecho en esta situación, tú viste que no dudaron en acabar con todos los infectados. Para eso estamos entrenados, Yaidev.

—Pero por lo menos tú hablas y dices cosas coherentes. —El joven sonrió.

—Muchas gracias.

El silencio se apoderó del pasillo, algo no cuadraba, ni siquiera el oxígeno parecía querer introducirse a los pulmones y los pechos poco a poco se desencajaban.

—Ya me voy, cuida a mi madre, por favor. —Dio media vuelta y antes de cruzar la puerta, el caballero le detuvo.

—Yaidev, quiero que sepas que no me debes nada, esto lo hago por ustedes.

—Gracias, en realidad, tampoco sabría cómo ni con qué pagarte, no soy fuerte, no soy nada.

—No eres fuerte, pero eres espléndido.

Las palabras de Néfereth se impregnaron con brutalidad, Yaidev agrandó los ojos por unos segundos y bajó su mirada enseguida, no estaba acostumbrado a los halagos, ni mucho menos que alguien como él se los dijera, fue extraño, fue increíblemente raro. Tan impresionado, que dejó caer su pequeña maleta.

—Te ayudo —añadió el Hijo Promesa, un poco confuso ante la acción.

—No, no hace falta. —Se levantó de prisa, dejó una pequeña flor seca y salió sin mirar atrás, de suerte, la camisa tapaba su cuello, de no hacerlo, Néfereth hubiera sido testigo del rojo intenso en su piel.

El caballero le vigiló hasta que desapareció de su vista, giró su rostro para ver a Dafne que dormía plácida, y con total seguridad, enderezó su cuerpo, dejó reposar la punta de su espada en el suelo y se tronó el cuello; nada pasaría por allí.

Sus pies no se detuvieron, corrió rápido y no se dio cuenta, pero ya estaba en la biblioteca. Llevó una mano a su pecho, el corazón se le saldría, era difícil discernir si habían sido las palabras o definitivamente le faltaba condición, aunque de esto último, era casi imposible.

Entró presuroso, Maya llegó solo segundos después, sin embargo, lucía cabizbaja, sus ojos vidriaban, y en sus manos cargaba una maleta pesada.

—Maya, ¿Todo bien?

—Sí, es solo que discutí con mi padre, porque... olvídalo, no deberías saberlo.

—Creo que puedo deducir el porqué. Sé que la gente de aquí es especial y supongo que les dijiste que traerías los libros a un simple campesino.

—Así fue, me prohibió que los tocara, pero se los robé, ahora me dijo que no me dejará ninguna biblioteca a mi nombre y que disfrute del tiempo que trabaje aquí.

—A veces pienso que no debería buscar la cura de nada, pero es solo un pensar.

—¿Cómo? —preguntó la joven, extrañada por el comentario.

—No deberías permitir ese trato, ni porque son tus padres, nadie pidió venir al mundo y tampoco nos hicieron un favor, reclama lo que es tuyo y se acabó.

—Estos son los libros que te mencioné. —Maya colocó la maleta sobre su escritorio, aunque el joven tuviese razón, no era capaz de hacerlo, era muy reservada y acataba las órdenes mejor que nadie, no obstante, había quedado marcado en ella.

—Son enormes —mencionó el botánico—, ¿Cómo los pudiste cargar?

—No me subestimes, yo he subido todos esos gigantescos libros hasta lo más alto de los anaqueles.

—Tienes razón. —Ambos sonrieron.

Las portadas estaban hechas de una sola pieza, cada hoja era una fina capa de corteza de un árbol que desconocían, suaves y delicadas; la tinta era de un color similar a la terracota, no obstante, los dibujos venían de un tono verdoso.

—Son preciosos, incluso parecen solo de adorno. —Yaidev abrió uno con extremo cuidado, pero ni el pasar de los años había logrado que esos libros se pudrieran, si bien las hojas eran un tanto amarillentas, no estaban desgastadas—. Este idioma ni siquiera existe en estos tiempos...

Dentro de las hojas —a manera de apunte— estaba un pequeño resumen en lenguaje actual, de lo que se supone, decía el contenido del libro.

—Es invaluable —comentó sorprendido—, hay cosas que no están traducidas, esto me tomará mucho tiempo.

—Estúdialos el tiempo que sea necesario, pero no sé si el día de mañana yo esté aquí.

—Pues no vayas a tu casa hoy, puedes dormir aquí, ¿No?

—Es cierto —agregó nerviosa—, la verdad no lo había pensado, siempre regreso a mi hogar.

—Si los libros son tu vida, no será difícil quedarte, además, estos son los que guardan el conocimiento. —Tomó uno con su mano derecha y lo alzó levemente—. Tus padres no. Tanto leer para que al final sean tan cerrados de mente.

Maya le observó con cuidado, era tan diferente, tan único, sin duda era especial.

No duró ni media hora, sus pasos estuvieron acompañados de nieve y pasto, tan suave; afelpado. El sol resplandeció con fuerza y ni siquiera sintió frío.

Velglenn alzó su mentón y tronó su cuello, lo que había escuchado de ese ser no pretendía guardarlo. Se preparó mentalmente, también, durante su regreso, había recolectado lo necesario para cualquier hechizo, solo por si las cosas se salían de su sitio.

Entró decidido, la gente se emocionó, los niños que rescató le abrazaron y Naula le recibió gustosa. Mientras atendía a la numerosa multitud, sus ojos jamás se despegaron del rostro pálido y sin vida de Vas'thút, que le devolvía la mirada de manera ida, era obvio que no le esperaba y la atmósfera era más que hostil. Con terror, se encerró en su tipi.

—¡Dios, qué bueno es verte! ¿¡Lo has conseguido!? —gritó su guardia.

—¡No creías que iba a regresar! ¡¿Verdad, maldito!? —reprendió el joven mago, la tensión se propagó cual gas peligroso, en los rostros ajenos se reflejó la aflicción e incertidumbre.

—¿De qué hablas? —preguntó Naula, frunciendo el ceño.

—No te vayas a meter, por favor. —Tras terminar la frase, se acercó con violencia, movió sus manos formando un círculo en el aire, y desató una ráfaga de fuego que consumió en cuestión de segundos la casa del líder.

Algunas personas se levantaron del miedo, otros no permitirían un incidente, ¿Qué razón había para ello? Pero conocían muy bien su lugar, pues ninguno era un hechicero.

Las cenizas del tipi se esparcieron por el aire, sin embargo, Vas'thút se encontraba dentro de una esfera de magia, lo había protegido de la llamarada.

—¡Espera, espera, puedo explicarte! ¡No es lo que piensas! —exclamó, con el horror en sus pupilas.

—¿¡Cómo que no!? Me enviaste como un sacrificio, pensaste que moriría ¡¿No es así?!

—¡No, no, claro que no!

—¡¿Entonces por qué te escondes?! ¿¡A cuántos jóvenes has mandado a sacrificar!?

Las madres de los desaparecidos salieron de sus tiendas, algunos hombres apretaban la mandíbula y sus puños no queriendo aceptar esas palabras, no obstante, sus hijos nunca volvieron.

—¡¿Pero qué dice este mago?!

—Pero Vas'thút siempre nos ha protegido.

—¡¿De qué habla?!

—¡Esperen, esperen! Que hable —aclamaba la multitud.

—¿Es cierto? —Una mujer se hincó al suelo, su pequeño hijo había sido el último en partir; toda su vida se preparó solo para morir y eso le destrozaba el alma.

—En la cima de esa montaña me encontré con un ser de la naturaleza y no sé si es divino o no, pero lo que sí sé, es que me contó la verdad sobre toda esta mierda. —Velglenn miró a la aglomeración y cerró los ojos en un intento frustrado de lamento, quería disculparse aunque él no fuese el culpable, sin embargo, todos eran víctimas de una terrible mentira.

—Así que lo viste —respondió el anciano.

—¡¿De qué está hablando?! ¡Responde! —amenazó la aldea.

—Si él no lo hace, yo lo haré. —El joven mago respiró hondo, preparándose para dar las terribles palabras—: Este hombre ofreció a sus hijos como sacrificio a la bestia que yo vi, los entrenaba para que, con la fuerza adquirida, fueran más adeptos. El trato que realizó hace mucho tiempo, consistía en ofrecerle sangre para permitir a esta aldea vivir en paz, pero no solo a esta aldea, sino a la ciudad de Drozetis. ¿Por qué creen que ninguno de sus hijos regresó? Les mintió, incluso a mí, diciéndome que algunos sí habían vuelto, qué ingenuo fui.

Eso era demasiado, los llantos y las quejas se escucharon casi al unísono.

—Parece que nunca te alejaste de tus raíces, trajiste contigo la maldad de ese maldito reino. —Velglenn bajó su mirada, absorto.

—¿¡Qué no entienden que es por nuestro bien!? —gritó exasperado, casi con los ojos desorbitados—. Todo esto es para que esa cosa no nos aniquile, ¡Entiendan, si lo dejamos de hacer, nos comerá!

—¿¡Y por qué no ha ido usted!? —inquirió, en sus manos se divisaba una estela blanca.

—No, yo ya estoy viejo, a mí ya no me comería...

—¡Patrañas! Esa cosa me dijo que el cuerpo que sube dos veces es sangre más poderosa para él, no mientas.

—¿De qué habla joven mago? ¿Qué es ese ser que menciona?

—¡Responda, maldito viejo!

—¡No puede ser, mi hijo!

La gente no podía controlar las emociones, las preguntas se acumulaban como una ola gigante y Vas'thút no era capaz de responder.

—No, no, no, solo quiero que se pongan en mi lugar, ¿Qué hubieran hecho ustedes? ¿Quién les dio asilo? ¿Quién les ayudó? ¿Acaso no fui piadoso?

—El encuentro lo tuviste mucho antes de que protegieras a estas pobres personas, ¿No es así? Daba igual, los aceptaste y recibiste solo porque necesitabas carne fresca, de no ser así, no te hubieran importado sus vidas, aunque, en realidad, nunca te importaron. Tengo tanta ira que subiría de nuevo y traería más de esa savia. —Velglenn sacó el frasco, y la muchedumbre se impactó—. Ve hacia allá arriba, es una maldita orden.

—¡No iré! No me obligarás, yo también soy mago, Velglenn.

—¿Me estás amenazando? —Los ojos del joven hechicero brillaron como diamantes, una luz viajaba por ellos danzando al compás de su ira.

—¡Quítate ese escudo!

—¡Si no tienes nada que temer, quítatelo!

—¡Maldito bastardo!

De nuevo, una decenas de maldiciones e interrogantes se introdujeron con violencia en los oídos de Vas, que observaba para todos lados, pues las miradas que se posaban en él se sentían cual látigos en su piel.

—Me ves decrépito —pronunció, levantándose y disipando el escudo—, pero yo inventé muchos trucos de los que sabes.

—¡Ay viejo de mierda! —exclamó, a punto de estallar.

—Y si no puedo hacerte daño... —El tono de su voz disminuyó y acompañó su amenaza volteando su rostro hacia el pequeño grupo de niños que estaba detrás.

—¡Ni se te ocurra! —Velglenn había llegado a su límite, sabía perfectamente que era una advertencia, pero peor aún, era una bajeza.

El anciano levantó su mano, pero Velglenn ya había aventado un destello desde sus dedos, sonó filoso y eléctrico, no por nada era el más rápido de los hechiceros. La luz quitó la vista de Vas y este se tomó la cara en un reflejo desesperado, gritando de dolor.

—¡Eres un asqueroso, ibas a matar a los niños! ¡A mí no me amenazas, ni a tu gente, mucho menos a estos pequeños!

—¿¡Ibas a matar a nuestros hijos!? —Una mujer se apresuró a tomarlo de los cabellos y perpetró unas cuantas cachetadas, le siguió una multitud iracunda y extasiada, que le golpearon sin piedad, para luego aventarlo fuera del campamento.

—¡Lo llevaremos lejos, lo perderemos! —agregó un hombre de la aldea, conocía muy bien el bosque, era el encargado de la cacería y recolección. Dos sujetos más le escoltaron y a pesar de los alaridos rechinantes del mago, nadie demostró compasión.

La aldea se sumergió en un silencio lleno de lamentos, y unas dulces voces, llorando de la decepción, acompañaron la decadente situación; las Lullares también habían sido engañadas.

Velglenn tenía el corazón acongojado, se dejó caer entre la nieve y el pasto, pero aunque sus ojos querían llorar, no derramó ni una sola lágrima, lo que había visto, le había arrebatado casi toda su alma. En su brazo se remarcaban las lastimadas, los pellizcos, la piel quemada, sus rodillas sangraban; y sus pies, al igual que sus manos, estaban llenas de callos y heridas, no solo estaba cansado, había otro sentimiento en él, difícil, muy difícil de explicar, tanto, que no sabía cómo describirlo.

La gente se le acercó, llevándole remedios.

—No lo creímos de él, nuestros jóvenes estaban llenos de vida, y él sabía que esa cosa se las arrebataría...

—Tenemos miedo de que nos maten —comentó la muchedumbre.

—No —respondió el mago, exhausto—, no se preocupen, el lapso de un joven a otro era bastante tiempo ¿No?

—Sí...

—Entonces me dará tiempo de volver y hablar con esa cosa, pero antes debo ir...

—¿A Drozetis? —preguntó Naula.

Velglenn suspiró.

En el pueblo de Leptidea, otro lugar en el extenso reino de Inspiria, Naor construía una celda, no era pequeña y la había transportado con sus bestias especiales.

Los hombres levantaban con esfuerzo cada pared, de un material fuerte y duradero, mientras los pocos pueblerinos se acercaban con timidez, pues la maldición los había diezmado.

—¿Por qué nos dejaste? Nos abandonaste —comentó uno, arriesgando su vida.

—Sufrimos como no tiene idea...

—¡Se fueron trepando los árboles, por debajo del agua! —gritó una mujer.

—Solo somos veinte ¿Y nos piensa encerrar?

—¡Ten misericordia, Naor!

El caballero no parecía escuchar, y cuando hubo acabado de armar la prisión; con su dedo ordenó que los metieran.

—Aquí estarán más seguros —Volteó su rostro y miró a sus acompañantes—, estos guardias inútiles les traerán agua y comida.

—¡¿Pero por qué tiene que ser así?!

—Señora, no está lidiando con una enfermedad, es una maldición, y ya veremos si esa cosa, o lo que sea, quiere venir a encerrarse, que, estoy seguro, no es imbécil.

—¿¡Pero cuándo saldremos de aquí!?

—Cuando regrese. —Naor expulsó una carcajada y se subió a su Losmus.

—¿Y nosotros, señor? —preguntó un caballero—, ¿Qué pasará si vemos a ese demonio?

—Mátenlo... si quieres y puedes curarlo, déjalo, llévalo a tu casa, dale de comer, enséñale a hablar, no sé qué mierda hagas, pero no me interrumpas, ese es tu problema, yo tengo cosas que hacer.

Sin decir ni una palabra y dejando a un pueblo y a sus guardias perplejos, se retiró sin mirar atrás, no estaba loco, no se quedaría ni una noche, tampoco merecían su tiempo.

Jacsa bajó de su Losmus, en su aldea solo se divisaba la soledad. Unos cuantos rostros, en su mayoría ancianos, se asomaron en la puerta de un almacén.

Ordenó el registro total del lugar, pero las personas seguían sin salir, para él, era mejor así. Sus guardias llegaron en un par de minutos, la zona que le había correspondido era más pequeña que la de los demás capataces.

—Señor —comentó un caballero—, las casas están vacías, no hay cuerpos, quizá todos los sobrevivientes estén dentro de ese depósito.

—Está bien, veré lo que hay. —No podía disimular que sentía miedo, pero, increíblemente, un sentimiento más se sobreponía, era asco.

Se acercó titubeante, y el pequeño grupo le abrió la puerta. Jacsa quedó pasmado al ver dentro del hangar solamente a doce personas.

Solo por un instante se sintió culpable, no obstante, lo que le había enseñado su padre era más importante, así que tener lástima por aquel tipo de personas no debería, ni siquiera, considerarse.

—¿Y los demás? —cuestionó.

—Murieron o se fueron —contestó el más joven del grupo, quizá tendría entre treinta y cuarenta años.

—¿Solo ustedes quedan?

—Sí.

—¿Qué están comiendo?

—Él sale a cazar y a cultivar por nosotros, tenemos miedo de salir —agregó una mujer, en sus manos ya sobresalían las arrugas.

—¿Hace cuánto tiempo tienen que no se enferman?

—Quizá una semana o menos... ¿Usted nos puede decir qué es? —preguntó el cazador.

—No es una enfermedad, es una maldición, estamos haciendo todo lo posible para encontrar una "cura" o lo que sea, para erradicarlo por completo. —Los susurros aumentaron, el color de sus piel cambió a uno más pálido, no lucían nada bien—. ¿Dónde están los cuerpos? ¿Los enterraron?

—No, señor, no matamos a ninguno, primero los encadenamos, pero ya no podíamos controlarlos, eran demasiados, hasta que los dejamos ir, pues querían adentrarse al bosque.

—¿Nadie los siguió? —interrogó, con incertidumbre.

—¿Ha visto de cerca una de esas cosas? —preguntó otro sujeto, parecía el más viejo de todos.

Jacsa no respondió, se sintió ofendido, sin embargo, prosiguió:

—Me quedaré esta noche, mañana dejaré a mis guardias con ustedes, así cualquiera podrá salir, pero sigue siendo buena idea que se queden en un solo sitio.

—Gracias, señor.

—Me quedaré en alguna casa cercana, si pasa algo, estaremos pendientes.

Dio la vuelta, no podía permitir que Naor se preocupara más por su gente, era competitivo por naturaleza y tenía que ganar, pero no contaba en que su peor enemigo, ya había regresado a la capital.

Aunque en su mente se repitieran las palabras de su padre, era obvio que muy dentro de él, sentía muy diferente; tenía empatía, tenía compasión.

La ciudad lucía espléndida, las calles húmedas reflejaban como cristales los rayos del sol, pero ni aun con todo su fulgor, Hecteli no disfrutaba de la vista.

Sentado sobre el barandal de su balcón, miraba sin expresión su frío y pulcro reino; dejó soltar un suspiro, y el vaho huyó.

—¡Señor! —gritó Leyval al verlo de esa manera, corriendo para socorrerlo.

—¡Leyval, pero si no me pienso suicidar! ¡Por tu grito casi me caigo!

—Lo siento, por favor, baje de ahí, no quiero que se resbale. —Extendió sus manos por culpa del vértigo, y lo bajó con extremo cuidado.

—Estoy harto —susurró su rey.

—¿Qué pasa? Lo encuentro más irritado, desesperado últimamente.

—No lo sé, no lo sé. —Se adentró a su habitación y caminó de un lado a otro de forma desesperada—. Las traiciones me molestan mucho, lo que hizo Leila con Néfereth junto a todos esos soldados estúpidos, me enoja demasiado... y ahora que estoy pensando en traición, mi mejor guardia y Fordeli también lo hicieron.

—Señor, con todo respeto, pero ellos nunca dijeron que pertenecerán a Inspiria, no han hecho ningún papeleo y estoy seguro que ambos siguen buscando una solución.

—¿Me tratas de imbécil?

—No... señor, yo solo digo que necesitan papeles, un proceso.

—Ya lo sé, idiota.

Leyval dio un paso hacia atrás, jamás el rey le había tratado de esa manera, se sintió mal, herido.

—Señor... —titubeó.

—¿Qué? ¿Qué me vas a decir? ¿Me vas a enseñar lo que ya sé? Para que tome asiento y me expliques.

—No, señor, yo no sabré nunca más que usted, solo que me preocupa, si quiere podemos visitar al doct... —Se detuvo e hizo un gesto de irritación, Fordeli no estaba y él era el médico de confianza—, olvídelo.

—¿Al doctor real ibas a decir? ¡Porque el doctor real se fue a la mierda! ¡No está aquí porque me traicionó! —Leyval mordió fuerte, y suspiró—. Anda —reprendió—, dime que no me ha traicionado, dilo.

—No lo traicionó, señor —afirmó.

—¿Ahora lo defiendes?

—Señor, usted debe conocer mejor que nadie a las personas que están comprometidos con su carrera. Yo tomé algunas copas con él. —Bajó su mirada y prosiguió—: Es buena persona, engreído, sí, pero nunca le escuché hablar de una traición, toda su vida la ha dedicado a la ciencia, ni siquiera se ha casado. En algún punto creí que regresaría, también acepto que su intento de ingreso hacia los consejeros me puso un poco alterado, sin embargo, ahora que se ha quedado, comprendo muchas cosas.

—¡Ni tú te has casado porque están a mi maldito servicio!

—Por eso —exclamó Leyval, alzando un poco el tono de su voz.

—Si me vuelves a contestar de ese modo, te voy a reventar el hocico.

—Yo creo que...

—Sí, lárgate, ¿Y sabes qué? Diles a esos gemelos Promesa que me traigan a Néfereth, y si no quiere, que lo traigan amarrado o como sea. ¿Qué se creen los de Inspiria, que les pertenece?

—Señor, me van a mandar a la mierda si les digo eso.

—¡Es una orden real! No les estoy pidiendo permiso y ya veremos a quién le hacen más caso, si a Néfereth o a su rey. —Se sentó con brusquedad en la silla de su escritorio, rojo de la ira.

—¿Y cómo lo vamos a ejecutar si se niega? Nos pueden asesinar a todos —contestó el consejero, no creyendo la actitud de Hecteli.

—¿Dudas de la fuerza militar de Prodelis? —inquirió, afilando sus ojos—, Tengo a otros hijos promesa aquí.

—¡Pero es Néfereth el jefe de todos ellos!

—¡Qué les digas, maldita sea! —Y con sus puños golpeó el mueble.

—Está bien, señor, les diré. —No esperó respuesta, Leyval también estaba molesto, consciente de que su actuar era extremadamente raro.

Bajó las gradas empuñando sus manos, en su frente caía el sudor y las venas se remarcaban en su sien, palpitando de dolor. En la entrada de la antesala vio a los sirvientes de Ágaros, llevando bandejas completas de las mejores frutas, todas cortadas y excelsamente acomodadas.

Eh. —Les detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó uno de ellos.

—Ya no traigas fruta, aquí ya no.

—Es una orden de Ágaros, de nuestro señor.

—No es tu señor, el rey Hecteli es tu señor, es tu rey. —Y colocó su dedo índice en el pecho del encargado, presionando con fuerza—. Y yo como consejero, también, te ordeno que no traigas más.

—Pero yo también le sirvo al señor Ágaros...

—Y yo te puedo despedir, porque tú no eres nada, solo un maldito sirviente ¿Entendiste? No quiero que traigas más frutas, y si me entero de que lo siguen haciendo, tengo autoridad para ejecutarlos en la plaza pública. —Los tres hombres salieron con miedo, dejando las bandejas en el suelo. Leyval tomó uno de los trozos y le observó con cautela—. Maldito Fordeli —resopló—, te vas cuando más te necesitamos.

Recogió la entrega y salió del castillo, necesitaba respirar, no obtente, cuando miró las calles y las personas entusiasmadas, recordó que las fiestas comenzarían.

«Esto es una estupidez, de verdad no les importa nada», pensó, y rodó los ojos, aún con la ira sobre su ser.

Haldión rebosaba de felicidad y de algunas carnes de su estómago que eran sostenidas por su balcón. Su discurso sobre las fiestas daría comienzo en unos segundos. Su guardia más leal estaría a su lado, aunque comúnmente pasara la mayor parte del tiempo en los cuarteles.

Sobre la plaza central estaban los ciudadanos que parecían más enfermos que humanos, en sus ojos se distinguía el dolor, el sufrimiento, y las claras ganas de no seguir viviendo. Ni siquiera las premisas de las fiestas podía levantar a tan deprimente y lúgubre multitud.

—¡Señores! ¡¿Adivinen qué?! —gritó, alzando los brazos, moviéndose los cueros al ritmo del viento—. Se acerca, ya se acerca... Dentro de dos días, ¿Saben qué es? —Sin embargo, la gente no respondió—. ¿¡Saben qué les estoy diciendo!? —Al término de su regaño, las personas elevaron sus risas y aplausos a un rey que, a pesar de su vejez, estaba más vivo que ellos—. Eso está mucho mejor, esta fiesta la organizo porque los amo, los amo mucho —repitió y clavó su vista lasciva a los jóvenes de la ciudad—. Ya saben cómo es esto, es lo más hermoso que puede haber, ¿Verdad?

Su guardia asintió y Haldión fue el único en escuchar un sonido gorgoreo, no le era extraño, pues desde que inició su servicio, aquel hombre solo le ofrecía esos ruidos.

—Por supuesto que también he hecho este discurso para recordarles que se quiten esos harapos.

—Señor, nuestro dinero se lo han llevado los magos y sacerdotes —comentó un ciudadano.

—¡Trabaja más! —respondió y soltó una carcajada—. ¡Tengo razón!

—Sí señor, trabajaremos más. —El hombre bajó la mirada y movió la cabeza en aprobación, el enorme guardia le había mostrado la espada como sinónimo de una ridícula autoridad.

—Por eso viven cerca de mi castillo, porque son los que más opulentos ¿No es así? No me digan que no tienen nada, yo sé que debajo de sus camas guardan o encuentren pecados ajenos, ya saben que se les recompensa con una cuantiosa suma de dinero, nadie es perfecto. —Se rascó su estómago y sonrió con descaro—. Solo yo, ¡Eso llévenlo hasta la tumba! Para las fiestas los quiero bien vestidos, conocen que comienza con bombo, todos los reinos vecinos sabrán la magnificencia de estas festividades. Ya pueden largarse.

Se retiraron, casi sonámbulos, era demasiado, pero a pesar de estar rodeados de magia y poder, ningún ciudadano tenía el derecho de aprender, solo aquellos hijos directos que nacían del comité.

Russel y Vass'aroth no se perdieron el anuncio, ambos esperaban a su rey.

—¡Qué descaro de que nos culpen por quitarles el dinero! —sentenció el sacerdote—. Yo me mato todos los días santificando mi templo y los artefactos para que estos miserables lleguen con riesgo de contagiarme con sus pecados.

—¡Eso no se contagia, no seas estúpido! —respondió su rey—, pero no me importa, ustedes tienen trabajo para las fiestas, quiero posesiones, los voy a dejar sin nada. Vass'aroth, escucha con atención.

—Sí, señor, escucho.

—En las fiestas siempre vienen los más pobres, los que viven a las orillas de la ciudad, pero esa gente es pobre porque no gasta.

—¿Cómo? —preguntó el mago.

—Lo tienen guardado, son unos tacaños, piensan que ahorrando podrán salir de este reino, ¿Tú crees que no sé qué cada día cruza algún imbécil al bosque? Todo por culpa de tu súbdito de mierda, siguen su ejemplo. Ahora enfermarás a esos rastreros, ¿Entendiste?

—Sí señor, entendido.

—Y tú sigue haciendo tu trabajo en poner cara de mustia. —Esta vez observó a Russel—. Ya pueden irse. Grandulón, tráeme lo de siempre, una magnífica y exquisita comida, lo siento, es que me acabo de curar y tengo unas ganas horrendas.

Ambos consejeros salieron y cerraron la puerta tras de sí, sin embargo, Vass'aroth no sabía a qué se refería.

—Bajemos —agregó el sacerdote, mientras descendía las gradas deprisa.

—¿De qué habla el rey? ¿Qué come? —cuestionó.

—Es mejor que no lo sepas, mejor vayamos a lo que nos urge.

El mago arrugó su entrecejo, no lo podía entender. Al salir del castillo, tomaron caminos distintos, tenían que preparar todo para el evento.

Russel entró a su excelso templo, las flores caían como cascada por toda la entrada, era lo más santo que un ser humano podía encontrar. Cada banca gozaba de unos cojines bordados de terciopelo rojo, tan suaves como las nubes, pero lo más impresionante eran los instrumentos de música, junto al despampanante púlpito recubierto de oro. El cielo se cubría de piedras preciosas que se mezclaban a la perfección con las columnas de diez metros.

Sus congregados más fieles y algunos sacerdotes, estaban sentados en los cómodos asientos, y cuando pasó por el ancho pasillo con suelo afelpado, notó a un nuevo miembro; oraba con diligencia, con dolor, con las manos puestas en su corazón.

—Una nueva alma —mencionó.

—Así es mi señor, un alma contrita para el servicio de nuestro dios, y para usted —respondió Ágaros, con los ojos tan gachos que parecía estar dormido.

—Me gusta tu entrega, hijo, pero ten cuidado, hay mucha enfermedad afuera, sin embargo, veo en tus ojos la devoción, ¿Quisieras bautizarte hoy?

—Quiero dejar atrás la persona horrible que fui. —Se llevó la mano a su rostro, de verdad sentía el arrepentimiento.

—Entonces es un sí, ven conmigo, hijo. —El sacerdote extendió su mano y Ágaros la tomó yendo directo a la pila bautismal.

—Por fin me quitaré este peso de encima. —Miraba todo a su alrededor—. Este templo es hermoso.

—Claro que sí, lo hacemos para la comodidad de nuestros hijos. Ponte aquí.

El bautismo consistía en sumergir todo el cuerpo hacia adelante, si la persona flotaba al instante, significaba que no era devoto, pero si se hundía, la fe era Inmaculada.

Cuando Ágaros entró al agua, su cuerpo llegó al fondo en un segundo, Russel dio varios pasos hacia atrás, pues aquella increíble muestra no se miraba todos los días. Se levantó reavivado, incluso su rostro había cambiado.

—¡Hijo, tú puedes ser algo más aquí!

—Sentir a dios cerca es lo mejor, padre —añadió, limpiando su rostro, cada movimiento era lento y lleno de vigor—. Por favor, dígame qué es lo que sigue, qué quiere que yo haga, si dijera mi destino, yo... tengo tantas de ayudar.

—Me conmueves. —Russel tocó su pecho, estaba impresionado—. Mira, ahora no podemos hacer nada porque no estamos mudando, ¿Has visto el nuevo templo?

—Sí, sí, claro, padre, y para eso le he traído algo. —De su pequeña maleta sacó un saco repleto de monedas, las más valiosas.

El sacerdote agrandó los ojos y brillaron al compás del dinero, la recibió tembloroso, sudando en exceso; era una jugosa cantidad.

—¡Hijo!

—Vendí mi casa... por favor, haga lo que quiera con eso.

—Claro, claro que sí, hijo, claro. ¿Cómo te llamas?

—Árgon.

—Querido Árgon, serás el primero en estar en el templo nuevo, tiene que quedar antes de la fiesta, y tú serás un invitado de honor, el rey tiene que saberlo...

—No, no hace falta —interrumpió—, quiero ser una sorpresa para él, y si pudiera ser más útil, sin duda dígame, estaré durmiendo fuera para seguir redimiendo mis pecados.

—Pero ya estás bautizado, hijo.

—Aquí afuera me va a encontrar.

—Si el mundo fuera como tú. —Russel entrelazó sus dedos y casi pudo sentir las lágrimas en sus ojos. Dio media vuelta, no solo estaba satisfecho, sentía una desbordante felicidad, pues se había unido un nuevo miembro, y este parecía no escatimar en nada.

Naor bajó de su Losmus y entró por la puerta trasera de la cúpula, la entrada no estaba custodiada, y era porque solamente las familias podían usar ese acceso.

Al pasar la pared con tono prismático, un brillo rojo cautivó su atención; algo había pasado dentro de la capital. A unos metros —en el estacionamiento especial de sus bestias—, observó a un Losmus muy pequeño, demasiado para ser de esa raza. Se acercó curioso y notó que lo habían cubierto de paja, tratando de ocultar al diminuto animal. Justo a su lado, agazapado, estaba una persona que parecía acomodar algunas cosas.

—Vaya, vaya, un Losmus pequeño y un tipo escondido, sal de ahí, idiota —ordenó.

—¿Qué haces acá? ¿Por qué entraste por aquí? Todos usan la entrada principal —afirmó, nervioso.

—Me gusta entrar aquí porque nunca saben cuándo estoy y cuándo no, pero mejor dime, ¿A dónde vas? ¿Irás a vivir a otro lado o cómo?

—Apenas iré a ver a mi aldea...

—Pero eso fue hace unas horas, Daevell.

—Pensé que... que... que te quedarías.

Naor soltó una sutil sonrisa y prosiguió:

—Por supuesto que no, esta espalda no descansa en cualquier lugar. Puedes irte, anda. —Daevell se colocó de pie y trató de subir, no obstante, un cojeo en su pierna derecha se hizo visible—. Espera, espera. —De su animal tomó un bastón que medía unos dos metros y le señaló el pie con fuerza—. ¿Qué te hiciste?

—Es que este Losmus... —Hizo una mueca de dolor—, me tiró, es... es, no me di cuenta.

—Entiendo, entiendo, quien te viera dijera que estás huyendo. Solo quiero aclararte que todo lo que suceda aquí y afuera de la cúpula, me tiene sin cuidado, así que dime, ¿De qué o quiénes huyes? Tranquilo, no diré nada.

—¿En serio puedo confiar en ti?

—Te estoy diciendo que sí, además, yo puedo ser una ayuda importante. No eres mi hermano, recuerda que los maté a todos.

—Por eso tengo miedo...

—Por eso te digo que no eres mi hermano. —Rodó los ojos y movió sus manos un par de veces.

—Es que... ese maldito sujeto que Violette trajo aquí, ese joven, se ve bien, se ve... no sé.

—Por Dios, Daevell, ¿Hablas de Yaidev? Es un hombre de campo, trabaja todo el día, el sol le broncea la piel, tiene que estar en forma, pero lo entiendo, ¿Qué pasa con él?

—Sí, ese maldito campesino, los odias, ¿No? Siento que Violette está enamorada de él. —Naor lo miró pensativo, para luego soltar una escandalosa carcajada—. No te rías, esto es serio.

—Tu juicio es deplorable, Daevell, eres un idiota, ¿En serio crees que a ella le gustan ese tipo de hombres? No has visto bien la situación.

—No, yo...

—Deberías ser más observador, amiguito, anda, regresemos...

—¡No! Por favor, Naor, sé que tú eres un asesino y como bien dijiste, no te importa nadie, ayúdame a huir, escóndeme.

—Uy, suena grave, ¿Qué hiciste?

—Intenté matar a la madre de ese botánico.

—O sea que piensas que matando a la mamá, o sea, ¿Cómo? ¿Qué mierda pasa contigo? Mejor hubieras intentado matar al chico ¿No? ¿Pero en serio lo hiciste? ¿Cómo está la señora? Porque me dijiste que intentaste. —De nuevo, intentó reír—. Así que supongo que fallaste.

—No pude hacerle nada... la navaja quedó allí.

Naor volvió a reír con intensidad, llevó su mano a su estómago y seguido se limpió una lágrima.

—Ni siquiera sabes utilizar una navaja, y eso que eres un "cazador", anda, vámonos, no me gustan los cobardes. —Su rostro se transformó en un segundo, afiló sus ojos y su sonrisa se extendió más de la cuenta—. En realidad sí soy muy malo, solo quería escuchar tu patética historia. Pobre Daevell, esa mujer jamás te hará caso, matarte sería una mejor opción. Estoy seguro que Jacsa y yo tendríamos más oportunidades, solo mírate, eres un imbécil, no sabes hacer nada.

El joven comenzó a llorar, era cierto, él no era nada a comparación de todos sus rivales, ni un rostro tan bello le podía ayudar para conquistarla, muy dentro, sabía que a ella le interesaban las personas fuertes, aunque, sinceramente, no había demostrado sentimientos por alguien, y de eso, tampoco estaba seguro.

Con coraje empacó sus cosas, subió con dificultad, dispuesto a irse.

—¡Bájate! —gritó Naor, tomándolo de su camisa, haciéndolo caer sobre la paja.

—¡Por favor, me van a matar!

—No lo harán —rodó los ojos—, créeme, vas a llevar un juicio justo.

—No, no, no. —Seguía moviéndose intentado salir, hasta que sintió un golpe en su pie fracturado, ese hombre le había dado con su bastón. Gritó, escupió, se revolcó de dolor.

—¡Auxilio! ¡Auxilio! —acompañaba Naor—, ¡Le dispararon! ¡Fui yo! —Y reía con más fuerza.

Los alaridos acercaron a unos guardias.

—Aquí está al que buscan, y vaya manera de buscar, bola de inútiles, llévenlo con Violette, para que sienta más vergüenza.

—Sí señor... ¿Ya terminó su ronda?

—Eso no te importa, deja de joder y solo llévenselo. —Siguió su camino, se vestiría para observar el ridículo caso de Daevell.

—Néfereth, es mejor que vayas a la plaza, parece que ya encontraron al responsable del atentado.

—Bueno, era obvio, Ur, hazme un favor, cuida a la madre de Yaidev, por favor.

—Sí, claro, claro, solo dime, lo vas a matar, ¿Verdad?

—No tengo potestad aquí.

Salió del edificio y caminó rápido hacia la trifulca que ya se escuchaba desde su posición.

Cuando se acercó, observó a Valkev, el padre de Daevell, que lloraba sin detenerse, la señora Betsara no podía creerlo, Naor ya estaba a su lado y la sonrisa parecía estar pegada a su rostro sin compasión.

—Pensé que Jacsa era el culpable —mencionó la mujer.

—No, no, no, Jacsa lo hubiera hecho bien —respondió su hijo, y ambos rieron.

La gente le abrió paso a Yaidev, que miraba a los lados buscando al Hijo Promesa.

—Este intentó matar a tu madre. —Violette salió de la multitud y Daevell ni siquiera la había visto; sintió que su pecho reventaba de dolor—. Daevell, Daevell... Yaidev, haz lo que quieras hacer con él.

—Mátenlo —añadió Betsara, sin ni un ápice de remordimiento.

—No, no, por favor, es un imbécil, pero es mi hijo, mi único heredero.

—Me diste más tristeza tú, Valkev, que este sujeto. Joven.

—Dígame, señora.

—¿Lo quieres matar?

—No, no, no le pueden dar esa potestad a él —interrumpió su padre—, no, no, por favor.

—Ya cállate, Violette está a cargo ahora. —La mujer movió su abanico.

—No le guardo rencor, no le hizo nada, ahora hay cosas más importantes por las cuales preocuparse, además, el chico no me cae mal, quizá pudo haber confundido las cosas, es fácil de leer.

La multitud quedó impresionada, Néfereth y Naor hicieron un gesto de dolor, eso había sido un golpe más fuerte que la pierna rota.

Los guardias se acercaron y lo llevaron a la cárcel subterránea. Un pequeño grupo le siguió, pues los ciudadanos no tenían permiso.

—Te vamos a dar dos meses, no te faltará nada y tu celda es cómoda —dictó Betsara, encargada de los veredictos.

—Me las pagarás, Naor —susurró.

—Ahí está. —Y aventó una bolsa llena de dinero.

—Eres un maldito, yo te dije lo que sentía...

—Cállate, Daevell, van a pensar que me gustan los hombres. —Dio otra carcajada y los guardias le siguieron, disfrutaba sus maldades, en especial hacer sufrir a personas como él—. Lo siento, no podrás asistir a las fiestas. —El temible sujeto se fue y llevó a su madre del brazo, no pasarían más tiempo en un lugar como ese.

—No hay fiesta sin ella...

—Te gusta mucho ¿No es así? —cuestionó el botánico, pero Daevell le devolvió la mirada con odio—. No actúes como un niño. Si pensabas que ella y yo podíamos ser algo, eso jamás, ella es la jefa, la líder y la protectora de los más desahuciados, es una amiga, la que manda, no sabes cuánto nos ha ayudado, cómo ha apoyado a los jóvenes de nuestro pueblo, a los ancianos. Eres de los que piensa que a cualquier persona que ayude es su pretendiente, eres un ignorante, chico.

—¡Tú también eres un niñato! ¡No me digas lo que soy! ¡No lo hagas porque somos iguales!

—¡Baja el tono! —exclamó Néfereth, saliendo de la oscuridad del calabozo, solo para golpear los barrotes de la celda con su espada.

Daevell cayó sentado, no esperaba esa reacción, el miedo se apoderó de él de inmediato. Naor era un problema, pero un Hijo Promesa, era una sentencia a la muerte.

El caballero regresó a su posición, detrás de Yaidev, que también había dado un respingo con su actitud.

—Bueno, nos vamos, pero quiero que sepas que no te odio. —Yaidev le sonrió.

—Discúlpame... tu madre no tiene la culpa.

—No te preocupes, saldrás de aquí y yo tendré que regresar a mi pueblo, nada de esto será para siempre.

Ambos salieron y caminaron lentamente, a ninguna dirección.

—Creo que ya lo entendió —añadió Néfereth, lucía más tranquilo—, este tipo de personas solo entienden con correcciones fuertes, su mundo es su habitación, una chica, eso es todo para ellos, Yaidev. Tú estás actuando como alguien que tiene una misión, como un guerrero, como un guardia. Has madurado mucho en lo poco que te he conocido y eso me agrada.

—No tanto —respondió, mientras aceleraba sus pasos.

—¿Por qué vas tan deprisa? Tengo las piernas largas, pero ni así puedo seguirte.

—Yo... yo, yo tengo muchas cosas por hacer, tengo que estudiar.

—Debes estar cansado, deberías...

—No, no, no, estoy bien, no te preocupes, por cierto, ¿Quién quedó con mi madre?

—Ur.

—Está bien. —Miraba para todos lados, empuñaba y desempuñaba sus manos.

—¿Te ha molestado esa cosa de la biblioteca?

—No, ya no, yo creo que ya no.

—Más le vale, porque si lo veo, pienso cortarlo a la mitad.

—Sí, sí te creo. —Yaidev le miró de reojo—. Bueno, adiós. —Y se fue sin mirar atrás,

Néfereth no entendía nada.

—Bueno, es muy estudioso.

Cada cuerpo inerte, todos esos "cadáveres", eran absorbidos poco a poco por la madre tierra. Incluso los desmembrados que habían quedado regados en el pueblo de Amathea, se sumergían con tranquilidad.

Algo esperaban, ¿Pero qué?

Fordeli no podía creer que sus pacientes iban desapareciendo, no había ruido, no había espasmos, simplemente parecían dormidos. Priscila lloraba de la inquietud, ¿Qué demonios estaba pasando?

El científico metió las manos para intentar seguir viendo, pero el enfermo ya no avanzó, una cama de raíces le tapaba el paso.

Con ira se tomó los cabellos, apretó su cráneo, todo se había ido a la mierda, hiperventilaba de la incertidumbre, del coraje, de la impotencia.

—¡Maldito narizón, cobarde! —gritó y, enojado, con la sangre bombeando con estruendo, orinó sobre el hoyo en el que su paciente se había ido.

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