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Capítulo 9

La cena terminó sin contratiempos. Sabiendo que la mayoría preferiría relajarse por su cuenta esa primera noche, no programaron más actividades.

En el camino de regreso, Cassio estaba inusualmente callado. Su tez había perdido parte de su color. Apretaba los labios con fuerza y mantenía su postura rígida.

Apenas abrió la puerta de la cabaña, se lanzó directo al baño. Ella hizo una mueca al escuchar sus arcadas, su cuerpo vomitando cada gramo que acababa de comer.

Respiró profundo y dio un paso adentro. Lo encontró arrodillado, casi abrazando el inodoro cual adolescentes tras una noche salvaje.

Mía llenó de agua el vaso que reposaba junto a los cepillos de dientes. Luego buscó una toalla y se agachó a su lado.

—Estás embarazado, ¿verdad? —soltó la joven con falsa preocupación—. Eso te pasa por saltar como gato urgido por cualquier tejado.

Con suavidad, le apartó el cabello de la frente y secó las lágrimas que se le escapaban.

Él le dirigió una mirada rencorosa por el rabillo del ojo, pero fue incapaz de pronunciar palabra. Las arcadas apenas estaban remitiendo, sus hombros se sacudían cada tanto. Aceptó el vaso con agua que ella le ofreció y la escupió en el inodoro un instante después.

Sin fuerzas, se apoyó contra ella. Su respiración era inestable. Su rostro enfermizo poco a poco recuperaba su color.

—Te digo que soy puro e inocente —susurró con apenas energía—. Me he estado guardando para nuestra noche de bodas.

Mía contuvo una carcajada. Se mordió la lengua para no sonreír.

—¿Con esa excusa justificas tu falta de habilidades?

Él trató de reír pero acabó haciendo una mueca de dolor. Se llevó una mano al estómago.

La joven pasó un brazo a su alrededor. «No lo estoy abrazando. Solo intento evitar que caiga de cara al inodoro, por supuesto», se dijo.

—Si no te recuperas rápido, voy a tener que eutanasiarte. No me gusta ver sufrir a los animalitos miserables.

—¿Te estás ofreciendo... para jugar a la doctora y su encantador paciente? —murmuró Cass por lo bajo, sus ojos cerrados.

—No sabría distinguir la fiebre de tus delirios diarios. —Le apartó el flequillo y apoyó la palma contra su frente, midiendo su temperatura—. ¿Sabes cómo terminaste así?

—Los... mariscos.

—¿Eres alérgico?

—No sé si debería confesarte mis debilidades —decidió en un momento de lucidez, abriendo un ojo.

Ella dejó escapar una risa. Tenía razón, era muy mala idea.

—Acaba de volverse mi comida preferida —decidió con burla.

—Tu boca ya es un veneno para mí.

Se levantó hasta el lavatorio. Allí consiguió lavarse los dientes con dificultad. Entonces hizo a un lado el vaso y el cepillo.

Cuando intentó dar un paso hacia la puerta, todo dio vueltas. Perdió el equilibrio. Habría caído si Mía no lo hubiera sujetado.

Se acomodaron contra la pared del pequeño baño, uno al lado del otro. Cassio acabó apoyando la cabeza en el hombro femenino. Quizá por el agotamiento, quizá porque su instinto lo llevaba a desear un abrazo en ese momento.

¿Cómo terminó cumpliendo las fantasías de su némesis de verlo moribundo? Tuvo un mal presentimiento cuando vio que la cena incluía criaturas de mar.

En algún momento de su adolescencia, su cuerpo había dejado de resistir ciertos mariscos. Podían pasar horas y se quedaban en su estómago, revolviéndolo. Habían pasado años desde la última vez que intentó probarlos, por lo que imaginó que había superado esa intolerancia. Esta noche creyó que bastaría con quitarlos de su porción, pero la crema que estuvo en contacto con ellos fue suficiente para intoxicarlo.

Tras haber expulsado ese veneno, poco a poco iban regresando sus fuerzas.

¿Le avergonzaba mostrarse vulnerable ante Mía Morena? Absolutamente. Era un golpe directo a su ego.

Sin embargo, no sería la primera vez que uno de los dos se encontraba en desventaja.

En su memoria guardaba recuerdos difusos de las veces que ella aceptó hacer los trabajos grupales con él o preparar un examen juntos. No era porque sus casas quedaran cerca, ni mucho menos porque ambos competían por el mejor promedio del salón. Todo eran excusas de Mía Morena para no regresar a su casa temprano.

Acostumbrada a criar siete hijos y recibir a sus amiguitos, la madre de Cassio sabía construir un hogar feliz y siempre tenía las puertas abiertas para los hermanos Luna.

Ella se aseguraba de poner dos platos extra para la cena incluso antes de preguntarles si se quedarían. Con la misma naturalidad le ordenaba a Cass asegurarse de que su amiga volviera a salvo a su hogar.

El muchacho perdió la cuenta de las veces que acompañó a Mía Morena hasta su casa a una hora tardía. Al llegar, fue testigo de los gritos que intercambiaban sus padres a través de las cortinas cerradas y de la voz dura con la que la adolescente anunciaba su regreso.

Mientras la observaba abrir la puerta con resignación, él no soltaba palabras de consuelo ni promesas vacías. No había saludos cariñosos. Simplemente esperaba a que ella estuviera adentro y luego se marchaba con las manos en los bolsillos.

Eran las reglas de esa inusual enemistad. Tratar de matarse cuando estuvieran llenos de energía, hacer una tregua si uno de los dos sentía que la vida pesaba demasiado.

—Si te duermes en mi hombro amanecerás con los peces —advirtió ella.

—Suena como una muerte pacífica, la apruebo. —Abrió por completo los ojos. Fue hasta el lavatorio y se enjuagó el rostro. Su cuerpo se sentía más ligero. Su estómago, vacío—. Tengo hambre. Voy a hacerme un sándwich, ¿quieres uno?

Ella negó con la cabeza, para nada sorprendida. Salió del baño primero. Dejó escapar un gran bostezo, cubriéndose la boca con la mano.

—Me voy a dormir. Pórtate bien. No juegues con fuego en mi ausencia.

—No necesito fósforos cuando te tengo cerca —ronroneó, recorriéndola con una mirada perezosa—. Basta una palabra de mi boca para hacerte arder.

Ella resistió el impulso de morder el cebo. Ignoró el vuelco que acababa de sufrir su corazón. Le dirigió una mirada de advertencia y se marchó con la barbilla en alto a su propia habitación.

Tras quitarse el maquillaje y aplicar su habitual tratamiento de belleza, no tardó en dormirse.

Soñó con un gato callejero que entraba por su ventana y desataba el caos en su departamento. Lo peor era que ella caía rendida a sus patitas y experimentaba un tipo de emoción que no creía posible en el mundo real.

Despertó desorientada. No estaba en su departamento. Se levantó adormilada hasta la ventana. Las cortinas descorridas le permitían contemplar el firmamento, un manto oscuro sembrado de estrellas. Estas se reflejaban en el mar cristalino, en calma.

Una brisa suave acarició sus mejillas, relajó sus hombros y curvó sus labios.

Se sentía extraño bajar la guardia. Siempre estaba corriendo hacia adelante, aterrada de detenerse un instante para contemplar su presente. No se atrevía a desperdiciar el tiempo. Sabía que la suerte se construía con años de esfuerzo pero bastaba un pequeño descuido para perderlo todo.

Dulce Casualidad era la representación de todo lo que apenas se atrevió a soñar. Desde su casa de té acogedora hasta las oficinas secretas del subsuelo.

Haber sido asignada como líder por la anterior fundadora fue un regalo inesperado y surreal. Una oportunidad demasiado directa para alguien acostumbrada a luchar con uñas y dientes para abrirse camino al éxito.

«¿Qué es el éxito? ¿Cuál es la meta final?», se preguntó mientras descansaba los brazos contra el marco de la ventana.

¿Una casa y un vehículo propio? ¿Un empleo prestigioso y bien remunerado? ¿Un matrimonio armonioso con hijos saludables?

Ya tenía los primeros dos elementos, aunque su departamento fuera pequeño y su auto viviera en el taller.

No estaba segura de estar hecha para lo último. Su único hermano había encontrado el amor pese a sufrir una terrible fobia al compromiso. Su mejor amiga también tropezó con un compañero igual de ingenuo.

Mía era la mayor del grupo, aunque fuera por unos meses, y su alma gemela brillaba por su ausencia. Una o dos veces al año conocía a alguien nuevo y se distraía con un romance fugaz que terminaba antes de poder intercambiar declaraciones de amor.

Un futuro como la adinerada tía soltera en compañía de su mascota sonaba alentador y pacifico. Le atraía la idea. Si el amor nunca llegaba a su puerta, bien podría compensarlo viajando en crucero por el mundo.

Sacudió esos pensamientos. No era el momento de distraerse. Tenía una misión. De su éxito dependía la felicidad de cuatro personas, y quizá la armonía de dos familias.

Buscó la hora en su celular. La una de la mañana. Era temprano para una isla turística. ¿Sería posible que el matrimonio Casares-Amade continuara despierto?

Iba a descubrirlo. Buscó un enterizo casual y se maquilló con sutileza. Luego, con sus sandalias en la mano para no hacer ruido, se acercó hasta la puerta de Cassio para comprobar si seguía despierto. No escuchó sonido alguno.

Era bueno que estuviera durmiendo. Un problema menos del cual preocuparse.

Salió de la cabaña con discreción. El aire cálido de la noche la abrazó. Avanzó por el muelle, descubriendo a las demás cabañas del complejo con las luces apagadas.

Excepto una. ¿La de los novios? Sí, definitivamente reconocía ese cabello castaño y espalda ancha como Milo, el nieto de Anabela. El joven besaba al que debía ser Jonás, entre risas mientras abrían la puerta de su cabaña y caían dentro.

«Esos no desperdician la preluna de miel», pensó Mía.

Abandonó el muelle decidida a tantear el terreno. Necesitaba investigar en qué situación se encontraba el matrimonio de los ancianos. Si ellos estaban despiertos, podría observarlos disimuladamente. Si dormían, quizá tendría la suerte de encontrar a un familiar que pudiera brindarle información.

Atravesó la arena a oscuras. Recién en la zona de césped sembrado comenzaba la civilización y las construcciones humanas.

Siguiendo sus sentidos a través de un camino tenuemente iluminado por faroles, llegó hasta la zona de entretenimiento. Una serie de quinchos con techo de paja y paredes formadas por troncos y ventanales vibraban de vida. Mesas habían sido dispersas fuera, sin sombrillas para permitir contemplar el cielo nocturno.

La música se mezclaba con las risas de quienes compartían una bebida o bailaban bajo la luna. Viviendo al máximo las vacaciones.

Le sorprendió descubrir que la mayoría tenía su edad o incluso más jóvenes.

Exceptuando a su grupo de amigos y compañeros de trabajo, no estaba acostumbrada a verse envuelta entre jóvenes despreocupados.

¿Cuándo fue la última vez que asistió a una fiesta como invitada? Su mente se quedó en blanco.

Trabajaba desde que tenía memoria. En su adolescencia para tener ingresos propios. Apenas fue mayor de edad, tomó varios empleos para sobrevivir a la independencia. La beca que le brindaron para estudiar y el departamento no tan temporal que consiguió le permitieron cumplir sus objetivos sin perder la cordura. Sin embargo, apenas le sobró tiempo o energía para divertirse.

Sacudió esos pensamientos. «Concéntrate, Mía. No te aferres al pasado», se dijo. «Debes demostrarles que puedes ser una líder de cupidos digna».

Decidida, se dispuso a rastrear a sus objetivos.

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