Capítulo 8
—Mi turno. —Mía eligió un sobre de los restantes— ¿Comida menos favorita de tu acompañante? Está difícil...
«¿Acaso este tipo no se lleva a la boca todo lo que encuentra?», reflexionó ella. «¿La carne de perro o gato cuenta? Estoy segura de que nunca la ha probado ni planea hacerlo. Odia lo picante y lo ácido en exceso. Debe ser algo de esa línea». Escribió ceviche.
Un aplauso la hizo levantar la vista. En las mesas de honor, los novios celebraban al ver cómo sus abuelos acertaban, con orgullosa dignidad, cada pregunta.
Los ancianos eran una curiosa combinación de abuelos cariñosos y empresarios elegantes. Sonrisas cálidas y posturas erguidas. Parecían hechos el uno para el otro.
Solo un observador experto notaría que la imagen de perfección tenía grietas. Podrían estar sentados frente a frente, pero sus manos se evitaban, al igual que sus ojos. Las sonrisas de ambos ancianos en ningún momento se encontraban. Parecían más bien dirigidas a la docena de ojos que estaban sobre ellos. Eran un espectáculo para admirar y envidiar.
«Qué estrés», pensó Mía. «Debe ser difícil no poder relajarse ni siquiera en presencia de tus seres queridos. Vivir de acuerdo a las expectativas de otros nunca terminará bien». Deseaba ayudar, pero ¿cómo?
—¿A ver cuánto conocen a la persona que aman? —la voz de la presentadora la regresó a su propia mesa.
—¿Qué rayos es el ceviche? —preguntó Cassio, enarcando las cejas.
—Pescado curado con limón... ¿En serio escribiste que tu plato más odiado es el ají? —Leyó con el ceño fruncido—. ¡Ni siquiera es una comida completa!
—¿Cómo que no? ¡Mis hermanas mayores lo devoran con pan y aceite!
—¡Eso es veneno!
—No lo discuto, pero sigue siendo comestible. —Levantó la voz, sus pupilas brillando—. ¡¿Cómo vas a prepararme la cena al volver del trabajo si no sabes mis gustos culinarios, mujer?!
Ella apretó los dientes.
—Vuelves a insinuar que es obligación de la mujer servirle al hombre y tu próxima comida incluirá arsénico.
Los hombros del joven temblaban. Bebió un sorbo de su piña colada para ocultar su risa.
—Mi veneno favorito es el de tus labios —ronroneó.
—Veo que acertó en los gustos de su prometida —intervino la mediadora—. ¿Hamburguesas de cerdo?
—Todavía huyes a todo lo que tenga carne de cerdo, ¿cierto? —agregó Cass, reclinándose en la silla y cruzando los tobillos—. Era tu carne favorita pero a los dieciséis unos imbéciles te dijeron algo muy hiriente y no volviste a probarla.
En su penúltimo año, la escuela organizó un torneo deportivo mixto. Él era hábil en cualquier actividad física que implicara reflejos y velocidad.
Ella, en cambio, tenía la coordinación de un pato. Su residencia era nula. Correr resultaba hasta doloroso para una adolescente cuyo busto se había desarrollado pronto.
Durante una pausa para el almuerzo, encontró a Mía sola en un rincón del patio. Tenía un tupper con dos hamburguesas, de las cuales consiguió robarle una. Ella no se opuso, ya que su madre siempre le daba comida en exceso, alta en grasas y frituras. Algo intentaba compensar. Era evidente en el sobrepeso y los complejos que acabaron desarrollando los hermanos Luna.
Era un tema doloroso que podría haber derivado en bullying pero Mía Morena tenía un carácter letal. Solo un suicida se atrevería a faltarle el respeto.
Mientras comían en silencio, dos compañeros pasaron ante ella e hicieron un comentario casual sobre un cerdo comiendo a otro, seguido del gruñido que emitía aquel animal. Se alejaron entre risas.
Fue un instante fugaz, un puñal que los agresores olvidaron segundos después. Pero no se sintió insignificante para quien los oyó.
Así eran los niños y los adolescentes. Nunca medían el poder de las palabras.
Cassio volteó a ver a Mía Morena, esperando una explosión. Lo que encontró apagó cualquier rastro de humor. Ella había quedado helada. Con los ojos enrojecidos y muy abiertos, sus dedos temblorosos guardaron el resto de su almuerzo.
Sin una palabra, se alejó y no volvió a participar en el resto del torneo.
Al día siguiente, Exequiel fue a buscarlo para preguntarle si sabía por qué su hermana había pasado la noche llorando y se negó a desayunar.
Desde entonces ella no dejó de calcular las calorías de cada alimento. Meses después estuvo a punto de desmayarse por saltarse comidas, por lo que su madre aceptó llevarla a una nutricionista. Esta le dio indicaciones para llevar una alimentación más equilibrada.
Sin embargo, nunca volvió a probar carne de cerdo.
—Fuimos a buscarlos al parque —reveló a una desconcertada Mía del otro lado de la mesa—. Valen, Exe y yo. Queríamos darles una lección pero no tuvimos en cuenta que eran más grandes y fuertes. Mordimos el polvo.
Ella se acordaba vagamente de su hermano volviendo a casa con un ojo morado para esas fechas. En la escuela descubrió que Valentín tenía el labio partido y Cassio, los nudillos vendados. Imaginó que los tres habían tenido una discusión que resolvieron a los puños, pero ninguno reveló el motivo y parecían más unidos que nunca.
—Tu amistad reduce la esperanza de vida de las personas —musitó ella. Su corazón estaba un poquito conmovido pero su orgullo femenino le impedía demostrarlo—. Vamos con la penúltima pregunta, ya tengo hambre. —Abrió otro sobre y pensó que era tan fácil para no arriesgarse a dejar sin aciertos a las parejas—. ¿Tu acompañante prefiere perros o gatos?
Escribieron la respuesta en un segundo.
—Ni necesitaba escribirlo —comenzó Cassio con confianza—. Obviamente, te gustan los gat...
—Perros —corrigió Mía, inexpresiva, girando su pizarra.
El agente del caos parpadeó.
—¡Hiciste trampa!
—No es mentira. Me gustan los perros. Son más predecibles, colaboradores y fáciles de tratar. Su compañía es poco problemática.
—¿Es una indirecta?
—Tómalo como te haga feliz.
Se miraron a los ojos, conteniendo la respiración.
«Mi patio es grande. Hay suficiente lugar para ambos, perros y gatos», fue el primer pensamiento de Cass.
—Parece que ha perdido su plato —continuó la mediadora—. ¿Siguiente pregunta, señorita?
—Adelante. —Mía le extendió la bandeja con el último sobre.
—¿Cuál es el color favorito de su prometido?
Cass garabateó su respuesta mientras ella intentaba recordar los gustos del mismo. Se llevó un dedo a los labios, pensativa. En el colegio llegó a teñirse de azul, pero con frecuencia vestía de negro. Aunque podría ser el rojo, ya que disfrutaba de ver la sangre correr luego de meter cizaña.
—Anaranjado... —decidió anotar— como las llamas del infierno donde saliste.
El joven soltó una carcajada. Hizo girar la pizarra en sus dedos.
—¡¿Verde?! —Mía aplastó las palmas contra la mesa—. Es un color asociado a la calma, la generosidad y la naturaleza... Su connotación negativa son los celos, pero la humanidad te vale un cuerno como para preocuparte por el éxito de otros.
Cassio soltó un murmullo de impaciencia. Buscó su celular en el bolsillo y recorrió la galería. Le mostró una fotografía en la pantalla. Una construcción de un piso pintada de verde musgo con abundantes ventanas y un jardín frontal con un césped impecable. ¿Su casa?
Deslizó a la siguiente foto, un living verde ciboulette con sofás oscuros y escasa decoración. La próxima imagen era un dormitorio de paredes verde pálido.
—Si me hubieras dicho que era por los ojos de tu ex no habría estado tan sorprendida —musitó, aturdida.
—No conoces algo tan básico de mí, ¡¿y aún así dices amarme, mujer?!—exclamó ofendido, guardando el teléfono y cruzándose de brazos—. Sabía que solo estabas conmigo por mi cuerpo.
—¡Como si tú supieras más de mis gustos! ¿Qué es eso de color negro? —Señaló la respuesta del hombre—. ¡Ni siquiera es un color! ¡Es literalmente la ausencia de color!
—¡No cambies de tema! —gritó, aplastando las palmas sobre la mesa. El ruido atrajo de inmediato la atención de los demás comensales—. El color no es el verdadero problema. ¡¿Cómo pudiste decir que prefieres a los perros?! ¡Antes de llevarme al altar, debemos decidir aquí y ahora si tendremos perros, gatos o bebés humanos en nuestra casa! Voto por un poco de todo.
Ella explotó. Se lanzó hacia adelante, clavó una rodilla en la mesa y lo agarró por el cuello de su camisa. Sus narices se rozaron, sus ojos gélidos encontraron esas pupilas divertidas.
—Voy a matarte antes de que termine el día, Cassio Calico —susurró a un volumen que solo él podría oír.
—Al menos sabes qué decir para enamorarme, Miamore —respondió al mismo volumen.
Ella lo soltó, frustrada. «Es como luchar contra la corriente. Es tan masoquista que si intentara ahorcarlo pediría más, sin importarle si se viene o se va».
Entonces se volvió consciente de los ojos sobre ambos. Contuvo una maldición, sus mejillas se fueron tornando de un rojo intenso. La discreción era el fuerte de su agencia, ¿por qué estaba perdiendo el autocontrol?
—La buena noticia es que ganaron un plato y una copa por los aciertos de la dama y un tenedor por el caballero —la moderadora aplaudió una vez para evitar el silencio tenso—. ¡Podrán compartir!
Le hizo señas a los meseros con un carrito donde habían cargado los cubiertos y una olla con la comida.
Como niños ante la última porción de pizza, cada uno atrajo hacia su lado su botín. Mía acomodó su plato ante sí con toda la dignidad posible. Levantando la barbilla, esperó a que le sirvieran.
Cassio apretó los dientes, apartó el mantel y limpió con la servilleta su lugar de la mesa. Cuando llegó el turno de servirle, el cheff y la moderadora intercambiaron una mirada inquieta.
—¿Va a comer en la mesa? —preguntó la mujer, aturdida.
—Sí —respondió Mía, su sonrisa afilada—. Sírvanle directo a la tabla, por favor. Él no es la clase de hombre frágil que se obsesiona con los gérmenes de todos los que manosearon la mesa.
Cassio respiró profundo. Apretó la mandíbula y asintió.
—Adelante —masculló, sus pupilas prometiendo venganza.
—¿En serio no van a compartir? Están comprometidos.
—¡Esta relación se asienta en la independencia y la fuerza personal! —afirmó Mía, por primera vez disfrutando de la noche.
El chef no dudó en lanzar un cucharón de pasta a la crema con mariscos sobre la mesa, ante la mirada incrédula de Cassio. Un camarón cayó justo encima, burlándose de él.
Cuando ambos testigos se despidieron, los jóvenes compartieron miradas desafiantes.
—Vas a arrepentirte, Mía More —prometió él, señalándola con el único tenedor antes de enrollar un poco de spaghetti con toda la elegancia posible.
—Es el precio a pagar por el placer de verte sufriendo. —Cortó dos trozos de baguette y los usó como pinzas para comer. Era difícil. Se le resbalaba y debía agachar la cabeza para estar más cerca de la mesa.
—¿Por qué no lo absorbes directamente del plato como una aspiradora? —sugirió Cassio con un tono casual, mientras apartaba los mariscos cual niño pequeño evitando los vegetales—. O con los dedos. ¿Qué más da? Tu dignidad ya la perdiste.
—¿Vas a lamer tu plato al terminar? —replicó ella con la misma naturalidad—. Estoy segura de que el desinfectante que usaron para limpiar le dará un toque especial.
Por el rabillo del ojo, Mía descubrió que los novios también habían acertado en la mitad de las preguntas. Ahora compartían un mismo plato, entre risas y burlas.
Desde su mesa, Anabela y Francisco concluyeron con éxito la última parte.
Cassio siguió la dirección de su mirada hasta los ancianos que ahora brindaban suavemente. Luego procedían a comer en silencio, cada uno de su propio plato.
«¿Cómo sería llegar tan lejos con alguien más?», se preguntó. Él no solía hacer planes a largo plazo. Con su tendencia a actuar antes de pensar, dudaba de llegar vivo a la vejez.
No estaba en sus planes casarse y formar una familia. No era que estuviera en contra, simplemente dudaba de estar hecho para algo tan convencional. Las probabilidades de encontrar a alguien compatible no ayudaban.
Su mirada regresó a Mía Morena. Se preguntó cómo se vería ella a los setenta años, y si él luciría bien a su lado, despertando en la misma cama, temprano por las mañanas para esconderle la dentadura postiza.
Dejó escapar una risa silenciosa ante esa imagen. Estaba seguro de que ella todavía tendría la fuerza necesaria para patearle el bastón al dar un paseo juntos.
Su humor se detuvo al encontrar sus ojos curiosos. Sacudió esos pensamientos absurdos. Estaba allí por una misión. Después de todo, su especialidad no era disparar flechas de amor.
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