Capítulo 7
Las mesas eran pequeñas, apenas suficiente para dos personas. Habían sido instaladas sobre la arena, decoradas con manteles tejidos de hilo fino. Dos sillas acolchadas con almohadones en forma de corazón las acompañaban.
Antorchas alrededor del terreno le daban el toque cálido a una noche iluminada por la luna. La música era el entrechocar de las olas. El perfume, la sal del aire, sutil y reconfortante.
A un lado se encontraba una pequeña hoguera de leños. Sobre ella se cocinaba spaghetti a la crema en un sartén gigante. Dos chef, identificados por delantales arcoiris del mejor restaurante local llamado Cremarico, revolvían cada tanto con una cuchara del tamaño de una escoba.
Mía llegó junto a los primeros invitados. Se dedicó a estudiar cada detalle con los brazos cruzados, su espalda contra una palmera, a unos pasos de ese escenario.
Aunque le advirtieron que sería un evento relajado y dudaba de que Anabela saboteara esta bienvenida con su anuncio, mantenía su guardia alerta.
Contempló a los invitados. Resultaba difícil diferenciar quién pertenecía a cada familia.
Todos los descendientes de Francisco Casares y Anabela Amade habían encontrado el amor en el pasado. La nueva generación de bisnietos recién estaba llegando, a juzgar por las dos parejas con bebés en brazos. El resto de los matrimonios eran adultos de mediana edad que disfrutaban al máximo el saber que sus niños habían crecido, o jóvenes treintañeros que posponían eternamente el momento de aumentar su familia.
«Hasta ahora no ha habido divorcios en ninguno de los dos clanes», reflexionaba. «Solo hay una forma de liberarse».
—Hasta que la muerte nos separe —pensó en voz alta.
—O un tercero en discordia —susurró una voz en su oído.
Mía dejó escapar un jadeo, sus hombros saltaron cual gato escaldado. Se volvió hacia el intruso. Su expresión sorprendida no tardó en camuflarse tras la cautela.
Cassio sonreía con desenvoltura. Se pasó una mano por el cabello, despeinado sin pena. Su camisa blanca tenía los primeros botones desabrochados. En su único bolsillo habían bordado la frase: A ti no te dejo en visto, a ti te desvisto. Unos pantalones cargos de tres cuartos de largo y zapatillas casuales le daban un aire relajado, lo que se acentuaba con la piña colada que bebía de un sorbete.
—¿De dónde rayos saliste?
—De tus fantasías más perversas, Miamore —ronroneó él. Le ofreció la bebida—. Y de la cantina. ¿Quieres?
—Debí haberlo imaginado... —Ella se la arrebató.
—No seas codiciosa. —Trató de recuperarla pero ella ocultó las manos tras su espalda—. Es para compartir.
—Ni se te ocurra embriagarte durante mi turno. Esta será una noche tranquila.
—¡No te atrevas a insinuar que soy la clase de hombre que hace escándalos estando borracho! —exclamó, ofendido—. No necesito ni una sola gota de alcohol para desatar el caos. —Se aclaró la garganta—. Ebrio solo me da sueño y me pongo cariñoso.
—Entras en modo filosófico sobre la muerte y haces cosas raras como meterte a casas ajenas por la ventana.
—¡Eso lo hago sobrio! —insistió, acomodándose a su lado contra el árbol, los pulgares en sus bolsillos y los tobillos cruzados.
Ella apartó la mirada para no dejarse atrapar en una discusión infantil. Distraída, le dio un sorbo a la piña colada. El nivel de alcohol era mínimo. La explosión de ácido y dulzura la hizo sonreír en aprobación.
En cuestión de bebidas, no se conformaban con cerveza económica. Ambos disfrutaban de cócteles frutales y vinos de alta calidad. Tal vez lo único que tenían en común.
Cass aprovechó de estudiar a su némesis. Ella había optado por unas sandalias de tacón bajo del mismo tono marfil que su ropa. El enterizo de escote en V con los hombros al descubierto destacaba sus curvas de reloj de arena y abrazaba su cintura antes de bajar por sus caderas hasta la mitad del muslo. Los pantalones cortos eran tan anchos que se mecían cual falda al viento.
Contra su voluntad, debía admitir que estaba preciosa. Era una belleza desde la adolescencia. Así había sido siempre ante sus ojos dañados por el astigmatismo y la miopía.
¿Cómo reaccionaría si le pidiera probar la piña colada directamente desde sus labios?
—Ya va a empezar la función. —Sacudió la cabeza para alejar los pensamientos perversos que se asomaban—. ¿Cuál será nuestra mesa, Mía More?
—La más alejada. Estamos colados en la fiesta, no debemos dejar rastros.
—¿Eso significa que no saldremos en las fotos familiares? —preguntó, llevando una mano a su corazón herido.
Ella negó con la cabeza y se encaminó hacia un sitio vacío en una esquina del cercado. Tomaron asiento y le devolvió la piña colada.
La mesa estaba vacía, a excepción de dos servilletas en forma de barquito y una panera con baguettes. «¿Por qué no han puesto los cubiertos?», se preguntó ella con el ojo crítico de una organizadora de eventos. Los platos podrían traerlos después de servir cada alimento, pero sería muy desorganizado presentar los cubiertos al mismo tiempo.
—¿Y los vasos? —indagó Cassio, notando lo mismo.
En ese momento aparecieron los anfitriones. Los novios tomaron la mesa principal, con el matrimonio de ancianos a la derecha. Los padres se encontraban ubicados en las cercanías. Las únicas mesas dobles pertenecían a las amistades de los prometidos.
Anabela y Francisco conversaban animados, sus sonrisas resplandecían. Cualquiera pensaría que el único problema de ese matrimonio era decidir entre cenar con vino o champán.
Cuando todos se hallaban sentados, los futuros esposos pidieron la palabra. Compartían el mismo micrófono.
—Primero, quisiéramos agradecerles a todos por haber venido —comenzó Milo con calidez—. Especialmente a mi abuela y a su esposo, quienes han hecho más que preparar estas vacaciones: nos han enseñado que el amor es real, rompe fronteras y prejuicios. Gracias por existir.
El público estalló en aplausos. Ni un parpadeo delató las verdaderas emociones de los ancianos.
Jonás acercó el micrófono a su propia boca. Se aclaró la garganta.
—Para ser honesto, pensaba improvisar mi discurso pero este tipo —Señaló a su prometido— me dejó en blanco. ¿Ahora entienden por qué en la escuela él se encargaba de los informes y yo de las cartulinas? —Esperó a que las risas se atenuaran. Su cariño era sincero al pensar en el hombre que había elegido para compartir su vida—. Siempre hemos sido un buen equipo. No al nivel de mi abuelo Fran y su esposa, pero algún día me gustaría construir un matrimonio como el suyo. Gracias por ser nuestro ejemplo a seguir.
Aplausos otra vez. Los padres de la pareja incluso se pusieron de pie, sin disimular su emoción.
Mía se mordió la lengua, controlando la maldición que amenazaba escapar. «Ejemplo a seguir mis pelotas de señora. La economía del país es más estable que esa relación», reflexionó.
Cassio, en cambio, por poco no dejó escapar un suspiro de satisfacción. Entrelazó sus dedos sobre la mesa, sus pupilas resplandecían. «Esto es música para Desaires Felinos. ¿Deberíamos abrir una happy hour? ¡Dos por uno en flechas de desamor! Deshazte de tu esposo y libera a tu vecina del suyo, al mismo tiempo. Consulte nuestras promociones en rescates de citas a ciegas post divorcio. La agencia no se responsabiliza de traumas ni corazones rotos», pensó, ya visualizando los spot publicitarios. Tenía alma emprendedora y oportunista.
Mientras los novios terminaban su discurso, un grupo de meseros entró en escena. Cargaban un carrito lleno de cubiertos, platos y copas.
Los seguía una mujer en un vestido de estampado tropical, con una guirnalda floreada en su cuello. Su acompañante cargaba dos pizarras mágicas.
—Mía More —Le dio un golpecito con el pie bajo la mesa—, tú tenías una de esas cuando íbamos al tercer grado, ¿recuerdas?
—¿Te refieres a la que desarmaste porque querías saber qué tenía adentro? ¿Y luego trataste de prenderla fuego para demostrar que también se quemaba como el papel?
Las pupilas del joven se iluminaron. Se inclinó más hacia adelante, bajando la voz.
—Me siento especial al saber que conservas con tanta fidelidad nuestros momentos juntos.
—No fuiste un trauma que tuviera tiempo de tratar en terapia —replicó con sequedad—. Pediré una auditoría con una psicóloga cuando vuelva a casa.
Él soltó una risa por lo bajo.
Era desconcertante pensar que había visto crecer a la mujer que tenía enfrente y que en esos años apenas consiguieron mantener una conversación civilizada por cinco minutos. Desde la más tierna infancia cuando peleaban por golosinas hasta el final de la adolescencia cuando terminaban en la oficina de los directivos por causar estragos en el salón. La relación que compartían nunca había sido amorosa.
Al entrar a la universidad, sus caminos se separaron por diez largos años. Cada uno construyó su propia vida.
Cassio escuchaba de vez en cuando a Exequiel contarle algo sobre Mía. O veía fotos de ambos hermanos en las redes sociales. Más allá de un comentario burlón sobre la belleza en la que se estaba convirtiendo la joven a pesar de estar completamente loca, Cass no la mencionaba. No la extrañaba. Tampoco esperaba encontrarla en persona.
El año pasado, sus vidas volvieron a cruzarse en una serie de eventos desafortunados que acababan con Mía al límite de su paciencia y Cassio al borde de un precipicio.
Mandarse al diablo era un saludo habitual. Él no dejaba de acusarla de ser un pájaro de mal agüero. Ella sacaba a relucir su lengua bífida.
Todo se complicó cuando descubrieron que sus agencias eran vecinas y rivales. Debieron organizar reuniones donde establecieron límites, normas de convivencia. Para rematarla, sus mejores amigos decidieron lanzarse de cabeza a una relación.
Estas coincidencias lógicas los obligaron a someterse a reencuentros frecuentes.
Por el bien de su círculo de seres queridos, ambos líderes acordaron tolerarse. O, al menos, fingir que habían conseguido armonía.
—Bueno, no hay copas —escuchó la voz desconcertada de Jonás al micrófono—. ¿Brindamos chocando nuestras cabezas?
—¿Mientras gritamos unga, unga? —agregó Milo, conteniendo la risa.
La mujer del vestido tropical dio unos golpecitos a su propio micrófono, atrayendo la atención de los presentes.
—¡Les damos la bienvenida al primer día de esta aventura romántica! —comenzó con una sonrisa animada—. Para esta noche hemos preparado un juego muy breve donde podrán sacar a relucir cuánto aman a su acompañante de mesa.
—Maldita sea —murmuraron Cassio y Mía.
—El primer paso para unir a dos familias es reforzar el lazo entre quienes ya han dado el gran paso de confirmar su amor —continuó la presentadora—. Para poder iniciar la cena, ¡deberán ganarse los cubiertos! ¿Cómo? Respondiendo correctamente un par de preguntas sobre la amada persona que tienen enfrente.
—¿Qué pasa si nos equivocamos? —consultó alguien.
—No se preocupen, nos aseguraremos de que reciban al menos uno de cada uno —Se llevó un dedo a los labios sonrientes—, en cuyo caso deberán compartir.
Todos murmuraron un acuerdo, emocionados.
—No quiero tu saliva en mis cubiertos —resopló Mía, apretando los puños.
—Pusiste tu boca en el sorbete de mi cóctel y no me quejé —señaló Cass por lo bajo.
—El alcohol mata cualquier rastro de virus que tengas.
—Con que así estamos, ¿eh? —Entornó los ojos—. Ya quiero verte rogar por compartir cuando consiga responder todas las preguntas sobre ti y tú no obtengas ni un tenedor.
—Te conozco como la palma de mi mano, gato problemático. —Levantó la barbilla, aceptando el desafío—. El que acabará arrastrándose a mis pies serás tú.
—¿Voluntarios para iniciar? —preguntaba la presentadora.
—¡Aquí! —Cassio levantó el brazo, sin apartar los ojos de Mía—. Mi prometida está ansiosa por intentarlo.
Todos los ojos se clavaron en su mesa.
—¿Qué estás haciendo? —gruñó ella en voz baja, con una sonrisa falsa.
—Somos los expertos en iniciativa, ¿recuerdas? —susurró el joven, igual de sonriente.
Tenía razón. La muchacha se sintió aliviada al ver que las palabras de su compañero incentivaron a los demás comensales. Había suficientes empleados y pizarras para interrogar a todas las mesas al mismo tiempo. Eso les ahorraría tiempo y convertiría el juego en algo más íntimo, más relajado.
Les asignaron una mediadora joven, con una sonrisa nerviosa. Mía aceptó la pizarra mágica que le ofrecía. Dejó varios sobres en la mesa.
—Las preguntas fueron asignadas al azar. ¿Les gustaría leer la primera? —preguntó con su voz suave, emocionada—. Apenas la tengan deberán escribir su propia respuesta del lado izquierdo y la información de su acompañante a la derecha. Tendrán treinta segundos. ¡Comencemos!
Cass levantó un sobre al azar y lo abrió.
—¿Cuál fue la primera mascota de tu pareja? —leyó.
Abrió enormes los ojos. Su mente quedó en blanco. Se preguntó si la serpiente que ella tenía por lengua contaría como mascota.
¿Mía Morena había tenido animales alguna vez? ¿Qué especie sería compatible con ella?
—¿Te gustan los cuervos? —preguntó, por encima de su pizarra.
—¡No se vale hacer trampa! —advirtió la mediadora.
Mía le dirigió una mirada hostil. Luego continuó escribiendo.
Cass maldijo internamente y respondió por su propio lado. Luego anotó Ninguna en referencia a la de su adversaria.
—¡Se acabó el tiempo! —La mujer entre ambos aplaudió una vez—. ¿Puedo ver sus respuestas?
—¿Respondiste que nunca he tenido mascotas? —se quejó Mía—. ¿En serio?
—¡¿Peces?! —exclamó el hombre, leyendo la respuesta correcta—. He ido a tu casa desde los seis años, ¿cuándo los tuviste?
—Mi padre tenía una pecera. Decía que tener peces en el hogar traía armonía.
«En realidad la empeoraba porque los condenados se morían y después quería culparnos», pensó.
—Acaban de perder las copas....
—Él acaba de perder la suya —corrigió Mía con una sonrisa satisfecha—. Yo respondí bien.
Del lado derecho de su pizarra podía leerse Galatea Tina Calico. La boca de Cass cayó abierta. Gatica había respondido él mismo.
—¿Es el mismo animal? —indagó la mediadora, inclinando la cabeza.
—Galetea Tina Calico, conocida como Gatica —comenzó Mía con seguridad, mientras lo miraba a los ojos—, fue una gata tricolor que nació el mismo día que tú en el techo de tu tío. Él la llevó a tu casa cuando tenían tres meses. Tu familia bromeaba sobre ser la melliza que te faltaba y les pareció divertido criarlos juntos. —Su voz se suavizó. El joven estaba estático, mudo—. Te acompañó durante diecisiete años.
Mía no habría podido olvidar al único ser que había recibido el amor y devoción de Cassio Calico. Fue en el último año del colegio, durante el receso invernal, cuando cerró sus ojos por última vez.
Ella había estado en su propia habitación leyendo un libro cuando Exequiel irrumpió, alarmado y sujetando su celular.
Ninguno se tomó con indiferencia la noticia. Habían conocido a la gata indiferente y exigente, por momentos dulce, que reinaba en la casa Calico. Con su cuerpo esponjoso de pelaje largo y ojazos verde limón, era un miembro más de esa familia.
Los hermanos llegaron al mismo tiempo que Valentín. Encontraron a Cassio acurrucado en su cama, abrazando el juguete favorito de la minina, un peluche en forma de corazón con un bordado zigzagueante en el medio.
Se trató de la única vez que Mía lo vio llorar. No había gritos. Solo sollozos que parecían a punto de partirlo en dos. Valentín y Exequiel se sentaron a su lado, tratando de ofrecer algún consuelo en silencio mientras fallaban en contener sus propias lágrimas.
Ella se mantuvo al margen, bajo el umbral de la puerta abierta, hasta que la madre del adolescente le ofreció seguirla a la cocina y compartir unas tazas de té.
Fue una época muy difícil. Su familia llegó a organizar un funeral y esparcieron sus cenizas en las montañas de Valle Encantado.
Desde entonces el muchacho amaba a los gatos pero nunca volvió a adoptar otro. Él afirmaba que era por falta de tiempo y amor para dedicarle, o porque estaba fuera de casa demasiadas horas. La verdad era que no estaba listo para llenar el vacío que dejó su primer amor felino.
Del otro lado de la mesa, Cassio le dirigió una mirada difícil de descifrar. El fantasma de una sonrisa apareció en sus labios.
—Veo que consiguieron una copa. —La mediadora se aclaró la garganta—. ¿Vamos a la siguiente pregunta?
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