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Capítulo 5

«Tal vez mi lancha naufragó, morí y ahora estoy en el limbo pagando por mis abundantes pecados», pensaba Cassio mientras terminaba de abrocharse los jeans en medio de la cocina.

Aunque no lo demostrara, la idea de tener a Mía Morena Luna en la habitación vecina era inquietante. Bañarse en combustible y ponerse a hacer malabares con antorchas encendidas sería más inofensivo que compartir un mismo techo.

Ella era la personificación de su mala suerte. ¿Qué estaba haciendo en la Isla Delamorir? ¿Por qué lucía tan convencida de que esta cabaña flotante era suya?

Hablaría con Anabela. No había forma de haberse equivocado si ella misma fue quien le asignó este lugar.

Recuperó las gafas que había dejado en el baño. Cuando terminó de ponerse una camiseta con el lema Te dije 69 veces que no soy malpensado, notó que la puerta había quedado entreabierta.

Encontró una mochila gigante con un llavero en forma de taza. Sonrió. Probablemente Mía Morena ya había notado que la olvidó allí, pero su orgullo le impedía arruinar su salida triunfal y regresar por ella.

Decidió ser benevolente. Recogió el paquete y fue hacia la puerta de ella. Llamó con su puño, siguiendo un ritmo de dos golpes lentos, dos rápidos, uno rápido con otro lento. Repitió la secuencia tres veces hasta que ella respondió.

La joven abrió apenas la puerta y se asomó con esos ojos gélidos. Cass resistió el impulso de convertir ese hielo en fuego. Siempre había sido tan fácil y divertido hacerla explotar.

—¿Olvidaste algo? —preguntó él con gentileza—. Y no me refiero a tu corazón a mis pies.

Ella abrió del todo la puerta y se cruzó de brazos. Respiró profundo como si rogara paciencia al cielo. El modo civilizado de Mía Morena siempre se activaba cinco minutos después de tratar de matarlo. Era un pastelito de buenas intenciones bajo esa máscara de chica dura.

—¿Qué estás haciendo aquí, Cassio?

—Lo mismo iba a preguntarte.

—Soy una invitada.

—Yo también.

—Mentiroso. El matrimonio Casares-Amade reservó este complejo para la boda de sus nietos. Nadie en su sano juicio llevaría un gato a un santuario de aves.

Él soltó una risa.

—Tienes razón. —Se inclinó hasta que sus narices se tocaron—. Hackeé el sistema de la isla y registré mi nombre en esta cabaña. También repliqué una invitación a la boda. ¿Sabes por qué? —Con suavidad, le apartó el flequillo de la frente—. Porque sabía que estarías aquí y quería verte, Miamore.

El corazón femenino se saltó un latido. Esos nudillos en su rostro eran cálidos, gentiles.

—Has afilado tus habilidades de manipulación, lo reconozco. —Ella le dio un manotazo y entornó los ojos—. Deja de jugar y responde directamente: ¿Te contrataron para arruinar esta boda?

Él se apartó lo suficiente para darle su espacio. Sus dedos cosquilleaban. Negó con la cabeza.

—No. No lo hicieron. Sabes que Desaires Felinos no sabotea relaciones deseadas.

Ella buscó sus ojos. Él parpadeó con inocencia, levantó la mochila y se la devolvió.

—¿Entonces...?

—Te lo dije. Fui un invitado de último momento para amenizar el ambiente. Soy el alma de las fiestas. —Levantó las manos—. Cada domingo, tengo más sobrinos y hermanos en mi casa que ganas de vivir.

—No te creo.

—Tienes razón. Es un domingo al mes. Los amo pero ya habría saltado de un edificio si nos reuniéramos tan seguido. —Inclinó la cabeza, pensativo—. Aunque una vez al año me lanzo de un helicóptero, pero hasta ahora siempre he abierto el paracaídas.

—Sabes perfectamente de qué estoy hablando. —Clavó un dedo en su pecho, su voz fría—. No confío en ti. Eres una catástrofe andante.

—Eso me quita el sueño. Nunca podré seguir con mi vida sin tu confianza.

Una sonrisa tiraba de las comisuras de la boca femenina. Suspiró.

—Lamento lo que pasó.

Eso era algo que nunca cambiaría, reflexionó él con calidez. Mía Morena tenía una conciencia y sentido de la moral demasiado fuertes para este mundo. Desde su adolescencia sentía la necesidad de disculparse cuando actuaba de forma impulsiva.

Era adorable. Como un cactus con flores. O un dragón herbívoro.

—¿Al menos te gustó lo que viste? Del uno al diez...

—No tientes tu suerte, Cassio Calico Román. —Apoyó una mano de manicura perfecta contra su pecho y lo empujó con suavidad para poder pasar—. ¿Quién te invitó a Delamorir?

—Anabela Amade. —Recogió las zapatillas que había dejado en el baño y se las calzó—. Fue mi profesora cuando me especializaba en terapia de parejas.

—Mi hermano me contó algo en su momento. —Revisó su celular y le hizo señas para que la siguiera a través de la puerta—. ¿Pudiste ejercer o no te aprobaron tu propio certificado de aptitud psicológica?

La sonrisa fugaz de él mostró sus dientes. Contempló las aguas cristalinas bajo sus pies mientras avanzaba por el muelle. Podía ver un cardumen colorido nadando a poca profundidad. Resistió el impulso de lanzarse, le gustaba nadar.

—Estuve dos meses en una oficina. Tenía mi agenda llena. Era especialmente popular entre las mujeres.

«Me di cuenta de que no quería envejecer dentro de esas cuatro paredes», pensó para sí. «El tiempo es demasiado precioso».

No fue una época agradable. Estaba sediento de aventuras y aterrado de haber cometido un error que le costó siete años de su juventud.

A sus veinticinco años, el problema no era haberse equivocado de profesión. Estaba a tiempo de estudiar algo diferente. Sin embargo, no tenía idea de qué rumbo deseaba tomar.

Sus siguientes años como detective privado fueron un respiro para su espíritu. Había misiones monótonas, pero a veces elegía el camino difícil nada más que para sentirse desafiado.

Creía haber encontrado su equilibrio... Hasta que su único tío materno decidió fundar una agencia del caos y fugarse después de engañar a Cassio para que aceptara convertirse en jefe.

«Viejo astuto», pensó con cariño. Al menos se aseguró de poner a los mejores agentes en un puesto igual de alto. Ese equipo salvaba a Cass de pasar demasiadas horas en esa oficina subterránea y le hacía sentir que al fin había encontrado su hogar fuera del nido materno. Aunque moriría antes de admitirlo, claro.

El único inconveniente era la ubicación de Desaires Felinos. De todos los edificios de Villamores, había terminado en la misma manzana que su némesis del colegio.

Sus ojos se perdieron en la espalda de Mía Morena, apenas cubierta por una blusa de encaje con zonas transparentes y los hombros al descubierto. Poseía una piel suave de tez bronceada que invitaba a deslizar sus dedos sobre ella. Calzaba unas sandalias de tacón plataforma alto, que hacían lucir sus tonificadas piernas aún más largas. Los pantalones de vestir oscuros se ajustaban a la perfección en sus caderas anchas y destacaban su...

—¡Deja de mirarme el trasero! —gruñó ella.

—¡Como si pudiera evitarlo! —Levantó las manos con las palmas al cielo—. Es más grande que mis ganas de escapar de Latinoamérica.

—Vete al diablo. —Ralentizó sus pasos para obligarlo a caminar a su lado.

Él soltó una risa. Las pupilas de Mía brillaban y su máscara de inexpresividad se hacía añicos cada vez que él abría la boca. Era una vista más atractiva que cualquier playa.

Detuvo esa línea de pensamientos. Mía Morena no era su tipo. Era solo la hermana mayor de su mejor amigo. Nada más. Casi como una hermana... no, mejor como un pariente lejano con quien solía pelear de pequeño. Alguien que había invadido sus sueños durante la etapa más hormonal de su adolescencia.

¿Por qué sentía que sus pensamientos estaban tomando un rumbo incestuoso?

Se aclaró la garganta.

—Yo confesé. Tú todavía no me has dicho por qué estás aquí.

Ella lo miró por el rabillo del ojo.

—Soy un plan de contingencia.

—¿Y eso significa...?

—Fui contratada para que nada ni nadie arruine esta boda.

Algo atrajo la atención de ambos. Dos ancianos tenían una acalorada discusión en la costa, entre susurros furiosos. Al acercarse, consiguieron escuchar una parte.

—¿Por qué no me avisaste? —exigía Francisco—. ¡Dijimos que yo me encargaría de contratar a alguien!

—No recibí noticias tuyas. —Anabela se cruzó de brazos—. Supuse que el cargo continuaba vacante.

—¿Crees que sería tan irresponsable?

—Solo sé que tienes otras prioridades.

Guardaron silencio al notar la presencia de los jóvenes.

—Continúen —sugirió Cass con desenvoltura—. No me molestan las discusiones conyugales, y aquí mi compañera fue entrenada desde la más tierna infancia.

Mía intentó clavarle su tacón en el pie pero él reaccionó a tiempo para esquivarla.

Francisco dio un paso hacia ella.

—Bienvenida, señorita Luna. —Estrechó su mano—. Espero que haya tenido un viaje agradable. Esta es mi esposa, Anabela Amade. —Señaló a la anciana con una sonrisa tensa—. Anabela, la señorita Mía Luna aceptó ser mi asistente de iniciativa. Es una organizadora de eventos profesional.

—Qué sorpresa —bufó la anciana con fría ironía—. Siempre eliges secretarias jóvenes, bonitas y solteras.

—¿Otra vez con eso, Anabela?

—Como sea. Bienvenida, Mía. —Le restó importancia con un gesto de su mano. Señaló a Cassio—. Este de aquí es a quien traje para el mismo puesto. Veo que ya se conocen.

—Es una larga historia... —respondieron al unísono.

«Lamentablemente, lo encontré en la situación más inapropiada», pensó Mía.

«Acaba de verme en pelotas», estuvo tentado a agregar Cass.

—Licenciado Cassio Calico, a su servicio. —El muchacho estrechó la mano del anciano. Sus pupilas resplandecían, lo que era una señal de alarma para sus conocidos—. Conozco a su esposa desde hace mucho tiempo. —Bajó la voz al nivel de un ronroneo—. En el pasado nos quedamos hasta altas horas de la noche juntos.

Mía le dirigió una mirada de advertencia pero él la ignoró.

—¿Disculpa? —Los hombros de Francisco se tensaron.

—Fue mi alumno —aclaró Anabela con cautela—. Cassio es un psicólogo especializado en parejas.

«Sí, en destruirlas», pensó Mía.

—Soy muy hábil en todo lo que hago. Por eso su esposa me trajo para animar cada una de sus actividades nocturnas.

—Y diurnas. Iniciar las actividades recreativas para unir a ambas familias antes de la gran boda —corrigió Mía rápidamente—. Tenía entendido que ese sería mi rol. Puedo encargarme sola. No hay necesidad de que esta persona continúe en la isla.

—Mía More, suenas como si quisieras deshacerte de mí lo antes posible —señaló con ironía—. Anabela me invitó personalmente. Soy muy especial para ella. Le gusta que sea tan joven y lleno de energía... a diferencia de otros.

—¿Qué estás insinuando? —soltó Francisco a través de los dientes apretados.

Las mujeres contuvieron la respiración al sentir el exceso de testosterona que comenzaba a sofocar el ambiente.

—Cassio... —Los ojos de Mía lanzaban pequeñas daguitas, prometían un verdadero infierno.

—De hecho, soy su amante —soltó el joven con desenvoltura—. Le doy lo que ningún otro hombre puede darle, y nos vamos a casar cuando todo esto termine.

Sus tres interlocutores abrieron la boca con incredulidad. No solo por la bomba cizañera que acababa de soltar. Sino por la pareja que había aparecido justo detrás.

Ambos en traje de baño y sandalias de playa. El primero con el torso desnudo, su cabello desteñido por el sol y una sonrisa aturdida en su boca. El segundo lucía una camiseta sin mangas con un arcoiris a la altura del corazón y los miraba con los ojos muy abiertos.

Mía los reconoció al instante. Dulce Casualidad había investigado a fondo todo lo implicado en esta misión, y los protagonistas de la boda no podían faltar.

—Este es mi nieto Milo —dijo Anabela, sin aire, mientras señalaba al hombre de camiseta—. Y su prometido...

—... mi nieto Jonás. —El anciano estaba mortalmente pálido.

—¿Está todo bien? —Milo los observó a cada uno con el ceño fruncido—. Desde lejos, parecía que estaban discutiendo...

—¡No! —respondieron al unísono los ancianos—. ¡Todo está perfecto!

—Acaban de llegar los encargados de iniciar las actividades recreativas —se apresuró a señalar Anabela.

—Soy Mía Luna y este de aquí es Cassio Calico. —Su sonrisa profesional estaba de regreso, aunque por dentro caminaba sobre una cuerda muy floja—. Somos especialistas en organizar eventos y... animarlos.

—¡Espero que se diviertan! —Milo le dedicó una sonrisa, su boca era idéntica a la de su abuela—. No tienen de qué preocuparse. Si nuestros abuelos están a cargo, nada puede malir sal.

—No pudimos haber contratado a alguien mejor —agregó su prometido con la misma emoción—. Confiaremos ciegamente en todo lo que han planeado.

—Estamos a su disposición.

—Por cierto... ¿Escuché que alguien más va a casarse? —preguntó Jonás. Los cuatro empalidecieron. El joven puso una mano en el hombro de Cass y otra en el de Mía—. ¡Felicidades! ¿Ya tienen fecha? O... ¿se referían a alguien más?

Los abuelos estaban a punto de sufrir un paro cardíaco al ver su fachada de matrimonio perfecto tambalear.

Cassio no revelaba una gota de arrepentimiento. Con los pulgares en los bolsillos y una sonrisa descarada en sus labios, daba la impresión de un gato que acababa de cenar al canario.

Su compañera tragó saliva y cerró los ojos como una condenada al fusilamiento. Sabía que se arrepentiría de esto. Ya lo hacía.

—Sí... —pronunció ella con la naturalidad de quien estaba siendo apuntada con un cuchillo— es mi prometido.

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