Capítulo 28
La decoración fue instalada en la costa, con el sol perdiéndose en la distancia, las nubes creando un espectáculo inspirado en el fuego, y el entrechocar de las olas como música de fondo.
Sobre la arena, cuatro filas de sillas apuntaban a un altar de madera decorado con lienzos blancos y flores frescas. Este se hallaba dentro de un gazebo blanco iluminado por faroles colgantes.
Para llegar al altar, la pareja debería atravesar un camino de flores bordeado por antorchas encendidas.
Mía se mantenía al margen, protegida bajo la sombra de una palmera. Había ayudado lo necesario pero no participaría como invitada a una boda tan privada. Después de todo, solo había familiares de los novios y un par de amigos muy cercanos.
—Debo admitir que se lucieron —soltó Cass, apareciendo con un coco del cual sobresalían dos sorbetes en forma de corazón.
Lucía unos jeans rasgados y una camiseta con la leyenda: El matrimonio es la principal causa de divorcio.
Ella miró la bebida con desconfianza.
—¿Tiene alcohol?
—Compruébalo por ti misma. —Le ofreció un sorbo. Ella dudó—. Si no estás segura de si te gustará, podrías probarlo primero de mis labios.
Ella estuvo tentada a aceptar la oferta. Después de todo, ya no había motivos para reprimirse. Su horario laboral había terminado. No era más que una turista ahora.
La noche anterior, mientras compartían una cena y un buen vino en la cabaña, con las ventanas abiertas para admirar el Mar Dytos reflejando a la luna, sus teléfonos sonaron.
Reconocieron sus tonos para mensajes. Se miraron, presintiendo que no era una coincidencia.
Los revisaron al mismo tiempo. Mía desbloqueó su pantalla y abrió el chat que mantenía con Francisco Casares. Leyó con atención su mensaje:
«Ahora que conozco los sentimientos de mi nieto y su pareja, comprendo que nunca hubo necesidad de temer una ruptura por culpa de mi compleja relación con Anabela. Por esa razón, señorita Luna, la libero de cualquier culpa o responsabilidad ante los resultados de esta misión. Agradezco sus servicios durante estas dos semanas y le enviaré sus honorarios de inmediato. Atentamente, Francisco Casares».
Arriba apareció la notificación de un depósito en su cuenta bancaria.
—Vaya... —silbó ella—. Esto fue bastante directo. Lo esperaba pero a la vez siento que me echaron antes de terminar un proyecto.
Levantó la vista hacia Cass, quien leía concentrado su propio mensaje.
—No estoy seguro de cómo interpretar esto —admitió el joven.
—¿Es un mensaje de Anabela?
—Sí. Es un poco ambiguo, ¿no crees?
Dio vuelta su teléfono, enseñando orgulloso la pantalla.
«Buen trabajo. Estás despedido», leyó Mía. Incluía un comprobante del pago final.
La joven le dirigió una mirada irónica mientras enrollaba el spaghetti en su tenedor.
—Bueno, parece que sí cumplieron su promesa. —Cass sonrió, bebiendo de su copa con movimientos sofisticados—. Mira nomás qué buena comunicación y sincronía para mandarnos al diablo.
—Más se unen los hombres por un mismo odio que por un mismo amor —suspiró Mía, considerando que la estrategia de ser los objetos de su ira también habría sido buena.
No podían culparla por haber sido tan torpe. Todavía estaba aprendiendo lo básico y era relativamente inexperta en el arte de Cupido.
La muchacha sacudió sus pensamientos, regresando al presente cuando sintió una mano en su hombro.
—Disculpen, ¿saben dónde se está organizando una boda? —Un hombre apareció detrás de ambos, sorprendiéndolos.
Vestía bermudas holgadas, camisa hawaiana con estampado de cannabis y unas impecables rastas sobre su cabeza. Una mochila vieja colgaba de su hombro. Su voz era ronca, como si acabaran de arrancarlo de una siesta en su cómoda hamaca.
—Acabas de tropezar con ella. —Cass señaló con el pulgar hacia el escenario de sillas y altar.
—Me alegra no llegar tarde. —Soltó una risa distraída—. Te lo agradezco, hermano.
—No me suena —comentó Cass cuando lo vio avanzar entre las sillas—. ¿Será uno de los ebrios perfumados que se cuelan para comer y beber gratis?
—Llega a ser uno de tus agentes del caos y te partiré tu cóctel por la cabeza —amenazó Mía.
—No seas tan paranoica. ¿Sabías que los cocos en la cabeza matan a ciento cincuenta personas al año?
Observaron al muchacho acomodarse... tras el altar. Abrió su mochila y se apresuró a colocar un libro, una copa y otros accesorios religiosos sobre la mesa.
—¿Ese es... el juez de paz? —El coco estuvo a punto de resbalar de las manos de Cassio.
Mía entrecerró los ojos, su mente conduciendo a toda velocidad.
¿Por qué llegó a último momento?
¿Adónde había ido el hombre mayor que vio hablando con los padres de los novios hacía dos horas? Estaba segura de que ese tipo iba a encargarse de unir legalmente a Milo y Jonás.
Campanas de alarma empezaron a tintinear en su cabeza al mismo tiempo que la música de entrada resonaba por los altavoces. Cualquier conversación fue acallada.
Los invitados se pusieron de pie, expectantes. Contuvieron la respiración.
Habían acordado que los novios entrarían al mismo tiempo, escoltados por sus abuelos.
Los segundos se convirtieron en un minuto. La primera canción llegó al estribillo por segunda vez.
Nadie aparecía.
—Mierda —murmuraron ambos agentes, comenzando a sudar frío.
Mía ya se imaginaba a los novios huyendo por la ventana y a sus abuelos desesperados tratando de rastrearlos.
No era su responsabilidad intervenir. Literalmente, su trabajo había terminado. Pero tampoco podrían lavarse las manos.
Justo cuando estaban por emprender el camino hacia el vestidor, escucharon los murmullos.
Dos personas emergieron de entre las palmeras e iniciaron el camino enmarcado por antorchas. Tomadas de la mano.
La anciana lucía un vestido crema con un bordado en el frente. Perlas habían sido tejidas en la trenza de su cabello platino y su maquillaje sutil resaltaba la sonrisa de sus ojos.
Por su parte, el anciano lucía un traje café de corte formal, su corbata a juego con el vestido de su pareja.
Todo el mundo los contemplaba con la boca abierta. Continuaban mudos cuando la pareja se detuvo frente al altar.
Jonás y Milo aparecieron desde los costados y se posicionaron uno a cada lado de su abuelo.
—No es un juez de paz —susurró Mía, un escalofrío recorriendo su columna cuando vio al hombre de rastas comenzar un discurso para bendecir a la pareja—. ¡Es un cura!
Cass se ahogó con su cóctel. Empezó a toser entre risas.
—Parece que Milo y Jonás llevaron el intercambio de parejas a otro nivel —señaló él.
—Esos bastardos manipuladores... —Su cuerpo se tensó cual felino agazapado a punto de robar una presa de pollo—. ¡Tenemos que detener esto!
—¡Alto ahí! —Lanzó su coco a un lado y la atrapó en un abrazo por detrás apenas la vio dar el primer paso—. Nada de ser una gata rompehogares en mi turno.
—¡Suéltame! —Forcejeó—. ¡Los convencieron de hacer algo que no querían! No tengo dudas...
—... pero tampoco pruebas.
—¡Cassio, están cometiendo un error!
—Eso no lo discuto. —Sin dejar de rodearla por la cintura, la fue arrastrando hacia atrás, a la arboleda, lejos de ojos curiosos—. El matrimonio es una mala decisión el noventa y cinco por ciento de las veces, pero ya tienen una boda por civil encima. La versión por iglesia es un mero formalismo cursi.
—¡¿Por qué no estás sorprendido?! —Giró el rostro hacia él, furiosa—. ¿Sabías que planeaban esto?
—Claro... —pronunció, destilando sarcasmo—. Como jefe de Desaires Felinos, fui el primero al que le avisaron que la pareja y el tipo de boda habían cambiado. Es más, fui invitado a la conversación familiar privada de esta mañana donde probablemente decidieron todo.
—Esto es importante, idiota.
—Lo sé. —Echó un vistazo a la sonrisa de los ancianos camino al altar. Le recordó vagamente a sus propios e impulsivos padres—. Por eso no puedo permitir que arruines esta boda. —Respiró profundo— Ah, qué vergüenza, no le digas a nadie que dije eso.
Sus ojos se encontraron. Esos iris cafés de pestañas largas lo volvían loco cuando destilaban hielo o fuego. En ese momento eran una amalgama de ambos. Sus brazos continuaban envolviéndola por detrás. Desde lejos podrían parecer una pareja compartiendo un abrazo cariñoso.
Mía Morena suspiró y asintió, sus hombros caídos en resignación. Hasta los dragones sabían aceptar cuándo era hora de dejar a la princesa fugarse con un príncipe al que acababa de conocer pero que prometía buena posición económica y descendientes atractivos.
«Buena chica, siempre tan predecible», pensó él. Satisfecho, decidió liberarla.
Gran error.
Ella se lanzó hacia la boda, sus sandalias aplastando la arena y sus brazos dándole impulso.
Cassio soltó una maldición y fue tras sus pasos. Atravesaron la zona de palmeras y consiguieron vislumbrar las sillas con invitados ahora sentados. De espaldas a ellos. Algunos lloraban de emoción. Otros dejaban escapar risitas. Todos felices.
Cuando estaba a unos metros, Mía Morena abrió la boca para gritar una objeción, pero la mano de Cassio la calló. Su brazo libre la capturó por la cintura y la levantó por los aires. Dieron un giro que estuvo a punto de hacerlos caer.
Cuando consiguió estabilizarse, comenzó a arrastrarla hacia atrás. Esquivando patadas, codazos y uno que otro intento de morderle la mano.
Novata. No tenía idea de que Cassio tenía años de experiencia tratando con los salvajes de sus sobrinos.
El único testigo de esa actuación silenciosa fue el cura, parado en dirección opuesta a los demás. Parpadeó. Su voz vaciló un instante pero se aclaró la garganta y prosiguió con la ceremonia.
Su concentración no volvió a tambalear ni siquiera al ver a Cass cargar sobre su hombro a una enfurecida Mía.
Entre gruñidos y forcejeos, el agente consiguió alejarse con su problemática prometida.
—Y así, Mía More, es como se detiene a un rompebodas —anunció cuando llegaron hasta el muelle donde aguardaban las cabañas, no muy lejos de donde se celebraba la boda.
—Me las vas a pagar, maldito gato problemático —juró, tratando de patearlo en su estómago pero él la sujetó por las piernas para inmovilizarla.
—Me lo agradecerás cuando tu cabeza se enfríe. —Se detuvo al borde del muelle, contemplando la inmensidad del Mar Dytos con la muchacha todavía en su hombro.
—¡Ni se te ocurra! —chilló—. A esta hora el agua es hielo.
—Cálmate o recrearé una escena romántica del Titanic.
—Déjame adivinar: ¿La parte en la que medio mundo se está muriendo?
—Me encanta cuando me lees la mente, Miamore —ronroneó.
Ella intentó respirar profundo pero resultaba una tortura en esa postura con un hombro clavándose en su estómago y su cabeza cayendo del otro lado.
—Tú ganas —suspiró—. Respetaré la decisión de dos ancianos que fueron tratados como marionetas por sus nietos.
—¿Lo prometes?
—Te doy mi palabra.
Cass la fue dejando en el suelo con suavidad, esas curvas femeninas deslizándose por cada centímetro de su propio cuerpo. Cuando la tuvo enfrente, entrelazó sus manos. Podría parecer un gesto romántico pero era pura precaución por si ella intentaba darle un puñetazo.
—Cuando los emparejaron hace una década y media, Celestine D'Angelo también admitió que el nivel de compatibilidad y madurez emocional era lo suficientemente elevado —señaló él con calma.
—Cuando los... —Mía abrió los ojos con incredulidad. Sintió que el suelo se abría en dos—. Celestine... ¿De dónde sacaste...?
«No hay registro de quien contrató a Dulce Casualidad para flechar a Francisco y Anabela... porque los clientes eran menores de edad», comprendió.
—Se le escapó a Jonás el otro día. —El muchacho soltó un murmullo ofendido—. No deberías subestimar mis habilidades detectivescas.
Mía imaginó a Celestine sonriendo con ironía al ver a dos adolescentes pidiéndole emparejar a sus abuelos, ofreciendo sus escasos ahorros a cambio. Conociendo a la jefa de los cupidos, se habría negado a cobrarles pero la curiosidad y su fe en el amor la convencieron de darle una oportunidad a esa misión.
—Quiero hacerles daño por meterse donde no les incumbe —masculló ella.
—Ya sabemos que no eres partidaria de la filosofía Cupido no pide permiso.
—¡El consentimiento de los objetivos es importante!
—Dudo que alguien pueda obligar a esos ancianos a hacer algo así en contra de su voluntad. En serio no creo que lo que acabamos de presenciar haya sido una decisión impulsiva —insistió Cass. Ella lo miró, un mohín en sus labios que él estuvo tentado a borrar con un beso—. Hablé con el nieto de Francisco en Valgover. Él y Milo no estaban seguros de dar este paso. Irónicamente, una boda por iglesia era un asunto pendiente para sus abuelos desde el principio. ¡Así que aprovecharon el bug!
—¿Por qué no lo hicieron antes?
—Ambos creían que el otro rechazaría la idea. —Hizo un gesto dramático con su mano—. Por esto de respetar demasiado la memoria de sus difuntos primeros esposos.
—Siento que esta es una versión alternativa del: Tenemos problemas de pareja serios, ¿y si los solucionamos casándonos y procreando un hijo?
Cass soltó una carcajada. Su mirada era cálida. Liberó una de sus manos entrelazadas, la levantó y le apartó el flequillo de la frente.
—Los humanos enamorados toman decisiones absurdas, pero eso no significa que estén condenados al fracaso. Las probabilidades de éxito aumentan si ya compartieron con felicidad una década y media de sus vidas. No hablamos de adolescentes hormonales fugándose de casa por amor.
Ella analizó sus palabras. Sabía que Cass era profesional en el arte de la persuasión, experto en tergiversar una discusión para terminar teniendo la razón. Sin embargo, exponía un buen punto.
—Tienes razón —admitió más serena—. Además ambos son buenos partidos, expertos en construir un buen matrimonio. En teoría. No es como si se casaran con un desastre que lo único que sabe hacer es destruir relaciones...
Cerró la boca al darse cuenta de cómo sonaba eso último. Le dedicó una sonrisa a su interlocutor para que no lo tomara personal.
Cass entrecerró los ojos, sus pupilas resplandecían. Sin advertencia, apoyó las manos en sus hombros y la empujó al agua.
Y luego se vio obligado a seguirla cuando recordó que Mía Morena no sabía nadar.
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