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Capítulo 25

Bajo las órdenes de los guías, todos eligieron un disfraz de su talla y se encerraron en los vestidores.

Cassio aprovechó de cambiar sus gafas aéreas por los lentes de contacto que siempre cargaba en su mochila.

El disfraz de los caballeros incluía pantalones y camiseta de mangas largas negras. Por encima, una casaca con capucha, en color rojo con el logo de un león en dorado al frente. Un cinturón ancho ajustado a la cintura y botas altas le daban el toque especial.

Antes de abandonar el vestidor, enganchó su espada a un lado de su cadera.

Una vez fuera, hizo estiramientos para medir el nivel de movilidad que le permitía el disfraz. Concluyó que era cómodo. La ropa se adaptaba a sus músculos y lo protegían del frío eterno que parecía ser parte de esas paredes.

Por el rabillo del ojo, descubrió a Jonás eligiendo espada con su abuelo y su padre. La única diferencia de uniforme eran los detalles más elaborados de su casaca, como si los bordes hubieran sido cosidos con oro, una capa a su espalda y una corona de utilería sobre su cabeza.

—Siento que el sastre se tomó varias licencias artísticas —pensó en voz alta.

—La verdadera pregunta es qué hace un príncipe en una fortaleza dónde debería haber únicamente soldados —replicó una voz a su espalda.

Cass se giró con un comentario burlón en la punta de la lengua, pero este quedó en el olvido al ver a Mía Morena. Una camisa blanca con abundantes vuelos dejaba sus hombros al descubierto y se aferraba a sus voluminosas curvas gracias a un corset de cuero marrón. Sus largas piernas se hallaban enfundadas en una calza negra que se perdía dentro de unas botas altas. Para combinar, un sombrero tricornio digno de una pirata descansaba sobre su cabello suelto.

Cassio tragó saliva. Luchó por regresar toda su sangre al norte.

—Presiento que me dará frío, por los hombros desnudos —se quejó la joven con los labios apretados, inconsciente de los pensamientos impuros de su compañero.

—Me ofrezco como voluntario para darte calor —pronunció Cassio cuando recuperó un hilo de su escasa cordura.

—Compórtate.

—No quiero. ¿Cuál sería mi recompensa si fuera un buen chico?

Ella entornó los ojos en advertencia. Él deslizó un dedo bajo su barbilla, instándola a levantarla. Se inclinó hasta que sus labios se rozaron en una caricia suave, sutil, pero suficiente para sacudirlos a ambos y robarles el aliento.

Alguien se aclaró la garganta, obligándolos a apartarse.

—¡Estamos teniendo un momento privado en público! —se quejó Cassio con el ceño fruncido, volviéndose hacia la voz—. ¿Le importaría no interrumpir...? —Reconoció a su clienta—. ¿En qué puedo servirle, licenciada Amade? ¿O debería decir teniente Amade?

—Tengo que hablar contigo un minuto. —Le hizo señas para que la siguiera.

Cass suspiró y fue con ella a un rincón del salón lo suficientemente alejado de los oídos chismosos.

—¿Pasó algo?

—Francisco aceptó iniciar los trámites de divorcio inmediatamente después de que nuestros nietos partan a su luna de miel. Lo anunciaremos oficialmente cuando regresen.

Fue como si le cayera un balde de agua gélida. El agente abrió los ojos y la boca con incredulidad.

Anoche, la mujer le había contado por teléfono sus teorías sobre la infidelidad de su marido. Cuando Cassio mencionó que podría haber algún malentendido en esa historia, hizo oídos sordos y afirmó que a esta altura nada cambiaría, por lo que el agente desistió de intentarlo.

—Supongo que... es bueno llegar a un acuerdo—señaló él, vacilante.

—Lo es.

—No parece feliz.

Las pupilas de la anciana se perdieron en sus recuerdos. Sus labios pintados permanecían apretados.

—Haber elegido mal a mi compañero de vida no es algo de lo que me enorgullezca. —Soltó el aire con brusquedad—. Fracasar a mi edad, qué vergüenza.

—Fracasar habría sido guardarse lo que descubrió y dejar que el resentimiento la consumiera hasta que ya no quedara nada de ambos.

—La verdad es que... Francisco tenía razón. Esto venía mal desde mucho antes —confesó—. Han pasado años desde que tuvimos una verdadera cita o bailamos juntos. Confundimos el aburrimiento con la paz. La monotonía es el peor asesino del amor. Toma nota para tu trabajo, joven Calico.

Sin más, se alejó hacia su grupo. Cassio sintió una punzada en su pecho. Una de las reglas sagradas de su agencia era cuidar los corazones de sus objetivos. Disolver una relación sin romper ambos corazones. O, al menos, disminuir el daño en la medida de lo posible. Y, bajo ninguna circunstancia, dañar un amor genuino.

Por primera vez desde sus años como detective y agente del caos, la culpa lo alcanzó.

—Ya que están listos, ¿pueden formar un círculo a mi alrededor? —El llamado de la joven guía lo arrancó de su ensimismamiento.

El grupo obedeció. La adolescente lucía emocionada de ser el centro de atención, una de las virtudes que solo los extrovertidos disfrutaban.

—Les voy a ambientar el juego. —Frotó sus manos y se aclaró la garganta—. Los ataques de embarcaciones piratas aumentan cada temporada. El príncipe Jonás Casares ha convocado una reunión de emergencia con sus caballeros más hábiles.

Risitas estallaron al oír referirse al hombre como príncipe.

De repente —La narradora subió el volumen— escuchan gritos y cañones. ¡La Fortaleza Valgover está bajo ataque enemigo! Corsarios bajo el mando del infame capitán Milo consiguieron infiltrarse dentro de estos muros... y no se detendrán hasta encontrar el gran tesoro de la Isla Delamorir, custodiado por el mismísimo príncipe —Levantó una estatuilla dorada en forma animal—: El gato Mévales, dueño real del castillo.

—¿Qué...? —comenzó Mía.

—¿... rayos? —concluyó Cass, interesado en el rumbo de la narrativa.

La adolescente se aclaró la garganta.

—Era una copa bañada en oro, pero la familia que participó esta mañana la dejó caer por el acantilado —confesó en un tono normal—. Tuvimos que improvisar. Yo quería usar gatos reales pero nos habría caído encima la protectora de animales local. —Le entregó la estatuilla a Jonás—. Piénsenlo y verán que tiene más sentido. Hoy en día pocos lucharían por dinero pero cualquiera daría su vida antes de permitir que se roben a su mishi.

—Isla... —le reprochó su abuelo, avergonzado por el descaro de la joven.

—Como les decía —La muchacha agravó su voz, recuperando su personaje—: cada uno tendrá una espada. Si el enemigo consigue hacerles un corte, pueden darse por muertos. ¡Prohibido apuntar a las cabezas de arriba y de abajo! Los piratas también poseen una reliquia gemela, custodiada por su mismísimo capitán. —Le entregó la segunda estatuilla a Milo—. El primer bando en hacerse con el tesoro del enemigo y matar a su jefe, gana. La persecusión se llevará a cabo en cualquier rincón del castillo, excepto las puertas que tengan el cartel de Uso exclusivo para el personal de la fortaleza. ¿Alguna duda? —No les dio tiempo para responder—. Tienen cinco minutos para dispersarse. ¡Cuando suene la trompeta, comenzará la sanguinaria batalla!

El grupo se dividió a toda velocidad. Mía y los suyos fueron a la capilla, la cual contenía un espacio para el altar pero ni un solo adorno. El riesgo de romper algo por accidente era nulo. Pensó que eso les ahorraba una fortuna en decoración, mantenimiento y limpieza.

—¡Vamos a organizarnos! —Haciendo alarde de su entrenamiento como futuro director de una academia, Milo anunció su estrategia—. Necesitamos atacar primero. Una parte de nosotros se quedará protegiendo la reliquia. Otra irá de cacería.

—Ustedes pueden esconderse —declaró Anabela, dejándose llevar por el juego de roles—. Yo voy a luchar.

—También prefiero esa misión —afirmó Mía con orgullo.

—Yo te cubro, hijo —aceptó un hombre de mediana edad.

Y así, los escoltas y cazadores fueron establecidos. Mía emprendió su camino en solitario por esas paredes macizas. Agudizó el oído, atenta a la menor advertencia de peligro.

Entonces sucedió lo inevitable. Se encontraron frente a frente. Cassio levantó ambas manos al verla con el arma desenfundada. Sus ojos resplandecían.

—Quisiera ser pirata, no por el oro ni por la plata, si no por el tesoro que guardas entre...

—Termina la oración y atravesaré mi espada por donde no te da el sol —juró Mía, apuntándole a la garganta.

—De acuerdo, eso fue vulgar hasta para mí. —Soltó una risita. Se llevó una mano al pecho mientras la otra bajaba disimuladamente a la espada en su cintura—. Apunta a aquí, Miamore, al espacio donde estaría mi corazón si no me lo hubieras arrebatado con tu despiadada sonrisa.

Los hombros de ella temblaron. Se mordió los labios para no reír.

—Deja la galantería y dime dónde se esconde el cobarde de tu príncipe.

—Mis labios están sellados. Pero un beso de los tuyos podría hacerme confesar hasta los pecados que aún no he cometido.

—Suena a que te separaste del grupo y no tienes idea de adónde fueron. —Chasqueó la lengua y apuntó su espada a su brazo—. Sin información, no me sirves. Tendré que matarte.

—¿No vas a someter mi cuerpo con diversas torturas que impliquen esposas y cuerdas? Me estás decepcionando, malvada pirata Luna.

—Soy un corsario, no un pirata.

—¿Hay alguna diferencia?

—Los piratas son delincuentes que roban para su propio beneficio. Los corsarios somos contratados por el gobierno para atacar a países rivales. —Levantó la barbilla—. Ahora sé un buen caballero y entrégame tu espada.

Las pupilas de Cass se desviaron hacia la puerta más cercana.

—De acuerdo, pero si nos arrestan por exhibicionistas, tú pagas la multa. —Su mano fue a su cinturón.

—¡No esa espada, idiota! —chilló ella, sorprendida.

Él dejó escapar una carcajada. Aprovechando su distracción, desenfundó su arma y se lanzó por ella, su brazo extendido en dirección al tricornio.

Ella retrocedió justo a tiempo para esquivarlo. Apuntó el filo al hombro de su adversario, pero este se agachó.

Sus espadas chocaron en movimientos cruzados. Un impacto y retrocedían cual animales salvajes.

—Te ves hermosa. ¿Puedo regalarte un disfraz de pirata cuando regresemos a Villamores?

—Déjame adivinar, con la condición de ser quien me lo quite cuando estemos a solas.

—No es necesario quitarlo completamente. Podrías dejarte las botas.

La joven captó un movimiento por su visión periférica. Saltó justo antes de recibir un corte que apuntaba a sus piernas.

—Lo siento, niña. Pero le prometí a mi esposo que aplastaría a su equipo.

Reconoció a la madre de Milo. La mujer de mediana edad tenía una sonrisa espontánea idéntica a la de su hijo.

Mía retrocedió hasta que su espalda chocó contra la madera. Mantuvo su espada en alto, entre sus ojos. Estaba acorralada.

—¡Volveré por ti, Sir Cassio! —siseó antes de abrir la puerta tras de sí y lanzarse dentro.

Espadazos aterrizaron contra la madera pero ella estaba lejos de su alcance.

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