Capítulo 22
—¿Deberíamos hacer cosas de parejas casadas? —comentó Cassio mientras leía un folleto de la Isla Delamorir sobre turismo aventura para parejas en luna de miel.
Mantenía su espalda apoyada contra una palmera, haciendo tiempo hasta que el día se pusiera más interesante. Se encontraban en un rincón de la playa, ayudando en el ensayo de la boda.
Como él y Mía Morena estaban en calidad de asistentes de los organizadores, se les asignó la decoración. Improvisaron un camino en la arena con cuerdas e instalaron el altar y un umbral de madera bordeado por espesas cortinas blancas.
El día real de la boda agregarían flores frescas y sillas decoradas ante ese escenario.
—¿Te refieres a estar en desacuerdo, quejarnos de la economía, negar nuestra necesidad de terapia y acusarnos de infidelidad? —replicó Mía con ironía.
—Me perturba la visión oscura del matrimonio que posee la jefa de los cupidos del amor.
—No es así. Solo considero que es una decisión que las personas deben tomar a conciencia, después de haber desarrollado suficiente madurez, comunicación, compromiso... y amor propio. Gran parte de las parejas que se lanzan al altar no cumplen esos requisitos. Los objetivos de mi agencia sí —agregó con orgullo.
—Mi agencia también les ayuda a desarrollar amor propio.
—Al rescatar a las personas de situaciones problemáticas, nada más evitas que enfrenten sus propios conflictos.
—¡Ya empezamos con el eterno desacuerdo! —suspiró Cassio, apartando el cabello de su propia frente—. ¿Podemos saltar la crisis económica y la infidelidad para pasar directo al revolcón de reconciliación?
—¿Qué imagen del amor y del matrimonio te dejaron tus padres? —indagó ella, curiosa.
—Mis padres no son un ejemplo de pareja normal. —Levantó las manos—. Solo diré que no tengo más hermanos nomás porque decidieron cortar el suministro de materia prima, pero la maquinaria de la fábrica sigue funcionando incluso al día de hoy.
Mía Morena sonrió al pensar en esa familia numerosa y desordenada, pero feliz. En un rincón secreto de su corazón, siempre había deseado formar parte de ellos.
Miró a Anabela bajo el arco, dándole instrucciones a su nieto. Francisco le enseñaba al suyo a qué ritmo caminar hasta el altar. Los padres de ambos prometidos conversaban animados, en perfecta armonía.
—Anabela y Francisco serán los testigos —pensó Mía en voz alta—. Debe ser difícil...
—Para nada.
—¿Tú qué vas a saber si tienes prohibida la entrada a las iglesias?
Cassio frunció el ceño, enderezando la espalda.
—¡¿Cómo te atreves a acusarme de tener una orden de restricción, Mía More Luna?! —exclamó, ofendido.
—¡No te hagas el inocente! Exequiel me contó de tu época como detective-emisario del desastre.
«Algo sobre infiltrarse en una iglesia disfrazado del nuevo cura, solo para investigar la desaparición del vino sacerdotal», recordó vagamente la joven.
—Tengo un pasado oscuro. En mi juventud, hice cosas de las que no me enorgullezco —admitió él, bajando la mirada y llevando una mano a la parte posterior del cuello.
—Fue el año pasado.
—Es una larga historia. —Se encogió de hombros, sacudiéndose la máscara de niño bueno—. Ya no puedo entrar a cierta capilla fuera de Villamores. Dentro del pueblo soy un cordero bienvenido a los rebaños. —Se aclaró la garganta—. Aunque no lo creas, he sido padrino en dos bodas.
—¿Quién estaría tan loco como para darte ese rol?
—Bianca, mi tercera hermana y melliza de Catalina. En cuatro meses nace su segundo guerrero del apocalipsis.
«Bonita forma de referirse a la nueva generación de niños», pensó Mía con ironía.
—¿Su primera hija fue Cordelia?
—Ese demonio es de Mac, la primogénita y gemela de Beth.
La muchacha tenía dificultades para identificar a los seis hermanos mayores de Cassio. Los tres pares de gemelos tenían personalidades muy singulares, pero en cuestión de genes físicos eran fotocopias de sus padres. A eso se le sumaba la eterna juventud que impedía diferenciar a los mayores de los menores.
—También fui padrino de Teo, el quinto.
—No sabía que se había casado.
—Ya se divorció. No duró ni dos años. —Le restó importancia con un gesto de su mano—. En cambio, Merc sigue fielmente casado... con su trabajo. Así son los doctores.
—En conclusión, las probabilidades de tener éxito conyugal tras asignarte como padrino son cincuenta-cincuenta.
—Todo en esta vida tiene un cincuenta por ciento de posibilidades de éxito. —Se inclinó hacia ella, apartándole el flequillo de la frente—. Siempre depende del ser perverso y de humor retorcido que escribe nuestros destinos.
Alcanzó a robarle un beso que le robó fugazmente el aliento.
Francisco se les acercó. Su semblante serio les advirtió sobre un problema. Traía un libreto en sus dedos rígidos.
—El juez de paz no podrá asistir al ensayo —reveló, mirando a Mía e ignorando por completo a su acompañante—. ¿Le importaría ocupar ese rol? Es solo leer unas palabras y...
—¡Acepto! —soltó Cassio, enérgico—. Me pondré otra vez un traje de sacerdote si Mía Morena se viste de monja y me acompaña a conocer el cielo en... —La palma de la muchacha contra su boca le impidió continuar.
«Esto es el colmo de las blasfemias», pensó ella, respirando para conservar su paciencia.
—Con gusto interpretaré el rol de jueza —dijo. Liberó a su némesis para poder recibir el pequeño guión de Francisco—. ¿Aquí están las instrucciones y mi discurso?
—Ahí mismo. Se lo agradezco.
—No hay de qué. —La joven bajó la voz. Tenía un asunto pendiente que no había tenido oportunidad de tratar con el anciano el día anterior—. Me gustaría consultarle algo, cuando disponga de tiempo.
«El Tenemos que hablar de Mía Morena siempre es tan cortés», pensó Cass con humor, intentando deducir algo de la conversación.
—Apenas termine el ensayo estaré libre —respondió el anciano.
—Perfecto. —Se volvió hacia Cassio. Lo señaló con su índice y su pulgar levantado formando una L como si fuera un arma—. Ya vuelvo. Compórtate.
—No me controles con órdenes. —Le dedicó una sonrisa, su voz suave—. Domíname con besos o promesas, Miamore.
—Te prometo que te daré una patada en el trasero si no te portas bien. —Soltada su advertencia, atrapó su camisa en su puño y lo atrajo para aplastar su boca contra la suya.
Lo soltó antes de que él se recuperara de la sorpresa. Lo vio parpadear, aturdido. Luego le dio la espalda y se alejó sin mirar atrás, con un vaivén irresistible de sus caderas.
Todos fueron a sus posiciones. Cassio se encargó de encender la música nupcial a un volumen moderado. Bajo la luz de esa mañana, vestidos con ropa casual, los protagonistas de la boda entraron en orden, atravesando el sendero delimitado de arena. Se detuvieron bajo el arco del juez de paz, ante ese improvisado altar.
Mientras Mía Morena leía su discurso formal, Cassio no pudo evitar imaginar que sonaba como un oficial leyendo sus derechos a los futuros condenados.
«Ese es mi bello dragón», pensó con una risa, lanzándole un beso que ella cortó con un gesto disimulado de su mano.
Se preguntó si tendría la misma compostura si se encontrara del otro lado del altar. Con su cuerpo voluminoso y su tez de un tono bronceado, se vería preciosa en un vestido de novia...
Sacudió la cabeza. ¡Qué pensamientos más locos! La idea de hacer tanto escándalo para anunciar y formalizar una relación no le interesaba. Siempre fue partidario de la filosofía de mudarse juntos y vivir en pecado hasta que la monotonía los separe.
Nunca se había imaginado pidiéndole matrimonio a otra persona. Quizá en su niñez y parte de su adolescencia había dado por hecho que terminaría en una familia convencional con esposa e hijos. Al pasar los años comprendió que encontrar a alguien tan compatible era más complicado que cazar un unicornio.
Así aprendió que casarse no era un requisito imprescindible para ser feliz. No le temía a la soledad. Nunca estaría solo. Tenía una familia numerosa, con sobrinos cuyo número se multiplicaba a un ritmo alarmante, y amigos que, si no lo habían mandado al diablo después de tantos años, ya no podían imaginar sus futuros sin él. Quizá lo consideraban instalado en sus vidas como suegra en hogar de recién casados. Inevitable. Impredecible.
Podía ser feliz en soledad pero, siendo honesto, prefería estar acompañado. Estaba abierto a la idea de tener una persona especial en su mundo... especialmente si esa persona era una morena curvilínea con ojos de frappés.
Mía luchaba por concentrarse y mantener su voz serena, una misión imposible al notar que Cassio no le quitaba los ojos de encima. El rostro expresivo del muchacho pasaba de la molestia a la meditación, con momentos de preocupación y otros instantes en los que podía leer en su mirada el deseo de devorarla cual gato a un canario.
«¿En qué demonios está pensando?», se inquietó.
—Yo, Jonás Casares —comenzó un distraído Milo—, acepto por esposo a...
—Amor —interrumpió su prometido, dándole un apretón a sus manos unidas—. Tú ser Milo. Yo ser Jonás.
—¡Ah, lo siento! —Sacudió la cabeza entre risas nerviosas.
Mía regresó a sus sentidos. Se aclaró la garganta.
—No se preocupen, los ensayos son justamente para disminuir la ansiedad y aumentar la naturalidad al llegar el gran momento.
—Es normal estar nerviosos —agregó Cassio con una sonrisa espontánea y los pulgares colgando de los bolsillos de sus jeans, a unos pasos del grupo—. Están atando sus futuros a una sola persona.
—Compartiendo voluntariamente sus vidas con alguien que aman desde la infancia —corrigió Mía, sus ojos gélidos.
—Hablamos de cincuenta a setenta años viendo envejecer el mismo rostro, programando juntos sus alarmas para tomar las pastillas de la memoria y sus brebajes para los huesos...
—¡En las buenas y en las malas! —interrumpió ella, sin aire, reconociendo el giro cizañero que tomaría su némesis—. Siempre tendrán a alguien para apoyarlos y ayudarles a crecer. Con quien festejar sus alegrías y consolar sus penas.
—Así será... —Las pupilas del agente eran estrellas en medio de la oscuridad de sus iris— hasta que llegue un punto en el que se sientan demasiado viejos para separarse y se resignen a morir juntos.
Anabela masculló una maldición y abandonó al grupo, presa de la frustración. Sus pasos demasiado veloces para su edad se alejaron hacia la zona de palmeras. Francisco murmuró una excusa y fue tras ella.
Los hijos y nietos contemplaron la escena con desconcierto.
—¡Calma! —Mía dejó su libreto sobre el altar y levantó sus manos, como si pudiera congelar los pensamientos fatalistas de los presentes—. Seguro está descompuesta porque olvidó desayunar.
—Pero desayunamos juntos... —dudó Jonás.
—¡Se emocionó por este mágico momento! Volveremos en unos minutos. Aprovechen de practicar.
Dicho eso, se encaminó hacia los ancianos. Debía detener esa bomba de tiempo antes de que iniciara la cuenta regresiva.
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