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Capítulo 2

Silbando el opening de su serie detectivesca favorita y cargando un bulto tamaño humano en su hombro, Cassio atravesó las rejas abiertas de una cafetería única en su clase.

A una calle del Parque del Destino, instalada con descaro en la misma manzana que cierta casa de té, Desaires Felinos: cafetería de gatos y plantas había decidido echar raíces.

El muchacho avanzó por el amplio jardín delantero, donde las mesas protegidas por sombrillas de diseños florales recibían a sus clientes madrugadores.

Al pasar por la escultura de una taza de café humeante con un corazón roto en la parte superior, el logo de la casa, acarició a un gato negro que le maulló en señal de bienvenida.

Acomodó sus gafas de montura gruesa y atravesó las puertas del chalet. Saludó a los meseros con la familiaridad de un cliente frecuente.

Entonces se encaminó a las escaleras del fondo, a una habitación que simulaba ser un depósito con sus escobas y productos de limpieza embotellados.

Apoyó la mano contra un cuadro de una gata atigrada gigante y la imagen cambió, revelando un escáner que no tardó en iluminarse de verde.

Así, las puertas del subsuelo se abrieron.

La recepción era un espacio amplio de colores vivos y huellas felinas pintadas en el suelo. Una mesita rodeada por sillones simulaba ser la sala de espera. El recepcionista, protegido tras paredes de vidrio blindado, quien registraba el ingreso y salida de cualquier agente en su computadora, brillaba por su ausencia. Quizá había ido al baño. Tal vez huyó por su vida.

Cass empujó la puerta bajo la leyenda Desaires Felinos: Agencia de sabotaje y rescate de situaciones problemáticas.

Una vez en el corredor, saludó con su mano libre a una muchacha vestida de crayón amarillo y a su compañero, un cuaderno gigante color café con las letras MATCH en el pecho. Ambos conversaban sobre cómo rescatar temprano a una escritora con fobia social de su propia firma de libros.

Acomodando mejor el paquete en su hombro, Cassio zigzagueó entre los pasillos laberínticos. Esquivó a un príncipe azul que en ese momento abandonaba una oficina corriendo.

Otra puerta abierta mostraba a un vaquero gritando que su chica estaba a punto de dar a luz, mientras su compañero mantenía un celular contra su oreja y le advertía que bajara la voz porque la línea erótica cobraba por minutos.

Cuando llegó a la última puerta, la abrió sin pedir permiso. Dos jóvenes se encontraban sentados en lados opuestos de una mesa de reuniones. Sus mejores amigos, ahora colegas en la aventura de sobrevivir a la vida adulta.

Moriría antes de admitirlo, pero sin ellos este emprendimiento no tendría su chispa especial. No se sentiría como su hogar.

El primero mantenía su atención en un espejo sobre la mesa. A un lado aguardaban una maleta abierta con frascos de pintura. Su pincel se deslizaba por el cristal con fluidez. Unos enormes auriculares cubrían sus orejas. Debían incluir micrófono porque el joven parecía seguir las indicaciones de alguien más mientras dibujaba... un fantasma luchando por escapar.

El segundo centraba sus ojos grises en una computadora portátil. Sus dedos volaban sobre el teclado, dominando el arte de estar atento a cinco ventanas simultáneamente.

—¿Cómo los trata la juventud hoy? ¿Ya se quejaron del dolor de espalda y la explotación laboral a la que son sometidos? —preguntó Cassio con una sonrisa optimista, al tiempo que dejaba caer el bulto a la cabecera de la mesa con un golpe metálico amortiguado por la tela.

Deslizó una mano por su frente, apartando los mechones cortos del más oscuro castaño con reflejos dorados y rojizos. Una extraña combinación de matices que toda la vida había teñido para unificar, pero el último año decidió dejar al natural.

Sus compañeros lo ignoraron, con la esperanza de que el silencio desmotivara cualquier idea absurda que rondara su cabeza.

Los ojos oscuros de Cass resplandecieron tras sus gafas mientras desenvolvía las cuerdas para mostrar lo que había traído. Hizo a un lado el bokken, un sable de madera que había comprado antes de aprender a usarlo, y la marcadora de Paintball. En su lugar levantó una ballesta reluciente. Luego una araña metálica que ocuparía la función de flecha. Ideal para infiltrarse por las ventanas de pisos altos.

—La verdad es que... —agregó mientras trenzaba una cuerda en un extremo de la araña— estoy aburrido.

Sus interlocutores se congelaron. Intercambiaron una mirada inquieta. Sabían que esas dos palabras viniendo de la boca de Cassio Calico auguraban un verdadero desastre.

—¿Tú lo sujetas mientras yo lo ato? —sugirió Valentín, bajando un momento los auriculares—. Estoy aprendiendo el arte de los nudos, no me vendría mal practicar con un sujeto vivo.

—Creo que hay cloroformo en el depósito —respondió Exequiel, sin dejar de teclear en su computadora—. Y varias esposas, pero él ya aprendió a quitárselas durante su época de detective privado.

Cassio enarcó una ceja.

—Más respeto. Les recuerdo que soy el jefe.

—Socio —corrigió Valen con humor. Se pasó una mano por sus rizos caoba. Las pecas de sus mejillas aumentaban su aire juvenil—. Y contra mi voluntad. Solo me quedo porque no quisiera tener en mi conciencia el suicidio colectivo de tus nuevos empleados.

—Lo importante es que estás aquí y eres feliz aportando tu grano de arena a esta bomba atómica. ¿Cómo van esas misiones, subdirector Luna?

Exequiel contuvo una sonrisa al ser llamado así. Después de medio año con ese título, aún parecía sorprenderle lo lejos que había llegado en esta agencia de cupidos... Cupidos cuya especialidad no eran las fechas de amor.

—Los novatos están superando nuestras expectativas —respondió—. El número de adolescentes que buscan nuestros servicios está aumentando. Creo que deberíamos considerar a los agentes más jóvenes para las operaciones a largo plazo.

—Aitana estaba entrenando a una novata para eso, ¿cierto? —indagó el dibujante—. La sobrina de Cass.

En ese instante, una muchacha con cuernos rojos irrumpió en la habitación. Vestía un corsé ajustado que destacaba sus atributos, falda corta de tul rojo con capas negras, medias de red abrazando sus largas piernas y botas altas de tacón.

—¡Adivinen quién acaba de destruir un noviazgo adolescente! —anunció con una sonrisa inmensa.

—Felicidades, mi bella gata rompehogares. —Los ojos de Exequiel se iluminaron al verla.

—No fui yo —admitió con una risita, sentándose en la mesa a un lado del portátil de su novio—. Fue mi pupila Cordelia. Pensar que apenas lleva tres meses en esta agencia y tiene dieciocho añitos. Crece tan rápido... —Se limpió una lágrima imaginaria de la mejilla—. Estoy muy orgullosa.

—¿Marco como concluída la misión veintinueve-seis? —preguntó el artista con los auriculares de regreso, del otro lado de la mesa.

—Afirmativo, jefe D'Angelo. —Ella giró el cuello para darle una mirada. Le hizo un guiño coqueto, pero el muchacho no se inmutó—. Un pajarito me contó que estás confraternizando con el enemigo... una rubia dulce, jefa de los cupidos del amor en Dulce Casualidad.

Al instante, tres pares de ojos se clavaron en Valentín. El muchacho se detuvo. El calor fue subiendo por su cuello hasta sus orejas. Una sonrisa tonta lo delataba.

—Eira no es el enemigo —murmuró, sin mirarlos.

—Es tan tierno —pronunció la joven con diversión—. Confesó que la invitaste a ver una película este sábado. Ella se ofreció a llevar el postre, y tú a devorarlo. Mírate, no parecías un niño tan travieso... —Sus pupilas se oscurecieron. Su voz cambió en un instante, manifestando sus dotes como actriz profesional—. Le rompes el corazón a mi amiga y destruiré tu reputación en redes, Valentín D'Angelo.

—Guarda esa lengua bífida, pelirroja. —Exequiel le dio una palmadita en el muslo, a través de las medias de red—. Conozco a Valen desde la escuela primaria y puedo jurarte que nunca ha roto un corazón femenino. Siempre es él quien termina abandonado o llorando.

—Tienes razón. Siendo tan despistado, fue un milagro que notara el interés de Eira.

—Hablan los que estuvieron siete años en la friendzone —masculló el aludido, sin levantar la mirada del espejo, el cual ahora salpicaba con gotas carmesí.

—Me encanta cuando saca la pasivoagresividad. —Aitana asintió, inmune a ese puñal directo—. Nuestra influencia viboresca ha calado profundo en él.

—No podemos tomar todo el crédito. Tuvo que aprender a defenderse para sobrevivir a Cass tantos años.

Los tres dirigieron la mirada a este último, quien había permanecido demasiado tiempo en silencio. Eso siempre era una señal de alerta.

Cassio estudiaba algo en su propia tablet. Una media sonrisa curvaba su boca, la promesa de caos en sus pupilas.

—Tenemos un nuevo cliente entrando al subsuelo en este momento —murmuró—. Yo me encargo.

Dicho esto, abandonó la oficina y regresó a la sala de espera. Esquivó a varios empleados disfrazados y a uno que otro gato invasivo que a veces conseguía infiltrarse al subsuelo desde la catfetería.

La mujer rondaba ya la séptima década, pero poseía unos ojos lúcidos y una cabellera platinada larga hasta la mitad de la espalda, en ese momento recogida en un moño. Sus pantalones de vestir hacían juego con su chaqueta de corte elegante, ambos en color borgoña.

Estaba sentada con las piernas cruzadas en uno de los sofás de recepción. Se levantó con calma al verlo llegar.

—¡Licenciada Amade! —La saludó con un abrazo rápido y una sonrisa sincera—. No esperaba verla en un lugar como este.

—A ti, en cambio, es imposible imaginarte en un lugar más hecho a tu medida, Cassio —respondió la anciana—. Siempre presentí que usarías tu inteligencia para el mal.

El joven soltó una carcajada. Anabela Amade había sido su profesora favorita al terminar la universidad de Psicología e ingresar a una especialización en Terapia Familiar y de Pareja... la cual terminó abandonado cuando comprendió que estar atrapado en una oficina no era lo suyo.

—¿Viene a ofrecerme sus servicios para regresarme al camino del bien?

—Como si alguien pudiera hacerte cambiar de opinión. Aún recuerdo los debates acalorados que desatabas en mis clases.

Cassio asintió con orgullo. Le encantaba sacar el tema de la religión, el fútbol y la política cuando se encontraba rodeado de personas. Desde pequeño había amado los fuegos artificiales.

La presencia de Anabela en Desaires Felinos era una contradicción en sí misma. La mujer era una leyenda entre los asesores de parejas. Fundadora de la Academia CoRazón, llevaba décadas dictando conferencias y capacitaciones sobre cómo construir un buen matrimonio.

Sus empleados habían sido entrenados por ella en persona. Los clientes podían recibir consejos románticos antes de iniciar una relación, guías para construir responsabilidad afectiva con sus parejas actuales o terapia juntos para aumentar la comunicación que había fracturado el amor. La reputación de CoRazón era impecable, el lugar al que recurrían aquellos que soñaban con construir un matrimonio perfecto.

Era, evidentemente, un sitio que Cassio jamás habría pisado como cliente. Como aprendiz cursó varios meses, siempre era bueno conocer las reglas del juego antes de romperlas.

—Dígame en qué puedo servirle —soltó Cass, yendo directo al grano.

—Como ya sabes, llevo toda una vida dedicada a ayudar a otros a construir y salvar sus relaciones sentimentales —comenzó, cruzando las piernas en el sofá y mirándolo directo a los ojos—. Y tu agencia se especializa en lo contrario.

—Efectivamente.

Silencio.

Cass sonrió sin una gota de arrepentimiento. Por un momento se preguntó si iba a pedirle no involucrarse con sus clientes. No sería la primera vez que sus agentes saboteaban, sin pretenderlo, alguna misión de una agencia de casamenteros. Hasta el momento solo habían sido citas sin importancia. Aunque Mía Morena Luna, una de las dos jefas de Dulce Casualidad y en el pasado su compañera de colegio, lo tenía en la mira de fuego.

La anciana tamborileó dos dedos contra su propia rodilla.

—Deseo contratar sus servicios más extensos.

Cass enarcó una ceja. En sus inicios Desaires Felinos se limitaba a arruinar citas, reuniones familiares o comerciales y otros eventos fugaces. Hacía tan solo unos meses, cuando se convirtió en el nuevo jefe, inauguró oficialmente el Escuadrón de Gatas Rompehogares. Se trataba de una sección de misiones a largo plazo donde los agentes destruían relaciones tóxicas románticas o fraternales. Con métodos de moral dudosa rescataban a sus clientes.

—¿Para qué clase de situación problemática?

—Un matrimonio. —Anabela levantó la barbilla—. Quiero que lo destruyan.

—Si leyó los términos y condiciones de nuestros servicios, sabrá que no somos esa clase de rompehogares. —Descansó la espalda contra el sofá y cruzó sus pies a la altura de los tobillos, relajado como si hablara de su deporte favorito—. Solo destruimos parejas si el solicitante es uno de los dos implicados.

—Entonces no habrá ningún inconveniente. ¿Dónde está el contrato?

—¿Está diciendo que...?

—Como lo has entendido, joven Calico. —La mujer, eminencia en el arte de forjar un matrimonio perfecto, levantó su dedo anular, donde resplandecía una alianza dorada—. Quiero divorciarme.

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