Capítulo 17
A primera hora del día siguiente, Mía citó a Francisco en una cafetería cercana. Tenía más de un asunto pendiente, además de una actualización de su asignación.
Mientras esperaban por el desayuno, ella se quitó su sombrero azul a juego con su enterizo de jean, lo colgó en su silla y decidió ir directo al punto.
—Continúe ocultándome información clave y será el culpable del fracaso de esta operación. —Ella entrelazó sus manos sobre la mesa, implacable—. No puedo controlar un incendio si ignoro el origen. ¿Por qué su esposa está tan empecinada en separarse?
Francisco se llevó una mano a la parte posterior del cuello, ansioso.
—Solo son excusas —musitó.
—¿Podría ser más específico?
—Anabela está cansada de este matrimonio y su mente decidió inventar una traición que nunca cometí. Culparme es más fácil que admitir su falta de amor.
—No suena como una mujer tan inmadura e inestable.
—Eso creía, pero el último año mi dulce Anabela se ha convertido en una anaconda con cascabel.
—Sigue sin tener sentido. —Entornó los ojos, frustrada—. Señor Francisco, ¿ejerció algún acto de infidelidad o violencia física o emocional contra su esposa?
—¡Por supuesto que no! —Se levantó, alarmado—. ¿Qué clase de monstruo cree que soy?
«Un hombre», se abstuvo de señalar. Le hizo un gesto para que regresara a su asiento.
—¿Tiene algún secreto oscuro que podría perjudicar su relación?
Las pupilas del anciano se movieron al buscar entre sus archivos mentales.
—Todos tenemos secretos o hemos hecho cosas de las que no nos enorgullecemos... —confesó por lo bajo— pero nunca le he faltado el respeto a mis votos matrimoniales.
—¿Podría ser un malentendido?
—También lo consideré. Si tan solo ella dejara de acusarme con evasivas... —Apoyó los codos contra la mesa y descansó la frente en las manos—. Está empecinada en que yo confiese un crimen del que no tengo idea. Cuando me preguntó la primera vez, solté hasta la vez que arranqué una hoja a su planta favorita.
«Esto es un círculo vicioso donde falta comunicación», pensó la agente.
—¿Al menos sabe cuándo empezó el problema?
—Eso... —Pensó su respuesta mientras el mesero acomodaba el pedido en la mesa— fue después de nuestro aniversario del año pasado. Al principio ella estaba rara. No quería hablarme ni mirarme. Después explotó y empezaron las acusaciones falsas.
—¿Algún tercero podría querer sabotear su matrimonio?
Francisco se ahogó con su café.
—Por favor. Tengo setenta y un años. Incluso a mis enemigos ya se los llevó el diablo. Literalmente.
—¿Quién se beneficiaría de su divorcio?
Mía comenzaba a sentirse como toda una detective. Debía admitir que era satisfactorio.
—¿Nadie? Le caigo mal a ciertos empleados de Anabela y ella tiene sus encontronazos con algunos míos, pero no llega a ser odio. No hemos hecho despidos en los últimos cinco años.
—¿Alguien de su familia podría estar celoso de su aparente felicidad conyugal?
—¿Por qué lo estarían?
Mía bajó los párpados, dirigiendo una mirada letal.
—¿Celos del matrimonio perfecto entre el gran organizador de bodas y la directora de una reconocida academia para parejas? No puedo imaginarlo, ¿por qué alguien sentiría envidia?
Francisco hizo una mueca, recibiendo ese golpe mental.
—Imagino que alguien con baja autoestima y un matrimonio conflictivo podría mirarnos con malos ojos, pero le aseguro que no pertenece a mi círculo cercano. Me habría dado cuenta.
«¡Ni siquiera sabes que tu nieto está en una relación abierta, tirándose a todo lo que se mueva en la isla!», pensó la muchacha.
—Volvamos al origen. ¿Dónde suelen celebrar su aniversario?
—Aquí mismo. Siempre venimos a la Isla Delamorir. Fue donde pasamos nuestra luna de miel.
—¿Vienen solos?
—Por supuesto. Compramos una cabaña de una sola habitación, así tendríamos excusa para negarnos a compartirla con la familia.
La muchacha le dio un sorbo a su limonada con jengibre y menta. Debería sugerirla para el menú de su propia casa de té, tomó nota mental. Sonrió al comprender que cada día consideraba más suya a Dulce Casualidad.
Luego recuperó su seriedad. Analizaría la nueva información cuando se encontrara sola.
Tratado el primer ítem de su lista, tenía otro problema de suma importancia. Entrelazó nuevamente sus dedos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante. Bajó la voz a un tono confidencial.
—Señor Francisco, ¿cuál es la actividad para esta tarde?
—Pensábamos hacer rapel pero cambiamos de opinión. Ya vio lo asustados que estaban nuestros hijos y nietos.
Mía apartó la mirada, avergonzada. Si tuviera que trepar un cerro apenas enganchada a una cuerda en un arnés, acabaría perdiendo la escasa dignidad que conservaba. Y las uñas.
—Los deportes extremos no son para todos.
—Ya lo notamos. Decidimos dejarles el día libre. Mañana retomaremos...
—¿Podemos reemplazarlo por una granja? —Las pupilas femeninas resplandecieron, sus ojos fríos clavados en su interlocutor.
—¿Una granja en Delamorir...? Debe haber un criadero de vacas y pollos pero dudo que acepten visitas.
La muchacha apretó los dientes.
—¿Algún lago con patos? ¿Las gaviotas visitan la playa?
—¿Acaso le gustan los pájaros?
—Acaban de convertirse en mi especie favorita. Creo que será relajante un paseo por un sitio con aves. Son inofensivas e inspiradoras. La familia lo disfrutará.
Sus habilidades de actuación eran pésimas, pero su sed de sangre le daba elocuencia. Se dijo que derrotar a Cassio beneficiaría a la misión. No era como si estuviera mezclando sus sentimientos personales con su trabajo. Era toda una profesional.
La venganza era una satisfacción colateral.
—En ese caso, está el... —reflexionó Francisco— santuario de aves.
La sonrisa de la joven fue oscura, lenta, cual cazador capturando a su presa.
—Perfecto.
Dedicaron el resto de la mañana a realizar las reservas del santuario y transporte, así como avisarles por teléfono a los familiares.
Terminado el desayuno y acordado el punto de reencuentro, la joven fue a dar un paseo por la playa en compañía de su propia soledad. Tenía mucho en qué pensar.
Quería que la familia Amade-Casares conservara un buen recuerdo de estas vacaciones. Deseaba proteger el lazo que los unía, el cual podría contaminarse con silencios incómodos si el anuncio del divorcio explotaba.
Su cerebro ya maquinaba algún plan para que todo resultara tal como deseaba. Buscó en su celular el video que necesitaba y descargó su audio. Luego lo subió a la nube y compartió el enlace al número de Cassio.
Treinta segundos tardó él en devolverle la llamada.
—¡¿Cómo pudiste abandonar nuestro nido de amor sin siquiera dejarme una nota?! —fue el saludo exaltado del joven—. Me siento usado, Miamore.
Mía contuvo una sonrisa.
—No eras muy nuevo que digamos cuando te encontré.
—Soy tan puro como el petróleo del océano. —Soltó un sonoro bostezo—. ¿Sabías que no puedo acceder a lo que sea que me enviaste si está configurado para ser privado?
—Ignora ese mensaje.
—Ahora siento más curiosidad. ¿Es una foto tuya en paños menores?
—Tienes una imaginación hiperactiva...
—Cuando era pequeño un psicólogo trató de diagnosticarme TDAH. Luego conoció a mi tío y concluyó que era herencia familiar nomás. —Sonaba somnoliento, su voz ligeramente ronca—. ¿Dónde estás?
—Disfrutando del mediodía sin ti.
—Tus palabras son puñales para mi frágil corazón —soltó con ironía—. ¿Sigues enojada por lo de ayer?
—Pronto estaremos a mano —prometió con calma.
—Entonces me veré en la obligación de volver a desequilibrar la balanza.
—No me gusta la venganza pero necesitas escarmiento, Cassio.
—No necesitas más que una sonrisa para ponerme de rodillas. —Podía imaginarlo apoyado en la encimera, despreocupado—. ¿Estás en la playa?
—Presiento que tu siguiente pregunta será qué llevo puesto.
Cass soltó una carcajada.
—Prefiero imaginarte con una bikini minúscula. ¿Alguna vez has caminado descalza por la arena?
«Nunca antes había estado en la playa», pensó. Bajó la vista. La arena era como diamantes dorados, refulgiendo bajo la luz del sol.
—Clavarme un vidrio en la planta del pie no suena muy tentador.
—La Isla Delamorir está limpia. Vamos, quítate los zapatos... y mándame una foto de tus tobillos. Sin censura.
Ella dejó escapar una carcajada y negó con la cabeza.
—No estoy aquí para satisfacer tus fetiches.
Picada por la curiosidad, la joven se quitó las sandalias para sentir la arena entre sus dedos. Suave, relajante como un masaje cálido. Respiró profundo. Levantó el sombrero para apreciar la caricia del sol en su piel morena, la sal del mar en su lengua y el entrechocar de las olas deslizándose por sus oídos.
—¿Lo hiciste? —Escuchó unas puertas de madera abriéndose y cerrándose. Debía estar preparando su desayuno tardío—. Sé cómo convertir tus vacaciones en algo inolvidable, Miamore. Solo necesitas dejar de resistirte.
—¿Te han dicho que eres muy manipulador?
—La palabra persuasivo suena más dulce. —Su voz se suavizó—. La naturaleza suele despertar recuerdos que a veces es mejor dejar dormidos. Avísame si necesitas compañía.
—Serías el último al que llamaría si buscara paz —musitó con humor.
—Puedo hacerte sentir algo mucho más divertido que la paz. ¿Te espero para almorzar?
—No. Disfruta tu soledad mientras puedas. Voy al supermercado.
—Trae frutas de estación. Acabo de arrasar con la última manzana del pecado.
—No soy tu chica de los mandados.
—¡Si me quedo en casa limpiando como esclavo, lo mínimo que podrías hacer es traer los víveres, mujer!
—Me pregunto si en nuestros votos matrimoniales incluirías la promesa de hacerme viuda pronto...
—Viene implícito en el contrato. Bajo el asunto pendiente de desmantelar juntos un criadero ilegal de gatos.
—Gracias por considerarme, pero mi idea de una cita romántica implica volver a casa sin antecedentes penales —replicó con ironía—. Pórtate bien. Te veo en dos horas.
Recién cuando dio por terminada la llamada se dio cuenta de que estaba sonriendo. Entonces procesó sus últimas palabras. Acababa de avisarle a alguien cuándo regresaría. Sentía que otro la esperaba. Volver a compartir hogar, aunque fuera temporal, era abrumador.
A veces no entendía su propio corazón.
Ella no había estudiado una licenciatura en psicología, pero tenía un vasto conocimiento humano y una empatía propia de las hermanas mayores.
Sus padres nunca la obligaron a ser niñera de Exequiel, con quien apenas tenía un año de diferencia, pero ella siempre estuvo dispuesta a cuidarlo. Desde la más tierna infancia comprendió que tenía en él a un aliado brillante en medio de su caótica familia.
«Tampoco puedo quejarme demasiado de mi árbol genealógico», reflexionó mientras caminaba descalza con el sombrero protegiendo sus ojos. En el sorteo de familias disfuncionales le habían asignado unos padres que hicieron lo que pudieron con su escasa madurez emocional.
Los primeros años fueron felices. Entonces las responsabilidades comenzaron a consumirlos. Su padre llegaba frustrado del trabajo y exigía demasiado. Su madre, agotada de los quehaceres, pedía su colaboración en la crianza de los niños.
Mía no estaba segura de quién comenzaba a levantar la voz. Solo sabía que ambos terminaban gritándose insultos que eran balas perdidas, las cuales siempre terminaban clavadas en sus hijos. Entonces su padre se marchaba dando un portazo y su madre canalizaba su ansiedad en la cocina.
En medio de ese ambiente sofocante, lo único que Mía y Exe podían hacer era comer. Y comer. Y comer. El sobrepeso infantil fue inevitable. Ella supo detenerse en algún punto de su adolescencia. Su hermano tardó un poco más, lo que estuvo a punto de arrastrarlo al abismo.
Nada más graduarse del colegio, Mía tomó trabajos de medio tiempo, desesperada por ahorrar para comprar su independencia. Todavía recordaba cuando, mientras servía mesas en un restaurante, alguien le dejó de propina un volante que cambiaría su vida.
Era una solicitud de empleo como casera. Una familia buscaba a alguien de confianza que pudiera cuidar su pequeño departamento durante cuatro años, mientras se marchaban al extranjero para que el único hijo terminara sus estudios universitarios.
Cuatro años era lo que Mía necesitaba para cursar sus carreras en organización de eventos y administración, su plan de vida.
El contrato no exigía pagar alquiler. Incluía algunos muebles. Quienes decidieran aceptar deberían pagar los impuestos básicos.
La oferta resultaba tan increíble que le tomó semanas decidirse. Fue un milagro que todavía estuviera disponible cuando fue a postularse.
Ella temía lucir como una adolescente fugada de casa, así que buscó su mejor camisa blanca y pantalones de vestir. Esos que antes reservaba para los actos escolares. Se obligó a calmarse y hablar con profesionalismo, aunque por dentro temblara cual gelatina.
¿Qué habrá visto esa familia en ella para aceptarla sin dudar? Mía sospechaba demasiado de algo tan bueno, pero su desesperación era más fuerte.
Los primeros días viviendo sola fueron un sueño. Solía hablar consigo misma en voz alta y hacer malabares con la economía. No dejó sus otros empleos, pero se hizo tiempo para empezar sus estudios superiores.
Su segundo golpe de suerte vino en forma de beca estudiantil. Invirtió el primer depósito en una computadora portátil de segunda mano, lo que le ahorró una fortuna en cuadernos y fotocopias.
Solo pudo disfrutar de esa soledad durante escasos meses. Su plan era adaptarse y después invitar a su hermano menor... pero una tarde de invierno recibió una llamada muy seria de Cassio. Este le advertía que Exequiel acababa de sufrir una crisis y no resistiría un año más en la casa paterna.
Mía no dudó en ir por su hermano menor y arrastrarlo a su nuevo hogar. Y a una terapia que, jamás se lo revelaría, le había costado todos sus ahorros de emergencia. Valió la pena cada centavo.
No tenía idea de lo que estaba haciendo. Algo seguro era que ambos estaban un poco rotos. Ella lo ayudaba a recuperar su autoestima. Él le daba una razón para no rendirse. Como dos gatitos refugiados de una tormenta, sobrevivieron gracias a su mutua compañía y a pequeños golpes de suerte.
Suerte. Esa era la clave.
O casualidades.
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