Capítulo 1
Descansando frente al Parque del Destino, un antiguo chalet convertido en casa de té atraía a los paseantes con la promesa de desayuno y amor.
Sus paredes del frente habían sido revestidas en ladrillos decorativos. Ventanales inmensos en sus dos pisos daban la bienvenida a la luz solar, y permitían a los curiosos admirar sus salones espaciosos de paredes en tonos pasteles.
Tallado en madera sobre la puerta de entrada aparecían las letras Dulce Casualidad. Las acompañaba una tacita formada por una D con la curva hacia abajo, una C a su derecha en función de mango y un corazón flechado flotando en su interior.
Un anciano se encontraba de pie ante la puerta. Vestía una camisa a cuadros y unos jeans de corte recto. Respiró profundo, su semblante serio, antes de adentrarse a la casa de té.
Un aroma floral flotaba en su interior. Echó un vistazo a los postres de la vidriera. Desde tartas frutales clásicas hasta golosinas especiales con diseños florales, la oferta del menú era amplia.
Sin embargo, él no estaba allí para desayunar. Lo consumía la desesperación y aquí encontraría su última esperanza.
Se acercó a la caja y se aclaró la garganta.
—Bienvenido a Dulce Casualidad, señor Francisco. —Una joven de cabello corto y ojos ágiles se le acercó—. Le hemos reservado una mesa en el piso superior. Nuestra jefa llegará en un momento.
—¿Cómo me reconocieron? —El hombre miró a su alrededor, a los comensales sonrientes que compartían conversaciones y postres.
La joven sonrió con serenidad.
—Nuestra jefa responderá todas sus preguntas y resolverá la inquietud que lo ha traído aquí. ¿Prefiere usar las escaleras o el ascensor?
—Las... las escaleras están bien. Gracias, señorita.
Se despidió con una inclinación de cabeza y se encaminó al piso superior. Tomó asiento en la mesa número tres, de espaldas a las escaleras y con la vista al parque a través del ventanal.
No fue consciente de la cámara ubicada en un cuadro de la pared. Ni de los rostros que observaban sus movimientos desde una oficina en el subsuelo.
—Miaw, tu cliente llegó temprano —advirtió una muchacha de piel pálida al límite del albinismo.
Unos auriculares aplastaban sus ondas rubias. Sus ojos cálidos como el caramelo estaban centrados en la pantalla táctil de la pared. Sus dedos alejaron la imagen de la pantalla y abrieron una nueva ventana donde aparecía una pareja tomada de la mano, paseando por un parque.
—Bajo en un momento. —Mía mantenía las manos contra la mesa, frente a una computadora. Presionó un auricular en su oreja, oculto por su cabello—. Escucha, Amanda, finge que chocas con ella y te vuelca el batido encima. Luego distraela hablando de lo difícil que ha sido tu semana. Necesitamos que se quede tres minutos más, el objetivo dos ya viene en camino.
—¡Es la oportunidad perfecta para la confesión! —exclamaba la otra joven en su propia conversación, llevando un mechón rubio a su oreja—. No intervengan, dejen que fluya... ¡Alejen a esos promotores! ¿Quién quiere pensar en política durante una cita romántica? Eviten que alguien los interrumpa... Van excelente. Si tienen algún inconveniente, seguiré en mi oficina.
—¡Eso! El tema de Mi jefe es un cretino explotador nunca falla —continuaba Mía en su llamada—. Trata de no mencionar el inexistente futuro que tienen los jóvenes en Latinoamérica, no necesitamos que el objetivo se deprima.
—Miaw, yo me encargo de estas misiones. —Le dio un empujón con su cadera—. Ve con tu cliente.
—Gracias, Eira.
Mía concluyó la llamada y abandonó la oficina. Mientras recorría esos pasillos de techos altos, acomodó su blusa de muselina celeste y confirmó que ninguna arruga apareciera en sus pantalones negros acampanados. Su cabello castaño caía lacio hasta justo debajo de sus hombros. Un flequillo cubría sus cejas y destacaba esos ojos fríos, despiertos.
Un silencio sereno reinaba en el subsuelo de Dulce Casualidad. Cada oficina estaba insonorizada para no interrumpir la concentración de los empleados.
A través de algunas con puertas de cristal blindado podían verse agentes reunidos, estudiando la situación ante una pantalla táctil empotrada en la pared o dando indicaciones por teléfono.
Nadie llevaba uniforme. Lo único que los identificaba como miembros de esta organización era un collar de plata en forma de tacita con un corazón flechado en el centro y el mango invertido.
Había llegado a la entrada del subsuelo. Saludó a Bell, su impecable recepcionista, e ingresó al ascensor. Presionó el número del último piso y ensayó una sonrisa profesional.
Avanzó con paso firme sobre sus zapatos de tacón alto, los hombros derechos y la barbilla levantada.
Lo reconoció al instante, sentado en una mesa ante el ventanal. Sostenía el menú, el cual hojeaba como un periódico. Se puso de pie al descubrirla.
Las pupilas de la joven se iluminaron al verlo. Él fue su mentor, uno de los escasos nombres que entraban en su lista de ejemplos a seguir. Después de tantos años, ahora sentía que podía mirarlo como un igual.
—Profesor Casares, bienvenido —lo saludó con una sonrisa profesional—. Gracias por esperarme.
—Señorita Luna. —El anciano estrechó su mano con calidez. Recorrió todo el lugar con admiración—. Sabía que llegaría tan lejos pero nunca imaginé que siendo tan joven.
—La vida está llena de sorpresas.
«Yo tampoco imaginé que algún día recurriría a nuestros servicios», pensó Mía. «Debe estar muy desesperado para buscarnos».
La muchacha estudió al hombre que había sido su profesor de Ceremonial y Protocolo en el instituto donde se convirtió en organizadora de eventos.
Francisco Casares era una celebridad en el ambiente. Un innovador en la organización de bodas. Su empresa Tiempo nupcial se especializaba en el antes, durante y después de la ceremonia matrimonial. Desde diseño de invitaciones, vestuario de los novios, reserva de iglesia y salón de fiestas hasta el paquete de luna de miel. Si dos personas deseaban que todo fuera perfecto en su día especial, bastaba con dejarlo en las confiables manos de este experto... y reservar con mucha anticipación.
Mía tomó asiento de espaldas al ventanal y entrelazó sus dedos sobre la mesa. Ahora comenzaba la danza de las evasivas y el protocolo de cortesía.
«Desearía que existiera la opción de Omitir intro», pensaba para sí, pero su rostro jamás la delató.
—He oído que su nieto va a casarse.
—Mi pequeño Jonás ya tiene treinta y un años. —Las pupilas del anciano se iluminaron—. Gracias a él conocí a la mujer que hoy en día es mi esposa.
—¿De verdad?
Mía ya lo sabía, por supuesto. Apenas contactó a Dulce Casualidad y agendaron una cita, su equipo había investigado cada detalle del pasado y presente de este hombre, mas no consiguieron adivinar el motivo de su visita. Sus seres queridos parecían haber encontrado el amor sin necesidad de recurrir a una agencia de cupidos como lo era esta casa de té.
—Fue en una reunión escolar hace ya quince años. —Levantó el menú en papel y se dedicó a hojearlo mientras hablaba—. Mi hijo no pudo asistir, así que me pidió ocupar su lugar. A la abuela de otro estudiante le sucedió lo mismo. Ella también era viuda. Congeniamos y comenzamos a salir. Nos casamos poco después. Teníamos sesenta años, fue una sorpresa descubrir que aún estábamos a tiempo para el amor.
—Todos tienen derecho a vivir una historia de amor, sin importar la edad.
«Siempre y cuando cumplan los requisitos de consentimiento y legalidad», se abstuvo de agregar.
—Sí... —Levantó la mirada cuando un mesero se le acercó—. Voy a pedir un blend de vainilla y caramelo con una tarta de durazno. Gracias, muchacho.
—Lo de siempre para mí, Sebastián —pronunció Mía con naturalidad. El hombre asintió y se marchó—. ¿Desde cuándo conoce al prometido de su nieto?
—Quince años. Lo vi por primera vez en esa reunión escolar. Es, irónicamente, el nieto de mi esposa.
«Primos norteños, ¿eh?», se contuvo de señalar la joven.
—Sin una gota de sangre en común, dudo que eso represente un problema —indicó.
—Así es. Los dos han sido amigos y compañeros desde el jardín de infantes. Su cariño es sincero. Estoy seguro de que serán muy felices. —Hizo una pausa—. Nos pidieron a mi esposa y a mí organizar su boda.
—Los mejores especialistas en el tema. He leído los libros que escribieron juntos.
—Sí... —Se aclaró la garganta, sus pupilas vagaron por el ventanal tras Mía, con vistas al parque—. La boda es a fin de mes, en la Isla Delamorir. Planeamos una serie de actividades para unir a ambas familias y fortalecer los lazos entre las parejas durante las semanas previas. Hemos organizado todo con sumo detalle.
—Suena como si no hubiera margen de error. —La sonrisa de Mía se volvió afilada. Descansó la barbilla en sus manos entrelazadas, los codos sobre la mesa—. ¿Me equivoco?
Francisco se rascó la parte posterior del cuello. Tragó saliva.
—Necesitamos un plan de respaldo. Alguien que solucione contratiempos inesperados.
—Comprendo... La boda de su nieto debe ser perfecta. ¿Hay algo que haya levantado sus banderas de alerta?
Silencio. El anciano bajó la mirada a sus manos arrugadas sobre la mesa. Sus hombros estaban tensos.
—De hecho... lo hay.
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